29

— Por favor —susurró Cathryn.

Richard se sumergió en los dulces ojos castaños de la mujer mientras le acariciaba un costado de su radiante rostro y le apartaba un rizo negro de la mejilla. Cuando se miraban a los ojos a Richard le resultaba casi imposible apartar la mirada si antes ella no lo hacía. En esos momentos lo intentaba y no podía. La mano femenina sobre su cintura le provocaba cálidas sensaciones de deseo en todo el cuerpo. El joven luchaba desesperadamente por conjurar la imagen de Kahlan en su mente para resistir el impulso de tomar a Cathryn entre sus brazos y decir «sí». Su cuerpo ardía pidiéndole que se rindiera.

— Estoy cansado —mintió. Lo último que deseaba era dormir—. Ha sido un día muy largo. Mañana volveremos a vernos.

— Pero yo quiero…

Richard la hizo callar posando un dedo sobre sus labios. Sabía que si volvía a escuchar aquellas palabras de sus labios, no podría resistirse. Pero era casi igualmente difícil resistirse al mensaje implícito del gesto de Cathryn al lamerle suavemente la yema del dedo. En medio de la niebla que le nublaba la mente casi era imposible formar pensamientos coherentes.

Por fin logró formar uno: «Queridos espíritus, ayudadme. Dadme fuerzas. Mi corazón pertenece a Kahlan».

— Mañana —repitió con esfuerzo.

— Eso mismo me dijiste ayer, y me ha costado horas encontrarte —le susurró la mujer a la oreja.

Richard había usado la capa de mriswith para volverse invisible. Le costaba un poco menos resistirse si Cathryn no podía apelar a él directamente, aunque eso sólo servía para aplazar lo inevitable. Cuando la veía buscarlo frenéticamente, no podía soportar su angustia y acababa yendo hacia ella.

La mano de Cathryn ascendía por su cuello. Richard la tomó y la besó brevemente.

— Que duermas bien, Cathryn. Hasta mañana.

Por el rabillo del ojo vio que Egan montaba guardia de pie con la espalda contra la pared a apenas tres metros de distancia. Tenía los brazos cruzados y miraba al frente, como si no se diera cuenta de nada. Más allá, en las sombras del tenebroso pasillo, Berdine también vigilaba. Pero la mord-sith no fingía no verlo junto a la puerta con Cathryn abrazada a él. Berdine lo observaba sin ninguna expresión. Sus otros guardaespaldas —Ulic, Cara y Raina— dormían.

Richard deslizó una mano a su espalda y accionó el pomo. La puerta se abrió. Richard dio un paso a un lado y Cathryn se tambaleó y fue a dar al interior de su dormitorio. Para guardar el equilibrio la mujer le cogió una mano. Luego, mirándolo a los ojos, se la besó. Richard sintió que las piernas le temblaban.

Consciente de que si no se alejaba de Cathryn no podría seguir resistiendo, retiró la mano. Mentalmente trataba de justificar que no estaría mal ceder. ¿Qué mal podría haber en ello? ¿Por qué era algo tan malo? ¿Por qué creía él que era algo malo?

Era como sentir un denso velo que cubría sus pensamientos y los sofocaba antes de que pudieran aflorar.

En su cabeza resonaban voces que trataban de racionalizar por qué debería abandonar aquella estúpida resistencia y gozar de los encantos de aquella preciosa mujer. Era más que evidente que ella lo deseaba, de hecho, se lo suplicaba. Richard la deseaba tanto que sentía un nudo en la garganta. Casi lloraba por el esfuerzo de hallar razones que lo frenaran.

Sus pensamientos se arremolinaban como aletargados. Una parte de él, la principal, luchaba desesperadamente para que cejara en su resistencia, pero un pequeño y débil rincón de su mente se batía ferozmente para tratar de contenerlo, quería avisarlo de que algo estaba mal. Era absurdo. ¿Qué estaba tan mal? ¿Por qué? ¿Qué era eso en su interior que lo refrenaba?

«Queridos espíritus, ayudadme.»

En su mente apareció una imagen de Kahlan que le sonreía con esa sonrisa que reservaba sólo para él. Vio que los labios de la mujer se movían y le declaraban su amor.

— Necesito estar a solas contigo, Richard —dijo Cathryn—. Ya no puedo esperar más.

