18

Como se temía, era una prisionera. Después de consignar esa entrada en el libro de contabilidad, Verna pasó otra página. Era una prisionera del más alto rango encerrada en una cárcel de papel pero, a fin de cuentas, una prisionera.

No pudo reprimir un bostezo mientras echaba un vistazo a la siguiente página para comprobar los gastos del palacio. Tenía que poner sus iniciales en cada informe para demostrar que la Prelada en persona había aprobado ese gasto. No comprendía por qué tal cosa era necesaria, pero llevaba tan pocos días en el cargo que no osaba afirmar que era una total pérdida de tiempo. Si lo hacía, las hermanas Leoma, Dulcinia o Philippa desviarían la mirada y le explicarían en voz baja, para no abochornarla, por qué era necesario y se explayarían en las funestas consecuencias que tendría no hacer algo tan sencillo, algo que apenas requería esfuerzo por su parte pero que suponía un enorme beneficio para los demás.

Sabía qué le dirían si de pronto declarara que no pensaba comprobar más cuentas: «Pero Prelada, si la gente no temiera que la Prelada en persona se preocupa lo suficiente para supervisar su trabajo, se envalentonarían y nos sacarían hasta la última gota de sangre. Creerían que las Hermanas no son más que unas estúpidas derrochadoras sin pizca de sentido común. Y, por otro lado, si la Prelada se demora en aprobar el pago de las facturas, las pobres familias de los trabajadores pasan hambre. Supongo que no queréis que esos niños pasen hambre sólo porque no deseáis tomaros la molestia de autorizar que se les pague por un duro trabajo ya realizado, o porque no deseáis echar un vistazo al informe y tomaros la molestia de marcarlo con vuestras iniciales. ¿Deseáis que os tomen por una persona cruel?».

Verna suspiró mientras leía por encima la relación de gastos de las cuadras: heno, grano, el veterinario de los caballos, el mantenimiento de los arreos, los nuevos arreos que reemplazaran a los perdidos, las reparaciones de los daños en un compartimiento ocasionados por un semental, así como la indemnización por los daños causados por varios de los caballos que, al parecer, se asustaron por la noche, derribaron una valla y huyeron. Se imponía una charla con el personal de las cuadras para insistir en que mantuvieran el orden en sus dependencias. Verna introdujo la pluma en el tintero, suspiró de nuevo y escribió sus iniciales a pie de página.

Mientras colocaba las cuentas de las caballerizas boca abajo en la parte superior de una pila de otras cuentas que ya había revisado, firmado con sus iniciales e introducido en el libro de contabilidad, alguien llamó suavemente a la puerta. Verna cogió otro informe de la pila que aún tenía que revisar —la larga factura del carnicero— y se dispuso a comprobar los números. Nunca había imaginado que fuese tan caro mantener el Palacio de los Profetas.

La llamada se repitió. Debía de ser la hermana Dulcinia o Phoebe con una nueva pila de informes. Por mucha prisa que ella se diera, no conseguía despachar los informes a la misma velocidad con la que sus ayudantes los redactaban. ¿Cómo se las debía arreglar la prelada Annalina? Ojalá que no fuese la hermana Leoma con noticias de una nueva calamidad que la Prelada había causado por una acción precipitada o un comentario irreflexivo. Tal vez, si no contestaba, imaginarían que estaba demasiado ocupada y la dejarían en paz.

Sus dos administradoras eran su amiga de la infancia Phoebe y la hermana Dulcinia. Necesitaba contar con alguien que tuviera la experiencia de la hermana Dulcinia. Además, de ese modo la tenía controlada. La misma Dulcinia había solicitado el trabajo arguyendo su «conocimiento de los asuntos de palacio».

Tener a las hermanas Leoma y Philippa como «consejeras de confianza» le permitía asimismo no perderlas de vista. No se fiaba de ellas. De hecho, no se fiaba de ninguna Hermana; no se lo podía permitir. No obstante, Verna tenía que admitir que ambas habían demostrado ser solícitas consejeras que no olvidaban nunca que su máxima prioridad era el bien de la Prelada y de palacio. A Verna la sacaba de quicio no hallar ninguna pega en sus consejos.

La llamada se repitió, cortés pero insistente.

— ¡Sí! ¿Qué ocurre?

La gruesa puerta se abrió lo suficiente para que asomara una cabeza de ensortijado cabello rubio: Warren. Al ver la ceñuda expresión de Verna sonrió de oreja a oreja. Dulcinia estiró el cuello para ver si la Prelada había acabado ya con los montones de informes. Warren acabó de entrar.

