36

Partían pasillos hacia todas direcciones. Richard procuraba seguir el que le parecía el corredor principal, para después poder hallar el camino de salida. Cada vez que pasaban delante de una habitación él se asomaba para comprobar si contenía libros o cualquier otra cosa que pudiera ser de utilidad. Pero en su mayoría estaban vacías. En unas pocas vio mesas y sillas además de arcones u otras piezas de mobiliario muy sencillas, pero nada de especial interés. En un pasillo todas las habitaciones eran dormitorios con sus respectivas camas. Era evidente que los magos que vivían en el Alcázar llevaban una vida espartana, sin lujos. La fortaleza albergaba miles de habitaciones, de las cuales Richard sólo había visto una ínfima parte.

Berdine también asomaba la cabeza después de él, tratando de discernir qué estaban buscando.

— ¿Sabéis adónde vamos? —le preguntó al fin.

— No exactamente —contestó él mientras echaba un vistazo a otro corredor lateral. El Alcázar era un laberinto—. Pero creo que deberíamos buscar una escalera para empezar por abajo e ir subiendo.

Berdine señaló a su espalda.

— Vi una en un pasillo de la izquierda que hemos dejado atrás.

La escalera estaba donde Berdine había dicho. Richard no había reparado en ella porque no era más que un agujero en el suelo con escalones en espiral que descendían hacia la oscuridad. No era el tipo de escalera que había esperado encontrar. Richard se echó una silenciosa reprimenda por haberse olvidado de llevar una lámpara o una vela. En el bolsillo llevaba pedernal y eslabón, por lo que si encontraba algo de paja o un trapo seguramente podría obtener una chispa que encendiera una de las velas que había visto en los apliques de hierro.

A medida que descendían hacia las tinieblas Richard percibía y oía un grave zumbido que provenía de abajo. La piedra, que en un principio desaparecía en la oscuridad, empezó a revelarse bajo una luz verde azulada como si alguien encendiera la mecha de un candil. Cuando llegaron al pie de la escalera ya veían perfectamente gracias a esa misteriosa luz.

Justo al doblar una esquina encontraron la fuente de la luz. Cercada por un aro de hierro descansaba una esfera de la anchura aproximada de su mano, y de un material que parecía cristal. De ella manaba la luz.

Berdine alzó la vista hacia él. La extraña luz perfilaba sus facciones.

— ¿Qué la hace brillar?

— Bueno, no hay llama, por lo que supongo que es magia.

Con cautela aproximó una mano a la luz. La esfera se hizo más brillante. Cuando la tocó con un dedo el tono verde azulado se tornó un cálido amarillo.

Puesto que al tocarla no había sentido dolor, Richard la alzó cuidadosamente de su soporte. Pesaba más de lo que esperaba. No se trataba de una esfera hueca de vidrio color marrón sino que parecía maciza. Y en sus manos emitía una luz cálida y útil.

Más allá, en aquel pasillo semejante a un túnel vio otras esferas similares colocadas sobre soportes. La más cercana, que pese a ello se hallaba bastante lejos, emitía un débil resplandor verde azulado. A medida que se aproximaban a una, ésta se iluminaba, y volvía a apagarse cuando se alejaban.

En una intersección el pasillo comunicaba con otro corredor, más ancho y agradable. Era de piedra color rosa pálido, y a ambos lados se abrían cavernosas salas con bancos acolchados.

Al abrir los batientes de una amplia puerta doble que daba acceso a una de las grandes salas del corredor descubrió una biblioteca. El suelo de madera pulida, las paredes revestidas con paneles y el techo enjalbegado le daban un agradable aspecto que invitaba a entrar. Había mesas y cómodas sillas junto a las hileras de estanterías. En el extremo más alejado una ventana acristalada dominaba la ciudad de Aydindril y convertía la sala en un lugar luminoso y aireado.

Pasó a la siguiente sala del corredor, que resultó ser otra biblioteca. Parecía que aquel pasillo corría paralelo a la fachada del Alcázar y contenía una serie de enormes bibliotecas. Cuando llegaron al final, habían encontrado hasta doce.

