43

Richard se estremeció al ver cómo el muchacho caía inconsciente. Algunos espectadores lo apartaron a un lado y otro chico ocupó su lugar. Incluso desde el ventanal del Palacio de las Confesoras podía oír los gritos de ánimo de los niños que presenciaban el ja’la. Era el mismo juego que Richard había visto jugar en Tanimura.

En su país natal, la Tierra Occidental, nunca había oído hablar del ja’la, pero tanto los niños de la Tierra Central como los del Viejo Mundo eran muy aficionados. Era un juego enérgico, rápido y, por lo que parecía, apasionante, aunque Richard hubiese preferido otro que no les hiciera saltar los dientes.

— ¿Lord Rahl? ¿Lord Rahl, estáis ahí? —llamó Ulic.

Richard se volvió y se echó a la espalda la negra capa de mriswith, abandonando así su reconfortante protección.

— Sí, Ulic. ¿Qué pasa?

El fornido guardaespaldas entró en la estancia al ver a Richard aparecer salido de la nada. Ya se había acostumbrado.

— Ahí fuera hay un general kelta que pide ser recibido. Es el general Baldwin.

— Baldwin, Baldwin —repitió Richard, tratando de hacer memoria—. Sí, ya lo recuerdo. Es el comandante en jefe de todas las fuerzas keltas. Le enviamos una carta sobre la rendición de Kelton. ¿Qué quiere?

— Me ha dicho que solamente hablará con lord Rahl.

Richard se volvió de nuevo hacia la ventana. Con una mano apartó la pesada cortina dorada mientras se apoyaba despreocupadamente contra el marco pintado de la ventana. Vio que un muchacho se doblaba por la cintura, tratando de recuperarse de un golpe de broc. Pasados unos momentos el chico se enderezó y se incorporó de nuevo al juego.

— ¿Cuántos hombres han acompañado al general?

— Sólo un pequeño grupo de cinco o seiscientos soldados.

— Sabe que Kelton se ha rendido. Si buscara problemas, no hubiera acudido a Aydindril con tan pocos hombres. Supongo que tendré que recibirlo. —Se volvió hacia Ulic, que esperaba sus órdenes—. Berdine está ocupada. Que Raina y Cara escolten al general.

Ulic se golpeó el pecho con un puño y ya se marchaba cuando Richard lo llamó.

— ¿Han encontrado algo más los hombres al pie de la montaña, debajo del Alcázar?

— No, lord Rahl; sólo pedazos de mriswith. Hay tanta nieve acumulada que tendremos que esperar a la primavera, cuando se funda, para descubrir qué más cayó del Alcázar. El viento pudo arrastrar cualquier cosa bastante lejos, y los hombres no saben dónde empezar a cavar. Solamente han encontrado brazos y garras de mriswith, que son tan ligeros que no se han hundido en la nieve. Cualquier otra cosa más pesada podría estar enterrada bajo diez metros de esa nieve blanda.

Richard asintió, decepcionado.

— Otra cosa. El palacio debe de tener costureras. Busca a la jefa de las costureras y envíamela, por favor.

Sin darse cuenta, Richard volvió a envolverse en su negra capa de mriswith y continuó observando el partido de ja’la. Esperaba con impaciencia la llegada de Kahlan y Zedd. Ya no podían tardar mucho. Debían de estar cerca. Gratch los habría encontrado y pronto volverían a estar todos juntos.

— ¿Lord Rahl? —llamó Cara desde la puerta.

Richard se volvió al tiempo que abría la capa y se relajaba. Entre las dos mord-sith vio a un hombre alto y fornido, algo mayor ya. Exhibía un mostacho negro con hebras blancas que le llegaba hasta la línea inferior de la mandíbula, y el pelo cano le llegaba por debajo de las orejas. Allí donde el pelo empezaba a ralear, brillaba su calva.

