No fue necesario abrirse paso a empellones entre la multitud; su presencia provocaba una oleada de pánico, como lobos entre un rebaño de corderos. La gente se dispersaba gritando. Las madres cogían a sus hijos en brazos y echaban a correr, los hombres caían de bruces sobre la nieve en sus prisas por apartarse, los vendedores ambulantes abandonaban sus mercancías y corrían para salvar sus vidas, y las puertas de las tiendas a ambos lados se iban cerrando de golpe.
Richard se dijo que el pánico era una buena señal. Al menos, no harían caso omiso de ellos. Claro que resultaba un poco difícil hacer caso omiso de un gar de más de dos metros de estatura que caminaba por una ciudad a plena luz del día. Seguramente Gratch se lo estaba pasando en grande. Pero los demás, que no compartían la misma visión inocente de la tarea que tenían entre manos, exhibían una expresión adusta.
Gratch caminaba detrás de Richard, Ulic y Egan iban al frente, Cara y Berdine a su izquierda, y Hally y Raina a la derecha. No era al azar. Ulic y Egan habían insistido en que por ser los guardianes personales de lord Rahl debían ir cada uno a un lado. Las mord-sith pusieron mala cara y arguyeron que serían la última línea de defensa alrededor de lord Rahl. A Gratch no le importaba dónde lo colocaran, siempre que estuviera cerca de Richard.
Finalmente Richard tuvo que alzar la voz para poner fin a la discusión. Les dijo que Ulic y Egan marcharían al frente para abrir paso en caso necesario, las mord-sith protegerían los flancos y, por su altura, Gratch iría detrás de él. Nadie protestó; todos parecían pensar que les habían asignado la posición más adecuada para defender a lord Rahl.
Ulic y Egan se habían retirado las capas y exhibían por encima de los codos brazales provistos de pinchos, aunque las espadas seguían envainadas. Las mujeres iban cubiertas del cuello hasta los pies por ceñidos trajes de cuero de color rojo sangre, con el símbolo de las mord-sith de la estrella y la media luna amarillas en el estómago. Empuñaban el agiel en una mano protegida con un guante de cuero negro y el dorso blindado.
Richard sabía perfectamente el dolor que causaba sostener un agiel. Del mismo modo que el agiel con el que Denna lo había entrenado, y que después le había dado, le dolía cada vez que lo cogía, ellas tampoco podían empuñar su propio agiel sin que la magia del objeto les causara un daño atroz. No obstante, las mord-sith aprendían a soportar el dolor y se enorgullecían de su capacidad de aguante.
Él había tratado de convencerlas de que renunciaran al agiel, pero fue en vano. Podría ordenárselo y ellas obedecerían, pero eso sería traicionar la libertad que les había concedido; algo en lo que no quería ni pensar. Si renunciaban al agiel, tenía que ser por propia voluntad, aunque no confiaba en que lo hicieran. Después de llevar él mismo tanto tiempo la Espada de la Verdad podía entender que los deseos chocasen con los principios; él odiaba la espada y deseaba deshacerse de ella, de los actos que cometía con ella, de lo que la espada le hacía, pero al mismo tiempo había luchado para conservarla.
Entre cincuenta y sesenta soldados patrullaban fuera del edificio cuadrado de dos plantas ocupado por el alto mando de D’Hara. De ellos sólo seis, situados en el rellano de la entrada, mostraban una actitud marcial. Sin detenerse Richard y su pequeña compañía caminaron en línea recta entre los soldados, en dirección a los escalones. Atónitos y asustados, los hombres se iban apartando para dejarlos pasar.
Aunque no se dejaban llevar por el pánico, como la gente común en el mercado, la mayoría de ellos se apartaban. Y las aceradas miradas de las mord-sith alejaban al resto tan eficazmente como si los amenazaran con espadas. Algunos, mientras retrocedían unos pasos, se llevaban la mano a la empuñadura de su arma.