Ya dentro, se fijó en los trabajos llevados a cabo en el sombrío y triste despacho. Tras la derrota que su predecesora había encajado allí contra las Hermanas de las Tinieblas, el lugar había quedado reducido a ruinas. Una cuadrilla de operarios habían reparado a toda prisa los desperfectos para que la nueva Prelada pudiera instalarse lo antes posible. Verna sabía perfectamente cuánto había costado; había revisado la factura.

Warren se acercó con paso despreocupado a la recia mesa de madera de roble.

— Buenas noches, Verna. Te veo muy ocupada. Supongo que son asuntos importantes de palacio esos que te mantienen despierta tan tarde.

Verna apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. Antes de que pudiera lanzar una diatriba, Dulcinia aprovechó la oportunidad antes de cerrar la puerta del despacho para asomar su cabeza.

— Acabo de ordenar los informes de hoy, Prelada. ¿Queréis que os los entregue ahora? Supongo que debéis de haber acabado los otros.

Verna esbozó una breve sonrisa sarcástica en tanto que doblaba un dedo hacia su ayudante. La hermana Dulcinia se sobresaltó ante la expresión de la Prelada, sus penetrantes ojos azules recorrieron el despacho y se posaron en Warren antes de entrar, apartándose del rostro sus cabellos grises en gesto sumiso.

— ¿Puedo ayudaros, Prelada?

— Pues sí, Hermana, creo que sí —contestó Verna—. Tu experiencia me será de ayuda en este asunto. Tengo una misión urgente para ti en las caballerizas —dijo, cogiendo un informe de la pila—. Parece que últimamente hemos tenido unos misteriosos problemas con los caballos.

A la mención de la palabra «problemas», el rostro de Dulcinia se iluminó.

— ¿Problemas, Prelada?

— Sí. Han desaparecido caballos.

La hermana Dulcinia se inclinó ligeramente hacia adelante y bajó la voz con su habitual actitud meliflua.

— Recuerdo el informe al que os referís, Prelada. Los caballos se asustaron por la noche, huyeron despavoridos y aún no han regresado. Eso es todo.

— Eso ya lo sé, Hermana. Lo que quisiera es que maese Finch me explicara cómo es posible que esos caballos que derribaron la valla no hayan sido aún encontrados.

— No os comprendo.

Verna enarcó las cejas en gesto de burlón desconcierto.

— Vivimos en una isla, ¿verdad? ¿Cómo es que los caballos no siguen en la isla? Ninguno de los guardias los vio cruzar al galope uno de los puentes. Al menos, no he leído ningún informe sobre ello. Además, en esta época del año los pescadores se pasan día y noche junto al río capturando anguilas, pero ninguno de ellos vio ningún caballo nadar hasta el continente. Así pues, ¿dónde están?

— Bueno, estoy segura de que simplemente se desbocaron, Prelada. Quizá…

Verna sonrió con indulgencia.

— Quizá maese Finch los vendió y luego dijo que habían escapado.

— Oh, Prelada —respondió la hermana Dulcinia, muy rígida—, no pretenderéis acusar a…

Verna golpeó la mesa con la palma de la mano y se levantó de un salto.

— También faltan los arreos. ¿También los arreos huyeron por la noche? ¿O acaso los caballos decidieron ponérselos e ir de excursión?

La hermana Dulcinia palideció.

— Yo… bueno, yo… iré a…

— Vas a bajar ahora mismo a las cuadras y le dirás a maese Finch que si la próxima vez que pregunte aún no ha encontrado los caballos de palacio, los pagará de su propio sueldo. ¡Y los nuevos arreos saldrán de su pellejo!

La hermana Dulcinia ejecutó una precipitada reverencia y se escabulló. Cuando la puerta se hubo cerrado de un portazo Warren lanzó una risita.

— Parece que este trabajo te va como anillo al dedo, Verna.

— ¡No empieces tú también, Warren!

El joven se puso súbitamente serio.

— Verna, cálmate. No son más que un par de caballos. El caballerizo los encontrará. No merece la pena que te alteres hasta el punto de llorar.

Verna lo miró, asombrada. Entonces se llevó los dedos a las mejillas y las notó húmedas. Lanzando un gruñido de agotamiento, se desplomó en la silla.

— Lo siento, Warren. No sé qué me ha pasado. Supongo que estoy cansada y también frustrada.

— Verna, nunca había visto que algo como unos estúpidos legajos te sacara de quicio.

— ¡Warren, mira esto! —exclamó Verna, cogiendo al vuelo un informe—. ¡Me he convertido en una prisionera que se dedica a aprobar cuánto cuesta llevarse el estiércol! ¿Tienes alguna idea de cuánto estiércol producen los caballos? ¿O de cuánta comida comen para producir todo ese estiércol?

— Pues no. Tengo que admitir que…

— Mantequilla —lo interrumpió Verna, cogiendo el siguiente informe de la pila.

— ¿Mantequilla?