Richard jamás hubiera imaginado que existiera tal cantidad de libros. Incluso las criptas del Palacio de las Confesoras, con todos los libros que contenía, palidecía al lado de lo que acababa de ver. Necesitaría todo un año para leer siquiera los títulos. De repente se sintió abrumado. ¿Por dónde empezar?

— Supongo que es esto lo que buscabais —comentó Berdine.

— No, no es esto. No sé por qué, pero no es esto. Es demasiado… corriente.

Con Berdine a su lado siguió recorriendo pasadizos y descendió varios niveles por una escalera. El agiel de la mord-sith se balanceaba colgado de la cadena que llevaba a la muñeca, siempre listo para usarlo. Al pie de la escalera encontraron un marco de puerta adornado con hojas de pan de oro que permitía el acceso a una estancia no de mampostería sino excavada en la oscura roca, tal vez una cueva natural ampliada. Allí donde faltaban trozos de roca se veían aristadas y relucientes facetas. A medida que se había ido excavando la roca se habían colocado unas gruesas columnas para aguantar el techo bajo y escarpado.

En el umbral Richard se topó con el cuarto escudo desde que había entrado en el Alcázar, aunque aquél era distinto a los tres primeros; le producía una sensación muy distinta. Al atravesarlo con una mano el plano vertical entre el marco de la puerta empezó a emitir un rojo resplandor que no provenía de ninguna fuente visible, y la sensación no era de hormigueo, sino de calor allí donde la luz roja incidía. Era el escudo más incómodo que había sentido. Temió incluso que le chamuscara el vello de los brazos, pero no fue así.

— Éste es distinto —anunció mientras retiraba el brazo—. Si quieres que me pare, dímelo. —Rodeó con sus brazos a Berdine para protegerla mejor. La mord-sith se puso tensa—. No te preocupes, si quieres que me detenga, avisa.

La mujer asintió y Richard la condujo al otro lado del umbral. Cuando la luz roja tocó el cuero rojo del brazo femenino, ella se encogió.

— No pasa nada, no pasa nada —dijo—. Sigamos adelante.

Richard acabó de cruzar con ella el escudo y la soltó. Berdine no se relajó hasta que Richard retiró los brazos que la rodeaban.

El resplandor de la esfera mágica generaba profundas sombras entre las columnas. Richard vio que alrededor de la estancia se habían excavado pequeños nichos en la roca, tal vez sesenta o setenta. Sin necesidad de distinguir qué contenían, supo que eran objetos de diferentes tamaños y formas.

Mientras recorría con la mirada hasta el último recoveco sintió cómo los pelillos de la nuca se le erizaban. No sabía qué eran esos objetos pero su instinto le decía que eran extremadamente peligrosos.

— Quédate junto a mí y, sobre todo, no te acerques a las paredes. —Con el mentón señaló una dirección a través de la vasta sala—. Por ahí. Debemos ir hacia ese pasillo.

— ¿Cómo lo sabéis?

— Fíjate en el suelo. —En la tosca piedra natural marcaba un serpenteante sendero surgido por el desgaste—. Será mejor que no nos apartemos de este sendero.

Los azules ojos de Berdine lo miraron con aprensión.

— Id con cuidado. Si algo os ocurre, nunca podría salir de aquí yo sola para pedir ayuda. Nos quedaríamos aquí atrapados.

Richard sonrió y echó a andar por la silenciosa sala semejante a una caverna.

— Bueno, ése es el riesgo que corres por ser mi favorita.

Pese a los intentos de Richard por alegrar el ambiente, la inquietud de Berdine no disminuyó.

— ¿Lord Rahl, puedo preguntaros algo? Es una pregunta importante. Una pregunta de tipo personal.

— Pues claro. Pregunta.

La mord-sith se echó la trenza de pelo castaño ondulado sobre un hombro y disparó.

— Después de casaros con vuestra reina seguiréis teniendo otras mujeres, ¿verdad?

Richard la miró con el entrecejo fruncido.

— Ahora no tengo otras mujeres. Amo a Kahlan y le soy totalmente fiel.

