2

Richard acababa de llevarse a la boca una cucharada de caliente sopa picante cuando oyó el profundo gruñido preñado de amenaza. Con el entrecejo fruncido miró a Gratch. Bajo los pesados párpados, los ojos del gar brillaban iluminados por un gélido fuego verde, fijos en la penumbra que reinaba entre las columnas situadas a los pies de la amplia escalinata. Al gruñir, el gar retrajo los curtidos labios y dejó al descubierto unos temibles colmillos. Richard se dio cuenta de que aún tenía en la boca la cucharada de sopa y la tragó.

El gutural gruñido del gar fue creciendo en intensidad en lo más profundo de su garganta. Sonaba como la enorme puerta, vieja y mohosa, del calabozo de un castillo que se abría por primera vez después de cientos de años.

Richard lanzó un vistazo a la señora Sanderholt, que miraba con sus ojos castaños muy abiertos. La señora Sanderholt, la jefa de cocina del Palacio de las Confesoras, aún le tenía miedo a Gratch y, por mucho que Richard le insistiera en que el gar era inofensivo, no se lo acababa de creer. Y aquel inquietante gruñido no ayudaba en absoluto.

La mujer había llevado a Richard una hogaza de pan recién hecho y un cuenco de sabrosa sopa picante con la idea de sentarse en los escalones junto a él y hablar de Kahlan. Pero resultó que el gar estaba allí también. A pesar de su miedo, Richard la convenció de que se sentara a su lado.

Al oír el nombre de Kahlan, el gar se mostró vivamente interesado. Gratch llevaba colgado del cuello una cinta con el mechón de pelo de Kahlan que Richard le había dado y el colmillo de dragón. Richard contó a Gratch que Kahlan y él se querían, y que ella deseaba ser amiga suya, tal como lo era Richard. Por ello, el curioso gar se había sentado a escuchar, pero apenas Richard había probado la sopa, y antes de que la señora Sanderholt pudiera empezar, Gratch cambió de humor. El gar miraba con intensidad feroz alguna cosa que Richard no distinguía.

— ¿Por qué razón hace eso? —preguntó la señora Sanderholt en un susurro.

— No lo sé —admitió Richard. En vista de las profundas arrugas que habían aparecido en la frente de la mujer, el joven sonrió animadamente y se encogió de hombros con despreocupación—. Habrá visto un conejo o algo así. Los gars tienen una vista extraordinaria, incluso en la oscuridad, y son excelentes cazadores. —Como aún no parecía tranquila, le aseguró—: No come personas. Gratch nunca haría daño a nadie. No pasa nada, señora Sanderholt, de veras que no.

Richard alzó los ojos hacia el rostro del gar que, cuando gruñía, presentaba un aspecto inquietante.

— Gratch —le susurró—, deja de gruñir. La estás asustando.

— Richard, los gars son bestias peligrosas —dijo la mujer, arrimándose más al joven—. No son mascotas. No se puede confiar en un gar.

— Gratch no es mi mascota sino mi amigo. Lo conozco desde cachorro, desde que apenas me llegaba a la cintura. Es dulce como un gatito.

— Si tú lo dices… —La señora Sanderholt sonrió en absoluto convencida. De pronto abrió mucho los ojos, consternada—. No entiende nada de lo que digo, ¿verdad?

— No sabría qué decirle —repuso Richard—. A veces entiende más de lo que podría suponerse.

Gratch no parecía prestarles la menor atención mientras hablaban. Estaba paralizado y concentrado en el olor o la imagen de algo que no le gustaba. A Richard se le ocurrió entonces que había visto a Gratch gruñir de ese modo en otra ocasión, pero no recordaba dónde ni cuándo. Por mucho que lo intentara, la imagen mental se le escapaba de entre los dedos de la memoria cuando ya casi la tenía. Y cuanto más se esforzaba, más esquivo se mostraba ese recuerdo.

— ¿Gratch? —Richard posó una mano sobre el poderoso brazo del gar—. Gratch, ¿qué pasa?

