47

Verna parpadeó cuando la puerta se abrió y la luz la deslumbró. Sintió cómo el corazón le subía hasta la garganta. Era demasiado pronto para que volviera Leoma. Ni siquiera había empezado la prueba del dolor y Verna temblaba ya de miedo y los ojos se le anegaban de lágrimas.

— Vamos, entra —ordenó Leoma a alguien.

Verna se levantó y vio que una mujer baja y delgada se recortaba en el umbral.

— ¿Por qué tengo que hacer esto? —se quejó una voz familiar—. No quiero limpiar su celda. ¡Esto no es parte de mi trabajo!

— Yo tengo que trabajar aquí con ella, y el hedor es tan insoportable que apenas puedo respirar. Vamos, entra y limpia esta porquería o te encerraré con ella para que aprendas a mostrar el debido respeto a una Hermana.

Rezongando, la mujer entró en la celda con torpes andares, cargando un cubo con agua y jabón.

— Vaya si apesta —comentó—. Es el típico hedor de todos los de su ralea. Asquerosa Hermana de las Tinieblas. —La mujer dejó el cubo en el suelo con un ruido sordo.

— Vamos, da una pasada con agua y jabón. Date prisa. Porque tengo trabajo.

Verna alzó la vista y vio a Millie, que la observaba fijamente.

— Millie…

Aunque volvió la cara no pudo evitar el escupitajo de Millie. Verna se lo limpió con el dorso de la mano.

— ¡Maldita seas! Y pensar que confié en ti… Pensar que te respetaba como Prelada… Y durante todo ese tiempo tú servías al Innombrable. Espero que te pudras aquí dentro. No eres más que un asqueroso cadáver andante que apesta. Espero que te arranquen la piel a tiras…

— Ya basta —intervino Leoma—. Limítate a limpiar y luego podrás alejarte de su abominable presencia.

— Cuanto antes mejor —rezongó Millie, asqueada.

— A nadie le gusta estar en la misma habitación que alguien tan malvado, pero tengo la obligación de interrogarla. Lo mínimo que puedes hacer, por consideración a mí, es que este lugar huela un poco mejor.

— Sí, Hermana, lo haré por vos, por una verdadera Hermana de la Luz, para que no tengáis que soportar su hedor. —Dicho esto, Millie la escupió de nuevo.

A Verna se le llenaron los ojos de lágrimas. Era humillante que Millie pensara esas cosas horribles de ella. Y no sólo Millie. Incluso la propia Verna empezaba a dudar de ella misma. Tenía la mente tan turbada por las pruebas de dolor que ya ni siquiera estaba segura de ser inocente. Tal vez se había equivocado al ser leal a Richard; después de todo, Richard no era más que un hombre.

Cuando Millie acabara de limpiar, Leoma volvería a la carga. Verna se oyó a sí misma sollozar de impotencia. Leoma la oyó y sonrió.

— Vacía ese apestoso orinal —ordenó.

Millie resopló.

— Vale, vale. Allá voy. Levantaos la falda.

Millie acercó el cubo con el agua al camastro de Verna y recogió el orinal, lleno hasta el borde. Entonces, tapándose la nariz, lo sacó afuera sosteniéndolo lo más lejos posible de ella.

Cuando sus pasos se perdieron por el pasillo, Leoma dijo:

— ¿Notas algo distinto?

— No, Hermana.

Leoma enarcó las cejas.

— Los tambores. Han cesado.

Verna se quedó paralizada. Seguramente habían dejado de sonar cuando estaba dormida.

— ¿Sabes qué significa?

— No, Hermana.

— Significa que el emperador está cerca y llegará muy pronto. Tal vez mañana. Querrá resultados de nuestro pequeño experimento. Esta noche debes renegar de Richard o rendirás cuentas ante Jagang. Se te ha acabado el tiempo. Piensa en ello mientras Millie acaba de limpiar tu porquería.

Mascullando maldiciones Millie regresó con el orinal vacío. Después de dejarlo en el rincón más alejado, continuó fregando el suelo; sumergía un trapo en el agua y frotaba el suelo, acercándose lentamente a Verna.