Iba ataviado con una pesada capa semicircular de sarga forrada con suntuosa seda verde y sujeta sobre un hombro con dos botones. Llevaba doblado hacia fuera el alto cuello bordado del sobreveste marrón decorado con un símbolo heráldico partido en diagonal por una línea negra que dividía un escudo amarillo y azul. Las botas le llegaban hasta las rodillas. Llevaba unos guanteletes negros con puños acampanados vueltos al frente, metidos bajo un ancho cinturón de elegante hebilla.

El general palideció y se detuvo cuando Richard se materializó ante sus ojos. Richard lo saludó con una inclinación de cabeza.

— Encantado de conoceros, general Baldwin. Soy Richard Rahl.

Por fin, el general recuperó la compostura y le devolvió el saludo.

— Lord Rahl, es un honor que me recibáis sin haber anunciado mi llegada con más tiempo.

— Por favor, Cara, trae una silla al general. Debe de estar cansado por el viaje.

Después de que Cara colocara una sencilla silla almohadillada frente a la mesa y que el general tomara asiento, Richard se sentó detrás de la mesa.

— ¿Qué deseáis de mí, general?

El general echó un rápido vistazo a Raina, de pie a su izquierda, y a Cara, que se mantenía a su derecha. Ambas mujeres, que permanecían relajadas y en silencio con las manos enlazadas a la espalda, no mostraban la menor intención de marcharse.

— Podéis hablar con total libertad, general. Confío en ellas plenamente.

El general Baldwin tomó aire, aceptó la palabra de Richard y se relajó un tanto.

— Lord Rahl, he venido a propósito de la reina.

Era lo que Richard esperaba.

— Siento mucho lo ocurrido, general —declaró, cruzando las manos sobre la mesa.

El general apoyó a su vez un brazo sobre la mesa y se inclinó hacia adelante.

— Sí, ya he oído cosas de esos despreciables mriswith. Vi a algunos de esos monstruos clavados en picas fuera de palacio.

Richard a punto estuvo de replicar que tal vez eran monstruos, pero no eran despreciables. Al menos uno de ellos había matado a Cathryn Lumholtz cuando trataba de asesinarlo. Pero era poco probable que el general lo entendiera, por lo que en vez de eso dijo:

— Lamento profundamente que vuestra reina muriera cuando se hallaba bajo mi techo.

— No he venido a acusaros de nada, lord Rahl. Ahora lo que importa es que, después de la muerte de Cathryn Lumholtz, Kelton se ha quedado sin un rey ni una reina. La duquesa era la última sucesora al trono, por lo que su repentina muerte plantea un grave problema.

— ¿Qué tipo de problema? —inquirió Richard tratando de que su voz sonara amistosa pero oficial—. Ahora Kelton forma parte de D’Hara.

El rostro del general se contrajo en una mueca.

— Sí, recibimos los documentos de rendición. Pero la reina que los firmaba ahora está muerta. Mientras ocupó el trono todos acatábamos sus decisiones, pero ahora no sabemos cómo proceder.

Richard frunció el entrecejo.

— ¿Me estáis diciendo que necesitáis un nuevo rey o reina?

El general se encogió de hombros con aire de disculpa.

— Es la tradición de Kelton. Aunque después de rendirnos a D’Hara no sea más que una figura simbólica, el pueblo kelta desea tener un monarca. Sin rey o reina no son más que nómadas, sin raíces ni nada en común que los mantenga unidos.

»Puesto que ya no queda ningún Lumholtz en la línea de sucesión, otra de las casas nobles podría destacarse. Ninguna de ellas tiene derecho a reclamar el trono, pero es posible que una lo gane por la fuerza. Claro que también podría estallar una guerra civil.

— Comprendo. Espero que os deis cuenta de que sea quien sea el nuevo rey o reina, la rendición es irrevocable.

— No es tan sencillo. Por eso he venido a pediros ayuda.

— ¿En qué puedo ayudar?

El general se acarició el mentón.