— Sí, mantequilla. —Verna echó un vistazo al informe—. Parece que se puso rancia y tuvimos que comprar noventa quilos para reemplazarla. Tengo que considerar el asunto, decidir si el lechero ha pedido un precio justo y si nos quedamos con ella.

— Supongo que es importante comprobar dichos asuntos.

— Albañiles —prosiguió Verna, con el siguiente informe en las manos—. Albañiles para reparar las goteras en el techo del comedor. Y el tejado de pizarra. Un relámpago rompió la pizarra, según ellos, y tuvieron que arrancar diez metros cuadrados y sustituirlos. Según el informe, diez hombres estuvieron trabajando durante dos semanas. Yo tengo que decidir si fue oportuno y aprobar el pago.

— Bueno, los trabajadores tienen derecho a recibir una remuneración por su trabajo, ¿no?

Verna frotó con un dedo el aniño de oro en forma de sol.

— Yo pensaba que si alguna vez tuviera el poder, cambiaría el modo en que las Hermanas de la Luz sirven al Creador. Pero lo único que hago es leer informes, Warren. Estoy aquí encerrada día y noche leyendo sobre los asuntos más mundanos que puedas imaginar hasta que los ojos se me empañan.

— Supongo que es importante, Verna.

— ¿Importante? —La Prelada seleccionó otro informe con gesto teatral—. Vamos a ver… parece que dos de nuestros «jóvenes» se emborracharon y prendieron fuego a una posada… el fuego se extinguió… la posada sufrió daños… y piden que el palacio se los reembolse. Esos dos me van a oír —sentenció, dejando a un lado el informe.

— Creo que haces bien, Verna.

— ¿Y qué tenemos aquí? —Verna cogió otro informe—. La factura de una modista. Trabajo de costura para las novicias. —Otro informe—. Sal. Tres tipos.

— Pero, Verna…

— ¿Y este de aquí? Por cavar tumbas. —Verna agitó el informe con burlona solemnidad.

— ¿Qué?

— Dos sepultureros. Quieren cobrar por su trabajo. —La Prelada echó un vistazo a la factura—. Y debo añadir que, por el precio que piden, tienen un alto concepto de sus habilidades.

— Oye, Verna, creo que llevas aquí encerrada demasiado tiempo. Necesitas un poco de aire fresco. ¿Por qué no damos un paseo?

— ¿Un paseo? Warren, no tengo tiempo para…

— Prelada, lleváis demasiado tiempo aquí sentada. Necesitáis un poco de actividad. —El joven mago ladeó la cabeza, al tiempo que señalaba con exagerado ademán la puerta—. ¿Qué me decís?

Verna dirigió su mirada a la puerta. Si la hermana Dulcinia la había obedecido, en la oficina exterior solamente estaría la hermana Phoebe. Phoebe era amiga suya. O no. Verna se recordó que no podía confiar en nadie.

— Bueno… sí, creo que me gustaría dar un paseo.

Warren rodeó el escritorio y la alzó cogiéndola por un brazo.

— Perfecto. ¿Nos vamos?

Verna retiró bruscamente su brazo y le lanzó una mirada asesina.

— Claro, claro —dijo con voz cantarina—. ¿Por qué no?

Al oír la puerta la hermana Phoebe se alzó precipitadamente para hacer una reverencia.

— Prelada… ¿necesitáis algo? ¿Un poco de sopa, tal vez? ¿Té?

— Phoebe, te he dicho mil veces que no tienes que hacerme reverencias cada vez que me veas.

Phoebe se inclinó de nuevo.

— Sí, Prelada. Quiero decir… —balbució, ruborizada hasta la raíz de los cabellos—… lo siento, Prelada. Perdonadme.

Verna suspiró y se armó de paciencia.

— Hermana Phoebe, nos conocemos desde que éramos novicias. ¿Cuántas veces nos castigaron a la dos a fregar ollas en las cocinas por…? —Verna lanzó una rápida mirada a Warren—. Bueno, no recuerdo por qué, pero el asunto es que somos viejas amigas. Por favor, trata de recordarlo.

— Lo haré… Verna —dijo Phoebe con una sonrisa. Aunque fuese una orden, se estremeció al llamar «Verna» a la Prelada.

Ya en el pasillo Warren le preguntó por qué las castigaban a fregar ollas.

— Ya he dicho que no lo recuerdo —replicó ella en tono cortante, echando una mirada por encima del hombro al vacío corredor—. ¿Qué te traes entre manos?

Warren se encogió de hombros.

— No es más que un paseo. —Warren comprobó asimismo que estuvieran solos antes de mirarla con intención—. Se me ocurrió que la Prelada querría visitar a la hermana Simona.

Verna perdió el paso. La hermana Simona llevaba semanas desquiciada —algo relacionado con los sueños—, por lo que se la mantenía encerrada en una habitación protegida con escudos para que no pudiera hacerse daño a ella misma ni a algún inocente.

