28

La mujer parpadeó y su mirada recorrió la herrumbrosa espada hasta la punta, que la amenazaba a un par de centímetros de la cara.

— ¿Es realmente necesario? Ya os he dicho que podéis robar lo que queráis y que no intentaremos impedirlo, aunque debo deciros que sois el tercer grupo de forajidos que nos atacan en las últimas dos semanas, por lo que ya no nos queda nada de valor.

Por cómo al joven ladrón le temblaba la mano, no parecía tener mucha experiencia en su oficio. Y por el modo en que se le marcaban los huesos bajo la piel, tampoco parecía que lo acompañara el éxito.

— ¡Silencio! —El muchacho miró con disimulo a su compañero—. ¿Has encontrado algo?

El segundo bandido, tan joven como el primero e igual de flaco, inspeccionaba los fardos agachado sobre la nieve, lanzando nerviosas miradas al bosque que flanqueaba aquel poco transitado camino y que el crepúsculo sumía en la penumbra. Asimismo examinó el cercano recodo que habían dejado a su espalda, donde la carretera se desvanecía tras una cortina de abetos cubiertos de nieve. En el centro del recodo, justo antes de que el camino se desvaneciera, un puente ayudaba a salvar un arroyo que ese invierno no se había helado.

— No. Sólo ropa vieja y trastos. No hay tocino. Ni un triste pedazo de pan.

El primer bandido saltaba de un pie al otro, preparado para salir disparado al menor signo de problemas. Se llevó la otra mano a la empuñadura de la espada para sostener mejor el peso de su pobre arma.

— Pues se os ve bien alimentados. ¿Qué coméis, vieja? ¿Nieve?

La anciana suspiró y cruzó las manos sobre el cinturón. Empezaba a hartarse.

— Trabajamos para ganarnos la comida a medida que viajamos. Os lo recomiendo. Trabajar, quiero decir.

— ¿Ah, sí? Por si no te has dado cuenta estamos en invierno. No hay trabajo. El otoño pasado el ejército nos robó las provisiones. Mis padres no tienen nada para pasar el invierno.

— Lo siento, hijo. Quizá…

— ¡Eh! ¿Qué es esto, viejo? —Había descubierto el collar de plata opaca. Le dio un tirón—. ¿Cómo se quita esto? ¡Contesta!

— Ya te lo he dicho —replicó la anciana, esquivando la silenciosa furia que reflejaban los ojos del mago—, mi hermano es sordomudo. No os entiende y tampoco puede contestaros.

— ¿Sordomudo? ¡Pues dime tú cómo le quito esta maldita cosa!

— No es más que un recuerdo de hierro forjado hace mucho tiempo. No vale nada.

El asaltante que la amenazaba con la espada se inclinó cautelosamente hacia ella y con un solo dedo le abrió la capa.

— ¿Qué es esto? ¡Un monedero! ¡He encontrado su monedero! —Dio un tirón a la pesada bolsa llena de monedas de oro que le colgaba al cinto—. ¡Seguro que está llena de oro!

La anciana se rió entre dientes.

— Me temo que sólo hay bizcochos resecos. Coge uno, si quieres, pero no trates de hincarle el diente o se romperá. Tienes que ablandarlo en la boca.

El muchacho sacó una moneda de oro de la bolsa y se la colocó entre los dientes, pero se estremeció con gesto agrio.

— ¿Cómo podéis comer esto? He probado bizcochos malos, pero éstos ni siquiera llegan a malos.

Qué fácil resultaba con una mente joven, pensó la mujer. Lástima que con los adultos fuese más complicado.

El chico escupió y arrojó el monedero a la nieve antes de seguir registrando la capa en busca de algo que la mujer pudiera haber ocultado. Ella suspiró, impaciente.

— Podríamos acabar ya con el asalto, muchachos. Nos gustaría llegar a la siguiente ciudad antes de que anochezca.

— Nada —dijo el segundo—. No tienen nada que merezca la pena robar.

— Bueno, están los caballos —sugirió el primero, mientras seguía palpando la gruesa capa en busca de algo—. Al menos podemos llevarnos los caballos. Nos darán algo por ellos.