— Veréis, lord Rahl, la reina Cathryn se rindió ante vos, pero ahora está muerta. Hasta que no tengamos un nuevo monarca somos súbditos vuestros. Sois el equivalente de nuestro rey hasta que se nombre al verdadero rey. No obstante, la casa que acceda al trono puede ver las cosas de manera distinta.

Richard no hizo ningún esfuerzo por ocultar el tono de amenaza en su voz.

— Me da igual cómo lo vean ellos. Es una cuestión zanjada.

El general agitó una mano como si implorara paciencia.

— Yo creo que el futuro está con vos, lord Rahl. El problema es que si finalmente accede al trono el linaje equivocado, puede que tenga otra idea. Francamente, nunca hubiera imaginado que los Lumholtz eligieran ponerse de vuestro lado y del de D’Hara. Debéis de tener un gran poder de persuasión si pudisteis hacer entrar en razón a la reina.

»Parte de la alta nobleza de mi país es muy ducha en los juegos de poder, aunque no siempre tienen en cuenta el bien general. Los ducados son casi soberanos y sus súbditos solamente se inclinan ante el monarca. Si la casa equivocada sube al trono y declara inválida la rendición, no faltarán quienes traten de convencerlos de que sigan los dictados de la Corona y no de D’Hara. En ese caso podía estallar una guerra civil.

»Yo soy un militar y evalúo los acontecimientos con ojos de soldado. Lo que menos gusta a un soldado es luchar en una guerra civil. Tengo hombres procedentes de todos los ducados. Una guerra civil acabaría con la unidad del ejército, nos destruiría y nos haría vulnerables frente al auténtico enemigo.

— Os escucho. Continuad —dijo Richard tras un largo silencio.

— Como he dicho, comprendo el valor de la unidad, de la autoridad única, y creo que el futuro sois vos. Ahora mismo, hasta que no tengamos rey, vos sois la ley.

El general Baldwin se apoyó de lado en la mesa y bajó la voz para decir significativamente:

— Puesto que en estos momentos vos sois la ley, si nombráis un rey o una reina, nadie protestará. ¿Veis qué quiero decir? Las casas se verían obligadas a aceptar al nuevo monarca y os seguirían si el nuevo gobernante así lo decreta.

— Lo presentáis como si fuera una partida de ajedrez, general. Hay que mover una pieza del tablero para bloquear la pieza del contrario antes de que éste tenga tiempo de atacar.

El general se atusó el mostacho al tiempo que contestaba:

— Os toca mover, lord Rahl.

— Comprendo. —Richard se recostó en la silla y se quedó un momento pensativo, sin saber cómo resolver la situación. Tal vez debería pedir consejo al general sobre qué casa sería leal. No obstante, no consideró sensato confiar hasta ese punto en un hombre que se presentaba por las buenas y anunciaba su intención de ayudar. Podría ser una treta.

Miró a Cara, que permanecía de pie junto al general, algo retrasada. La mord-sith tenía los hombros ligeramente encorvados, callaba y parecía confundida. Al mirar a Raina se dio cuenta de que tampoco ella tenía sugerencias.

Richard se levantó, se aproximó a la ventana y miró a la gente de la ciudad. Ojalá Kahlan estuviera allí. Ella era una experta en temas de realeza y gobernantes. La anexión de la Tierra Central estaba resultando mucho más complicada de lo que había imaginado.

Podría limitarse a ordenar a los keltas que se dejaran de tonterías y enviar a tropas de D’Hara para imponer sus órdenes. Pero eso supondría malgastar soldados en un tema que ya estaba zanjado. Tampoco podía dejar el asunto sin resolver, pues era preciso que Kelton permaneciera leal; de eso dependía la rendición de otros países. Ya tenía a Kelton, pero si cometía un error todos sus planes podrían arruinarse.

Ojalá Kahlan se diera prisa y llegara pronto a Aydindril. Ella sabría qué hacer. Quizá debería usar tácticas dilatorias hasta que Kahlan y Zedd llegaran, escuchar su consejo y luego obrar en consecuencia. Kahlan no debería tardar mucho en llegar. La cuestión era: ¿llegaría a tiempo?