Verna se humedeció los resecos labios con la mirada fija en el agua. No le importaba que llevara jabón. Se preguntó si conseguiría beber un trago antes de que Leoma la detuviera. Probablemente no.

— No debería estar haciendo esto —refunfuñaba Millie con voz suficientemente alta para que Verna y Leoma la oyeran—. Ya es bastante malo tener que limpiar los aposentos del Profeta, ahora que tenemos otro. Creí que nunca más tendría que limpiar las habitaciones de un lunático. Ya es hora de que alguien más joven que yo se ocupe de eso. Qué hombre tan extraño. Todos los profetas están chiflados. Me gusta tan poco Warren como el que teníamos antes.

Verna estuvo a punto de echarse a llorar al oír mencionar a Warren. Lo echaba tanto de menos… Se preguntó si lo estarían tratando bien. Leoma respondió a su silenciosa pregunta.

— Sí, es algo peculiar, pero gracias al collar lo mantenemos a raya. Yo misma me encargo de ello.

Verna apartó los ojos de Leoma. También a él lo estaba torturando. ¡Pobre Warren!

Millie empujó el cubo hacia Verna con una rodilla, sin dejar de fregar.

— No me mires. No quiero sentir tus sucios ojos en mí. Me da escalofríos. Es como si el Innombrable me observara.

Verna bajó la vista. Millie arrojó el trapo al cubo y sumergió las manos en el agua para enjuagarlo. Mientras lo hacía echó una mirada de reojo.

— Ya queda poco. Cuanto antes salga de aquí, mejor. Así podréis dar su merecido a esta vil traidora. Y espero que seáis muy dura.

— Tendrá lo que se merece —contestó Leoma con una sonrisa.

Millie retiró las manos del agua.

— Perfecto. ¡Levanta los pies! —ordenó a Verna, pegando contra su muslo una de sus mojadas manos—. ¿Cómo quieres que limpie el suelo si te quedas ahí sentada sin moverte?

Cuando Millie hubo retirado la mano, Verna notó algo duro contra el muslo.

— Ese Warren también es un cerdo. Su habitación siempre está hecha un desastre. He estado hoy y apestaba casi tanto como esta pocilga.

Verna colocó las manos junto a las piernas y se sentó sobre ellas, como para guardar el equilibrio al mismo tiempo que levantaba los pies para que Millie pudiera limpiar. Sus dedos tocaron algo duro y fino. En un principio su pobre mente embotada no logró interpretar la sensación, pero de pronto supo qué era.

Un dacra.

Sintió que se ahogaba. Los músculos se le tensaron. Apenas podía respirar.

Súbitamente Millie le volvió a escupir en la cara. Verna se estremeció y volvió el rostro.

— ¡No te atrevas a mirar a un mujer honesta como yo! Aleja tus ojos de mí.

Verna se dio cuenta de que Millie debía de haber visto cómo los ojos se le desorbitaban por la sorpresa.

— Ya está —anunció, enderezando su delgado pero enérgico cuerpo—, porque espero que no me pidáis que le dé un baño. Os advierto que por nada del mundo pienso tocar a esa perversa mujer.

— Recoge tus cosas y vete —le dijo Leoma, cada vez más impaciente.

Verna aferraba el dacra con tanta fuerza que notaba un cosquilleo en los dedos. El corazón le latía con tal fuerza que temía que le quebrara una costilla.

Millie salió de la celda arrastrando los pies y sin mirar atrás. Leoma cerró la puerta tras ella.

— Ésta es tu última oportunidad, Verna. Si te sigues negando, te entregaré al emperador y entonces puedes estar segura que desearás haber cooperado conmigo.

«Acércate —pensaba Verna— acércate más.»

Sintió la primera oleada de dolor que recorría su cuerpo y se desplomó sobre el camastro, tratando de apartarse de Leoma. «Acércate.»

— Siéntate y mírame cuando te hablo.

Verna solamente fue capaz de lanzar un débil grito pero se quedó inmóvil, esperando atraer así hacia ella a Leoma. No tendría ninguna oportunidad si se abalanzaba sobre la Hermana desde tan lejos; Leoma la dejaría fuera de combate. Tenía que estar más cerca.