— Sí, lleváoslos, os lo ruego —intervino la mujer—. Ya estoy cansada de que esos viejos jamelgos nos retrasen. Me haréis un favor. Los cuatro cojean, y yo no tengo corazón para poner fin a su miserable existencia.

— La vieja tiene razón —confirmó el segundo bandido tras tirar de uno de los caballos cojos para comprobarlo—. Los cuatro cojean. Iremos más deprisa caminando. Si nos llevamos a esas cuatro bolsas de huesos, seguro que nos atrapan.

El primer bandolero seguía registrando la capa. Se detuvo en un bolsillo.

— ¿Qué es esto?

— Nada que pueda ser de tu interés —respondió la mujer en un nuevo tono.

— ¿Ah sí? —El chico toqueteó el libro de viaje que había hallado en el bolsillo de la mujer. Mientras lo hojeaba, ella se fijó en que había un mensaje escrito. Por fin.

— ¿Qué es?

— Sólo un cuaderno. ¿Sabes leer, hijo?

— No. De todos modos, no me parece que diga nada que valga la pena leer.

— Cógelo —dijo el segundo muchacho—. Aunque no haya nada escrito, puede que nos den algo por él.

La mujer posó de nuevo la vista en el joven que la amenazaba con la espada.

— Ya es suficiente. Considerad el robo como acabado.

— Acabará cuando yo lo diga.

— Devuélvemelo —ordenó Ann serenamente, tendiendo una mano—. Y luego marchaos antes de que os arrastre hasta la ciudad llevándoos por la oreja y vuestros padres deban venir a recogeros.

El muchacho blandió la espada a la par que saltaba hacia atrás para protegerse.

— ¡Eh, no te las des de valiente conmigo o probarás mi acero! ¡Sé cómo usar la espada!

De pronto, en el quieto aire del atardecer, resonaron unos atronadores cascos de caballos. La mujer se había percatado de que un grupo de soldados se aproximaba sigilosamente tras doblar el recodo y cruzar el puente, pero debido al fragor de las aguas los dos jóvenes bandidos no habían advertido su presencia hasta que el grupo cargó hacia ellos. Aprovechando que el bandido se volvía, aterrado, Ann le arrebató la espada. Nathan quitó el cuchillo al otro.

Los soldados d’haranianos, montados, no tardaron en llegar a su altura.

— ¿Qué sucede aquí? —preguntó con voz calmada y grave un sargento de mandíbula cuadrada.

Los dos muchachos permanecían paralizados por el terror.

— Bueno —respondió Ann—, nos topamos con estos dos jóvenes, que nos advertían que debíamos tener cuidado con los bandidos. Viven por aquí. Nos estaban mostrando cómo defendernos, a la vez que su pericia con las armas.

— ¿Es eso cierto, chico? —inquirió el sargento cruzando las manos sobre el pomo de la silla.

— Yo… nosotros… —Su implorante mirada se posó en la mujer—. Es verdad. Vivimos por aquí cerca, y estaba advirtiendo a estos dos viajeros que tuviesen cuidado, pues hay bandidos en la zona.

— Ha sido una exhibición impresionante de destreza con la espada. Te prometí que te daría un bizcocho a cambio. Pásame la bolsa con los bizcochos, anda.

El muchacho se inclinó, recogió del suelo la pesada bolsa llena de oro y se la tendió. Ann tomó dos monedas y dio a cada uno una.

— Como os prometí, un bizcocho para cada uno. Ahora será mejor que os marchéis antes de que anochezca, o vuestros padres se inquietarán. Dadles mi bizcocho como agradecimiento por enviaros a que nos avisarais.

Uno de los jóvenes bandidos asintió sin saber qué decir.

— Bueno, sí… Pues buenas noches. Tened mucho cuidado.

Ann extendió un brazo y lanzó al muchacho una mirada preñada de amenaza.

— Si has acabado de echar un vistazo a mi cuaderno, te agradecería que me lo devolvieras.

Amedrentado por la mirada, el muchacho le devolvió el libro como si le quemara en los dedos, pues justamente eso sucedía.