— Antes he pasado a verla —le susurró Warren.

— ¿Por qué?

Con un dedo el joven señaló arriba y abajo, al suelo. Las criptas. Quería decir las criptas. Verna lo miró con extrañeza.

— ¿Y cómo la encontraste?

Al llegar a una intersección Warren miró a derecha e izquierda para asegurarse de que estaban solos y a continuación echó otro vistazo atrás.

— No me han dejado verla —susurró.

Fuera caía un aguacero. Verna se cubrió la cabeza y los hombros con el chal y se metió bajo aquel diluvio, saltando sobre los charcos y tratando de pisar las losas de piedra colocadas sobre la empapada hierba. La luz amarilla que salía de las ventanas titilaba en el agua de los charcos. Los soldados apostados a las puertas del complejo privado de la Prelada inclinaron la cabeza cuando ambos llegaron a un sendero cubierto de techo bajo.

Una vez dentro Verna se sacudió el agua del chal y se lo colocó sobre los hombros. Ambos se habían quedado sin aliento. Warren también se sacudió el agua de su túnica. Los lados del pasadizo estaban formados por arcos y protegidos únicamente con celosías abiertas por las que se emparraban enredaderas. Pese a ello la lluvia no iba acompañada de viento, por lo que estaba bastante seco. Verna escrutó la oscuridad y no vio a nadie. Se hallaban bastante lejos del siguiente edificio, que era la achaparrada enfermería.

La mujer se dejó caer sobre un banco de piedra. Warren pretendía continuar pero cuando Verna se sentó él la imitó. Hacía fresco, y Verna se sintió mejor al sentir junto a ella el calor del cuerpo de Warren. El penetrante olor de lluvia y tierra mojada resultaba refrescante después de pasar tanto tiempo encerrada. Verna no estaba acostumbrada a estar entre cuatro paredes; prefería estar al aire libre. Para ella el mejor lecho era el suelo; y el mejor despacho, los árboles y campos. Pero esa parte de su vida se había acabado. El despacho de la Prelada comunicaba con un jardín pero ni siquiera había tenido tiempo para echarle un vistazo.

En la distancia resonaba el incesante retumbar de los tambores, semejante al latido de la fatalidad.

— Con mi han no noto la presencia de nadie cerca —dijo finalmente Warren.

— ¿Puedes sentir la presencia de alguien con Magia de Resta?

— No se me ha ocurrido —respondió, sobresaltado.

— ¿Qué ocurre, Warren?

— ¿Crees que estamos solos?

— ¿Y cómo quieres que lo sepa? —respondió ella en tono desabrido.

El joven echó otro vistazo alrededor y tragó saliva.

— Bueno, últimamente he estado leyendo mucho. —Nuevamente señaló hacia las criptas y añadió—: Y creo que deberíamos visitar a la hermana Simona.

— Eso ya lo has dicho antes. Pero ¿por qué?

— Algunas de las cosas que he leído tienen que ver con sueños —respondió enigmáticamente.

Verna lo miró a los ojos pero estaba tan oscuro que solamente distinguía su silueta.

— Simona tiene sueños.

El muslo de Warren rozaba el suyo y notaba cómo temblaba de frío. Al menos, ella creía que era de frío. Sin pensar, lo rodeó con un brazo y apoyó su cabeza contra un hombro.

— Verna —balbució el joven—. Me siento tan solo… No me atrevo a hablar con nadie. Tengo la impresión de que todos me vigilan. Tengo miedo de que alguien me pregunte qué estoy estudiando, por qué y quién me ha autorizado. Sólo te he visto una vez en tres días y no puedo hablar con nadie más que contigo.

Verna le palmeó cariñosamente la espalda.

— Lo sé, Warren. Yo también quería hablar contigo pero he estado demasiado ocupada. Hay mucho trabajo que hacer.

— Tal vez te están abrumando de trabajo para tenerte ocupada y que no te metas en sus… asuntos.

Verna meneó la cabeza en la penumbra.

— Es posible. Yo también tengo miedo, Warren. No sé cómo ser Prelada. Tengo miedo de provocar la ruina del Palacio de los Profetas si no hago lo que debo hacer. No me atrevo a decir que no a Leoma, Philippa, Dulcinia y Maren. Ellas me aconsejan sobre cómo debe ser la Prelada. Si realmente están de nuestro lado, y si sus consejos son sinceros, si nos los sigo, puedo estar cometiendo un grave error. Y cuando la Prelada comete un error, todos pagan por ello. Pero si no están de nuestro lado, bueno… a mí me parece que lo que quieren que haga no puede causar ningún daño. ¿Qué mal puede haber en leer informes?

— Tal vez distraer tu atención de algo importante.