— Pero vos sois lord Rahl. Podríais tener a la mujer que quisierais. Incluso a mí. Lord Rahl siempre tiene muchas mujeres. No tenéis más que chasquear los dedos.

Richard sabía con certeza que Berdine no se le estaba insinuando.

— ¿Es porque te puse la mano encima, porque te toqué un pecho? —Berdine le hurtó la mirada y asintió—. Berdine, lo hice para ayudarte, no por… bueno, por ninguna otra razón. Espero que lo sepas.

Rápidamente la mord-sith posó una mano en su brazo para tranquilizarlo.

— Lo sé, lo sé. No es eso lo que quiero decir. Nunca me habéis tocado de otra forma. Lo que quiero decir es que nunca me habéis exigido determinados servicios. —Berdine se mordió el labio inferior antes de continuar—. El modo en que me tocasteis me hace sentir muy avergonzada.

— ¿Por qué?

— Porque arriesgasteis vuestra vida para ayudarme. Vos sois mi lord Rahl, y yo no he sido honesta con vos.

Con un gesto Richard la guió por el sendero alrededor de una columna tan ancha que ni veinte hombres podrían rodearla.

— Me confundes, Berdine.

— Bueno, lo que digo es que, si soy vuestra favorita, no pensaréis que me disgustáis, ¿verdad?

— ¿Estás tratando de decirme que no te gusto?

— Oh no —replicó ella, agarrándose nuevamente de su brazo—. Yo os amo.

— Berdine, ya te he dicho que Kahlan…

— No es ese tipo de amor. Os amo porque sois mi lord Rahl. Me habéis liberado. Vos veis en mí más que a una mord-sith y demostráis que confiáis en mí. Me salvasteis la vida. Gracias a vos vuelvo a ser la que era. Os amo por ser como sois, lord Rahl.

Richard sacudió la cabeza como si tratara de aclararse las ideas.

— No entiendo qué me estás diciendo. ¿Qué relación tiene eso con que siempre digas que eres mi favorita?

— Digo eso para que sepáis que, si me lo pidierais, acudiría voluntariamente a vuestro lecho. Temía que si sabíais que no lo deseo, entonces me obligaríais, por pura maldad.

Al llegar al corredor que nacía de aquella habitación, Richard extendió la luz para examinarlo. Parecía un simple pasillo de piedra.

— No te preocupes más por eso. —Con un gesto le indicó que podía seguir—. Ya te he dicho que yo no haría tal cosa.

— Lo sé. Y después de lo que hicisteis… —Berdine se llevó una mano a su seno izquierdo— os creo. Antes no os creía. Empiezo a comprender que realmente sois diferentes en más de un aspecto.

— ¿Diferente a quién?

— A Rahl el Oscuro.

— En eso tienes toda la razón. —Siguieron caminando por el largo corredor. De pronto a Richard se le encendió una lucecita—. ¿Estás tratando de decirme que estás enamorada de alguien y que solamente decías esas cosas para que no creyera que tratabas de evitarme y se me ocurriera obligarte?

La mord-sith apretó un momento la trenza y cerró los ojos antes de decir:

— Sí.

— ¿De veras? Eso es maravilloso, Berdine. —El pasillo desembocaba en una amplia sala cuyas paredes se adornaban con penachos de piel y pelo entrelazados que colgaban de paneles enmarcados. Richard los examinó a distancia. Uno de los penachos era de pelaje de gar.

»¿Quién es? —le preguntó con una amplia sonrisa, al tiempo que echaban a andar. Inmediatamente hizo un gesto negativo con la mano, avergonzado, pues teniendo en cuenta el extraño estado de ánimo que mostraba Berdine, se le ocurrió que estaba siendo indiscreto—. No me lo digas si no quieres. No tienes por qué. No te sientas obligada. Es cosa tuya y de nadie más.

Berdine tragó saliva antes de responder.

— Por todo lo que habéis hecho por nosotras quiero confesar.

— ¿Confesar? —replicó Richard, desconcertado—. Decirme de quién estás enamorada no es una confesión sino…

— Es Raina.