— ¡He dicho que te sientes! —Los pasos de Leoma se aproximaban.

«Por favor, Creador, que se acerque más.»

— Mírame a los ojos y dime que reniegas de Richard. Reniega de él para que el emperador pueda entrar en tu mente. No me mientas, pues él sabrá si realmente has roto tu lealtad.

Otro paso.

— ¡Mírame cuando te hablo!

Otro paso. Una mano la agarró por el cabello y tiró bruscamente de ella hacia arriba. Tenía a Leoma a su alcance, pero el dolor en los brazos era tan intenso que no podía alzar la mano. «Oh, querido Creador, que no empiece la prueba con los brazos. Que empiece con las piernas. Necesito los brazos.»

En vez de empezar por las piernas el suplicio comenzó en los brazos. Verna trató con todas sus fuerzas de levantar la mano con el dacra, pero fue incapaz. Los dedos le temblaban con punzadas de dolor.

Por mucho que trató de impedirlo, finalmente se le abrieron los dedos por efecto de los espasmos, y el dacra se le cayó.

— Por favor —sollozó— en las piernas no. Te lo suplico, en las piernas no.

Leoma le echó bruscamente la cabeza hacia atrás, agarrándola por el pelo, y le golpeó la cara.

— Piernas, brazos, qué más da. Al final cederás.

— No puedes obligarme. No pienso… —Una tremenda bofetada la hizo enmudecer.

El lacerante dolor se desplazó a sus piernas, que empezaron a agitarse de manera incontrolable. Aunque el hormigueo en los brazos continuaba, al menos ya podía moverlos. Una mano palpó frenéticamente el camastro, a ciegas, en busca del dacra.

Lo tocó con el pulgar. Verna cerró los dedos alrededor del frío mango de metal y lo asió.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas y su valor hundió el dacra en el muslo de Leoma.

Leoma lanzó un grito y le soltó el pelo.

— ¡Quieta! —ordenó Verna, jadeando—. Te he clavado un dacra. Estate quieta.

Una mano descendió lentamente para palpar el muslo por encima del dacra alojado en el músculo.

— No creerás que esto funcionará…

Verna tragó saliva, tratando de recuperar el aliento.

— Bueno, vamos a averiguarlo. Yo no tengo nada que perder, pero tú sí. La vida.

— Cuidado, Verna, o lamentarás lo que estás a punto de hacer. Vamos. Quítamelo y finjamos que esto no ha ocurrido. Quítamelo.

— Oh, no creo que sea un buen consejo, consejera.

— Tengo el control del rada’han. Todo lo que debo hacer es bloquear tu han. Si me obligas, las cosas serán mucho peores para ti.

— ¿De veras, Leoma? Bueno, debo decirte que a lo largo de mi viaje de veinte años aprendí mucho acerca de cómo usar el dacra. Es cierto que puedes bloquear mi han mediante el collar, pero hay dos cosas que debes tener en cuenta.

»La primera es que no podrás bloquearlo con la suficiente rapidez para impedir que tenga acceso a una pequeñísima parte de mi don. Sé por experiencia que eso bastaría. Si toco mi han, puedes darte por muerta.

»Y la segunda es que para bloquear mi han antes debes llegar a él mediante el collar. Eso te permite manipularlo. Pero yo en tu lugar me preguntaría si tal vez, al bloquearlo, para lo cual debes acceder a él, activarás o no tú misma el dacra, lo cual te mataría. No estoy del todo segura pero estoy dispuesta a intentarlo. ¿Qué te parece? ¿Quieres que lo probemos, Leoma?

Sobrevino un largo silencio en la habitación tenuemente iluminada. Verna sentía la calidez de la sangre en la mano. Por fin Leoma habló con un hilo de voz:

— No. ¿Qué quieres que haga?

— Bueno, para empezar quiero que me quites el rada’han y después, puesto que eres mi consejera, vamos a tener una pequeña charla tú y yo. Quiero que me aconsejes.