— ¡Paso a lord Rahl! —bramó Ulic. Los soldados se alejaron más en absoluto desorden. Para no correr riesgos, pese a su confusión algunos inclinaron la cabeza.
Richard, sumido en un mundo propio de concentración, lo observaba todo bajo su capa de mriswith.
Antes de que nadie tuviera la suficiente presencia de ánimo para detenerlos o interrogarlos, habían atravesado la turba de soldados y habían subido la docena de escalones que conducían a la sencilla puerta acorazada. Allí uno de los soldados, un hombre de estatura similar a la de Richard, decidió que no estaba seguro de si debía franquearles el paso. Así pues, se colocó ante la puerta y empezó a decir:
— Esperad aquí hasta…
— ¡Paso a lord Rahl, idiota! —gruñó Egan, sin detenerse.
Los ojos del soldado se clavaron en los brazales.
— ¿Qué…?
Sin pararse Egan lo apartó a un lado de un tremendo revés. El soldado cayó al suelo. Dos de sus compañeros se quitaron de en medio a toda prisa, mientras que los otros tres abrían la puerta y entraban de espaldas.
Richard se estremeció. Les había dicho a todos, Gratch incluido, que no quería que nadie resultara herido a menos que fuera estrictamente necesario, y ahora lo inquietaba lo que ellos pudieran considerar necesario.
En el interior, los soldados que habían oído el alboroto fuera salieron a toda prisa a su encuentro desde corredores tenuemente iluminados. Al ver a Ulic y a Egan, con sus brazales dorados por encima de los codos, no desenvainaron las armas, aunque por su expresión no les faltaban ganas. Un amenazador gruñido de Gratch los obligó a frenar la marcha. Pero cuando vieron a las mord-sith con las ropas de cuero rojo, no dieron ni un paso más.
— El general Reibisch —se limitó a decir Ulic.
Un puñado de los hombres se avanzó.
— Lord Rahl desea ver al general Reibisch —declaró Egan con tranquila autoridad—. ¿Dónde está?
Recelosos, los hombres se miraron pero guardaron silencio. Por el lado derecho, un fornido oficial, manos en las caderas y una desafiante mirada en un rostro marcado por la viruela, se abrió paso entre sus hombres.
— ¿Qué pasa aquí?
Agresivo, dio un paso adelante y alzó un amenazador dedo hacia ellos. Fue suficiente. En un abrir y cerrar de ojos Raina le había aplicado el agiel en el hombro y lo tenía de rodillas. La mujer inclinó el agiel para presionar con la punta el nervio de un lado del cuello. El alarido del oficial resonó por los corredores. Los demás hombres se encogieron.
— Tienes que dar respuestas, no formular preguntas —dijo Raina en el inconfundible tono de ira controlada típico de una mord-sith. El cuerpo del hombre sufría convulsiones y no dejaba de gritar. Cuando Raina se inclinó hacia él el cuero rojo crujió—. Te daré una última oportunidad. ¿Dónde está el general Reibisch?
El oficial levantó bruscamente un brazo que, pese a las sacudidas, logró apuntar aproximadamente en la dirección del corredor central de los tres.
— Puerta… final… pasillo.
— Gracias. —Raina retiró el agiel y el hombre se desplomó como una marioneta a la que cortan los hilos. Richard no podía sacrificar ni un ápice de su concentración en compadecerse de él. Por mucho dolor que pudiese infligir un agiel, Raina no lo había usado para matar; el oficial que ahora se retorcía en el suelo, preso aún del dolor, se recuperaría, aunque los demás hombres lo observaban boquiabiertos—. Inclinaos ante el amo Rahl —ordenó Raina con un siseó—. Todos.
— ¿El amo Rahl? —inquirió una voz aterrada.