— Buenas noches, Cathryn. Que duermas bien. Nos veremos mañana. —Con estas palabras cerró la puerta.

Jadeando por el esfuerzo entró en su propio dormitorio y cerró la puerta. Tenía la camisa empapada de sudor. Casi sin fuerzas alzó una mano y corrió el cerrojo. Pero justo al encajar, se rompió. Richard se quedó mirando el soporte, que colgaba de un solo tornillo. A la mortecina luz del fuego no distinguió el resto de tornillos entre los intrincados motivos de las alfombras.

Tenía tanto calor que apenas podía respirar. Richard se quitó el tahalí por encima de la cabeza y dejó caer la espada al suelo mientras se dirigía a la ventana. Con el ansia de un hombre que se está ahogando levantó el pestillo, abrió la ventana de par en par y respiró a bocanadas. Pero aunque sus pulmones se llenaron de aire frío, él siguió igual de acalorado.

Su dormitorio estaba situado en la planta baja, por lo que por un momento barajó la idea de salvar el alféizar y rodar sobre la nieve. Al fin decidió limitarse a dejarse envolver por el frío aire mientras contemplaba la noche y el solitario jardín.

Algo iba mal pero no conseguía discernir qué. Por una parte deseaba estar con Cathryn pero algo en su interior se lo impedía. ¿Por qué? No podía comprender por qué no cedía al deseo.

Una vez más pensó en Kahlan. Ella era la razón.

Pero si amaba a Kahlan, ¿por qué deseaba tan intensamente a Cathryn? No lograba apartarla de su pensamiento, y le costaba incluso mantener el recuerdo de Kahlan.

Arrastrando los pies llegó al lecho. Instintivamente sabía que había llegado al límite de su capacidad para resistir el deseo de Cathryn. Aturdido, se sentó en la cama. La cabeza le daba vueltas.

La puerta se abrió. Richard alzó la vista. Era ella. Llevaba una prenda tan fina que la tenue luz del pasillo perfilaba su cuerpo. La mujer cruzó el cuarto hacia él.

— Richard, por favor —le suplicó con aquella voz dulce que lo dejaba paralizado—, no me rechaces esta vez. Por favor. Moriré si no estamos juntos ahora mismo.

¿Morir? Queridos espíritus, no quería que ella muriera. De sólo pensarlo a punto estuvo de echarse a llorar.

Cathryn avanzó sinuosamente hasta la zona iluminada por el fuego. Llevaba un camisón de delicado drapeado que llegaba hasta el suelo, pero que no ocultaba lo que había debajo, sino que realzaba su cuerpo y lo convertía en lo más bello que Richard hubiese visto en su vida. Todo él se encendió. No podía pensar en nada más que en lo que veía y en lo mucho que la deseaba. Si no la hacía suya, moriría de deseo insatisfecho.

De pie sobre él, Cathryn sonrió y le acarició el rostro con una mano; la otra permanecía a su espalda. Richard sentía el calor de la carne femenina. Cathryn se inclinó y sus labios se rozaron. El placer fue tan intenso que Richard creyó morir. La mano de la mujer se dirigió a su pecho.

— Túmbate, amor mío —susurró ella al tiempo que lo empujaba hacia abajo.

Richard se dejó caer en el lecho, mirándola a través de una agónica nube de deseo. Pensó en Kahlan, pero se sentía inerme. Richard recordó vagamente algunos de los consejos que le diera Nathan sobre cómo usar su don. Era algo que estaba dentro de él y que la furia hacía aflorar. Pero él no sentía furia. Según Nathan, un mago guerrero usaba su don por instinto. Cuando estaba a punto de morir a manos de Liliana, una Hermana de las Tinieblas, se había abandonado a ese instinto. Se había abandonado a su poder interior. Por necesidad había permitido que ese uso instintivo despertara su poder.

— Por fin, amor mío —susurró Cathryn, con una rodilla apoyada en el lecho.

Totalmente indefenso, Richard se abandonó a aquel centro de calma, al instinto oculto tras el velo que le nublaba la mente. Se dejó caer en el oscuro vacío. Renunció a controlar sus acciones. «Que sea lo que el Creador quiera», pensó. De todos modos, estaba perdido.

En su mente se hizo de pronto la luz, que disipó por completo la niebla.