— Yo te quito el collar y tú me quitas el dacra, y luego te diré todo lo que desees saber.

Verna alzó la vista hacia los aterrorizados ojos de la hermana Leoma.

— No estás en situación de exigir, Leoma. He acabado aquí porque he sido demasiado confiada. Ya he aprendido la lección. El dacra se queda donde está hasta que acabe contigo. Si no haces lo que digo, no me sirves de nada con vida. ¿Entendido, Leoma?

— Sí —respondió la Hermana con tono de resignación.

— Pues empecemos.

Pese a avanzar como una flecha, a una velocidad vertiginosa, asimismo se deslizaba con la morosa gracia de una tortuga que nada bajo el agua en una noche de luna. No tenía ni frío ni calor. Sus ojos percibían la luz y la oscuridad en una única y espectral visión, mientras sus pulmones se henchían con la dulce presencia de la sliph, a la que respiraba en su alma. Richard estaba extasiado.

Pero súbitamente cesó.

A su alrededor estallaron formas: árboles, rocas, estrellas, luna. Ante aquel panorama se sintió atenazado por el pánico.

«Respira», le susurró la sliph en su mente.

«No», pensó él, horrorizado.

«Respira», repitió ella.

Entonces recordó a Kahlan, recordó que debía encontrarla y expulsó de sus pulmones aquel dulce aliento que lo había sumido en éxtasis. De mala gana inspiró una profunda bocanada de aquel aire extraño.

Se encontró envuelto por sonidos dolorosos en su omnipresencia: el chirriar de los insectos, el trinar de los pájaros, el silbido de los murciélagos, el croar de las ranas y el susurro de las hojas al viento.

Un reconfortante brazo lo depositó sobre un muro de piedra, desde el que se fue acostumbrando al universo nocturno que lo rodeaba. Vio a sus amigos mriswith diseminados por el oscuro bosque, más allá de las ruinas en las que se alzaba el pozo. Unos pocos estaban sentados encima de bloques de piedra caídos, y otros entre los restos de columnas. Parecían hallarse al borde de una antigua estructura en ruinas.

— Gracias, sliph.

— Estamos en el Viejo Mundo —dijo la sliph con una voz que resonó en el aire nocturno.

— ¿Estarás… estarás aquí cuando desee regresar?

— Cuando estoy despierta siempre estoy preparada para viajar.

— ¿Cuándo duermes?

— Cuando tú me lo ordenas, amo.

Richard asintió, aunque no estaba muy seguro de por qué asentía. Mientras bajaba del pozo examinó con la vista los alrededores. Reconoció el bosque, no porque el lugar le resultara familiar sino por la sensación que le provocaba. Estaba en el bosque Hagen, aunque debía de hallarse en lo más profundo de la floresta, pues nunca había visto aquella estructura de piedra. Guiándose por las estrellas llegaría a Tanimura.

Los mriswith afluían en gran número hacia las ruinas desde el sombrío bosque. Muchos lo saludaban con un «Bienvenido, hermano de piel», al pasar junto a él, y hacían chocar con el suyo sus cuchillos de triple hoja, que tintineaban.

— Que tu yabree cante pronto, hermano de piel —le decían.

— Gracias —contestaba Richard a falta de algo mejor que decir.

A medida que más y más mriswith iban desfilando junto a él dirigiéndose a la sliph y golpeando su yabree, el metálico zumbido se prolongaba más. Richard sentía un agradable ronroneo que le calentaba el brazo. Cuando los mriswith se aproximaban, él alteraba su rumbo para hacer entrechocar los yabree.

Alzó la vista para observar la luna y la posición de las estrellas. Acababa de anochecer, por lo que hacia el oeste aún se distinguía un leve resplandor. Había partido de Aydindril en plena noche. No podía ser la misma noche. Seguramente era la siguiente. Había pasado casi un día entero en la sliph.

Hizo una pausa para dejar que otro mriswith golpeara su yabree. A su espalda los mriswith penetraban en la sliph, y los que esperaban formaban una larga cola. Cada pocos segundos otro mriswith saltaba dentro del pozo y se hundía en el titilante mercurio.