Los soldados parecían consternados. Raina hizo chasquear los dedos y señaló el suelo. Todos se hincaron de rodillas. Antes de tener tiempo para pensar, el grupo de Richard se había alejado ya por el pasillo. El ruido de sus botas sobre el suelo de tablas de madera resonaba contra los muros. Algunos de los soldados los siguieron con las espadas desenvainadas.
Al final del corredor Ulic abrió con violencia la puerta que daba a una amplia sala de techos altos que había sido despojada de cualquier tipo de ornamentación. Aquí y allí aún se adivinaba el color azul original bajo la práctica capa de cal. Gratch, en la retaguardia, tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Algo visceral avisó a Richard de que se estaban metiendo en un nido de víboras.
En la sala fueron recibidos por tres filas de formidables soldados d’haranianos que empuñaban hachas de guerra o espadas, formando un sólido muro de rostros adustos, de músculos y de acero. Detrás de los soldados se veía una mesa que estaba situada delante de sencillas ventanas que daban a un nevado patio. Por encima del lejano muro del patio Richard distinguió los chapiteles del Palacio de las Confesoras y, más arriba todavía, en la ladera de la montaña, el Alcázar del Hechicero.
Se sentaba a la mesa un grupo de hombres de severo aspecto que observaban a los intrusos. A través de las mangas de sus cotas de malla que cubrían parcialmente la parte superior de sus brazos Richard vio cicatrices que supuso denotaban rango. Desde luego el brillo de confianza e indignación de sus ojos hacía pensar que eran oficiales.
El hombre sentado en el centro inclinó la silla hacia atrás y cruzó sus musculosos brazos, que mostraban más cicatrices que los demás. La crespa barba rojiza cubría parte de una antigua cicatriz blanca que le iba desde la sien izquierda hasta la mandíbula. Sus pobladas cejas se torcieron en gesto de desagrado.
— Hemos venido a ver al general Reibisch —dijo Hally, fulminando con la mirada a los soldados—. Apartaos u os apartaremos nosotras.
El capitán de los soldados fue a por ella.
— No…
Hally lo golpeó en un lado de la cabeza con su guante acorazado. Egan describió un arco ascendente con el codo, presto a descargar la espada sobre el hombro del capitán. Recordando quizá las órdenes de Richard, lo agarró por el pelo, lo obligó a arrodillarse y echándole la cabeza atrás le presionó la tráquea.
— Una palabra más y estás muerto.
El capitán cerró la boca con tanta fuerza que los labios se le tornaron blancos. Pese a las airadas imprecaciones de los soldados, el grupo fue avanzando con los agiels alzados en señal de amenaza.
— Dejadlos pasar —ordenó el hombre barbudo que estaba sentado a la mesa.
Los soldados retrocedieron dejando apenas espacio para que pasaran. Las mord-sith blandieron los agiels y consiguieron que les dejaran más sitio. Egan soltó al capitán. Éste, apoyándose sobre las rodillas y el brazo bueno, tosió y boqueó. Detrás, la puerta y el corredor se llenaron de hombres armados.
El hombre de la barba pelirroja dejó que las patas delanteras de su silla volvieran a posarse ruidosamente en el suelo y cruzó las manos encima de los papeles esparcidos sobre la mesa, entre pilas de otros perfectamente ordenados.
— ¿Qué queréis?
Hally dio un paso al frente entre Ulic y Egan.
— ¿Sois el general Reibisch?
Ante el breve gesto de aquiescencia del hombre, Hally inclinó levemente la cabeza. Richard jamás había visto a ninguna mord-sith humillarse más, ni siquiera ante una reina.
— Os traemos un mensaje del comandante general Trimack, de la Primera Fila. Rahl el Oscuro ha muerto y su espíritu ha sido desterrado al inframundo por el nuevo amo Rahl.
— ¿De veras?