La mujer le acarició una vez más la espalda y luego lo apartó.

— Lo sé. Creo que deberíamos «pasear» más a menudo, Warren. El aire fresco me sienta muy bien.

— Me alegro Verna. —Warren le apretó una mano, se levantó y se alisó la oscura túnica—. Vamos a ver cómo sigue Simona.

La enfermería ocupaba uno de los edificios más pequeños de la isla Halsband. Las Hermanas eran capaces de curar con su han las dolencias más comunes, y aquellas que quedaban fuera de sus poderes solían acabar en una muerte rápida, por lo cual la enfermería alojaba únicamente a un puñado de criados, viejos y enfermos, que se habían pasado la vida trabajando en el Palacio de los Profetas y no tenían a nadie que los cuidara en su vejez. Asimismo allí se confinaba a los dementes. El don tenía sus limitaciones con las dolencias mentales.

Cerca de la puerta Verna envió su han a una lámpara y así, iluminados, recorrieron los pasillos pintados con sencillez hacia el lugar en el que, según Warren, Simona permanecía confinada. Los ronquidos, estornudos y toses proferidos por los escasos ocupantes de las habitaciones resonaban en los corredores en penumbra.

Al llegar al final del pasillo que alojaba a los débiles y ancianos tuvieron que atravesar tres endebles puertas reforzadas con poderosos escudos mágicos de diferente composición. Eran escudos que cualquier poseedor del don, por enajenado que estuviera, podría romper. Pero la cuarta puerta era de hierro y estaba asegurada con un sólido cerrojo, así como por un intrincado escudo preparado para desviar cualquier intento de abrir la puerta desde el otro lado con la ayuda de la magia; cuanta más fuerza se aplicara, más resistía el cerrojo. El escudo había sido colocado ahí por tres Hermanas, lo cual imposibilitaba que una sola Hermana lo rompiera desde el otro lado.

Su aparición alertó a los dos guardianes. Aunque inclinaron la cabeza no se apartaron de la puerta. Warren los saludó cortésmente y con un displicente ademán les indicó que corrieran el cerrojo.

— Lo siento, hijo. No puede entrar nadie.

Verna apartó a Warren a un lado con encendida mirada dirigida al guardia.

— ¿Es eso cierto, «hijo»? —El guardián asintió sin vacilar—. ¿Por orden de quién?

— De mi comandante, Hermana. No sé de quién recibió él las órdenes, pero supongo que fue de una Hermana de la más alta autoridad.

Verna, con cara de pocos amigos, le puso el anillo en forma de sol a dos palmos de sus narices.

— ¿Más autoridad que ésta?

— No, Prelada, claro que no. —Al soldado se le salían los ojos de las órbitas—. Perdonadme, no os había reconocido.

— ¿Cuántas personas hay dentro?

El ruido del cerrojo al ser descorrido resonó por el pasillo.

— Sólo una Hermana, Prelada.

— ¿La atiende alguna otra Hermana?

— Ahora no. Se han ido a dormir.

Cuando hubieron entrado y los guardias no podían oírlos, Warren soltó una risita.

— Me parece que por fin has encontrado alguna utilidad a ese anillo.

Verna, desconcertada, se detuvo.

— ¿Warren, cómo crees tú que el anillo llegó hasta el pedestal después del funeral?

La sonrisa del joven empezaba a marchitarse.

— Bueno, veamos… —A medida que hablaba la sonrisa se desvaneció—. Pues no lo sé. ¿Qué crees tú?

— Lo rodeaba un escudo de luz. No muchas personas son capaces de tejer ese tipo de red. Si, como dices, la prelada Annalina no confiaba en nadie más que en mí, ¿de quién se fió para colocar el anillo allí y tejer la red alrededor?

— No tengo ni idea. ¿No pudo ser ella misma? —Warren se arregló la túnica húmeda.

— ¿Desde su pira funeraria?

— No, quería decir que podría haberla tejido y encargar a alguien que la colocara allí. Ya sabes, como hechizar una ramita para que cualquiera pueda encender una lámpara con ella. He visto a las Hermanas hacer eso para que los criados prendan las lámparas sin tener que llevar una vela que gotee cera caliente en sus dedos y en el suelo.

Verna alzó la lámpara para mirarlo a los ojos.

— Warren, es una idea luminosa.

El joven sonrió pero enseguida se puso serio para añadir:

— La pregunta sigue siendo: ¿quién?

Verna bajó la lámpara.

— Tal vez alguna criada de confianza. Alguien sin el don para no arriesgarse a que fuese… —Echó un rápido vistazo hacia atrás; el corredor se veía vacío—. Ya sabes a qué me refiero. —Warren asintió—. Tendré que pensar en ello.