«Kahlan, ¿qué debo hacer?»

Kahlan.

— Puesto que Kelton necesita un monarca que sea el símbolo de la esperanza y guíe al pueblo de Kelton —declaró, volviéndose hacia el general—, elegiré a uno.

El general esperaba, expectante.

— Por mi autoridad como amo de D’Hara, a quien Kelton debe lealtad, nombraré una reina:

»A partir de este día Kahlan Amnell es la reina de Kelton.

El general Baldwin abrió mucho los ojos y se puso en pie de un salto.

— ¿Nombráis a Kahlan Amnell nuestra reina?

Richard endureció la mirada y posó una mano sobre la empuñadura de la espada antes de responder.

— Así es. Kelton se inclinará ante ella. Al igual que vuestra rendición, esta orden es irrevocable.

El general Baldwin se hincó de hinojos y humilló la cabeza.

— Lord Rahl, apenas puedo creer que hagáis esto por mi pueblo. Os doy las gracias.

Richard, que se disponía ya a desenvainar la espada, detuvo el movimiento al oír las palabras del general. No se esperaba esa reacción.

Finalmente el general se levantó.

— Lord Rahl, debo partir al instante para comunicar esta gloriosa nueva a nuestras tropas. Los soldados se sentirán tan honrados como yo de ser súbditos de Kahlan Amnell.

Richard seguía receloso y no quiso definirse.

— Me complace que aceptéis mi elección, general Baldwin.

El general extendió los brazos.

— ¿Aceptarla? Supera mis expectativas, lord Rahl. Kahlan Amnell es la reina de Galea. Kelton se sentía discriminado por el hecho de que la mismísima Madre Confesora sirviera como reina a nuestro rival, Galea. Pero ahora que también será nuestra reina, todos sabrán que lord Rahl nos tiene en tan alta estima como a Galea. Cuando os desposéis con ella no sólo os uniréis a los galeanos sino también a los keltas.

Richard se quedó rígido, sin poder articular palabra. ¿Cómo sabía el general que Kahlan era la Madre Confesora? Queridos espíritus, ¿qué había ocurrido?

El general kelta extendió su mano, cogió la mano que Richard tenía posada en la empuñadura de la espada y la estrechó calurosamente.

— Lord Rahl, mi pueblo jamás había recibido tan alto honor: la Madre Confesora será nuestra reina. Gracias, lord Rahl, muchísimas gracias.

El general Baldwin no cabía en sí de gozo, pero Richard se hallaba al borde de un ataque de pánico.

— General, espero que esto sellará nuestra unidad —se forzó a decir.

El general agitó una mano y rió, jubiloso.

— Ahora ya nada la podrá romper, lord Rahl. Si me excusáis, debo regresar inmediatamente para comunicar a mi pueblo la buena nueva.

— Naturalmente.

El general estrechó la mano de Raina y Cara antes de salir a toda prisa. Richard se había quedado aturdido.

— ¿Lord Rahl, os ocurre algo? Estáis tan pálido como la cera.

Finalmente Richard apartó la mirada de la puerta por la que el general había salido y la posó en la mord-sith.

— El general sabía que Kahlan es la Madre Confesora.

Entonces fue Cara quien lo miró con expresión de absoluto desconcierto.

— Todo el mundo sabe que vuestra prometida, Kahlan Amnell, es la Madre Confesora.

— ¿Qué? —susurró Richard—. ¿Vosotras también lo sabéis?

Cara y Raina asintieron.

— Naturalmente, lord Rahl —dijo Raina—. Tenéis mala cara. ¿Estáis enfermo? Tal vez deberíais sentaros.

Los ojos de Richard pasaron de la interrogadora faz de Raina a la de Cara.

— Kahlan estaba protegida por un hechizo. Nadie sabía que es la Madre Confesora. Nadie. Un gran mago usó magia para ocultar su identidad. Ni siquiera vosotras lo sabíais.