— Gracias, hijo —le dijo Ann con una sonrisa.

El chico se secó las manos en su harapienta chaqueta.

— Bueno, adiós. Y tened cuidado.

Ya se marchaba cuando Ann lo detuvo.

— Eh, te olvidas esto. —La mujer le tendía la espada por la empuñadura—. Tu padre se pondría furioso si regresaras sin la espada.

El muchacho la cogió con cuidado. Nathan, incapaz de resistirse a un gesto teatral, hizo girar el cuchillo entre los dedos. Seguidamente lo arrojó al aire, lo atrapó detrás de la espalda y, sin dejar de dar vueltas, se lo pasó por debajo de la axila hasta la otra mano. Ann hizo un gesto de disgusto e impaciencia mientras Nathan, de un golpe, invertía el giro del arma. Finalmente lo atrapó por la hoja y le tendió el mango al otro muchacho, que había contemplado su exhibición con aire pasmado.

— ¿Dónde aprendiste a hacer eso, anciano? —preguntó el sargento.

Nathan puso ceño. Si había una cosa que le disgustara profundamente era que lo llamasen «anciano». Él era un mago, un profeta de insuperable talento, por lo que creía que debería despertar un temor reverencial o al menos asombro. Si Ann no estuviera refrenando su don mediante el rada’han, sin duda habría prendido fuego a la silla de montar del sargento. Ann también le impedía hablar; la lengua de Nathan era tan peligrosa, o más, que su poder.

— Me temo que mi hermano es sordomudo. —Con un ademán ahuyentó a los dos jóvenes bandidos. Tras despedirse con un gesto, se internaron en el bosque tan apresuradamente que sus pies levantaban la nieve—. Mi hermano se distrae practicando juegos de manos.

— ¿Estáis segura de que esos dos no os causaban problemas, señora?

— No, ningún problema —se mofó Ann.

El sargento alzó las riendas, y los veinte hombres que lo seguían lo imitaron, listos para ponerse en marcha.

— Bueno, creo que de todos modos debería tener una pequeña charla con ellos, sobre robos.

— En ese caso no os olvidéis de pedirles que os cuenten cómo los soldados de D’Hara robaron las provisiones de comida de su familia, por lo que ahora se mueren de hambre.

El sargento soltó las riendas.

— Yo no sé nada de lo que pasó anteriormente, pero el nuevo lord Rahl ha ordenado explícitamente que el ejército de D’Hara no robe nada.

— ¿El nuevo lord Rahl?

— Así es, Richard Rahl, el amo de D’Hara.

Por el rabillo del ojo Ann vio una fugaz sonrisa pasar por los labios de Nathan. El mago sonreía porque los acontecimientos habían seguido la bifurcación verdadera de una profecía. Aunque debía ser así a fin de tener éxito, Ann no tenía ganas de sonreír sino que se sintió llena de angustia por el camino que los esperaba. Claro que la alternativa era peor.

— Ahora que lo mencionáis creo que he oído ese nombre antes.

El sargento se irguió apoyado en los estribos y se volvió hacia sus hombres.

— ¡Ogden, Spaulding! —Los cascos de los caballos levantaron nieve al adelantarse rápidamente—. Seguid a esos muchachos y llevadlos con sus familias. Averiguad si es cierto que soldados de D’Hara les robaron las provisiones. Si lo es, averiguad cuántos miembros componen sus familias y si otras familias de la zona corrieron la misma suerte. Luego informad enseguida a Aydindril y ocupaos de que reciban los alimentos necesarios para pasar el invierno.

Los dos soldados saludaron llevándose un puño al pecho, cubierto de cuero negro y malla, e inmediatamente tomaron al galope el sendero que conducía al bosque.

— Órdenes de lord Rahl —les explicó el sargento—. ¿Os dirigís a Aydindril?

— Sí. Buscamos seguridad como tantos otros que se dirigen hacia el norte.