Inmóvil como una piedra, el gar no reaccionó. A medida que había ido creciendo, el brillo verde en sus ojos se había ido intensificando, pero nunca hasta aquel punto. Los ojos de Gratch brillaban como dos faros. Richard escrutó las sombras de abajo que tan poderosamente atraían al gar, pero no vio nada fuera de lo normal. No había nadie entre las columnas, ni tampoco a lo largo del muro que delimitaba el jardín. Al fin decidió que debía de tratarse de un conejo; a Gratch le encantaban los conejos.

A la luz del amanecer apenas empezaban a entreverse nubes rosa y púrpura por encima del horizonte oriental, mientras que hacia el este tan sólo seguían brillando algunas de las estrellas más luminosas. Junto con la apenas perceptible primera luz llegó una suave brisa excepcionalmente cálida para ser invierno, que alborotó el pelaje de la enorme bestia y abrió la capa negra de mriswith que llevaba Richard.

Cuando estaba en el Viejo Mundo con las Hermanas de la Luz, Richard se había adentrado en el bosque Hagen, donde acechaban los mriswith, unos horribles seres de pesadilla mitad humanos mitad reptiles. Tras luchar contra uno de ellos y matarlo, el joven descubrió los extraordinarios poderes de aquella capa: permitía confundirse con el entorno de manera tan perfecta que, cuando se concentraba, parecía invisible. Asimismo impedía que ninguna persona poseedora del don percibiera su presencia, ni la de un mriswith, claro está. Pero, por alguna razón, el don de Richard lo avisaba de la presencia de los mriswith. Gracias a ello, a esa habilidad de presentir el peligro pese a la capa mágica, Richard había salvado la vida en el bosque Hagen.

Al joven le costaba concentrarse en el gruñido de Gratch dirigido a los conejos ocultos en la oscuridad. Toda la angustia y el insoportable dolor que había sentido al creer que su amada Kahlan había sido ejecutada se esfumó en un solo instante la víspera, al enterarse de que seguía viva. A la alegría sin límites de saber que Kahlan se encontraba a salvo se unió la sensación de euforia por haber pasado la noche a solas con ella en un lugar situado entre los mundos. Su mente estaba exultante esa hermosa mañana, y sonreía sin darse cuenta. Ni siquiera la molesta fijación de Gratch por un simple conejo lograría cambiarle el humor.

No obstante, aquel sonido gutural lo distraía, y era obvio que asustaba a la señora Sanderholt, que permanecía sentada en el borde del escalón, totalmente quieta, agarrando con fuerza el chal de lana.

— Calla, Gratch. Acabas de comerte toda una pata de cordero y media hogaza de pan. Es imposible que vuelvas a tener hambre.

Aunque no apartó los ojos de las sombras, el gar se esforzó a medias por obedecer y el gruñido se convirtió en un gutural sonido sordo.

Una vez más, Richard lanzó un vistazo a la ciudad. Su plan inicial era buscar un caballo y lanzarse al galope para reunirse con Kahlan y su abuelo y viejo amigo, Zedd. Anhelaba ver a Kahlan, y también había echado mucho de menos a Zedd; habían transcurrido tres meses desde la última vez que se habían visto, pero a Richard se le antojaban años. A la luz de todo lo que había descubierto sobre sí mismo, tenía mucho de que hablar con Zedd, que era mago de Primera Orden. Pero entonces la señora Sanderholt había aparecido con la sopa y el pan recién horneado y, de buen humor o malo, lo cierto es que estaba famélico.

La mirada de Richard se alejó de la nívea elegancia del Palacio de las Confesoras para posarse en el impresionante e inmenso Alcázar del Hechicero enclavado en la escarpada ladera de la montaña. Con sus elevados muros de piedra oscura, sus murallas, bastiones, torres, sus pasadizos que conectaban una parte con otra y sus puentes, parecía una siniestra costra surgida de la piedra. Era como si tuviera vida propia y lo mirara desde arriba. En la ciudad nacía un ancho y serpenteante camino que conducía a sus oscuros muros y cruzaba un puente que parecía fino y delicado, aunque sólo se debía a la distancia, tras lo cual pasaba bajo un erizado rastrillo y desaparecía engullido en las oscuras fauces del Alcázar. Seguramente el Alcázar debía de contener miles de estancias. Richard se arrebujó en su capa para protegerse de la fría y pétrea mirada de aquel lugar, y apartó los ojos.