Cara frunció el entrecejo; las palabras de Richard la habían dejado perpleja.

— ¿No lo sabíamos? Es muy extraño, lord Rahl. A mí me parece que siempre he sabido que era la Madre Confesora. —Raina asintió.

— Imposible —rebatió Richard—. ¡Ulic! ¡Egan!

Los dos guardaespaldas aparecieron casi inmediatamente en el umbral, en posición de combate.

— ¿Qué ocurre, lord Rahl?

— ¿Con quién voy a casarme?

Ulic y Egan denotaron su sorpresa.

— Con la reina de Galea, lord Rahl —respondió Ulic.

— Pero ¿quién es? —preguntó Richard, gritando.

Los dos d’haranianos intercambiaron un vistazo de incomprensión antes de que Egan contestara:

— Bueno, es Kahlan Amnell, la reina de Galea y la Madre Confesora.

— ¡Se supone que la Madre Confesora está muerta! ¿No recordáis el discurso que pronuncié ante los representantes en las cámaras del Consejo? ¿No recordáis que les dije que deberían honrar la memoria de la fallecida Madre Confesora y unirse a D’Hara?

Ulic se rascó la cabeza, mientras que Egan clavó la vista en el suelo mientras se lamía la yema de un dedo, sumido en sus pensamientos. Raina miraba a los otros, esperando una respuesta. Finalmente el rostro de Cara se iluminó.

— Creo que lo recuerdo, lord Rahl —dijo—. Pero me parece que os referíais a las Madres Confesoras del pasado, no a vuestra futura esposa.

Todos asintieron.

— Mirad, sé que no lo comprendéis pero tiene que ver con la magia.

— En eso tenéis razón, lord Rahl —dijo Raina, poniéndose seria—. Si se trataba de un conjuro, la magia nos está engañando. Vos poseéis magia, por lo que sois consciente de la dificultad. Debemos confiar en vos en este asunto.

Richard se frotó las manos mientras que con mirada perdida reflexionaba. Algo iba mal. Algo iba terriblemente mal. Pero ¿qué? Tal vez Zedd había anulado el hechizo. Tal vez tenía una buena razón. Quizá no había pasado nada malo. Zedd estaba con ella. Zedd la protegería. Richard giró en redondo.

— La carta —dijo—. La carta que les envié. Quizá Zedd ha anulado el hechizo porque sabe que he arrebatado Aydindril a la Orden Imperial y cree que ya no es necesario continuar con la farsa.

— Parece razonable —comentó Cara.

Pero Richard se sentía abrumado por la inquietud. ¿Y si Kahlan estaba furiosa porque Richard había puesto fin a la alianza de la Tierra Central y había exigido que todos los países se rindieran a D’Hara? ¿Y si había insistido en que Zedd la liberara del hechizo para que todos supieran que la Tierra Central seguía teniendo una Madre Confesora? En ese caso, Kahlan no estaría en peligro sino enfadada con él. Lo prefería. Pero si estaba en peligro, tenía que ayudarla.

— Por favor, Ulic, busca al general Reibisch y tráemelo enseguida. —Ulic saludó y salió de la habitación—. Egan, quiero que vayas a ver a algunos de los oficiales y soldados. Actúa con normalidad y traba conversación con ellos, por ejemplo sobre mi matrimonio. Quiero que averigües si también ellos saben que Kahlan es la Madre Confesora.

Richard caminó de un lado a otro mientras esperaba la llegada del general Reibisch. ¿Qué debía hacer? Kahlan y Zedd debían de estar al caer, pero ¿y si algo había ido mal? Incluso si Kahlan estaba furiosa con él, eso no le impediría ir a Aydindril para tratar de disuadirlo, o echarle un sermón sobre la historia de la Tierra Central y sobre lo que estaba destruyendo.