— En Aydindril estaréis seguros, pero eso tiene un precio. Os diré lo mismo que digo a los demás: sea cual sea vuestro país natal ahora sois súbditos de D’Hara. Si deseáis vivir en territorio de D’Hara, se os pide lealtad, además de una pequeña parte de lo que ganéis trabajando.

— Vaya. Parece que el ejército sigue robando al pueblo.

— A vos puede pareceros eso, pero a lord Rahl no, y su palabra es ley. Todos contribuyen por igual para mantener las tropas encargadas de defender la libertad de todos. Si no queréis pagar, nadie os obliga a poneros bajo la protección de D’Hara y disfrutar de su libertad.

— Diría que lord Rahl lo tiene todo bajo control.

— Así es. Lord Rahl es un mago muy poderoso.

Los hombros de Nathan se agitaron, presa de silenciosa hilaridad.

El sargento entrecerró los ojos.

— ¿De qué se ríe? ¿No se supone que es sordomudo?

— Oh, sí, pero también es algo tonto. —Ann se acercó tranquilamente a sus caballos. Al cruzar por delante del fornido mago aprovechó para propinarle un fuerte codazo en el vientre y lanzarle una furibunda mirada. Nathan tosió—. Si sigue así, no me extrañaría que empezara a babear en cualquier momento.

Suavemente Ann acarició los esbeltos y poderosos flancos de Bella, su dorado alazán. Bella danzó, encantada. Expectante, la enorme yegua sacó la lengua; nada le gustaba más que tener algo de lo que tirar. Ann la complació y luego le rascó detrás de una oreja. Bella gimió de placer al modo de las caballerías y sacó de nuevo la lengua para proseguir el juego.

— ¿Decíais que lord Rahl es un mago muy poderoso, sargento?

— En efecto. Mató a los seres que veréis empalados delante del palacio.

— ¿Qué seres?

— Él los llama mriswith. Son unas bestias horrorosas con escamas, semejantes a lagartos. Mataron a muchas personas, pero lord Rahl los hizo pedazos.

Mriswith. No eran buenas noticias.

— ¿Hay algún pueblo cerca en el que podamos encontrar alojamiento para esta noche?

— Diez Robles está detrás de la siguiente colina, a apenas tres kilómetros. Tiene una pequeña posada.

— ¿Y a qué distancia estamos de Aydindril?

El sargento observó con ojo crítico a los cuatro caballos. Ann seguía acariciando a Bella.

— Con unas monturas tan buenas, dudo que tardéis más de siete u ocho días.

— Gracias, sargento. Es bueno saber que hay soldados patrullando por la zona, por si acaso hay bandidos.

El sargento echó un vistazo a Nathan, fijándose en su elevada estatura, su largo cabello blanco que le caía hasta los hombros, la mandíbula fuerte y perfectamente rasurada así como sus penetrantes ojos azul oscuro parcialmente ocultos debajo de la capucha. Pese a tener casi mil años, Nathan conservaba un tosco atractivo y todo su vigor.

Enseguida la mirada se posó de nuevo en la mujer. Era evidente que el sargento prefería intercambiar miradas con una anciana baja y algo regordeta que con Nathan. Incluso con su poder refrenado Nathan poseía una presencia intimidatoria.

— Estamos buscando a unas personas de la Sangre de la Virtud —dijo el sargento.

— ¿La Sangre de la Virtud? ¿Os referís a esos locos presuntuosos de Nicobarese que llevan capas rojas?

El sargento tiró de las riendas para impedir que su caballo se fuera hacia un lado. Del resto de los caballos, algunos pisoteaban la nieve buscando hierba o mordisqueaban, esperanzados, ramas secas de los árboles que crecían a los lados del camino, mientras agitaban perezosamente la cola en el fresco aire del atardecer.

— Justo ésos. Buscamos a dos hombres, uno es el lord general de la Sangre y el otro un oficial. Los acompaña una mujer. Huyeron de Aydindril, y lord Rahl ha ordenado su captura. Ha enviado a soldados en todas direcciones para peinar todo el territorio.

— Lo siento, pero no hemos visto ni rastro de ellos. ¿Se aloja lord Rahl en el Alcázar del Hechicero?

— No, en el Palacio de las Confesoras.