Por debajo de la puerta de la habitación que ocupaba la hermana Simona se escapaban destellos luminosos; silenciosos centelleos que se colaban por el espacio que quedaba entre la puerta y el suelo. Cada vez que uno de ellos alcanzaba el escudo, éste brillaba y disipaba el poder con fuerzas mágicas opuestas. La Hermana estaba tratando de romper el escudo.

En su estado, era de esperar que lo intentara. La pregunta era: ¿por qué no le funcionaba? El escudo que guardaba la puerta era un escudo tan sencillo como el que solía usarse para mantener encerrados a los jóvenes magos que se mostraban díscolos.

Verna se abrió a su han y atravesó el escudo seguida por Warren. Llamó a la puerta. Los destellos de luz que se colaban por debajo de la puerta murieron de repente.

— ¿Simona? Soy Verna Sauventreen. Me recuerdas, ¿verdad, querida? ¿Puedo entrar?

En vista de que no recibía respuesta, accionó el pomo y abrió la puerta. Mantenía ante ella la lámpara extendida, tratando de disipar la oscuridad con aquella trémula luz amarillenta. La habitación estaba vacía excepto por una bandeja con una jarra, pan y fruta, un camastro, un orinal y una mugrienta mujer encogida en un rincón.

— ¡Déjame tranquila, demonio! —chilló.

— Simona, no pasa nada. Sólo soy yo, Verna, y un amigo, Warren. No te asustes.

Simona parpadeó al fijar los ojos en la luz, como si contemplara el sol que acabara de salir. Verna apartó la lámpara para no cegarla.

— Verna, ¿eres tú?

— Sí.

Simona se besó el dedo anular una docena de veces, dando gracias y derramando bendiciones sobre el Creador. Avanzó por el suelo a cuatro patas hasta alcanzar el dobladillo del vestido de Verna y besarlo una y otra vez.

— Oh, gracias por venir. ¡Deprisa! —exclamó poniéndose en pie—. ¡Tenemos que escapar!

Verna agarró a la menuda mujer por los hombros y la obligó a sentarse en el camastro. Para calmarla le acarició sus grises cabellos.

De repente, se quedó petrificada.

Simona llevaba un collar al cuello. Por eso no podía romper el escudo. Verna nunca había visto a una Hermana con un rada’han; había visto centenares de muchachos y jóvenes llevar uno, pero nunca una Hermana. Notó que se le revolvía el estómago. Sabía que en un remoto pasado se ponía el rada’han a Hermanas que perdían la cordura. El hecho de que alguien bendecido con el don se volviera loco era tan peligroso como dejar un león suelto en medio de un mercado. Era preciso controlarlo. No obstante…

— Simona, estás a salvo. Estás en palacio, bajo la permanente protección del Creador. Nada puede ocurrirte.

Simona estalló en llanto.

— Tengo que huir. Por favor, déjame ir. Tengo que huir.

— ¿Por qué tienes que huir, querida?

— Él se acerca —respondió Simona, enjugándose las lágrimas de su sucio rostro.

— ¿Quién se acerca?

— El de mis sueños. El Caminante de los Sueños.

— ¿Quién es ese Caminante de los Sueños?

— El Custodio —contestó la desquiciada Hermana, encogiéndose.

Verna se quedó unos instantes en silencio antes de insistir:

— ¿El Caminante de los Sueños es el Custodio?

Simona asintió con tanto ímpetu que la prelada Verna temió que se desnucara.

— A veces. Otras veces es el Creador.

— ¿Qué? —intervino Warren, muy interesado.

Simona se estremeció.

— ¿Eres tú? ¿Ya has llegado?

— Soy Warren, Hermana. Un estudiante, eso es todo.

Simona se llevó un dedo a sus cortados labios.

— En ese caso, también tú debes huir. Se acerca y busca a los que poseen el don.

— ¿Te refieres al hombre que se te aparece en sueños? —preguntó Verna. Simona asintió—. ¿Qué te hace en tus sueños?

— Me atormenta. Me hace daño. Él… —La Hermana se besó el anular frenéticamente mientras invocaba la protección del Creador—. Me exige que renuncie a mi juramento. Me exige que haga cosas. Es un demonio. A veces finge ser el Creador para engañarme pero yo sé que es él. Lo sé. Es un demonio.

Verna abrazó a la asustada mujer.

— No es más que una pesadilla, Simona. No es real. Intenta comprenderlo.

Simona negó con ímpetu.

— ¡No! Es un sueño pero es real. ¡Se acerca! ¡Tenemos que huir!

— ¿Por qué razón crees eso? —le preguntó Verna con una compasiva sonrisa.

— Él mismo me lo ha dicho. Ya viene.

— Pero ¿no lo ves, querida? Eso ocurre sólo en sueños, no cuando estás despierta. No es real.