O tal vez querría decirle que anulaba el compromiso y que no quería verlo nunca más. No. Era imposible. Kahlan lo amaba y, por muy enfadada que estuviera con él, nunca permitiría que nada se interpusiera entre ambos. Tenía que creer en su amor, como ella tenía que creer en el suyo.

La puerta se abrió y Berdine entró como buenamente pudo con los brazos cargados de libros y papeles. Sostenía una pluma entre los dientes. Hizo un amago de sonrisa pese a la pluma y descargó los papelajos sobre la mesa.

— Si no estáis ocupado, tenemos que hablar —susurró.

— Ulic ha ido a buscar al general Reibisch. Debo hablar con él urgentemente.

Berdine echó un vistazo a Cara, a Raina y luego a la puerta.

— ¿Queréis que me vaya, lord Rahl? ¿Pasa algo malo?

Por lo que habían averiguado hasta entonces, Richard sabía ya que no se había equivocado al llevarse el diario del Alcázar. De todos modos, no podría hacer nada hasta que Reibisch se presentara.

— ¿Con quién me voy a casar?

Berdine abrió un libro mientras tomaba asiento junto a la mesa y rebuscaba entre los papeles que había llevado.

— Con la reina Kahlan Amnell, la Madre Confesora. ¿Tenéis tiempo? —inquirió, mirándolo esperanzada—. Necesito vuestra ayuda.

Richard suspiró y fue a colocarse detrás de la mujer.

— Tengo tiempo hasta que el general Reibisch llegue. ¿Qué necesitas?

Con el extremo que no escribía de la pluma dio golpecitos al diario abierto.

— He traducido casi hasta aquí. Creo que es un pasaje muy importante, pero me faltan dos palabras. —Berdine cogió la versión en d’haraniano culto de Las aventuras de Bonnie Day y la colocó frente a ambos—. He encontrado un sitio en el que salen estas dos palabras. Espero que recordéis qué dice.

Las aventuras de Bonnie Day había sido el libro favorito de Richard. Lo había leído tantas veces que creía que lo sabía de memoria, pero descubrió que no era así. Aunque lo conocía muy bien, recordar las palabras exactas no era ni mucho menos tan sencillo como había imaginado. Recordaba el argumento pero no literalmente, palabra por palabra. Y a no ser que recordara las palabras exactas de una frase no podía ayudar a Berdine.

Varias veces había regresado al Alcázar en busca de una versión del libro en su idioma, para compararlo con la versión en d’haraniano culto, pero no había tenido éxito. Era frustrante no poder ser de más ayuda.

Berdine señaló un pasaje de Las aventuras de Bonnie Day.

— Necesito estas dos palabras. ¿Recordáis qué dice la frase?

Richard se animó. Los principios de capítulo eran los que mejor recordaba, pues todos empezaban de manera memorable.

— ¡Sí! Éste es el capítulo en el que se van. Lo recuerdo. Empieza diciendo: «Por tercera vez en esa semana Bonnie violó la norma de su padre de ir al bosque sola».

Berdine se inclinó hacia adelante con la vista fija en la línea en cuestión.

— Sí, esta palabra es «violar», ésa ya la tenía. ¿Esta de aquí es «norma» y esta otra «tercera»?

Alzó la vista hacia Richard, que asintió. Muy nerviosa y emocionada, Berdine sumergió la pluma en el tintero y empezó a escribir en una de las hojas de papel, rellenando los huecos. Al acabar, lo deslizó frente a lord Rahl, orgullosa.

— Ésta es la traducción.

Richard cogió el papel y lo leyó a la luz que entraba por la ventana situada a su espalda.