Al alzar la vista vio a una mujer por la que no sentía nada. Con fría lucidez lo comprendió. No era la primera vez que Richard experimentaba los efectos de un hechizo; sabía qué se sentía. El velo había caído. Algo mágico rodeaba a la mujer. Una vez desaparecida la niebla, notaba los fríos dedos de la magia en su mente. Pero ¿por qué?

Entonces vio el cuchillo.

La hoja lanzó destellos a la luz de las llamas cuando Cathryn la alzó por encima de la cabeza. Rápidamente Richard se dejó caer al suelo al mismo tiempo que el cuchillo se hundía en el colchón. Sin darse por vencida, lo retiró y se abalanzó de nuevo hacia él.

Pero ya no tendría otra oportunidad. Richard alzó las piernas, listo para rechazarla, pero en aquella confusión de sensaciones y descubrimientos sintió la presencia de un mriswith casi al mismo tiempo que lo veía materializarse y volar por el aire encima de él.

Súbitamente el mundo se tiñó de rojo. Richard sintió que sangre caliente le salpicaba en la cara y vio que el camisón transparente de Cathryn se abría de un tajo; como fruto de una explosión, se derramaron los repliegues cercenados de tejido entre gris y azul. Las tres hojas casi partieron a la mujer por la mitad. El mriswith fue a estrellarse contra el suelo, más allá.

Richard rodó sobre sí mismo para zafarse de ella y se puso de pie de un salto, al mismo tiempo que Cathryn caía hacia atrás y sus vísceras se desparramaban por la alfombra. Sus terribles boqueadas se convirtieron en penosos jadeos.

Agachado, con pies y manos extendidos, el humano plantó cara al mriswith situado al otro lado de la mujer. La bestia sostenía sendos cuchillos de triple hoja en las manos. Entre ellos Cathryn se retorcía en la agonía de la muerte.

El mriswith retrocedió un paso hacia la ventana. Sus ojos brillantes y redondos como cuentas no se apartaban de Richard. Dio otro paso, cubriendo con su capa negra uno de sus escamosos brazos y recorrió rápidamente la habitación con la mirada.

Richard se lanzó a coger su espada. Pero se detuvo cuando el mriswith plantó un garrudo pie sobre la empuñadura, inmovilizando el arma contra el suelo.

— No. Iba a matarte —siseó la bestia.

— ¡Justo como tú!

— No. Yo te protejo, hermano de piel.

Richard, estupefacto, clavó la mirada en la oscura figura. El mriswith se echó la capa alrededor del cuerpo, se lanzó por la ventana y desapareció en la noche. Richard se abalanzó hacia él para detenerlo, pero aterrizó sobre el alféizar con medio cuerpo fuera, y sus manos solamente asieron aire. El mriswith se había ido. Richard ya no notaba su presencia en la mente.

El vacío mental dejado por la desaparición del mriswith se llenó con la imagen de una Cathryn retorciéndose en medio de sus propias tripas. Richard vomitó.

Cuando por fin el convulso acceso de náuseas cesó y la cabeza dejó de darle vueltas regresó tambaleante hacia donde yacía la mujer y se arrodilló junto a ella. Gracias a los espíritus había muerto y ya no sufría. Aunque hubiese intentado asesinarlo, había sido insoportable contemplar su agonía.

Al contemplar aquel rostro a Richard le pareció imposible haber albergado hacía ella esos sentimientos que vagamente recordaba. No era más que una mujer como las demás; era la magia la que la había dotado de atractivo. Tenía algún tipo de sortilegio que había nublado su razón. Por suerte, en el último momento había recuperado el juicio; su don había roto el hechizo.

La parte superior del camisón desgarrado se le enrollaba alrededor del cuello. Una fría sensación que le ponía la carne de gallina le hizo fijarse en sus senos. Richard entrecerró los ojos y se aproximó más a ella, observando fijamente. Con una mano le rozó el pezón derecho y luego el izquierdo. La sensación era distinta.

Richard acercó una lámpara al fuego y la prendió con una larga astilla. Entonces volvió junto al cadáver e iluminó el seno izquierdo. El joven se humedeció el pulgar con saliva y frotó el liso pezón; éste desapareció. Con el camisón le limpió la pintura del seno hasta dejar un montículo de carne liso y sin ninguna cicatriz. A Cathryn le faltaba el pezón izquierdo.

