Richard pasó una pierna por encima de los flancos de su caballo, aterrizó sobre la pisoteada nieve del patio de las caballerizas y lanzó las riendas a un soldado, que las esperaba. La compañía formada por doscientos hombres entró al galope tras él. Mientras esperaba que Ulic y Egan desmontaran, palmeó el dolorido cuello del caballo. Los respectivos alientos formaban blancas volutas en el quieto y frío aire del atardecer. Un sentimiento de frustración y desánimo invadía a los silenciosos soldados, pero Richard estaba enfadado.
Se quitó un grueso guante acolchado y entre bostezos se rascó la barba de cuatro días. Estaba cansado, sucio y hambriento, pero sobre todo enfadado. El general Reibisch le habría proporcionado los mejores rastreadores, según él, y Richard no tenía motivo para desconfiar de su palabra. No obstante, no le habían dado buen resultado. Él mismo era un experto rastreador y en varias ocasiones había reparado en pistas que los demás habían pasado por alto. No obstante, tras dos días de ventisca la tarea era casi imposible y al fin se habían dado por vencidos.
Todo eso no habría sido necesario si Richard no se hubiera dejado embaucar. Había fracasado en su primer desafío como líder. Nunca debió haber confiado en ese hombre. ¿Por qué pensaba siempre que los demás verían el lado de la razón y harían lo correcto? ¿Por qué siempre pensaba que la gente escondía un fondo de bondad y que, si se les daba la oportunidad, lo demostrarían?
Avanzando trabajosamente por la nieve hacia el palacio, cuyos blancos muros y chapiteles se teñían de un gris oscuro en el crepúsculo, ordenó a Ulic y a Egan que buscaran al general Reibisch para averiguar qué posibles desastres habían ocurrido en su ausencia. Richard notaba la presencia del Alcázar en las tenebrosas sombras de las montañas; la nieve parecía cubrir los hombros de la fortaleza de granito con un manto azul acerado, oscuro y taciturno.
Encontró a la señora Sanderholt ocupada dando órdenes a un enjambre de cocineros y marmitones, y en medio del barullo le preguntó si podría darles algo a él y sus dos fornidos guardaespaldas; un pedazo de pan seco, sopa que hubiera sobrado… cualquier cosa. La jefa de cocina se dio cuenta de que no estaba de humor para charlar, por lo que se limitó a apretarle un brazo en silencio y a decirle que pusiera los pies en alto mientras ella se ocupaba de todo. Richard se dirigió a un tranquilo estudio, cerca de las cocinas, para sentarse y descansar un poco mientras esperaba que los demás regresaran.
Pero al girar una esquina se topó de cara con Berdine. La mord-sith llevaba el uniforme de cuero rojo.
— ¿Se puede saber dónde habéis estado? —inquirió con un helado tono de amenaza.
— Persiguiendo fantasmas en las montañas. ¿Acaso Cara y Raina no te lo dijeron?
— Vos no me dijisteis nada. —Los duros ojos azules de la mord-sith no se desviaban ni por un segundo de su mirada—. Eso es lo que cuenta. Espero que nunca más os marchéis sin decirme adónde vais. ¿Entendido?
Richard notó que un escalofrío le recorría la médula. Estaba clarísimo quién hablaba: no Berdine, la mujer sino Berdine, la mord-sith. Y no era una pregunta; era una amenaza.
No, no podía ser. Debían ser imaginaciones suyas. Simplemente estaba cansado y ella había estado muy inquieta por la suerte de su lord Rahl. ¿Qué le pasaba? Seguramente se habría llevado un buen susto al despertar y averiguar que lord Rahl había partido en pos de Tobias Brogan y su hermana bruja. Berdine tenía un extraño sentido del humor y tal vez ésa era su idea de una broma. Richard esbozó una forzada sonrisa para tratar de animarla.
— Berdine, ya sabes que tú eres mi preferida. Durante estos días no he pensado en nada más que en tus sonrientes ojos azules.
Dicho esto dio un paso hacia la puerta. Berdine alzó su agiel y apoyó la punta sobre el extremo más alejado del marco de la puerta, cortándole así el paso. Richard nunca la había visto exhibir tan descaradamente tan siniestra expresión.
— Te he hecho una pregunta y espero una respuesta. No me obligues a repetirla.