Richard se detuvo para sentir el cálido ronroneo que el yabree enviaba a todo su cuerpo. No pudo evitar sonreír al percibir aquel cantarino zumbido y la agradable canción que resonaba en sus oídos y sus huesos.

De pronto un perturbador anhelo interrumpió la feliz canción.

— ¿Dónde me necesitan? —preguntó a un mriswith que pasaba por su lado.

El mriswith señaló con su yabree.

— Ella te llevará. Ella conoce el camino.

Richard tomó la dirección que le había indicado el mriswith. En la oscuridad, cerca de un muro desmoronado, esperaba alguien. El son del yabree lo impulsó a seguir adelante.

No era un mriswith sino una mujer. A la luz de la luna le pareció que la reconocía.

— Buenas noches, Richard.

Richard retrocedió un paso.

— ¡Merissa!

— ¿Cómo le va a mi estudiante? —preguntó ella con una afable sonrisa—. Ha pasado mucho tiempo. Espero que estés bien y que el yabree cante para ti.

— Sí —balbució Richard—, entona un canto de anhelo.

— La reina.

— ¡Sí! La reina. La reina me necesita.

— ¿Estás listo entonces para ayudarla? ¿Para liberarla?

Richard asintió. Merissa dio media vuelta y lo condujo hacia las ruinas. Varios mriswith se les unieron cuando traspasaron las entradas rotas. Los rayos de luz de luna entraban a través de los huecos en las paredes bordeados de plantas trepadoras, pero cuando los muros se hicieron tan macizos que no dejaban pasar la luz de la luna, la mujer encendió una llama en la palma de la mano. Richard la siguió por escaleras que ascendían en espiral por las lúgubres ruinas, así como por pasillos que, por su aspecto, se diría que nadie había transitado en miles de años.

Súbitamente penetraron en una enorme sala en la que la mágica iluminación se tornó insuficiente. Merissa envió la pequeña llama a prender las teas que colgaban a ambos lados y que iluminaron la vasta estancia con trémula luz. Galerías cubiertas de polvo y telarañas ribeteaban la sala, convertida en una charca de suelo embaldosado. Las baldosas otrora habían sido blancas, pero se habían oscurecido con manchas de suciedad y polvo. El agua era turbia y sucia. El techo, parcialmente abovedado, estaba abierto por el centro y unas estructuras se alzaban hacia lo alto por esa abertura.

Los dos mriswith se deslizaron a la espalda de Richard. Ambos hicieron chocar su yabree con el del joven. El agradable son resonó en el centro de calma de su interior.

— Aquí está la reina —dijo uno de ellos—. Nosotros vamos a ella, y cuando las crías nacen también ellas pueden irse, pero la reina no se puede mover de aquí.

— ¿Por qué? —quiso saber Richard.

El otro mriswith se adelantó y señaló con una garra. Ésta entró en contacto con algo invisible, y un escudo de luz se iluminó con un suave fulgor. El escudo encajaba a la perfección en la bóveda de piedra pero no tenía ningún orificio en el centro. Cuando el mriswith retiró su negra garra, el escudo se tornó de nuevo invisible.

— El tiempo de la vieja reina toca a su fin; está muriendo. Todos hemos comido su carne, y de la última de sus crías surgió otra reina. La nueva reina nos canta a través del yabree y nos dice que es joven y fértil. Es hora de que la nueva reina establezca una nueva colonia.

»La gran barrera ha caído, y la sliph ha despertado. Debes ayudar a la reina a conquistar nuevos territorios.

— Sí. Necesita liberarse. Siento su anhelo. Me siento lleno de su canto. ¿Por qué no la habéis liberado vosotros?

— Porque no podemos. Del mismo modo que sólo tú podías neutralizar las torres y despertar a la sliph, sólo tú puedes liberar a la reina. Debes hacerlo si deseas empuñar dos yabree y que ambos te canten.