Hally se sacó el rollo de la bolsa y se lo tendió. El general inspeccionó brevemente el sello antes de romperlo con un pulgar. Mientras desplegaba la carta, inclinó de nuevo la silla hacia atrás. Sus ojos de un verde grisáceo recorrieron rápidamente la misiva. Al acabar se echó de nuevo hacia adelante.
— ¿Son necesarias tantas personas para traerme un simple mensaje?
Hally plantó sus nudillos sobre la mesa y se inclinó hacia él.
— No sólo os traemos el mensaje, general Reibisch, sino que también traemos a lord Rahl.
— ¿Ah sí? ¿Y dónde está ese lord Rahl?
Inmediatamente el rostro de Hally adoptó su mejor expresión de mord-sith; la que advertía que cesaran tantas preguntas.
— Lo tenéis delante —repuso.
La mirada de Reibisch se posó en el grupo de intrusos y se detuvo brevemente en el gar. Hally se irguió y señaló con una mano a Richard.
— Permitid que os presente a lord Rahl, amo de D’Hara y de su gente.
Las palabras de la mord-sith avanzaban por el corredor de boca de los soldados, que las repetían en murmullos. Desconcertado, el general hizo un gesto hacia las mujeres.
— ¿Una de vosotras reivindica ser lord Rahl?
— No seáis estúpido —replicó Cara—. Éste es lord Rahl —dijo, señalando a Richard.
— No sé a qué estáis jugando, pero os advierto que mi paciencia se está…
Richard se echó hacia atrás la capucha de la capa y relajó la concentración. Ante los ojos del general y de todos sus hombres apareció como salido de la nada.
Todos los soldados lanzaron exclamaciones entrecortadas, y algunos incluso se arrodillaron y humillaron la cabeza.
— Yo soy lord Rahl —declaró Richard sin alzar la voz.
Sobrevino un momento de absoluto silencio, hasta que el general prorrumpió en carcajadas y dio un palmetazo a la mesa. Echó la cabeza hacia atrás y siguió riéndose. Algunos de los hombres se unieron tímidamente a sus risas, pero por sus nerviosas miradas era evidente que no sabían de qué se reían y solamente lo hacían para no contrariar a su general.
— Un truco excelente joven —declaró el general cuando por fin dejó de reírse y se puso de pie—. Pero he visto muchos trucos desde que llegué a Aydindril. Un día me enviaron a un payaso que se sacaba pájaros vivos de los pantalones. —La expresión se tornó seria para añadir—: Por un momento estuve tentado de creerte pero los trucos de magia no te convierten en lord Rahl. Tal vez Trimack se lo crea, pero yo no. No pienso inclinarme ante un mago de tres al cuatro.
Richard, blanco de todas las miradas, se quedó petrificado, tratando frenéticamente de pensar qué debía hacer. No había previsto esa reacción, no se le ocurría ninguna otra exhibición de magia, y aquel general parecía capaz de distinguir entre la magia real y un truco. Incapaz de pensar en nada mejor, Richard intentó al menos que su voz sonara segura.
— Soy Richard Rahl, hijo de Rahl el Oscuro. Rahl el Oscuro está muerto y ahora yo soy el nuevo lord Rahl. Si quieres seguir en tu puesto, arrodíllate ante mí y acepta mi autoridad. Si no lo haces, te reemplazaré.
Riéndose, el general Reibisch adoptó una postura de absoluta confianza en sí mismo.
— Haz otro truco y, si me gusta, te daré a ti y a tus amigos comediantes una moneda antes de echaros de aquí. La verdad es que te la mereces, aunque sólo sea por tu temeridad.
Los soldados se acercaron a ellos. El temor había sido sustituido por una actitud de amenaza.
— Lord Rahl no hace trucos —replicó Hally.
Reibisch apoyó sus rollizas manos en la mesa y se inclinó hacia ella para decirle:
— Tu disfraz es muy convincente, pero no deberías jugar a ser una mord-sith, muchacha. Si una de las auténticas te descubre, no se tomaría nada bien la broma. Las mord-sith se toman su oficio muy seriamente.