Del centro de calma de su interior surgió la comprensión. Eso debía de tener relación con el hechizo que había ejercido sobre él. No sabía de qué modo, pero tenía la certeza de que así era.

De pronto se sentó sobre los talones. Por un momento se quedó inmóvil, pensativo, para luego erguirse de un salto y correr hacia la puerta. Allí se detuvo. ¿Por qué pensaba eso? Tenía que estar equivocado.

Pero ¿y si no lo estaba?

Abrió la puerta sólo lo suficiente para colarse por la abertura y la cerró tras él. Egan echó un vistazo en su dirección, los brazos aún cruzados, y enseguida adoptó de nuevo la misma posición. Richard miró hacia el fondo del pasillo y vio a Berdine, vestida de cuero rojo, apoyada contra la pared. Lo observaba.

Con un dedo le indicó que se acercase. La mord-sith se irguió y obedeció, lentamente. Al llegar a su lado echó una rápida mirada a la puerta, puso ceño y alzó la vista.

— La duquesa desea estar con vos. Regresad junto a ella.

— Ve a despertar a Cara y a Raina. Quiero veros a las tres. Vamos —ordenó. Su voz reflejaba el mismo ardor que su mirada.

— ¿Hay algo que…?

— ¡Obedece!

La mord-sith miró de nuevo hacia la puerta y luego se marchó sin añadir ni media palabra más. Cuando hubo desaparecido al final del corredor, Richard se dirigió a Egan, que lo observaba:

— ¿Por qué la dejaste entrar en mi cuarto?

Egan arrugó la frente, desconcertado, y alzó una mano hacia la puerta.

— Bueno… por cómo iba… vestida. Dijo que deseabais verla esta noche y que vos le habíais dicho que se pusiera esa prenda y luego fuese a vuestro dormitorio. —Egan carraspeó antes de añadir—: Era obvio para qué queríais verla. Pensé que os enfadaríais si no la dejaba pasar.

Richard accionó el pomo y abrió la puerta de par en par. Con un gesto invitó a Egan a entrar. Tras un instante de vacilación el soldado entró.

Al ver el cadáver, se puso tenso.

— Lord Rahl, lo siento. No vi ningún mriswith. De haberlo visto lo habría detenido o al menos os habría avisado, lo juro. Queridos espíritus —añadió con un gruñido— qué modo tan horrible de morir. Lord Rahl, os he fallado.

— Mírale la mano, Egan.

La mirada del soldado le recorrió todo el brazo hasta posarse en el cuchillo que aún asía en una mano.

— Pero ¿qué…?

— Yo no le dije que viniera. Ella vino para matarme.

Egan apartó la mirada. Era evidente que comprendía las implicaciones. Cualquier lord Rahl del pasado lo habría ejecutado al instante por ese fallo.

— A mí también me engañó, Egan. No es culpa tuya. Pero nunca más dejes entrar en mi cuarto a otra mujer que no sea mi prometida, ¿entendido? Si una mujer, sea quien sea, se acerca a mi habitación, te doy permiso para que la arrestes.

— A vuestras órdenes, lord Rahl —dijo el soldado y ejecutó el tradicional saludo.

— Por favor, envuelve el cuerpo en la alfombra y sácala de aquí. De momento déjala en su cuarto. Vuelve a tu posición en el pasillo y cuando las tres mord-sith regresen, déjalas pasar.

Egan se dispuso a obedecer sin cuestionar las órdenes. Dada su fuerza y su tamaño, apenas le costó esfuerzo retirar el cadáver.

Tras inspeccionar el cerrojo de la puerta roto, Richard cogió una silla arrimada a la mesa, le dio la vuelta y la colocó junto al fuego, de cara a la puerta. Ojalá se equivocara. ¿Qué iba a hacer si estaba en lo cierto? En silencio, escuchando el chisporroteo del fuego, esperó a las tres mujeres.

— Adelante —dijo en respuesta al golpe en la puerta.

Entró Cara seguida por Raina, ambas vestidas de cuero marrón. Berdine fue la última. Las dos primeras se aproximaron a él echando una despreocupada mirada a la estancia, pero los ojos de Berdine recorrieron el cuarto con mucha mayor atención. Las tres se detuvieron ante él.

— ¿Nos habéis llamado, lord Rahl? —preguntó Cara con voz inexpresiva—. ¿Deseáis algo?

Richard se cruzó de brazos.

— Mostradme los senos, las tres.