Se encontraban en el palacio, en la ciudad en la que Kahlan había crecido y donde había pasado la mayor parte de su vida hasta el verano pasado, cuando cruzó el Límite hasta la Tierra Occidental en busca de Zedd. Fue allí donde ella y Richard se conocieron.

Y el Alcázar del Hechicero era el lugar en el que Zedd había crecido y había vivido antes de marcharse de la Tierra Central, antes de que Richard naciera. Kahlan le había contado que había pasado mucho tiempo allí, estudiando, y nunca lo había pintado como un lugar siniestro. No obstante, al contemplar su silueta recortada contra la montaña, Richard se estremeció.

Recuperó la sonrisa al imaginarse cómo debía de haber sido Kahlan de pequeña cuando aún estudiaba para ser Confesora y recorría los pasadizos del palacio, o los del Alcázar, o se mezclaba con la gente de la ciudad.

Pero Aydindril había caído bajo la maldición de la Orden Imperial y ya no era una ciudad libre, ya no era donde residía el poder en la Tierra Central.

Zedd había puesto en práctica uno de sus trucos de mago para que todos creyeran que habían asistido a la ejecución de Kahlan, lo cual había permitido que ella huyera de Aydindril. Puesto que todo el mundo la creía muerta, a nadie se le ocurriría perseguirla. La señora Sanderholt conocía a Kahlan desde niña, y se puso loca de alegría cuando Richard le dijo que Kahlan estaba sana y salva.

— ¿Cómo era Kahlan de pequeña? —preguntó Richard, sonriendo.

La mujer miró a la nada y también ella sonrió.

— Fue una niña muy seria, pero también la niña más preciosa que haya conocido en toda mi vida. Luego se convirtió en una mujer hermosa y fuerte. No era solamente una niña tocada por la magia, sino que también destacaba por su carácter.

»A ninguna de las otras Confesoras le sorprendió que se convirtiera en la Madre Confesora y todas se alegraron pues no pretendía dominar sino que buscaba la vía de la conciliación. No obstante, si alguien se le oponía sin razón, descubría que era tan dura como cualquier Madre Confesora del pasado. Nunca conocí a una Confesora que amara tanto a la gente de la Tierra Central. Siempre me sentí muy honrada de conocerla. —La mujer se perdió en sus recuerdos y rió débilmente. No era un sonido tan frágil como el resto de su persona sugería—. Incluso la vez que le di una buena zurra en el trasero porque se había llevado un pato recién asado sin pedir permiso.

Richard sonrió de oreja a oreja al pensar que escucharía una de las travesuras de Kahlan.

— ¿No tenía miedo de castigar a una Confesora, aunque fuese tan pequeña?

— En absoluto —se burló la mujer—. Si la hubiese mimado, su madre me hubiera echado. Debíamos tratarla con respeto, pero también justamente.

— ¿Lloró? —inquirió Richard antes de dar un gran bocado al pan. Estaba delicioso; trigo molido grueso mezclado con algo de melaza.

— No. De hecho, se sorprendió. Ella creía que no había hecho nada malo y se explicó. Resulta que cuando se disponía a ir al Alcázar del Hechicero una mujer acompañada de dos niños, uno de ellos casi de la misma edad de Kahlan, la abordó. La mujer le contó que necesitaba oro para alimentar a sus pequeños. Kahlan se tragó la historia y le dijo que esperara, se dirigió a la cocina y cogió el pato asado, pues pensó que lo que necesitaba la mujer era comida y no oro. Kahlan hizo que los niños se sentaran ahí —con la mano vendada señaló a su izquierda— y les dio el pato. La mujer se puso furiosa y empezó a gritarle, acusándola de ser egoísta con el oro de palacio.