Richard se quedó sin habla. Volvió la cabeza y se fijó por dónde iban.

— Por las baldosas verdes, sólo el pie izquierdo. El pie derecho sólo en las blancas, hasta que crucemos este espacio. No te saltes ninguna verde ni blanca. Y antes de levantar el pie de la última baldosa toca el pedestal.

Con Berdine a la zaga, Richard fue pisando cuidadosamente las baldosas blancas y verdes hasta llegar al suelo de piedra del otro lado, tocó el pedestal y penetró en el alto y estrecho pasadizo de reluciente piedra plateada semejante a una hendidura en un enorme joyero.

— ¿Cómo lo sabíais, me refiero a pisar una baldosa verde y otra blanca?

— ¿Qué? —Era evidente que Richard no se esperaba aquella pregunta—. Pues no sé. Supongo que era una especie de escudo. —Cuando volvió la vista hacia ella vio que Berdine caminaba con los ojos clavados en el suelo—. Berdine, yo también quiero a Raina. Y a Cara, y a ti, y a Ulic y Egan. Somos como una familia. ¿Es eso a lo que te refieres? —Berdine negó con la cabeza sin atreverse a mirarlo—. Pero… Raina es una mujer.

Berdine le lanzó una fría mirada iracunda.

— Berdine —dijo Richard tras un largo silencio—, es mejor que no digas nada de esto a Raina o…

— Raina también está enamorada de mí.

Richard se puso muy rígido, sin saber qué decir.

— Pero ¿cómo es posible…?, no podéis… no entiendo cómo… ¿Berdine, por qué me dices esto?

— Porque vos siempre habéis sido sincero con nosotras. Al principio no creíamos que cumpliríais vuestra palabra. Bueno, al menos yo no lo creía. Cara siempre ha confiado en vos, pero yo no.

El rostro de la mujer adoptó la fría y distante expresión propia de una mord-sith para añadir:

— Cuando Rahl el Oscuro aún era nuestro lord Rahl lo descubrió y me obligó a compartir su lecho. Se rió de mí. A él… a él le gustaba tomarme porque lo sabía. Era su manera de humillarme. Yo creí que si vos lo sabíais me haríais lo mismo, por lo que traté de ocultarlo fingiendo que me gustabais.

Richard sacudió la cabeza.

— Berdine, yo jamás te haría algo tan horrible.

— Lo sé, ahora lo sé. Por eso quería confesároslo, porque vos siempre habéis sido sincero conmigo y yo no.

— Ahora ya no importa —la tranquilizó Richard—. Me alegro de que te sientas mejor. —Mientras doblaban un recodo y entraban en un serpenteante pasillo de paredes enlucidas, le preguntó—: ¿Es culpa de Rahl el Oscuro por haberte convertido en una mord-sith? ¿Por eso odias a los hombres?

Berdine lo miró frunciendo el entrecejo.

— Yo no odio a los hombres. Es sólo que… no sé, siempre me han atraído más las mujeres, desde muy joven. Los hombres no me interesan. ¿Me odiáis ahora?

— No, no, yo no te odio, Berdine. Sigues siendo mi protectora; eso no ha cambiado. Pero ¿por qué no intentas dejar de pensar en ella? No sé, es que no me parece que esté bien.

Berdine esbozó una nostálgica sonrisa.

— Cuando Raina me dedica una de sus sonrisas especiales, de pronto el día se ilumina, siento que eso está bien. Cuando me acaricia la cara y mi corazón late desbocado, siento que eso está bien. Sé que mi corazón está en buenas manos. Pero vos me despreciáis. —La sonrisa se marchitó.

Richard desvió la mirada y súbitamente se sintió muy avergonzado.

— Eso mismo siento yo por Kahlan. En una ocasión mi abuelo me aconsejó que la olvidara, pero fue imposible.

— ¿Por qué os aconsejó eso?

Richard no podía contarle que era porque Kahlan era una Confesora y Zedd pensaba solamente en el bienestar de Richard; se suponía que nadie debía amar a una Confesora. Ojalá pudiera ser totalmente sincero con Berdine, pero no podía.