Cara abrió la boca para decir algo pero volvió a cerrarla y, apretando la mandíbula, empezó a desabrocharse los botones situados a los costados, a la altura de las costillas. Con un vistazo a Cara, Raina comprobó que su compañera obedecía. También ella, al principio con renuencia, empezó a desabrocharse los botones. Berdine contemplaba a sus compañeras. Lentamente también ella empezó a soltar los botones a los costados de su uniforme de cuero rojo.

Una vez desabotonada la prenda, Cara la asió por el lateral de la parte superior aunque no la abrió. Mostraba una expresión de ardiente resentimiento. Richard cambió de lugar la espada desnuda que tenía sobre el regazo y cruzó las piernas.

— Estoy esperando —dijo.

Con un último suspiro de resignación Cara se abrió la parte delantera del uniforme. A la titilante luz del fuego, que él mismo había avivado mientras esperaba, Richard examinó los pezones fijándose especialmente en la trémula sombra que proyectaba la protuberancia central. Ambos pezones de Cara presentaban relieve. Si hubieran sido pintados habrían sido planos.

Seguidamente su mirada se posó en Raina, impartiéndole una orden sin palabras. Richard aguardó en silencio. Era evidente que la mord-sith hacía esfuerzos para mantenerse callada y al mismo tiempo luchaba por decidir qué hacer. Apretaba los labios con fuerza, indignada, pero finalmente alzó una mano y se abrió bruscamente el uniforme. Richard examinó sus senos. Ambos pezones eran reales.

La siguiente era Berdine; la mord-sith que lo había amenazado, la que había alzado el agiel contra él.

Lo que su rostro, rojo como el uniforme de cuero, expresaba no era humillación sino rabia.

— ¡Prometisteis que no tendríamos que hacer esto! ¡Lo prometisteis! Dijisteis que no…

— Descúbrete.

Cara y Raina rebullían, inquietas. Creían que Richard estaba eligiendo a una de ellas para pasar la noche y eso no les gustaba ni pizca. Por otra parte, ninguna de ellas deseaba oponerse a los deseos de su lord Rahl. Berdine seguía inmóvil.

Richard endureció la mirada.

— Te he dado una orden. Has jurado obedecerme. Vamos, descúbrete.

A la mord-sith se le escaparon lágrimas de furia. Levantó una mano y desnudó bruscamente el torso. Sólo tenía un pezón. El seno izquierdo se veía perfectamente liso. Respiraba agitadamente.

Sus compañeras contemplaron con asombro el seno izquierdo de Berdine. Por sus expresiones, Richard coligió que le habían visto antes los pechos y cuando bruscamente empuñaron los respectivos agiels, supo que no habían esperado ver eso.

Richard se puso en pie y se dirigió a Cara y Raina.

— Os pido que me perdonéis por lo que os he obligado a hacer. —Con un gesto les indicó que se cubrieran. Berdine temblaba de rabia mientras sus compañeras empezaron a abotonarse los uniformes de cuero a los costados.

— ¿Qué pasa aquí? —preguntó Cara, mirando amenazadoramente a Berdine mientras se abrochaba los prietos botones.

— Te lo explicaré más tarde. Vosotras dos podéis iros.

— No nos vamos a ninguna parte —declaró Raina con voz tan grave como sus ojos, fijos asimismo en Berdine.

— Pues yo creo que sí. —Richard señaló la puerta—. Pero tú te quedas —ordenó a Berdine, apuntándola con un dedo.

Cara se aproximó a él con intención de protegerlo.

— No nos vam…

— ¡No estoy de humor para discutir! ¡Fuera!

Cara y Raina se estremecieron, sorprendidas. Lanzando un último suspiro de furia Cara hizo una seña a Raina y ambas salieron cerrando la puerta tras ellas.

Instantáneamente Berdine empuñó su agiel.

— ¿Qué has hecho con ella?

— ¿Quién te ha hecho esto, Berdine? —inquirió Richard en tono amable.

— ¡He preguntado qué le has hecho!

Ahora que nada enturbiaba ya su mente Richard sintió claramente el hechizo que rodeaba a la mord-sith cuando ésta se aproximó. Notaba el inconfundible cosquilleo de la magia y una sensación desagradable en su interior. No era una magia bondadosa.

En los ojos de la mujer vio más que magia; vio la ira desatada de una mord-sith.