— Los sueños son reales. Cuando estoy despierta también lo sé.

— Ahora estás despierta. ¿Lo sabes ahora, querida? —Simona asintió—. ¿Cómo puedes saberlo estando despierta si no está dentro de tu cabeza, como cuando duermes?

— Oigo su advertencia. —Simona miró a Verna, luego a Warren y nuevamente a Verna—. No estoy loca. No lo estoy. ¿Acaso no oís los tambores?

— Sí, Hermana, oímos los tambores. —Warren sonrió—. Pero eso no es un sueño. No son más que los tambores que anuncian la inminente llegada del emperador.

— ¿El emperador?

— Sí —trató de tranquilizarla Warren—, el emperador del Viejo Mundo. Viene de visita, eso es todo. Por eso suenan los tambores.

— ¿El emperador? —inquirió Simona, alarmada.

— Sí. El emperador Jagang.

Simona lanzó un salvaje chillido y de un salto fue a refugiarse en un rincón. Gritaba como si la estuvieran apuñalando y agitaba las manos. Verna corrió hacia ella para inmovilizarle los brazos y calmarla.

— Simona, con nosotros estás segura. ¿Qué te ocurre?

— ¡Es él! —chilló la Hermana—. ¡Jagang! ¡Ése es el nombre del Caminante de los Sueños! ¡Soltadme! ¡Por favor, soltadme antes de que él llegue!

Simona se desasió y empezó a correr por la habitación lanzando pequeños relámpagos en todas direcciones. Los que se estrellaban contra las paredes arañaban la pintura como si fueran relucientes garras. Verna y Warren trataban de calmarla, de detenerla e inmovilizarla. En vista de que no hallaba la salida, Simona empezó a golpearse la cabeza contra la pared. Pese a su reducida estatura, en aquellos momentos poseía la fuerza de diez hombres.

Finalmente, muy a su pesar, Verna se vio obligada a usar el rada’han para controlarla.

Una vez la hubieron calmado, Warren le curó las heridas de la frente. Verna recordó un conjuro que le habían enseñado para los muchachos que acababan de llegar a palacio tras haberles sido arrebatados a sus padres y que sufrían pesadillas. Era un hechizo que calmaba los miedos e inducía a los muchachos a dormir un sueño tranquilo. Verna enlazó el rada’han entre sus manos y proyectó su han hacia Simona. Por fin la respiración de la trastornada mujer se tranquilizó, su cuerpo se relajó y se quedó dormida. Verna le deseó que no soñara.

Se sentía tan alterada que tuvo que apoyarse en la puerta tras salir de la oscura habitación.

— ¿Has averiguado lo que querías saber? —preguntó a Warren.

Éste tragó saliva y respondió:

— Eso me temo.

No era la respuesta que Verna había esperado. Warren no se explicaba.

— ¿Y bien? —lo animó Verna.

— Bueno, no estoy seguro de que la hermana Simona esté loca. Al menos no en el sentido convencional de la palabra. —El joven jugueteó con el brocado de una manga—. Tengo que seguir leyendo. Tal vez no sea nada. Los libros son complejos. Te tendré al corriente de lo que averigüe.

Verna se besó el dedo y notó en los labios el roce del anillo de Prelada, que aún no le era familiar.

— Querido Creador —rogó en voz alta— protege a este insensato joven, pues sería capaz de arrancarle el cuero cabelludo y estrangularlo con mis propias manos.

— Oye, Verna…

— Prelada —lo corrigió.

Warren suspiró y, aunque le costó, asintió.

— Supongo que debería decírtelo, pero debes entender que es una bifurcación muy antigua y oscura. Las profecías están llenas de bifurcaciones falsas. Ésta en concreto está doblemente contaminada por su antigüedad y su rareza. Sólo por eso, aunque el resto no existiera, hay motivos para dudar de su autenticidad. En libros tan antiguos hay un sinfín de atajos y retrocesos, y necesitaré meses para verificarlos todos. Algunos enlaces están ocluidos por bifurcaciones triples. Cuando se retrocede sobre los pasos de una bifurcación triple, el número de bifurcaciones falsas en las diversas ramificaciones se duplica, y si alguna de ellas se triplica… bueno, en ese caso el enigma generado por las progresiones geométricas con las que te encuentras debido a…

Verna lo silenció con un gesto.

— Warren, todo eso ya lo sé. Soy perfectamente consciente de los grados de progresión y regresión relacionados con variables aleatorias en las bifurcaciones triples.

— Claro, claro. Había olvidado lo buena estudiante que fuiste. Lo siento. Me temo que empiezo a divagar.

— Suéltalo de una vez, Warren. ¿Qué te lleva a pensar que Simona no está loca «en el sentido convencional de la palabra»?