Las discusiones están a la orden del día. La Tercera Norma de un mago: las pasiones dominan la razón. Temo que esta norma, la más insidiosa de todas, sea nuestra ruina. Incluso los que la tenemos en cuenta la estamos violando. Las diferentes facciones insisten en que la solución que ellos proponen se basa en la razón, pero me temo que todos actuamos llevados por las pasiones. Incluso Alric Rahl nos envía frenéticos mensajes en los que afirma tener la solución. Mientras tanto los Caminantes de los Sueños causan estragos entre nuestros hombres. Rezo para que podamos completar las torres o todos estaremos perdidos. Hoy me despedí de los amigos que parten hacia las torres. Lloré porque son buenos hombres y jamás volveré a verlos en este mundo. ¿Cuántos más morirán en las torres para defender la causa de la razón? Desgraciadamente sé que mucho peor sería que violásemos la Tercera Norma.

Cuando Richard acabó de leer se volvió hacia la ventana. Él había estado en esas torres. Sabía que había sido necesario que unos magos dieran su vida para activar los hechizos de las torres, pero hasta entonces no había visto a esos magos como personas de carne y hueso. Pero al leer las angustiosas palabras escritas por el autor del diario, muerto miles de años atrás, se le ponían los pelos de punta. Era como si el autor siguiera viviendo a través de las palabras.

Pensó en la Tercera Norma, tratando de entenderla solo. Para la primera había tenido a Zedd; y para la segunda, Nathan. Ambos le habían ayudado a comprender cómo se aplicaban en la vida real. Pero con la tercera tendría que apañárselas solo.

Recordó lo sucedido cuando habló con algunas de las personas que abandonaban la ciudad. Les había preguntado por qué huían de Aydindril, y ellos, aunque asustados, habían respondido que Richard era un monstruo que se dedicaba a matar por placer.

Cuando los presionó, admitieron que les habían llegado rumores de que lord Rahl mantenía niños esclavos en el palacio, que seducía a innumerables doncellas y luego las echaba a la calle, desnudas y aturdidas por la experiencia. Afirmaron conocer a jóvenes y adolescentes a las que Richard había dejado embarazadas, y además conocían a personas que habían visto con sus propios ojos los abortos de esas pobres muchachas: monstruos deformes, el fruto de su malvada semilla. Esa gente le había escupido por crímenes cometidos contra víctimas indefensas.

Richard quiso saber cómo era posible que se mostraran tan francos con él si lo creían un monstruo. Ellos respondieron que sabían que no les haría ningún daño, porque se decía que en público fingía ser compasivo para engañar a los demás. Así pues, delante de una multitud no les haría ningún daño. Se marchaban para alejar de sus malvadas garras a sus hijas, hermanas y esposas.

Cuanto más se esforzaba Richard por rebatir esas absurdas acusaciones, con más fuerza se aferraban ellos. Le dijeron que lo habían oído de boca de muchas personas, por lo que necesariamente tenía que ser verdad. Si tanta gente lo afirmaba, sería por algo. Era imposible que todos estuvieran equivocados. Defendían con tanta pasión sus creencias y sus temores que cerraban los oídos a los argumentos de la razón. Sólo pensaban en marcharse para ponerse bajo la protección que les ofrecía la Orden Imperial.

Sus pasiones los iban a llevar a la ruina. Tal vez era un ejemplo del mal que podía causar violar la Tercera Norma. Quizá no era un buen ejemplo, pues se mezclaba con la Primera Norma: la gente está dispuesta a creer cualquier cosa porque quiere que sea verdad o porque teme que pueda ser verdad. Quizá las diferentes normas se mezclaban y podían violarse al unísono, por lo que era imposible determinar dónde empezaba una y terminaba la otra.

Sus recuerdos retrocedieron hasta la Tierra Occidental. La señora Rencliff, que no sabía nadar, se desasió de los hombres que intentaban retenerla mientras llegaban las barcas y se lanzó a un río crecido para tratar de salvar a su hijo. Pocos minutos después aparecieron las barcas y salvaron al niño. Chad Rencliff tuvo que crecer sin madre; el cuerpo de la señora Rencliff nunca se encontró.

La piel le picaba, como si hubiera entrado en contacto con el hielo. Ya comprendía la Tercera Norma: las pasiones dominan la razón.