Hally le aplicó el agiel a una mano. Lanzando un chillido el general retrocedió de un salto. Era evidente que no se esperaba eso. Inmediatamente sacó un cuchillo.
El rugido de Gratch hizo temblar los cristales de las ventanas. Sus ojos verdes relucían, enseñaba los colmillos y bruscamente desplegó las alas, como velas en plena galerna. Los soldados recularon alzando manos armadas.
Richard gruñó para sus adentros. La situación se le estaba escapando de las manos. Deseó haber tenido un plan mejor, pero había estado seguro de que los d’haranianos se asustarían al verlo aparecer de repente y que creerían en él. Al menos debería haber urdido un plan de escape. Ahora no tenía ni idea de cómo conseguirían salir con vida de aquel edificio. El único modo de conseguirlo sería un baño de sangre, justo lo que no quería. Solamente había aceptado tratar de ser reconocido como lord Rahl para evitar que más gente muriera, no para causar más muertes. A su alrededor resonaban gritos.
Sin darse cuenta de lo que hacía desenvainó la espada. Su característica vibración metálica llenó la sala. La magia de la espada brotó en él con ímpetu, acudiendo en su defensa, inundándolo con su furia. Era como ser golpeado por una onda expansiva que lo quemaba hasta el tuétano. Richard conocía perfectamente esa sensación y la alentó; no tenía elección. En su interior se desataron tormentas de rabia. Los espíritus de aquellos que habían usado la magia de la espada antes que él surcaron con él los vientos de la ira.
— ¡Muerte a los impostores! —gritó Reibisch, mientras blandía el aire con su cuchillo.
Justo cuando el general salvaba de un salto la mesa que lo separaba de Richard, en la sala resonó un ruido estruendoso. El aire se llenó de fragmentos de cristal que reflejaban la luz en rutilantes destellos.
Richard se agachó para que Gratch saltara por encima de él. Por encima de sus cabezas volaron piezas de los parteluces de las ventanas. Los oficiales que flanqueaban al general salieron despedidos hacia adelante, muchos de ellos con cortes de los cristales. Richard comprendió, atónito, que las ventanas estaban estallando hacia el interior.
Entre la lluvia de cristales se veían manchas borrosas de color. Sombras y luz en el aire aterrizaron en el suelo. Richard los sintió y pese a la furia de la espada se asustó.
Mriswith.
Al aterrizar en el suelo se materializaban. Richard distinguió destellos rojos, borrones de pelaje y amplios arcos de acero. Un oficial cayó de bruces sobre la mesa, salpicando los papeles con su sangre. Ulic frenó la arremetida de dos soldados, mientras que Egan lanzaba a otros dos por encima de la mesa.
Richard hizo caso omiso del tumulto que se desataba a su alrededor mientras buscaba el centro de calma en su interior. La algarabía se apagó mientras se tocaba la frente con el frío acero y suplicaba en silencio a su espada que no le fallara.
Solamente veía a los mriswith, solamente los sentía a ellos. Con cada fibra de su ser no deseaba nada más.
El más cercano saltó hacia arriba dándole la espalda. Profiriendo un grito de furia Richard dio rienda suelta a la rabia de la Espada de la Verdad. La punta del arma silbó al describir un semicírculo, y luego hizo mella; la espada había derramado sangre. Decapitado, el mriswith se desplomó y su cuchillo de triple hoja repiqueteó sobre el suelo.
Inmediatamente giró sobre sí mismo para enfrentarse al reptiliano ser del lado opuesto. Pero Hally se interpuso de pronto entre ambos. Mientras completaba el giro, Richard aprovechó el impulso para empujarla con el hombro. Antes de que la cabeza del primer mriswith tocara el suelo, la espada ya había rajado al segundo. Hedionda sangre de mriswith empañó el aire.