Esta vez no había excusa para su tono ni sus acciones. No era casualidad que Richard tuviera el agiel justo delante de la cara. Por primera vez la veía verdaderamente como una mord-sith, tal como sus víctimas la conocían; veía el carácter fruto de un perverso adoctrinamiento, y no le gustó. Por un instante miró a través de los ojos de aquellas pobres víctimas a las que Berdine había torturado con el agiel. Ningún prisionero de una mord-sith tenía una muerte rápida, y tan sólo él había sobrevivido a esa terrible experiencia.
De pronto contempló con pesar la confianza que había depositado en aquellas mujeres y sintió el aguijón de la decepción al verse traicionado.
Pero en esta ocasión no sintió frío en los huesos sino el calor de la furia. Se dio cuenta de que estaba a punto de hacer algo que lamentaría e inmediatamente se controló, pero podía sentir cómo la furia se le escapaba por los ojos.
— Berdine, si quería tener alguna oportunidad de encontrar a Brogan, tenía que ir tras él en cuanto supe que había huido. Informé a Cara y a Raina de adónde iba y, ante su insistencia, me llevé a Ulic y Egan. Tú dormías y no vi ninguna necesidad de despertarte.
Berdine continuaba inmóvil.
— Erais necesario aquí. Tenemos muchos rastreadores y muchos soldados, pero solamente tenemos un líder. —Con un rápido movimiento, giró el agiel hasta detenerlo justo frente a los ojos de Richard—. No volváis a decepcionarme.
A Richard le costó un esfuerzo sobrehumano contenerse para no romperle el brazo. Berdine retiró el agiel así como su abrasadora mirada y se marchó, muy digna.
Dentro del pequeño estudio revestido con oscuros paneles Richard arrojó su pesado manto contra la pared, al lado del pequeño hogar. ¿Cómo podía ser tan ingenuo? Esas mujeres no eran más que víboras con colmillos y él les había permitido que se enroscasen alrededor de su cuello. Estaba rodeado de extraños. No, peor que extraños, pues conocía perfectamente a las mord-sith, sabía algunas de las cosas que habían hecho los d’haranianos, sabía algunas de las cosas que habían hecho los representantes de algunos países y, no obstante, estúpido de él, había creído que se merecían una oportunidad.
Apoyó una mano en el marco de la ventana y contempló el paisaje montañoso en penumbra, sintiendo al mismo tiempo el calor del débil fuego que ardía en el hogar. Allá en las alturas, el Alcázar del Hechicero lo miraba. ¡Cuánto echaba de menos a Gratch y a Kahlan! Queridos espíritus, cómo deseaba abrazarla de nuevo.
Quizá debería abandonarlo todo. Kahlan y él podrían esconderse en lo más profundo del bosque del Corzo, donde nunca los encontraran. Podían desvanecerse y dejar que el mundo se las compusiera sin ellos. ¿Qué le importaba a él? A los demás no les importaba.
«Zedd, necesito que me ayudes.»
Richard percibió una línea de luz que avanzaba por el suelo del estudio hacia él cuando la puerta se abrió. Al mirar de reojo vio a Cara en el umbral, y Raina detrás. Ambas llevaban ropas de cuero marrón oscuro y exhibían maliciosas sonrisas. Pero Richard no estaba para bromas.
— Lord Rahl, me alegra comprobar que conserváis vuestro hermoso pellejo. —Con una sonrisa de complicidad la mord-sith se echó la trenza rubia a la espalda—. ¿Nos habéis echado de menos? Espero que no…
— Largo.
La juguetona sonrisa de Cara se marchitó.
— ¿Qué?
— He dicho que os marchéis —repitió Richard, volviéndose hacia la puerta—. ¿O habéis venido a amenazarme con un agiel? Ahora mismo no quiero ver vuestros rostros de mord-sith. ¡Fuera!
Cara tragó saliva.
— No estaremos lejos, por si nos necesitáis —dijo con un hilo de voz. Parecía que acabara de abofetearla. Dio media vuelta y se marchó llevándose consigo a Raina.
Una vez solo, Richard se desplomó en la acolchada silla de cuero situada detrás de una mesa pequeña, negra y reluciente con patas talladas en forma de garras. Por el acre olor del humo supo que lo que quemaba en el hogar era roble; justo lo que se necesitaba en una noche tan desapacible. El joven empujó la lámpara hacia el lado más cercano a la pared, de la que colgaba una serie de paisajes campestres de reducido formato. Aunque el mayor de ellos le cabría en la palma de su mano, todos mostraban grandiosos y magníficos paisajes. Richard contempló esas idílicas escenas deseando que la vida fuera tan sencilla como parecía en esas pinturas.