— Menos mal —suspiró Ann.

El sargento arrugó la frente e inquirió:

— ¿Por qué menos mal?

Ann no se había percatado de que había expresado su alivio en voz alta.

— Esto…, es sólo que espero ver a ese gran hombre y, de alojarse en el Alcázar del Hechicero, no sería posible. Según he oído es un lugar protegido por la magia. Pero si sale a un balcón de palacio para saludar a la gente podré verlo.

»Bueno, gracias por vuestra ayuda, sargento. Será mejor que lleguemos a Diez Robles antes de que sea noche cerrada. No quisiera que ninguno de mis caballos metiera la pata en un agujero y se la rompiera.

Tras desearles buenas noches el sargento dirigió a la columna de hombres en la dirección contraria a Aydindril. Ann se aseguró de que ya no pudieran oírlos antes de desbloquear la voz de Nathan. Le costaba mantener el control durante períodos de tiempo muy prolongados. Mientras empezaba a recoger sus bultos, esparcidos por la nieve, se preparó mentalmente para aguantar la inevitable invectiva del profeta.

— Será mejor que nos pongamos en marcha —le dijo.

Nathan se irguió con imperiosa expresión ceñuda.

— ¿Por qué has dado oro a unos ladrones? Deberías…

— No eran más que muchachos, Nathan. Estaban hambrientos.

— ¡Trataron de robarnos!

Ann sonrió mientras colocaba un fardo sobre Bella.

— Sabes tan bien como yo que eso nunca hubiera pasado, pero les di más que unas monedas de oro. Creo que no lo volverán a intentar.

— Espero que el hechizo sobre las monedas les queme los dedos hasta el hueso —rezongó el profeta.

— Ayúdame a recoger. Tengo prisa por llegar a la posada. Hay un mensaje en el libro de viaje.

Nathan se quedó un momento sin palabras.

— Bueno… le ha costado lo suyo. Con todas las pistas que le dejamos, hasta un niño de diez años lo hubiera adivinado antes que ella. Sólo nos faltó dejarle una nota sujeta a su vestido que dijera: «Por cierto, la Prelada y el Profeta no están realmente muertos, cabeza de chorlito».

— No era tan sencillo como eso —replicó Ann, ajustando la cincha a Bella—. A nosotros nos parece evidente porque sabemos la verdad. Pero ella no tenía ninguna razón para sospechar. Lo importante es que finalmente lo ha deducido.

Por toda respuesta Nathan resopló con altivez y por fin se dignó a ayudarla a recoger el resto de sus cosas.

— Bueno, ¿qué dice?

— No lo sé. Prefiero esperar a leerlo cuando lleguemos a la posada.

— Si vuelves a jugarme el truco del sordomudo —Nathan la amenazó blandiendo un dedo—, te juró que lo lamentarás.

La mujer lo fulminó con la mirada.

— ¡Y si cuando nos cruzamos con alguien vuelves a gritar que te ha secuestrado una bruja loca que te mantiene prisionero mediante un collar mágico, te juro que serás realmente sordomudo!

Nathan resopló agriamente y siguió con su tarea. Cuando se volvió hacia su caballo, Ann lo vio sonreír con aire satisfecho.

Para cuando dieron con la posada y dejaron los caballos a cargo de un mozo del establo, situado en la parte trasera, las estrellas lucían ya en el cielo y la pequeña luna invernal había asomado por detrás de la ladera de una lejana montaña. El humo de madera que abrazaba el suelo también transportaba el aroma de un guiso. Ann dio al mozo un penique para que entrara el equipaje.

Diez Robles era una pequeña comunidad, y apenas media docena de vecinos ocupaban las pocas mesas, bebiendo, fumando en pipa e intercambiándose historias relatadas por soldados y los rumores sobre alianzas forjadas por el nuevo lord Rahl, aunque no todos estaban convencidos de que, realmente, fuese él quien tenía el control de Aydindril, como se decía. Otros les pedían que entonces explicaran por qué los soldados d’haranianos de pronto se habían vuelto tan disciplinados, a no ser que, finalmente, alguien los hubiera metido en cintura.