Nuevamente giró sobre sí mismo; está vez hacia adelante. Se había entregado por completo a la furia, se había fundido con la espada, con sus espíritus y su magia. Era lo que las antiguas profecías escritas en d’haraniano culto anunciaban: fuer grissa ost drauka, el portador de la muerte. De no ser así sus amigos estarían perdidos, aunque en esos momentos Richard era incapaz de atender a la razón; estaba inmerso en su ansia.
Aunque el tercer mriswith era marrón oscuro, del color del cuero, Richard lo distinguió corriendo entre los soldados. De una poderosa estocada lo atravesó clavándole la espada entre los omóplatos. El aullido mortal de la bestia resonó en el aire. Al oírlo todos se quedaron quietos y silenciosos.
Resoplando por el esfuerzo y la rabia, Richard apartó al mriswith. El cuerpo sin vida se deslizó de la hoja y cayó al suelo sobre una pata de la mesa. La pata se rompió, y la esquina del tablero se derrumbó bajo un revoloteo de papeles.
Con dientes apretados Richard describió con la espada un arco hacia el hombre que hasta pocos segundos antes estaba delante del mriswith. La punta de la hoja se detuvo en su garganta, inmóvil, goteando sangre. La magia ardía fuera de control y pedía a gritos derramar más sangre para soslayar la amenaza.
La mortífera mirada del Buscador se clavó en los ojos del general Reibisch. Por primera vez esos ojos vieron de verdad a quién tenían ante él. La magia que danzaba en los ojos de Richard era inconfundible; era como ver el sol, sentir su calor, saber sin dudar.
Nadie hizo ningún ruido, aunque de todos modos Richard nada habría oído, concentrado como estaba en el hombre al que amenazaba a punta de espada, deseoso de clavarla en él. Richard se había arrojado de cabeza desde el borde de un compromiso letal a un caldero de burbujeante magia, y salir de él le provocaba una terrible angustia.
El general Reibisch se arrodilló y sus ojos recorrieron la espada en toda su longitud hasta encontrar la mirada de halcón de Richard. La voz del general resonó en el clamoroso silencio.
— Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.
No eran palabras falsas que pronunciaba para salvar la vida, sino que las pronunciaba con la reverencia de un hombre que acaba de ver algo que jamás hubiera esperado.
Richard había recitado esas mismas palabras infinidad de veces durante las plegarias. Durante dos horas cada mañana y cada tarde, todos los habitantes del Palacio del Pueblo de D’Hara se reunían en los patios de oración cuando la campana tañía, inclinaban la frente hasta el suelo y repetían esa plegaria. Richard había tenido que recitar esas mismas palabras cuando conoció a Rahl el Oscuro.
Al bajar la vista hacia el general y oírlas Richard se sintió asqueado, aunque otra parte de él las acogió con alivio.
— Lord Rahl —susurró Reibisch— me habéis salvado la vida. Nos habéis salvado a todos. Gracias.
Richard sabía que aunque ahora lo intentara, la Espada de la Verdad no lo mataría. En su corazón sabía que Reibisch ya no era una amenaza, ni un enemigo. La espada no podía causar ningún mal a alguien que no fuese una amenaza, a no ser que se tornara blanca y se usara en nombre del amor y el perdón. Pero la ira no respondía a la razón y negarle la sangre que demandaba era un tormento. Finalmente Richard dominó la ira y envainó la Espada de la Verdad, guardando al mismo tiempo la magia y la rabia.
Todo había acabado tan rápidamente como había empezado. A Richard, al menos, se le antojó como un sueño inesperado, un breve instante de violencia que pronto había terminado.
Sobre el inclinado tablero de la mesa yacía un oficial muerto, cuya sangre descendía por la madera pulida. El suelo estaba cubierto de fragmentos de cristal, papeles y hedionda sangre de mriswith. Los soldados que atestaban la sala y el corredor estaban de rodillas. También ellos habían presenciado lo innegable.