— Murió tratando de matarme.

— Sabía que debería haberme ocupado personalmente. —Berdine sacudió la cabeza, asqueada—. Arrodíllate —ordenó entre dientes.

— Berdine, no pienso…

La mord-sith lo atacó con su agiel, golpeándolo en un hombro. Lo tumbó de espaldas.

— ¡No te atrevas a llamarme por mi nombre!

La rapidez de Berdine lo tomó por sorpresa. Respiraba a bocanadas a causa del atroz dolor que sentía en el hombro. Vívidamente recordó todas y cada una de las torturas que había sufrido con un agiel.

La duda lo invadió. No estaba seguro de ser capaz de hacer lo que se proponía. Pero la única alternativa era matar a la mord-sith, y había jurado que no haría tal cosa. No obstante, el terrible dolor que le llegaba hasta los huesos hacía flaquear su resolución.

— Recoge la espada —ordenó Berdine, cada vez más cerca.

Richard hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y se levantó. Nuevamente Berdine posó el agiel sobre su hombro, obligándolo a arrodillarse. El joven hacía esfuerzos para mantener su objetivo. Denna le había enseñado a soportar la tortura. Tenía que aguantar. Cogió la espada y se puso en pie, tambaleante.

— Úsala contra mí.

Richard miró el frío azul de sus ojos, luchando contra la semilla de pánico que empezaba a germinar en su corazón.

— No —replicó, y arrojó la espada sobre el lecho—. Yo soy el lord Rahl. Estás vinculada a mí.

Berdine gritó de furia y le hundió el agiel en el vientre. Richard se encontró de pronto de espaldas. La habitación giraba a su alrededor. Pese a haberse quedado sin aliento, se puso en pie trabajosamente cuando Berdine se lo ordenó.

— ¡Usa tu cuchillo! ¡Lucha contra mí!

Con dedos temblorosos el joven se sacó el cuchillo de la funda que le colgaba del cinto y se lo ofreció por el mango.

— No. Mátame si de verdad es eso lo que quieres.

La mord-sith le arrebató el cuchillo de la mano.

— Me lo estás poniendo muy fácil. Pensaba hacerte sufrir un poco, pero lo único que importa es que mueras.

Aunque en su interior sentía un lacerante dolor que lo atormentaba, Richard recurrió a toda su fortaleza.

— Aquí está mi corazón Berdine —dijo, señalando el lugar exacto—. Aquí está el corazón de lord Rahl, a quién debes lealtad. Si quieres matarme, clávame aquí el cuchillo. —Con una mano se dio golpecitos en el pecho.

— Perfecto —replicó Berdine con una cruel sonrisa—. Tendrás lo que deseas.

— No es mi deseo, sino el tuyo. Yo no deseo que me mates.

La mord-sith vaciló. Un tic agitó su frente.

— Defiéndete.

— No, Berdine. Si es esto lo que quieres, debes elegir por ti misma.

— ¡Lucha conmigo! —gritó la mujer, y lo golpeó en la cara con el agiel.

Fue como si los huesos de la mandíbula se le quebraran y le arrancaran todos los dientes. El dolor irradió hasta los oídos y era tan intenso que casi lo cegó. Jadeando y cubierto de sudor frío, se enderezó.

— Berdine, dos magias pugnan en tu interior. Una te une a mí y la otra es la que te infundieron cuando te arrancaron el pezón. No puedes seguir llevando ambas. Una de las dos debe desaparecer. Yo soy tu lord Rahl; estás vinculada a mí. Para matarme deberás romper el vínculo. Pongo mi vida en tus manos.

Berdine se precipitó sobre él. Richard notó cómo la parte posterior de la cabeza se estrellaba contra el suelo. Encima de él, la mord-sith gritaba con furia.

— ¡Lucha conmigo, cabrón! —Con una mano descargaba puñetazos contra su pecho, y con la otra sostenía el cuchillo. Las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¡Lucha conmigo! ¡Lucha conmigo! ¡Lucha!

— No. Si quieres matarme, tendrás que hacerlo tú sola.

— ¡Lucha! —repitió la mord-sith, y le golpeó la cara—. ¡No puedo matarte si no luchas contra mí! ¡Defiéndete!

Richard la rodeó con sus brazos y la estrechó contra el pecho. Apoyándose con los talones en la alfombra se deslizó hacia atrás y se sentó contra el lecho, sin dejar de abrazarla.