»Mientras Kahlan me lo contaba, una patrulla de la guardia entró en la cocina arrastrando a la mujer y a sus dos hijos. Según parece, la patrulla hizo acto de presencia cuando la mujer gritaba a Kahlan. Entonces la madre de Kahlan entró en la cocina para saber la causa de tanto alboroto. Kahlan se lo contó, y la mujer se derrumbó al verse custodiada por la guardia y, sobre todo, al verse en presencia de la mismísima Madre Confesora.

»Tras escuchar a su hija y a la mujer, la madre de Kahlan le dijo que si uno decide ayudar a alguien, esa persona pasa a ser responsabilidad tuya, y es tu deber ayudarla hasta que pueda valerse de nuevo por sí sola. Kahlan se pasó todo el día siguiente en el Bulevar de los Reyes, seguida por la guardia que arrastraba a la mujer, yendo de un lugar a otro, tratando de encontrarle una ocupación. Pero no tuvo suerte, pues todo el mundo sabía que la mujer era una borracha.

»Como me sentía culpable por haberle pegado antes de dejar que se explicara, acudí a una amiga mía, una severa jefa de cocina de uno de los palacios, y la convencí para que diera trabajo a la mujer cuando Kahlan se presentara con ella. Nunca le conté a Kahlan lo que había hecho. La mujer trabajó allí mucho tiempo y nunca volvió a acercarse al Palacio de las Confesoras. Con el tiempo, su hijo menor se unió a la guardia. El verano pasado cayó herido cuando los d’haranianos se apoderaron de la ciudad y murió una semana más tarde.

También Richard había luchado contra D’Hara y, al final, había matado a su gobernante, Rahl el Oscuro. Aunque no podía dejar de sentir una punzada de pesar por haber sido engendrado por tan malvado personaje, ya no se sentía culpable de ser su hijo. Sabía que los hijos no heredan los pecados de sus padres y, desde luego, su madre no había tenido la culpa de haber sido violada por Rahl el Oscuro. El padrastro de Richard no la había amado menos por eso y tampoco habría podido querer más a Richard si hubiese sido de su propia sangre. Por su parte, Richard no lo habría querido menos de saber que George Cypher no era su padre de verdad.

Ahora también sabía que era un mago. Había heredado el don, la fuerza mágica que albergaba en su interior y que llamaba han, de dos linajes de hechiceros: Zedd, su abuelo materno, y Rahl el Oscuro, su padre. Esa combinación había creado en él un tipo de magia que ningún mago nacido en los últimos miles de años había poseído: Magia de Suma y Magia de Resta. Richard apenas tenía idea de qué era ser mago ni de magia, pero Zedd le enseñaría, le ayudaría a controlar el don y a usarlo en bien del prójimo.

El joven tragó el pan que había estado masticando y dijo:

— Parece muy típico de Kahlan.

La señora Sanderholt meneó la cabeza, arrepentida.

— Siempre se sintió responsable por la gente de la Tierra Central y sé que debió de dolerle en el alma comprobar que todos se volvieron en su contra tentados por la promesa de oro.

— Apostaría a que no todos le dieron la espalda. Pero es esencial que no diga a nadie que sigue viva. Si queremos protegerla y que no le pase nada, nadie debe saber la verdad.

— Tienes mi palabra, Richard, aunque espero que a estas alturas ya la hayan olvidado. Me temo que si no obtienen pronto el oro que se les prometió, no tardarán en organizar una revuelta.

— Así pues, ¿por eso hay tanta gente congregada a las puertas del Palacio de las Confesoras?

La mujer asintió.

— Ahora se creen con derecho al oro sólo porque alguien de la Orden Imperial les prometió que sería suyo. Pese a que el hombre que hizo esa promesa está muerto, es como si por haber pronunciado esas palabras en voz alta el oro hubiera pasado a pertenecerles automáticamente. Si la Orden Imperial no empieza pronto a repartir al pueblo el oro que se guarda en el tesoro, supongo que la gente de la calle no tardará mucho tiempo en invadir el palacio y cogerlo.