— ¿Estáis todos bien? —Richard se dio cuenta de que se había quedado ronco de tanto gritar—. ¿Hay algún herido?
El silencio fue la respuesta. Unos pocos soldados atendían heridas que parecían dolorosas pero no mortales. Ulic y Egan, jadeantes, ambos con las espadas aún envainadas y con los nudillos ensangrentados, estaban de pie entre los soldados arrodillados. Ellos ya habían visto la prueba en el Palacio del Pueblo; sus ojos ya habían visto.
Gratch plegó las alas y sonrió. Richard pensó que al menos uno de ellos estaba unido a él por lazos de amistad. En el suelo yacían desmadejados cuatro mriswith muertos; Gratch había matado uno y Richard a los otros tres, por suerte antes de que mataran a nadie más que el oficial. Podría haber sido mucho peor. Cara se apartó una madeja de pelo del rostro, Berdine se sacudía esquirlas de cristal de la cabeza y Raina justo entonces soltó al oficial que agarraba por el brazo, y que se desplomó en el suelo, sin aliento.
Sin detenerse a contemplar el tronco cercenado de un mriswith en el suelo, miró a Hally. El color rojo del uniforme contrastaba intensamente con su cabellera rubia. Encorvada, la mord-sith tenía los brazos cruzados sobre el abdomen. El agiel le pendía de la cadena que llevaba a la muñeca y mostraba un rostro pálido como la cera.
Al bajar la vista un escalofrío de aprensión erizó la piel del joven. El rojo del cuero ocultaba lo que ahora veía: Hally estaba bañada en sangre, en su propia sangre.
— ¡Hally! —Saltó por encima del mriswith, la cogió en sus brazos, la depositó en el suelo y le apoyó la cabeza en su regazo—. Por todos los espíritus, ¿qué ha ocurrido? —Richard lo supo antes de que la mujer hablara; así era como mataban los mriswith. Las otras tres mord-sith se arrodillaron tras él. Gratch se agachó a su lado.
— Lord Rahl… —balbuceó Hally; sus ojos azules fijos en él.
— Oh, Hally. Lo siento mucho. No debía haber permitido que…
— No… escuchad. Me distraje un momento y… él fue muy rápido… pero antes… mientras me hería… capturé su magia. Por un instante… antes de que lo matarais… fue mío.
Cuando alguien usaba magia contra una mord-sith, ésta la controlaba y dejaba a su oponente inerme. Así era como Denna lo había capturado a él.
— Oh, Hally, perdóname. No fui lo suficientemente rápido.
— Era el don.
— ¿Qué?
— Su magia era como la vuestra… el don.
Richard acariciaba la fría frente de la mujer, tratando de mirarla a los ojos y no la herida.
— ¿El don? Gracias por la advertencia, Hally. Ahora estoy en deuda contigo.
Hally le agarró la camisa con una ensangrentada mano.
— Gracias, lord Rahl… por la libertad. —Hally luchó por tomar aire—. Aunque breve… merece morir… por ella. Protegedlo… —dijo a sus Hermanas de agiel.
Con un escalofriante resuello el aire salió de sus pulmones por última vez. Sus ojos ya sin vida aún lo miraban.
Richard atrajo hacia sí el inmóvil cuerpo y lloró con una desesperación que nacía de su impotencia de deshacer lo ocurrido. Gratch intentó consolarlo poniéndole una garra sobre la espalda, mientras que Cara le cogía una mano.
— Yo no quería que ninguna de vosotras muriera. Queridos espíritus, no lo quería.
— Lo sabemos lord Rahl —le dijo Raina, presionándole un hombro—. Es por ello por lo que debemos protegeros.
Suavemente Richard dejó a Hally en el suelo y se inclinó sobre ella para tratar de ocultar a las demás la terrible herida que la había matado. En unos segundos localizó una capa de mriswith cerca, pero prefirió coger la de un soldado.