Guiándose por el instinto, Richard avanzó hacia una escalera lateral. Notaba que el escudo era más fuerte en la base, por lo que debería romperlo por su parte superior. Mientras trepaba por los escalones de piedra sostenía el yabree contra su pecho, tratando de imaginarse qué maravilloso sería empuñar dos. Su reconfortante son lo tranquilizaba, aunque el anhelo de la reina le daba alas. Los mriswith se quedaron atrás, pero Merissa lo siguió.

Richard se sentía como si ya hubiera estado allí antes. La escalera conducía al exterior y después ascendía en espiral junto a las columnas en ruinas. La luz de la luna creaba sombras de formas caprichosas entre las escarpadas piedras que se alzaban en la devastación general.

Por fin llegaron a lo alto de una pequeña torre circular de observación. Los pilares que se alzaban a sus lados conectaban encima de sus cabezas con los restos de un entablamento decorado con gárgolas. Daba la impresión de que en el pasado rodeaba toda la cúpula y conectaba torres como la que en ellos se encontraban. Desde lo alto Richard podía mirar hacia abajo a través de la abertura en la cúpula. El techo curvo estaba erizado con enormes columnas, semejantes a pinchos, que apuntaban hacia fuera y hacia abajo en hileras.

Merissa, vestida de rojo, como era su costumbre cuando le impartía lecciones, se arrimó a él por la espalda y echó un silencioso vistazo a la oscura cúpula.

Richard sentía la presencia de la reina en las turbias aguas del fondo, llamándolo, instándolo a que la liberara. El yabree cantaba a través de sus huesos.

El joven bajó una mano y dejó que ese anhelo fluyera hacia abajo. El otro brazo lo proyectó al frente, con los dedos y el yabree señalando hacia abajo. Las hojas de acero tañeron y vibraron por efecto del poder que irradiaba desde su interior.

Las hojas del yabree sonaron. El metálico tintineo fue subiendo de tono hasta que la misma noche chilló. Era un sonido doloroso, pero Richard no permitía que se apaciguara, sino que lo alentaba. Merissa se dio media vuelta y se cubrió los oídos, mientras que en el aire resonaba el aullido del yabree.

El escudo de la bóveda tembló. A medida que vibraba más y más, relucía. En su superficie aparecieron chispeantes grietas que se expandían rápidamente. Finalmente, con un ensordecedor retumbo el escudo se hizo pedazos; las piezas, semejantes a reluciente cristal, llovieron sobre las aguas, lanzando chispas en el descenso.

El yabree calló, y todo fue de nuevo quietud en la noche.

Abajo algo enorme se movió y se agitó para liberarse de una capa de algas y lodo. Unas alas se desplegaron para probar su fuerza y entonces, con frenéticos aleteos, la reina remontó el vuelo. Batiendo las alas con fuerza se elevó hasta el borde de la cúpula y se aferró a la piedra con sus garras. Desplegando parcialmente las alas, que acababa de probar, empezó a trepar por la piedra de la torre en la que se hallaban Richard y Merissa. Lenta pero segura izó su enorme y brillante corpachón por la columna, agarrándose con las zarpas en grietas, salientes y ranuras de la piedra.

Finalmente se detuvo. Se quedó pegada al pilar junto a Richard como una salamandra que se aferrara con las garras a un viscoso tronco. A la brillante luz de la luna Richard vio que era tan roja como el vestido de Merissa. Una cresta formada por escamas entrelazadas le iba desde el extremo de la cola hasta las largas y flexibles púas que le nacían en la parte posterior de la cabeza. Sobre ésta se apreciaba una protuberancia coronada con hileras de carne sin escamas, que al exhalar se agitaban.

La reina movía la cabeza cual serpiente, mirando, buscando. Desplegó las alas y las agitó lentamente en el aire nocturno. Quería algo.

— ¿Qué buscas? —inquirió Richard.

La reina volvió la cabeza hacia él, situado más abajo, y le lanzó su aliento, que le envolvió en su extraño aroma. De algún modo aquella vaharada le transmitió el anhelo de la reina; su aroma tenía un significado que él entendía: «Deseo ir a ese lugar».