— Berdine, si a ti el vínculo te impide matarme, a mí me obliga a protegerte. No permitiré que mueras así. Te quiero viva. Quiero que sigas siendo mi guardaespaldas.

— ¡No! —protestó la mord-sith—. ¡Tengo que matarte! ¡Lucha conmigo para que pueda matarte! ¡No puedo hacerlo si no te resistes! ¡Lucha!

Deshecha en llanto por la ira y la frustración, la mujer apretó el cuchillo contra la garganta de lord Rahl. Richard no trató de detenerla. En vez de eso, le acariciaba la ondulada melena castaña.

— Berdine, yo he jurado luchar para defender a quienes quieren vivir en libertad. Tú eres una de ellos. No haré nada que pueda dañarte. Sé que, en el fondo, no deseas matarme pues has jurado defenderme con tu vida.

— ¡Te mataré! ¡Sí lo haré! ¡Te mataré!

— Yo tengo fe en ti, Berdine. Creo en tu juramento. Pongo mi vida en tu palabra y en tu vínculo.

Berdine, con los ojos fijos en los suyos, jadeaba y sollozaba a lágrima viva. Tal era la intensidad del llanto que su cuerpo se agitaba sin control. Richard no hizo ningún movimiento para librarse del filo contra su cuello.

— En ese caso, mátame —suplicó Berdine—. Por favor… ya no puedo soportarlo más. Por favor… mátame.

— Yo nunca te haría daño, Berdine. Te he dado la libertad. No tienes que rendir cuentas a nadie más que a ti misma.

La mord-sith lanzó un prolongado gemido de congoja, tras lo cual arrojó el cuchillo al suelo y se desplomó sobre Richard, echándole los brazos al cuello.

— Oh, lord Rahl —sollozó—, perdonadme. Perdonadme. Oh, queridos espíritus, ¿qué he hecho?

— Has demostrado la fuerza del vínculo —le susurró Richard, abrazándola.

Berdine no podía dejar de llorar.

— Me hicieron mucho daño. Mucho. Nunca había sentido un dolor igual. Aún me duele resistirme.

Richard la estrechó contra sí con más fuerza.

— Lo sé, pero debes resistir.

Berdine puso una mano sobre el pecho del joven y se apartó de él.

— No puedo. —Richard pensó que jamás había presenciado tal grado de sufrimiento—. Os lo ruego, lord Rahl… matadme. No puedo soportar este dolor. Os lo suplico, acabad con mi vida.

El sufrimiento de la mord-sith generó en él un tormento comparable. Tratando de consolarla, volvió a estrecharla contra su pecho mientras le acariciaba la cabeza. Pero era inútil; sólo logró arreciar el llanto de Berdine.

Entonces la apoyó contra el lecho. Berdine no dejaba de llorar y agitarse. Sin pensar en lo que hacía, ni comprender la razón de sus actos, posó una mano sobre el seno izquierdo de la mujer.

Richard buscó su centro de calma, ese lugar en el que no existían pensamientos, su fuente de paz interior, y se abandonó a su instinto. Un abrasador dolor se adueñó hasta de la última fibra de su ser. Era el dolor de Berdine. Richard sintió lo que habían hecho a la mord-sith y el sufrimiento que esa magia le seguía causando. Lo soportó al igual que había soportado el dolor del agiel.

Por empatía sintió el tormento de la existencia de la mujer, la tortura que significaba convertirse en una mord-sith y la angustia de perder su yo original. Con ojos cerrados aceptó todo ese sufrimiento. Aunque no visualizaba los acontecimientos del proceso, percibía la serie de cicatrices que habían dejado en el alma de Berdine. Tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para soportarlo. Era como una sólida roca en medio del impetuoso torrente de sufrimiento que fluía por su propia alma.

Lo soportaba por ella. Richard derramó sobre el alma de Berdine el amor que sentía por aquel ser inocente, por aquella compañera de sufrimiento. Pese a que su comprensión de sus propios sentimientos era imperfecta, se guiaba por el instinto. Era como una esponja que absorbía el sufrimiento de Berdine para que ésta no tuviera que soportarlo, para ayudarla. Al mismo tiempo sentía un calor interior que manaba al exterior a través de la mano posada sobre la carne femenina. Era como si a través de esa mano estuviera conectado con su chispa vital, con su alma.