— Dame tu capa —ordenó a uno de ellos.
El aludido le arrojó la capa tan rápidamente como si estuviera en llamas. Richard cerró los ojos a Hally y luego la cubrió con la capa, luchando todo el tiempo para contener las náuseas.
— Le daremos un apropiado funeral d’haraniano, lord Rahl —prometió el general Reibisch, de pie junto a él—. Y a Edwards, también —añadió, con un gesto hacia el muerto de la mesa.
Tras cerrar los ojos y dirigir una oración a los buenos espíritus para que velaran por el alma de Hally, Richard se puso en pie.
— Eso será después de la plegaria.
El general entrecerró un ojo.
— ¿La plegaria, lord Rahl?
— Hally luchó por mí y murió por protegerme. Antes de enterrarla quiero que su espíritu vea que no ha sido en vano. Esta tarde, después de la plegaria, Hally y el soldado serán enterrados.
— Lord Rahl —le susurró Cara—, lejos de D’Hara no es costumbre realizar el rito completo de las plegarias. Como el general Reibisch ha sugerido, basta con una sencilla oración.
El general asintió con aire de disculpa. Richard recorrió la sala con la mirada. Todos los ojos estaban posados en él. Detrás de los rostros las paredes blancas mostraban manchas de sangre de mriswith. Su acerada mirada se clavó en el general.
— No me importa lo que solíais hacer en el pasado. Hoy celebraremos una plegaria completa, aquí, en Aydindril. Mañana podréis hacer lo que queráis. Pero hoy todos los d’haranianos de la ciudad y los alrededores orarán.
— Lord Rahl —protestó el general, mientras jugueteaba con su barba—, hay muchas tropas en esta zona. Tendremos que avisar a todos ellos y…
— No me interesan las excusas, general Reibisch. Nos espera un camino difícil. Si no eres capaz de hacer esto, no tendré ninguna confianza en tus capacidades como general.
Reibisch lanzó una ojeada a sus oficiales de reojo, como para advertirles que estaba a punto de empeñar su palabra y comprometerlos también a ellos. Entonces se volvió hacia Richard y se golpeó el corazón con un puño.
— Como soldado al servicio de D’Hara, el acero contra el acero, juro cumplir las órdenes de lord Rahl. Esta tarde todos los d’haranianos tendrán el honor de dirigir sus plegarias al nuevo amo Rahl.
Por el rabillo del ojo el general miró al mriswith tendido bajo la esquina de la mesa.
— Nunca había oído que un amo Rahl se uniera a sus hombres para luchar acero contra acero. Fue como si los mismos espíritus guiaran vuestra mano. —El general carraspeó antes de proseguir—. Si me lo permitís, lord Rahl, ¿cuál es ese difícil camino que nos espera?
Richard escrutó la marcada faz de su general.
— Soy un mago guerrero y lucho con todos mis recursos: magia y acero.
— ¿Y mi pregunta, lord Rahl?
— Acabo de responderla, general Reibisch.
Una sonrisa casi imperceptible curvó los labios del general.
Involuntariamente Richard bajó los ojos hacia Hally. La capa no lograba tapar del todo los daños. Kahlan aún tendría menos posibilidades si se enfrentaba a un mriswith. Sólo pensarlo se ponía enfermo.
— Sabed que ha muerto como deseaba, lord Rahl —trató de consolarlo Cara—. Como una mord-sith.
En su mente intentó recuperar la sonrisa que había conocido sólo durante unas pocas horas, pero no pudo. Sólo veía la terrible herida que había entrevisto unos segundos.
Luchando contra la sensación de náusea, Richard apretó los puños y fulminó con la mirada a las tres mord-sith supervivientes.
— Pienso hacer todo lo posible para que vosotras tres muráis en la cama, viejas y desdentadas. ¡Así que ya os podéis ir haciendo a la idea!