Entonces la mriswith volvió la cabeza hacia la oscuridad, más allá de los pilares. Exhaló y emitió un largo, grave y vibrante murmullo que pareció estremecerse en el aire. Por las franjas de carne en la cabeza expelía aire. Cuando la reina barritaba, se agitaban y generaban ese sonido. Con los pulmones aún llenos de aquel embriagador aroma, Richard observó la noche que se extendía más allá de la torre.

El aire titiló y brilló a medida que una imagen se formaba rápidamente ante él. La reina barritó de nuevo, y la imagen se hizo más brillante. Era una escena que Richard reconoció: Aydindril vista a través de una fantasmagórica bruma color ocre. Podía distinguir los edificios de la ciudad, el Palacio de las Confesoras y, cuando la reina barritó de nuevo, la brillante imagen que flotó ante él en el cielo nocturno le mostró el Alcázar del Hechicero que se erguía en la ladera de la montaña.

Nuevamente la reina volvió la cabeza y exhaló otro aroma, diferente del primero. Éste decía: «¿Cómo llego hasta allí?».

Richard sonrió. Se sentía fuera de sí de dicha porque había podido entender el significado del aroma y sabía que podía ayudarla.

Extendió un brazo y de su mano brotó un resplandor que iluminó la sliph.

— Allí. Ella te llevará.

La reina aleteó, saltó de la columna y, una vez se hubo alejado de las ruinas, desplegó por completo las alas y bajó planeando hasta la sliph. Era evidente que la reina no podía volar muy bien. Usaba las alas para moverse mejor, pero no podría volar hasta Aydindril. Necesitaba ayuda para llegar hasta allí. La sliph rodeó a la reina, que había plegado las alas. La masa plateada la engulló.

Richard se quedó allí, sonriendo, llenó aún del placer que le proporcionaba el yabree que cantaba en su mano. El son del arma vibraba en sus huesos.

— Nos veremos abajo, Richard —le dijo Merissa. Entonces notó que lo agarraba por el cuello de la camisa, atrás, y con el poder de su han lo arrojaba por un lado de la torre.

Instintivamente Richard alargó una mano y en plena caída se aferró al borde de la abertura en la bóveda. Se quedó colgando por los dedos a una altura de al menos treinta metros. El yabree repiqueteó al estrellarse contra el suelo de piedra. El pánico se adueñó súbitamente de él. Se sentía como si acabara de despertar de una pesadilla.

Sin el son del yabree en su mente, recuperó de repente la plena conciencia y se estremeció, aterrado, al darse cuenta de que había sido víctima de una pérfida seducción y de lo que había hecho bajo aquel influjo.

Merissa se asomó por el borde de la torre, lo vio colgando sobre el vacío y le lanzó una ráfaga de fuego. Richard alzó los pies, y las llamas le pasaron rozando. Pero sabía que la mujer no cometería el mismo error dos veces.

Frenéticamente palpaba bajo el borde de la bóveda, buscando un asidero. Por fin sus dedos encontraron un nervio acanalado de soporte. Desesperado por huir del alcance de Merissa, se agarró a él y se balanceó debajo de la bóveda justo cuando otro rayo surcaba el aire e impactaba en las turbias aguas del fondo, levantando una cortina de espuma.

Poco a poco, espoleado no sólo por el temor que le inspiraba Merissa sino también por el vértigo, fue descendiendo por el nervio. Merissa se dirigió a la escalera. A medida que descendía, el nervio se inclinaba más y más hasta que cerca ya del borde inferior de la bóveda era casi vertical.

El joven gruñía por el esfuerzo, tratando de darse la mayor prisa posible. Los dedos le dolían. Estaba avergonzado. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿En qué estaba pensando? De pronto lo comprendió y la verdad le dio escalofríos.

La capa de mriswith.

Berdine había corrido tras él, agitando el diario de Kolo y gritándole que se quitara la capa. En el diario había leído que no sólo los magos del Alcázar sino también sus enemigos habían creado objetos mágicos que producían ciertas mutaciones para proporcionar determinadas cualidades, por ejemplo mayor fuerza y resistencia, el poder de enfocar una línea de luz en un determinado punto con fines destructivos o la capacidad para ver de muy lejos incluso en la oscuridad.