— Él creía que no me convenía —dijo al fin.

Al final del corredor Richard la ayudó a cruzar otro de los escudos que causaban hormigueo. La habitación, triangular, tenía un banco. Richard la hizo sentarse junto a él y situó la esfera luminosa entre ambos.

— Berdine, creo que comprendo lo que sientes. Yo sentí lo mismo cuando mi abuelo me dijo que me olvidara de Kahlan. Nadie tiene derecho a decirte qué debes sentir. O sientes algo o no lo sientes. Aunque no te entiendo ni lo apruebo, todas vosotras os estáis convirtiendo en amigas mías. La amistad no se pierde porque seamos distintos.

— Lord Rahl, sé que nunca podréis aceptarlo pero tenía que decíroslo. Mañana regresaré a D’Hara, y así no tendréis que soportar entre vuestros guardaespaldas a alguien a quien no aprobáis.

Richard se quedó un momento pensativo.

— ¿Te gustan los guisantes hervidos?

— Sí —respondió Berdine, extrañada.

— Yo los odio. ¿Te gusto menos ahora porque odio algo que a ti te gusta? ¿Deseas por eso dejar de ser mi protectora?

Berdine hizo una mueca.

— Lord Rahl, no estamos hablando de guisantes hervidos. ¿Cómo podréis confiar en mí si no aprobáis lo que hago?

— No es que no lo apruebe, Berdine. Es sólo que no me parece bien. Pero eso no es cosa mía. Escucha, cuando era más joven tenía un amigo, Giles, que también era guardabosque y pasábamos mucho tiempo juntos, porque teníamos mucho en común.

»Pero entonces se enamoró de Lucy Fleckner. Yo detestaba a Lucy, porque se mostraba cruel con Giles. No entendía qué veía mi amigo en ella. A mí no me gustaba y no aceptaba que a Giles sí. Perdí a mi amigo porque no podía ser como yo deseaba que fuera. No lo perdí por culpa de Lucy, sino por mi culpa. Perdí todas las cosas buenas que compartíamos porque me negaba a aceptarlo como era. Siempre he lamentado lo que hice.

»Creo que esto es parecido. A medida que aprendas que eres más que una mord-sith, como yo fui aprendiendo a medida que me hice mayor, descubrirás que un amigo es alguien en quien puedes confiar, aunque haya partes de esa persona que no te gustan. En comparación con las razones por las que alguien es tu amigo, las cosas que no entiendes no importan. No es preciso que lo entiendas, ni que hagas lo mismo que él, ni que vivas su vida por él. Si realmente alguien te importa, deseas que sea quien es, que es justo por lo que os hicisteis amigos.

»Tú me importas, Berdine, y eso es lo que cuenta.

— ¿Es verdad eso?

— Sí.

La mord-sith le echó los brazos al cuello y lo abrazó.

— Gracias, lord Rahl. Después de salvarme temí que desearais no haberlo hecho. Ahora me alegro de habéroslo contado. Raina se sentirá aliviada al saber que no nos trataréis como lord Rahl.

Al ponerse de pie, una parte del muro de piedra se deslizó a un lado. Richard la cogió de la mano y la condujo fuera de aquella extraña sala, pasaron otra entrada, bajaron una escalera y entraron en una habitación fría y húmeda con un suelo de piedra que formaba una enorme chepa en el centro.

— Si ahora somos amigos, ¿puedo deciros las cosas que me disgustan de vos, lo que no apruebo? —Richard asintió—. Bueno, no me gusta la injusticia que cometisteis con Cara. Está enfadada por eso.

Richard miró hacia atrás en aquella extraña habitación que parecía absorber la luz.

— ¿Cara está enfadada conmigo? ¿Qué le he hecho?

— La habéis tratado mal por mi causa. —Al ver la expresión de desconcierto de Richard, se apresuró a explicar—: Cuando yo estaba bajo ese hechizo y os amenacé con el agiel al dar por finalizada la búsqueda de Brogan, os enfadasteis con todas. Tratasteis a Cara y a Raina como si también ellas os hubieran provocado, aunque sólo fui yo.