Hasta que, por fin, Ulic regresó acompañando al general Reibisch, Richard pasó un mal rato reflexionando sobre cómo las pasiones causaban perjuicio cuando se imponían a la razón y, aún peor, cómo la magia podía agravar la ecuación.

El general se golpeó el pecho a modo de saludo.

— Lord Rahl, Ulic me ha dicho que queríais verme con urgencia.

Richard asió el uniforme oscuro del general.

— ¿Cuánto tardaríais en enviar a vuestros hombres en una misión de búsqueda?

— Lord Rahl, mis hombres son d’haranianos. Los soldados de D’Hara están siempre listos para partir en cualquier momento.

— Perfecto. ¿Conocéis a mi prometida, la reina Kahlan Amnell?

— Sí. La Madre Confesora.

Richard se estremeció.

— Eso es, la Madre Confesora. Se dirige hacia aquí desde el sudoeste. Ya debería haber llegado, por lo que temo que esté en dificultades. Antes contaba con un hechizo que ocultaba su verdadera identidad para que sus enemigos no la persiguieran. Pero de algún modo el hechizo ha sido anulado. Tal vez no sea nada, aunque también es posible que esté en peligro. Ahora sus enemigos saben que sigue viva.

El general se rascaba la barba bermeja. Finalmente alzó hacia Richard sus ojos grises y dijo:

— Entiendo. ¿Qué queréis que haga?

— Quiero que reunáis a la mitad de las tropas de Aydindril, al menos a cien mil hombres, y salgáis en su busca.

El general se acarició la cicatriz y lanzó un suspiro.

— Cien mil son muchos soldados, lord Rahl. ¿Creéis prudente alejar a tantos de la ciudad?

Richard paseaba sin descanso entre el general y la mesa.

— No sé exactamente dónde se encuentra. Si partís con pocos hombres, se os puede pasar por alto y no encontrarla nunca. Pero con cien mil hombres podemos cubrir todos los caminos y peinar el territorio.

— ¿Nos acompañaréis?

Richard deseaba desesperadamente encontrar a Kahlan y a Zedd. No obstante, echó un vistazo a Berdine, la cual, sentada tras el escritorio seguía trabajando en la traducción. Entonces recordó las palabras de advertencia escritas tres mil años antes. La Tercera Norma de un mago: la razón.

Berdine lo necesitaba para seguir traduciendo el diario. Estaba averiguando datos de suma importancia acerca de la última guerra, de las torres y de los Caminantes de los Sueños. Nuevamente existía un Caminante de los Sueños.

Si partía y su grupo no encontraba a Kahlan, tardaría más en reunirse con ella que si se quedaba esperando en Aydindril. Además estaba el Alcázar. Algo había sucedido allí, y era su deber impedir que su magia cayera en malas manos.

El corazón le decía que fuera —deseaba desesperadamente partir en busca de Kahlan— pero en su mente se formó la imagen de la señora Rencliff, que se sumergía en las negras y turbulentas aguas porque no quería esperar la barca. Esos hombres eran su barca.

Las tropas encontrarían a Kahlan y la protegerían. Él no podría hacer más. La razón le decía que esperara en Aydindril. Por mucha ansiedad que le causara la espera era un líder, y debía comportarse como tal. Un líder debía actuar guiado por la razón, o todos pagarían el precio de sus pasiones.

— No, general, yo me quedaré en Aydindril. Reunid las tropas y llevaos a los mejores exploradores. No debo deciros lo importante que es esto para mí —confesó, mirando al general a los ojos.

— No, lord Rahl —respondió el general en tono compasivo—. No os preocupéis, la encontraremos. Yo personalmente acompañaré a los hombres para asegurarme de que la buscan con el mismo ahínco que pondríais vos. Todos daremos la vida para impedir que nada malo suceda a vuestra reina —prometió el general, llevándose un puño al corazón.

Richard posó una mano sobre el hombro de Reibisch.

— Gracias, general. Sé que no podría dejarlo en mejores manos. Que los buenos espíritus os acompañen.

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