Nathan, ataviado con botas altas, pantalones marrones, una camisa blanca con volantes abrochada sobre el rada’han, un chaleco verde oscuro abierto y una pesada capa marrón oscuro que casi se arrastraba por el suelo, caminó tranquilamente hasta la corta barra situada ante unas pocas botellas y barriles. Con aire noble se echó la capa sobre un hombro en tanto que apoyaba un pie en el rodapié situado en la parte inferior del mostrador. A Nathan le encantaba llevar ropa distinta a la túnica negra que había sido su único atavío en el Palacio de los Profetas. Él lo llamaba «quitarse importancia».

El irascible posadero sólo sonrió después de que Nathan le entregara monedas de plata y comentara que, dado que el precio del alojamiento era tan alto esperaba que incluyera la cena. El posadero se encogió de hombros y asintió.

Antes de que Ann se diera cuenta, Nathan ya se había inventado que era un mercader que viajaba con su amante, mientras que su esposa se quedaba en casa criando a sus doce robustos hijos. Cuando el posadero le preguntó con qué comerciaba, Nathan se inclinó hacia él, bajó su autoritaria voz y guiñó un ojo mientras le decía que sería más seguro para él no saber nada.

El posadero, impresionado, se irguió e incluso invitó a Nathan a una jarra. Nathan bebió a la salud de Diez Robles, del posadero y de sus clientes, tras lo cual se dirigió a la escalera mientras pedía al mesonero que cuando les subiera el guiso, añadiera una jarra para su «mujer».

Los ojos de todos los presentes estaban fijos en él, maravillados por aquel imponente forastero.

Ann frunció los labios y se juró que no volvería a distraerse más, dando así a Nathan tiempo suficiente para urdir disparatadas explicaciones. Se había distraído por el libro de viaje. Deseaba saber qué decía, aunque también lo temía. Sería muy fácil que algo hubiese salido mal y que el libro estuviera en posesión de una Hermana de las Tinieblas que hubiese descubierto que ambos seguían vivos. Sería un desastre. La mujer se apretó el estómago para calmar las punzadas que sentía. Tal vez el Palacio de los Profetas había caído ya en manos del enemigo.

El dormitorio era pequeño pero estaba limpio. Tan sólo había dos estrechos camastros, un soporte enjalbegado con una jofaina de latón y un aguamanil, así como una mesa cuadrada sobre la que Nathan dejó el candil que había cogido de la pared al lado de la puerta. El posadero se presentó enseguida con cuencos de guiso de cordero y pan moreno, seguido por el mozo de cuadras con su equipaje. Una vez que ambos se hubieron marchado y cerrado la puerta, Ann se sentó y arrimó la silla a la mesa.

— Bueno, ¿no vas a echarme un sermón? —preguntó Nathan.

— No, Nathan, estoy cansada.

El Profeta agitó una mano con elegante gesto.

— Después de hacerme pasar por sordomudo, me pareció que era justo. —La expresión de Nathan se tornó sombría para añadir—: Excepto por los primeros cuatro años, durante toda mi vida el collar me ha mantenido prisionero. ¿Cómo te sentirías de ser una cautiva toda tu vida?

Ann pensó que, por ser su guardiana, era tan prisionera como él.

— Aunque nunca me crees cuando lo dijo —repuso, mirándolo a los ojos—, te repetiré una vez más que no me gusta que seas un prisionero, Nathan. No me produce ningún placer mantener cautivo a un hijo del Creador por el simple crimen de haber nacido como es.

Tras un largo silencio Nathan apartó la mirada. Con manos enlazadas en la espalda recorrió el dormitorio, examinándolo con ojo crítico. Sus botas resonaban contra el suelo de madera.

— Hummm, no es a lo que estoy acostumbrado —anunció sin dirigirse a nadie en particular.

Ann alejó de sí el cuenco con el guiso y colocó el libro de viaje encima de la mesa. Antes de decidirse a abrirlo se quedó unos segundos mirando su cubierta de cuero negro. Entonces leyó:

Primero debes decirme por qué me elegiste la última vez. Recuerdo cada palabra. Un error y arrojaré este libro al fuego.