— Tal vez no era una promesa real y la intención de las tropas de la Orden siempre ha sido quedárselo como botín. En ese caso defenderán el palacio.

— Es posible —repuso la señora Sanderholt con la mirada perdida—. Ahora que lo pienso, ni siquiera sé qué hago todavía aquí. No quiero ver cómo la Orden Imperial se instala en palacio y mucho menos acabar trabajando para ellos. Tal vez debería irme y buscar un empleo con gente que aún no se haya dejado contaminar por esa escoria. Me resulta extraño pensar siquiera en marcharme, pues este palacio ha sido mi hogar la mayor parte de la vida.

Nuevamente la mirada de Richard se apartó del níveo esplendor del Palacio de las Confesoras para posarse en la ciudad. ¿Debería también él huir y dejar el hogar ancestral de las Confesoras y de los magos en manos de la Orden Imperial? ¿Es que acaso podría impedirlo? Además, muy probablemente las tropas de la Orden ya lo estaban buscando. Lo mejor sería escabullirse de la ciudad aprovechando la confusión que había creado matando al consejo. No tenía ni idea de qué debía hacer la señora Sanderholt, pero sin duda él debería marcharse antes de que la Orden lo localizara. Tenía que reunirse con Kahlan y Zedd.

El gruñido de Gratch se hizo más grave hasta convertirse en un retumbo primario que halló eco en sus huesos y lo arrancó de sus reflexiones. El gar se puso de pie sin esfuerzo. Richard escrutó de nuevo la base de la escalinata, pero no vio nada. El Palacio de las Confesoras se alzaba sobre una colina desde la que se dominaba todo Aydindril. Desde esa atalaya distinguía tropas al otro lado de las murallas, en las calles de la ciudad, pero no había ningún soldado cerca del apartado patio lateral situado frente a la entrada de las cocinas donde los tres se encontraban. No había nada con vida en la dirección en que Gratch miraba.

Richard se puso en pie y, automáticamente, sus dedos volaron hacia la empuñadura de la espada. Pese a que era un hombre muy alto, junto al gar parecía muy pequeño. Entre los suyos Gratch sería considerado un jovenzuelo, pero medía ya más de dos metros de estatura y pesaba al menos el doble que Richard. El joven calculó que seguramente aún crecería unos treinta centímetros más, aunque él no era ningún experto en gars de cola corta. Apenas había visto alguno, y los que había visto habían tratado de matarlo. De hecho, Richard había matado a la madre de Gratch, en defensa propia, e involuntariamente había acabado por adoptar al pequeño huérfano. Con el tiempo se habían hecho amigos.

Los músculos se marcaban claramente bajo la rosada piel del pecho y el estómago de la fornida bestia. Gratch esperaba quieto y en tensión, con las garras a los costados y las peludas orejas aguzadas hacia lo que fuera que estaban viendo. Gratch nunca había dado muestras de tal ferocidad, ni siquiera cuando cazaba estando hambriento. Richard sintió cómo los pelillos de la nuca se le erizaban.

Ojalá pudiera acordarse de cuándo o dónde había visto a Gratch gruñir de ese modo. Finalmente logró apartar de su mente los agradables pensamientos sobre Kahlan y, con creciente sensación de urgencia, centró su atención.

A su lado la mirada de la señora Sanderholt saltaba nerviosamente de Gratch a la base de la escalinata. Pese a su aspecto delgado y frágil, no era en modo alguno una mujer apocada, pero de no llevar las manos vendadas Richard estaba seguro que se las estaría retorciendo. De hecho, tenía todo el aspecto de desear hacerlo.

De repente Richard se sintió desprotegido de pie en la ancha escalinata al aire libre. Con sus agudos ojos grises escrutó las oscuras sombras y los lugares ocultos entre las columnas, muros y elegantes belvederes repartidos por la parte inferior del jardín de palacio. De vez en cuando una racha de viento levantaba la centelleante nieve, pero nada más se movía. Aunque observaba con tanta intensidad que los ojos le dolían, no vio nada con vida, ningún indicio de peligro.