La llegada de Ulic y Egan, acompañados por el general Reibisch, lo arrancó de sus ensoñaciones. El general lo saludó golpeándose el pecho con el puño.
— Lord Rahl, menos mal que habéis regresado sano y salvo. ¿Habéis tenido éxito?
Richard negó con la cabeza.
— Los rastreadores que me proporcionasteis son muy buenos, pero las condiciones eran imposibles. Logramos seguirles el rastro un tiempo pero se dirigieron a la calle Stentor, en el centro de la ciudad. Desde allí pudieron tomar cualquier dirección. Probablemente fueron hacia el nordeste, hacia Nicobarese. Por si acaso tomaron otra dirección rastreamos un amplio círculo en torno a la ciudad y no hallamos ni rastro de ellos. La búsqueda fue meticulosa y tomó su tiempo, por lo que la tormenta de nieve tuvo tiempo para cubrir su rastro.
El general gruñó pensativo.
— Interrogamos a los hombres que dejó en su palacio. Ninguno sabía adónde había ido su general.
— Tal vez mentían.
Reibisch se acarició con el pulgar la cicatriz que le afeaba un lado de la cara.
— Creedme; no sabían nada.
Richard no deseaba oír los detalles de lo que se había hecho en su nombre.
— Por las pistas que descubrimos al principio fue posible discernir que solamente eran tres: lord general Brogan, su hermana y ese otro hombre.
— Bueno, en vista de que no se llevó consigo a sus hombres, es posible que huyera. Seguramente le disteis tal susto que echó a correr para salvar el pellejo.
Richard tamborileó sobre la mesa con un dedo.
— Es posible. Pero me gustaría saber adónde fue para estar seguro.
— En ese caso, ¿por qué no lo marcasteis con una nube rastreadora o usasteis vuestra magia para seguir sus pasos? Eso es lo que Rahl el Oscuro hacía cuando quería seguir a alguien.
¡Bien que lo sabía Richard! Sabía por experiencia propia, de perseguido, qué era una nube rastreadora. Todo había empezado cuando Rahl el Oscuro pegó a él una nube para encontrarlo cuando quisiera y recuperar el Libro de las Sombras Contadas. Para librarse de esa nube Zedd lo había subido a su roca de mago. Aunque allí encima sintió la magia que fluía por su interior, era incapaz de hacerlo solo. También había visto a Zedd usar polvo mágico para cubrir su rastro y evitar que Rahl el Oscuro los siguiera, pero tampoco sabía cómo.
Si admitía que no tenía ni idea sobre magia, la fe del general Reibisch en él se tambalearía, y eso justo cuando dudaba de la lealtad de sus aliados.
— No es posible usar una nube rastreadora con el cielo lleno de nubes de tormenta. Sería imposible distinguir una de otra. Además, Lunetta, la hermana de Brogan, es una bruja y usaría su magia para ocultar el rastro.
— Qué lástima. —El general se rascó la barba. Al parecer, se había tragado la trola—. Bueno, mi especialidad no es la magia. Para eso os tenemos a vos.
— ¿Cómo va todo por aquí? —inquirió Richard, cambiando de tema.
El general sonrió siniestramente.
— No queda ninguna espada en la ciudad que no sea nuestra. Algunos se resistieron al principio, pero una vez que les explicamos claramente cuáles eran las alternativas, se sometieron sin lucha.
Bueno, al menos algo iba bien.
— ¿Los hombres de la Sangre de la Virtud en el palacio de Nicobarese también?
— Tendrán que comer con los dedos. No les dejamos siquiera una cuchara de metal.
— Perfecto. —Richard se frotó los ojos—. Bien hecho, general. ¿Y qué hay de los mriswith? ¿Se han producido nuevos ataques?
— No desde esa primera noche de sangre. Todo ha estado muy tranquilo. Caray, incluso he dormido mejor que desde hacía semanas. Desde que vos llegasteis ya no he tenido más sueños extraños.
Richard alzó la vista.
— ¿Sueños? ¿Qué tipo de sueños?
— Bueno… —El general se rascaba la barba rojiza—. Es extraño. Ahora no los recuerdo. Eran sueños realmente inquietantes, pero desde que vos llegasteis han desaparecido. Ya sabéis qué ocurre con los sueños: al cabo de un tiempo se desvanecen y uno ni los recuerda.