— Ese Caminante de los Sueños que ha mencionado. En dos de los libros más antiguos he encontrado unas referencias a un «Caminante de los Sueños». Esos libros están en tan mal estado que casi se deshacen al tocarlos, pero lo que me inquieta es que el nombre de Caminante de los Sueños nos es tan desconocido porque solamente se han conservado dos textos de tanta antigüedad. De hecho, es posible que en aquella época no fuese nada extraordinario. La mayor parte de los escritos de esa época se han perdido.

— ¿De qué antigüedad estamos hablando?

— Más de tres mil años.

— Hummm. —Verna enarcó una ceja—. ¿De la época de la gran guerra? —Warren asintió—. ¿Qué se dice del Caminante de los Sueños?

— Bueno, cuesta comprenderlo. Por el modo de referirse a él más bien parece un arma que una persona.

— ¿Un arma? ¿Qué clase de arma?

— No lo sé. El contexto tampoco indica que sea exactamente un objeto, sino más bien una entidad, incluso una persona.

— Tal vez se dice en el sentido de alguien que sobresale en algo, como los maestros de armas que se suelen describir con respeto o reverencia o incluso como un arma.

— Sí, eso es. Creo que has dado en el clavo, Verna.

— Según los libros, ¿qué es capaz de hacer esa arma?

Warren suspiró.

— No lo sé. Pero sí sé que el Caminante de los Sueños tuvo algo que ver con las Torres de Perdición que separaron el Nuevo y el Viejo Mundo y los mantuvieron aislados más de tres mil años.

— ¿Quieres decir que Caminantes de los Sueños construyeron esas torres?

— No —respondió Warren bajando el tono de voz—. Creo que las torres se construyeron para detenerlos.

Verna se quedó de piedra.

— Richard destruyó las torres —dijo involuntariamente en voz alta—. ¿Qué más?

— Por ahora, nada más. E incluso lo que te he dicho se basa en conjeturas. En realidad podría tratarse de una leyenda y no de algo real.

— Lo que he visto allí —dijo Verna, volviendo la vista a la puerta— me ha parecido muy real.

— Sí, a mí también.

— ¿Qué querías decir con que la hermana Simona no está loca en el «sentido convencional de la palabra»?

— Pues que no creo que esté teniendo sueños delirantes y se imagine cosas: creo que lo que le pasa es muy real y que eso es lo que la hace parecer loca. En los libros he encontrado alusiones a que esa especie de «maestro de armas» se introducía en las mentes y sus víctimas eran incapaces de distinguir sus sueños de la realidad, como si no pudieran despertar de las pesadillas ni abandonar del todo el mundo real mientras dormían.

— A mí me parece que alguien incapaz de distinguir un sueño de la realidad debe de estar loco.

Warren mostró la palma de su mano y una llama prendió casi rozando la carne.

— ¿Qué es la realidad? Acabo de imaginar que había una llama y mi «sueño» se ha hecho real. Mi mente despierta gobierna mis actos.

Verna jugueteó con un rizo castaño mientras reflexionaba.

— Del mismo modo que existe un velo que separa el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, en nuestra mente hay una barrera que separa la realidad de la imaginación y los sueños. Mediante disciplina y fuerza de voluntad controlamos lo que para nosotros es realidad.

»Por todos los espíritus —prosiguió, súbitamente alarmada—, esa barrera mental es la que nos impide usar nuestro han cuando dormimos. Si no hubiera tal barrera, no tendríamos un control racional del han mientras estamos dormidos.

Warren asintió.

— Así es. Controlamos el han. Cuando imaginamos puede hacerse realidad. Pero la imaginación consciente está sujeta a las limitaciones del intelecto. —Una profunda mirada brillaba en los azules ojos de Warren cuando se inclinó hacia ella—. Pero la imaginación dormida podría decirse que no tiene límites. Un Caminante de los Sueños puede moldear la realidad sirviéndose de los poseedores del don.

— Ciertamente es un arma —murmuró la Prelada.

Cogió a Warren por el brazo y echó a caminar por el pasillo. Por aterrador que resultara lo desconocido, al menos era un consuelo contar con un amigo. En su cabeza se arremolinaban las dudas y las preguntas. Ahora era ella la Prelada y, por tanto, era responsabilidad suya encontrar las respuestas antes de que el palacio lo sufriera.

— ¿Quién murió? —preguntó Warren.

— La Prelada y Nathan —respondió Verna con aire ausente, sólo porque justo entonces pensaba en ellos.

— No, sus cuerpos ardieron en la pira. Me refiero aparte de ellos.

La mente de Verna regresó a la realidad.

— ¿Aparte de la Prelada y Nathan? Nadie. Últimamente no ha muerto nadie.

La luz de la lámpara titiló en los ojos del joven mago.

— ¿Entonces, por qué el palacio contrató los servicios de los sepultureros?

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