Pese a ello, empezó a invadirlo una creciente sensación de amenaza. No era una mera reacción por ver a Gratch tan excitado, sino que había crecido en su interior, de su han, de las profundidades de su pecho para luego recorrer las fibras de sus músculos, tensándolos y preparándolos. La magia de su interior se había convertido en un sentido más que a menudo lo avisaba cuando sus otros sentidos le fallaban. Y en esos momentos lo estaba avisando.

Un visceral impulso de salir huyendo le roía las entrañas. Tenía que reunirse con Kahlan; no deseaba meterse en ningún lío. Debería buscar un caballo e irse inmediatamente o, mejor aún, debería echar a correr y ya buscaría el caballo más tarde.

Gratch desplegó las alas al tiempo que se agazapaba en amenazadora postura, preparado para saltar en el aire. Tenía los labios completamente retraídos, el vaho emanaba de entre sus colmillos y el gruñido se hacía más grave y vibraba en el aire.

Richard notó un hormigueo en los brazos y empezó a respirar más rápidamente al tiempo que la palpable sensación de peligro se fusionaba en puntos amenazantes.

— Señora Sanderholt —dijo, mientras sus ojos saltaban de una larga sombra a otra—, ¿por qué no entra adentro? Yo la seguiré más tarde para hablar de…

Las palabras murieron en su garganta al detectar un leve movimiento entre las blancas columnas de abajo, un resplandor en el aire semejante a las ondas de calor que se forman encima de una hoguera. Richard se quedó con la mirada fija tratando de decidir si realmente había visto algo o solamente se lo había imaginado. Tal vez no era más que una leve racha de viento que transportaba copos de nieve. Entrecerró los ojos para concentrarse, pero no vio nada. El joven trató de convencerse de que no había sido más que la nieve llevada por el viento.

De repente, la verdad se le manifestó en toda su evidencia como agua fría y negra que surge con fuerza de una hendidura en un río helado; Richard recordaba cuándo había oído gruñir a Gratch de ese modo. Los pelillos de la nuca se le erizaron como si fuesen agujas de hielo clavadas en la carne. La mano buscó la empuñadura de la espada adornada en relieve.

— Váyase —ordenó con voz apremiante a la señora Sanderholt—. Vamos.

Sin dudarlo, la mujer subió corriendo los escalones que conducían a la lejana puerta de la cocina, mientras que el sonido del acero anunciaba que la Espada de la Verdad ya hendía el frío aire del amanecer.

— Baila conmigo, muerte. Estoy listo —murmuró Richard sumido ya por completo en la ira que emanaba de la Espada de la Verdad y lo ponía en trance. Las palabras no eran suyas sino que provenían de la magia de la espada, del espíritu de todos aquellos que la habían empuñado antes que él… Y esas palabras llevaban consigo una comprensión instintiva de su significado: era una oración matutina con la que se expresaba que quien la pronunciaba sabía que ese día podía morir, pero que mientras viviera lucharía con todas sus fuerzas.

Mientras oía el eco de las demás voces que resonaban en su interior, Richard comprendió que también se trataba de un grito de batalla.

Lanzando un rugido Gratch saltó en el aire, y las alas lo elevaron tras un único salto. Sus poderosos aleteos formaron debajo de su cuerpo un remolino de nieve e hincharon asimismo la capa de mriswith que llevaba Richard.

Antes incluso de que se materializaran en el aire invernal, el joven sintió su presencia. Aunque sus ojos no los veían aún, su mente sí.

Con alaridos de furia Gratch se lanzó directamente hacia el pie de la escalinata. Justo cuando el gar llegaba cerca de las columnas, empezaron a hacerse visibles con sus escamas, sus garras y sus capas; blancos contra el blanco fondo de la nieve. Tan puros como las plegarias de un niño.

Eran mriswith.

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