— Caramba, caramba —murmuró—. Es cauta. Mejor. —Nathan echó un vistazo por encima de su hombro—. Fíjate en la fuerza de los trazos, Nathan. Creo que Verna está enfadada.

Ann se quedó mirando las palabras. Sabía a qué se refería Verna.

— Realmente debe odiarme —susurró Ann. Las palabras escritas temblaron cuando sus ojos se anegaron de lágrimas.

Nathan se irguió.

— ¿Y qué? Yo también te odio y no parece que eso te importe.

— ¿De veras, Nathan? ¿De veras me odias?

La única respuesta fue un gruñido desdeñoso.

— ¿Te he dicho ya que ese plan tuyo es una completa locura?

— No, desde el desayuno.

— Bueno, pues ahora te lo digo.

Ann seguía con la mirada fija en el mensaje escrito.

— No es la primera vez que trabajas para influir en qué bifurcación sigue una profecía, Nathan, porque sabes qué ocurriría si los acontecimientos tomasen un rumbo equivocado, y porque también sabes cuán fácilmente se corrompen las profecías.

— Si te empeñas en seguir tu insensato plan sólo lograrás que te maten y a mí contigo. ¿Y entonces qué? Quiero llegar a los mil años, ¿sabes? Por tu culpa nos matarán a los dos.

Ann se levantó de la silla y posó una cariñosa mano en el musculoso brazo del Profeta.

— Pues dime qué otra cosa puedo hacer, Nathan. Conoces las profecías, conoces la amenaza. Fuiste tú quien me alertó. Dime qué harías si dependiese de ti.

Ambos intercambiaron una larga mirada. Cuando por fin el Profeta puso una de sus manazas sobre la mano de Ann, su mirada ya no era furiosa.

— Lo mismo que tú, Ann. Es nuestra única oportunidad. Pero no por eso me callo lo que pienso sobre el peligro que corres.

— Lo sé, Nathan. ¿Están allí? ¿Están en Aydindril?

— Sólo uno de ellos —respondió Nathan en voz baja al tiempo que le apretaba una mano—; el otro estará allí cuando lleguemos. Lo he visto en la profecía.

»Ann, vivimos en una era en la que confluyen una maraña de augurios. Las guerras atraen a las profecías como el estiércol a las moscas. Hay ramas que van en todas direcciones, y cada profecía debe manejarse adecuadamente. Si tomamos el camino equivocado en cualquiera de ellas, iremos de cabeza al desastre. Lo peor es que hay huecos en los que ni yo sé qué hacer. Además, no somos nosotros los únicos que debemos tomar la bifurcación adecuada, sino que también otros deben hacerlo y no tenemos control sobre ellos.

Ann no encontró palabras, por lo que se limitó a asentir. Volvió a tomar asiento y arrimó la silla a la mesa. Nathan se sentó a horcajadas en la otra silla, partió un pedazo de pan moreno y masticó mientras observaba cómo sacaba el punzón del lomo del libro de viaje.

Entonces escribió: Mañana por la noche, cuando la luna esté alta, ve al lugar donde encontraste esto. Luego cerró el libro y se lo guardó en un bolsillo del vestido gris que llevaba.

— Espero que sea lo suficientemente inteligente para justificar la fe que tienes en ella —comentó Nathan, hablando con la boca llena.

— La hemos entrenado lo mejor que hemos sabido, Nathan. La enviamos lejos de palacio durante veinte años para que aprendiera a pensar por sí misma. Hemos hecho todo lo que podíamos. Ahora debemos confiar en ella. —Ann se besó el dedo en el que durante tanto tiempo llevara el anillo de Prelada—. Querido Creador, te lo ruego, dale fuerzas.

Nathan sopló sobre una cucharada de guiso.

— Quiero una espada —declaró.

— Eres un mago con pleno control de su don. ¿Para qué quieres una espada, en nombre del Creador?

El hombre la miró como si la creyera estúpida.

— Pues porque tendría un aspecto muy gallardo con una espada al cinto.

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