— No sabía qué estaba pasando. Me sentía amenazado por todas las mord-sith debido a tu comportamiento. Cara debería saberlo.

— Y lo sabe pero cuando al final descubristeis qué pasaba y me liberasteis del hechizo, no os disculpasteis con Cara y Raina por haberlas tratado mal. Ellas no os amenazaron.

La oscuridad ocultó el rubor de Richard.

— Tienes razón. Me siento fatal. ¿Por qué no me dijo nada?

— Vos sois lord Rahl —respondió Berdine como si eso fuese suficiente explicación—. Si le propináis una paliza porque no os gusta cómo da los buenos días, no se quejará.

— ¿Y por qué no me dijiste tú nada?

Berdine lo siguió por un peculiar corredor con suelo de adoquines de apenas medio metro de anchura y paredes lisas y redondas, semejantes a tubos, cubiertas por oro.

— Porque sois un amigo.

Al mirarla de reojo para lanzarle una sonrisa y darle las gracias vio que Berdine se disponía a rozar el oro. Rápidamente la detuvo agarrándola por la muñeca.

— Si lo tocas, estás muerta.

— ¿Por qué nos decís que no sabéis nada sobre este lugar y luego camináis por él como si hubierais vivido aquí desde que nacisteis? —inquirió la mord-sith, ceñuda.

Richard parpadeó. Hasta entonces no había reparado en ello.

— Por ti.

— ¡Por mí!

— Sí —respondió Richard, sin salir de su asombro—. Mientras hablo contigo mi mente consciente está distraída. Escucho con atención lo que me dices y pienso sobre ello, por lo que me dejo guiar por el don. Ni siquiera era consciente de lo que hacía. Ahora que hemos llegado hasta aquí ya conozco los peligros y el camino de vuelta. Cuando quiera podemos regresar. —Le apretó un hombro y añadió—: Gracias, Berdine.

— ¿Para qué están los amigos? —repuso ella, sonriendo de oreja a oreja.

— Creo que ya hemos pasado por lo peor. Vamos por aquí.

Al final del túnel dorado se alzaba una torre redonda de al menos treinta metros de diámetro, con una escalera de caracol que ascendía por la parte interior del muro exterior. A intervalos irregulares la escalera quedaba interrumpida por pequeños descansillos en los que se abría una puerta. Unos pocos rayos de luz hendían el vasto y lúgubre espacio superior. Casi todas las ventanas eran pequeñas, aunque había una verdaderamente enorme. Richard no estaba seguro de cuánto medía la torre pero calculó que debían de ser unos sesenta metros. Abajo, el pozo circular descendía en la fría y húmeda oscuridad.

— Esto me da mala espina —dijo Berdine, asomándose por el borde de la baranda de hierro en uno de los descansillos—. Diría que ésta es la peor parte.

A Richard le pareció distinguir movimiento en las tinieblas del fondo.

— No te apartes de mí y mantén los ojos bien abiertos. —Richard hablaba con la vista clavada en el punto en el que le había parecido que algo se movía, tratando de verlo de nuevo—. Si algo me ocurre, trata de salir.

Berdine le echó una mirada de desaprobación por encima de la baranda.

— Lord Rahl, nos ha costado horas llegar hasta aquí. Hemos cruzado más escudos de los que puedo recordar. Si algo ocurre, ya puedo darme por muerta.

Richard consideró sus opciones. Tal vez sería mejor envolverse en su capa de mriswith.

— Espérame aquí. Voy a echar un vistazo.

Berdine lo agarró por la camisa y de un violento tirón lo obligó a darse la vuelta y mirarla directamente a sus encendidos ojos.

— No —dijo con furia—, no iréis solo.

— Berdine…

— Soy vuestra protectora. No iréis solo. ¿Entendido?

Berdine lo miraba con aquella penetrante mirada acerada que asustaría incluso al más pintado. Finalmente soltó un suspiro.

— De acuerdo. Pero no te apartes de mí y haz lo que te diga.

La mord-sith ladeó la cabeza.

— Yo siempre hago lo que decís.

Загрузка...