— Entiendo. —Él tenía la impresión de que todo lo que le sucedía era un sueño o más bien una pesadilla. Ojalá lo fuera—. ¿Cuántos hombres perdimos en el ataque de los mriswith?
— Casi trescientos.
Richard sintió un hondo vacío en el estómago y se tapó la cara con la mano.
— No sabía que fuesen tantos. No imaginaba que hubiese tantos cuerpos.
— Bueno, es que están los otros.
— ¿Otros? ¿Qué otros?
— Los de ahí arriba —respondió el general, que señalaba hacia las montañas—. Ochenta hombres más cayeron en el camino que conduce al Alcázar del Hechicero.
Richard giró el cuerpo y miró a través de la ventana. Solamente se distinguía la silueta del Alcázar, que se recortaba contra el cielo color violeta oscuro. ¿Acaso los mriswith trataban de penetrar en el Alcázar? Queridos espíritus, si era eso, ¿qué podría hacer él para impedirlo? Kahlan le había contado que el Alcázar estaba resguardado con poderosos conjuros pero tal vez no podrían contener a unos seres como los mriswith. ¿Para qué querrían ellos entrar en el Alcázar?
Se dijo que no debía dejarse llevar por la imaginación; los mriswith habían asesinado a soldados y civiles por toda la ciudad. Zedd estaría de regreso en unas pocas semanas y sabría qué hacer. ¿Semanas? No, probablemente tardaría un mes, o dos. ¿Podría esperar tanto?
Quizás él mismo debería ir a echar un vistazo. Aunque tal vez eso fuera insensato. El Alcázar era un centro de magia poderosa, y él de magia solamente sabía que es peligrosa. Ya tenía bastantes problemas; ¿para qué buscarse más tratando de entrar? No obstante, continuaba pensando que tal vez fuera conveniente echar un vistazo. Quizá sería lo mejor.
— Ha llegado vuestra cena —anunció Ulic.
— ¿Qué? —Richard se volvió—. Oh, gracias.
La señora Sanderholt llevaba una bandeja cargada con un humeante estofado de verduras, pan moreno untado con mantequilla, huevos picantes, arroz especiado con una salsa marrón, chuletas de cordero, guisantes con salsa blanca y un gran tazón de té con miel.
La mujer dejó la bandeja encima de la mesa dirigiéndole un amistoso guiño.
— Coméoslo todo, Richard. Os sentará bien. Y luego id a descansar.
La única noche que había pasado en el Palacio de las Confesoras había dormido en la cámara del consejo, sentado en la silla de Kahlan.
— ¿Dónde? —preguntó.
— Bueno, podríais instalaros en… —La señora Sanderholt se contuvo—. Podríais instalaros en el dormitorio de la Madre Confesora. Es la mejor estancia de palacio.
Allí era donde él y Kahlan deberían haber pasado la noche de bodas que nunca tuvo lugar.
— Creo que no me sentiría cómodo ocupando esa habitación. ¿Queda alguna otra libre?
La mujer hizo un gesto con la mano vendada. Ahora los vendajes eran menos aparatosos y se veían más limpios.
— Subid por esa ala, al final torced a la derecha y encontraréis una serie de habitaciones de invitados. Elegid la que queráis; todas están libres.
— ¿Dónde duermen las mord… ¿Dónde duermen tanto Cara como sus amigas?
Con irónico gesto la señora Sanderholt señaló en la dirección contraria.
— Las he dirigido a los aposentos de los criados. Comparten la misma habitación.
«Cuanto más lejos, mejor», se dijo Richard.
— Muchas gracias, señora Sanderholt. Ocuparé una de las habitaciones de invitados.
— Eh muchachotes, ¿qué os gustaría cenar? —preguntó a Ulic, dándole un codazo.
— ¿Qué tenéis? —inquirió Egan mostrando entusiasmo por primera vez.
El ama de llaves alzó una ceja.
— ¿Por qué no me acompañáis a la cocina y elegís vosotros mismos? Está aquí mismo —añadió al reparar en la rápida mirada que dirigían a Richard—. No estaréis muy lejos.
Richard se abrió la capa negra de mriswith y dejó que reposara sobre los brazos de la silla. Mientras tomaba una cucharada de estofado y un sorbo de té, les indicó con un gesto que fueran. El general Reibisch se llevó un puño al pecho y le deseó buenas noches. Richard le devolvió el saludo con un florido gesto ejecutado con el pan moreno.