Seguramente la capa de mriswith era uno de esos objetos que los magos usaban para tornarse invisibles. Kolo mencionaba que muchas de las armas que habían desarrollado al final se les habían ido de las manos. La otra posibilidad era que los mriswith hubiesen sido creados por el enemigo.

Queridos espíritus, ¿qué desastre habría causado? ¿Qué había hecho? Tenía que quitarse enseguida la capa. Berdine había tratado de advertirle.

Tercera Norma de un mago: la razón. Tanto deseaba rescatar a Kahlan que no había usado la razón y había hecho caso omiso de la advertencia de Berdine. ¿Cómo iba a detener a la Orden después de eso? Con su insensatez la había ayudado.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para sostenerse en el nervio, que caía casi a pico. Tres metros más.

Merissa apareció en el umbral de una puerta. Richard vio que un rayo luminoso surcaba la bóveda. Se soltó y cayó al suelo, rezando todo el tiempo para caer lo más rápidamente posible. El rayo, que a punto estuvo de arrancarle la cabeza, estalló muy cerca de él con un ruido ensordecedor. Tenía que escapar. Tenía que alejarse de ella.

— He conocido a tu futura esposa, Richard.

Richard se quedó paralizado.

— ¿Dónde está?

— Sal de ahí y hablaremos. Quiero decirte cuánto voy a disfrutar oyendo sus chillidos.

— ¿Dónde está? —bramó Richard.

La risa de Merissa reverberó en la bóveda.

— Aquí mismo, Richard. En Tanimura.

En un acceso de furia Richard le lanzó un rayo. Éste iluminó la cámara y tronó por la cámara hacia donde la había visto por última vez. Humeantes esquirlas de piedra volaron por el aire. El joven se preguntó cómo había sido capaz de hacer eso. Pero lo sabía. Por necesidad.

— ¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué quieres hacerle daño a ella?

— Oh, Richard, no es ella la que me interesa. Eres tú. Su dolor te causará a ti sufrimiento; es así de sencillo. Ella no es más que un medio para hacerte daño.

Richard escrutó con la mirada los pasadizos.

— ¿Por qué quieres matarme?

Apenas había formulado la pregunta cuando se agachó y corrió hacia un pasadizo.

— Porque lo estropeaste todo. Tú enviaste de nuevo a mi amo al inframundo. Yo iba a tener mi recompensa. La inmortalidad. Yo cumplí con mi parte del trato, pero tú lo echaste a perder todo.

Un sinuoso rayo negro se comió parte del muro situado justo a su lado. Merissa estaba usando Magia de Resta. Era una hechicera de inimaginable poder y era capaz de localizarlo; lo sentía. Pero ¿por qué fallaba?

— Pero lo peor —añadió, dándose golpecitos al anillo de oro que le atravesaba el labio inferior— es que por tu culpa tuve que servir a ese cerdo de Jagang. No te imaginas las cosas que me hizo, ni las cosas que aún me obliga a hacer. ¡Todo es por tu culpa! ¡Es culpa tuya, Richard Rahl! Pero me las pagarás. He jurado que me bañaré en tu sangre, y lo haré.

— ¿Y Jagang? ¿No se enfadará si me matas?

Tras él estallaron las llamas, que lo persiguieron hasta la siguiente columna.

— Al contrario. Ahora que ya has cumplido tu papel, ya no le sirves para nada. Como recompensa puedo hacer contigo lo que desee, y ni te imaginas qué deseos albergo hacia ti.

Richard se dio cuenta de que de ese modo no iba a escapar de ella. Aunque se escondiera detrás de un muro, Merissa lo localizaría con el han.

Pensó una vez más en Berdine mientras alzaba una mano y cogía la capa de mriswith para quitársela. Pero se detuvo. Merissa no lo vería con su han si se envolvía en la capa. Pero la magia de esa capa era la fuerza que había creado a los mriswith.

Kahlan estaba prisionera. Merissa había dicho que la torturaría para hacerle daño a él. No iba a permitirlo. No tenía otra opción.

Así pues, se envolvió en la capa y desapareció.

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