Paulatinamente Berdine se fue calmando, su respiración se normalizó, los músculos se relajaron y se recostó contra el lecho.

Richard sintió que ese dolor que lo invadía empezaba a desaparecer. Sólo entonces se dio cuenta de que contenía la respiración para soportar mejor el suplicio, y espiró.

También el calor que fluía de su mano empezó a disiparse hasta evaporarse. Richard retiró la mano y apartó algunas ondas de cabello del rostro de Berdine. La mord-sith abrió sus azules ojos, que buscaron los suyos.

Ambos bajaron la vista. Volvía a estar intacta.

— Vuelvo a ser yo misma —murmuró Berdine—. Me siento como si acabara de despertar de una pesadilla.

Richard cubrió con el uniforme de cuero rojo sus senos desnudos.

— Yo también.

— Nunca ha habido un lord Rahl como vos —dijo con asombro—. Benditos sean los espíritus, nunca ha habido otro como vos.

— Eso es una gran verdad —declaró una voz a sus espaldas.

Al volverse Richard contempló los rostros anegados en lágrimas de las otras dos mord-sith, arrodilladas.

— ¿Estás bien, Berdine? —preguntó Cara.

La interpelada, aún un tanto aturdida, asintió.

— Sí. Vuelvo a ser yo misma.

Pero el mayor sorprendido era el mismo Richard.

— Podríais haberla matado —dijo Cara—. De haber tratado de usar la espada, Berdine hubiera capturado vuestra magia, pero de todos modos os quedaba el cuchillo. Os hubiera sido fácil matarla. No teníais por qué sufrir el agiel. Podríais haberla matado.

— Lo sé. Pero el dolor de matarla hubiera sido mucho peor.

Berdine arrojó su agiel al suelo ante él.

— Os entrego mi agiel, lord Rahl.

Las otras dos se quitaron las cadenas de oro que les pendían de la mano y dejaron caer sus agiels al suelo junto al de Berdine.

— Yo también entrego mi agiel a lord Rahl —declaró Cara.

— Yo también, lord Rahl.

Richard se quedó mirando fijamente las varas rojas en el suelo, ante él. Entonces pensó en su espada, en lo mucho que odiaba los actos que cometía con ella, en cómo abominaba de las muertes que había causado y saber que aún causaría más. No obstante, aún no estaba preparado para cederla.

— Para mí esto significa mucho más de lo que os podéis ni imaginar —confesó, incapaz de mirarlas a los ojos—. El que me entreguéis vuestros agiels es prueba de vuestro corazón y del vínculo. Os pido que me perdonéis, pero por el momento debo pediros que los conservéis. —Con estas palabras les devolvió los agiels—. Cuando todo esto acabe, cuando nos libremos de la amenaza, también nos libraremos de los fantasmas personales que nos persiguen. Pero hasta entonces debemos luchar contra el enemigo. Y nuestras armas, por terribles que sean, nos permiten proseguir esa lucha.

Cara posó una mano sobre su hombro con gesto amable.

— Lo entendemos, lord Rahl. Que sea como decís. Cuando esto acabe no sólo nos veremos libres de los enemigos exteriores, sino también de los enemigos interiores.

— Así es. Hasta entonces debemos ser fuertes. Debemos ser el viento de la muerte.

En el silencio Richard se preguntó qué estaban haciendo los mriswith en Aydindril. El que había asesinado a Cathryn había dicho que quería protegerlo. ¿Protegerlo a él? No, era imposible.

Pero por mucho que pensara no recordaba que ningún mriswith lo atacara a él personalmente. En el primer encuentro, delante del Palacio de las Confesoras, Gratch los había atacado y Richard se había lanzado a ayudar a su amigo. Los mriswith habían tratado de matar al «ojos verdes», tal como llamaban al gar pero no lo habían atacado a él.

El de esa noche había tenido una oportunidad inmejorable, pues Richard estaba desarmado, pero en lugar de atacarlo había escapado sin luchar. Y además le había llamado «hermano de piel». Se le ponía la carne de gallina sólo imaginarse qué podría querer decir con eso.

Pensativo se rascó el cuello.

Cara le frotó la parte posterior del cuello que Richard acababa de rascarse.

— ¿Qué es esto? —preguntó.

— No sé. No es más que un grano que siempre me pica.

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