6

Sobre el arqueado puente de piedra que permitía cruzar el río Kern hacia la isla Halsband y el Palacio de los Profetas, las hermanas Philippa, Dulcinia y Maren esperaban en fila, hombro contra hombro, como tres halcones que aguardaran a que su cena se aproximase. Tenían las manos enlazadas al nivel de la cintura y parecían impacientes. Al estar de espaldas al sol sus rostros quedaban en la sombra, pero incluso así la hermana Verna distinguió sus expresiones ceñudas. Warren cruzó el puente junto a ella, mientras que el soldado Kevin Andellmere, tras cumplir con su deber, se escabulló.

— ¿Dónde te habías metido? Has tenido esperando a todo el mundo —espetó a Verna la canosa hermana Dulcinia con rígido gesto.

En la ciudad seguían sonando los tambores como sonido de fondo, como el lento gotear de la lluvia. Verna trató de olvidarlos.

— He estado paseando para reflexionar sobre el futuro del palacio y la labor del Creador. Teniendo en cuenta que las cenizas de la prelada Annalina aún no se han siquiera enfriado, no esperaba que la maledicencia empezara tan pronto.

La hermana Dulcinia se aproximó aún más a ella, y en sus penetrantes ojos azules se encendió una peligrosa chispa.

— No te muestres insolente con nosotras, hermana Verna, o volverás a ser novicia antes de lo que crees. Ahora que te has reintegrado a la vida de palacio será mejor que respetes sus usos y empieces a mostrar el debido respeto a tus superioras.

Tras amenazarla, la hermana Dulcinia enderezó de nuevo la espalda, como si retrajera las garras. Era evidente que no esperaba ninguna réplica. La hermana Maren, una mujer baja y fornida con músculos de leñador y sin pelos en la lengua, sonrió con aire satisfecho. Por su parte, la alta y oscura Philippa, cuyos prominentes pómulos y su estrecha mandíbula le daban un aire exótico, clavaba en Verna sus ojos negros tras una máscara inexpresiva.

— ¿Superiores? —replicó la hermana Verna—. Todas somos iguales a los ojos del Creador.

— ¡Iguales! —resopló la hermana Maren, irritada—. Una idea interesante. Si convocáramos una asamblea para juzgar tu conflictiva actitud, descubrirías lo «igual que eres» y probablemente acabarías desempeñando las mismas tareas que mis novicias, sólo que esta vez no tendrías a Richard que intercediera y te sacara las castañas del fuego.

Verna enarcó una ceja.

— ¿Eso crees, hermana Maren? —Warren se acercó imperceptiblemente a Verna por la espalda—. Corrígeme si me equivoco, pero creo recordar que la última vez que «me sacaron las castañas del fuego», dijiste que después de rezar al Creador habías comprendido que el mejor modo en que podía servirlo era volver a ser Hermana. Y ahora dices que fue cosa de Richard. ¿Tengo o no razón?

— ¿Osas poner en duda mis palabras? —La indignada hermana Maren se apretó las manos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. ¡Yo ya castigaba a novicias insolentes doscientos años antes de que tú nacieras! ¿Cómo te atreves a…?

— Has contado dos versiones del mismo hecho. Puesto que ambas no pueden ser verdad, es obvio que una de ellas tiene que ser mentira. ¿Sí o no? Diría que te han pillado en una mentira, hermana Maren. Jamás hubiese creído que precisamente tú cayeses en el hábito de la mentira. Las Hermanas de la Luz tienen la sinceridad en alta estima y aborrecen la mentira, más incluso de lo que aborrecen la falta de respeto. ¿Qué penitencia piensa imponerse mi superiora, la maestra de las novicias, por haber mentido?

— Vaya, vaya —comentó Dulcinia con una afectada sonrisa—. Qué osadía. Diría que estás pensando luchar por el puesto de Prelada, pero te aconsejo que te quites esa absurda idea de la cabeza. Cuando la hermana Leoma hubiese acabado contigo, apenas quedaría nada de ti que pudiera recogerse.

Verna le devolvió la misma sonrisa.

— Por lo que veo, hermana Dulcinia, tienes intenciones de apoyar a la hermana Leoma. ¿O acaso estás tratando de endosarle una tarea para quitarla de en medio mientras tú luchas por el puesto?

— Ya basta —ordenó la hermana Philippa en voz baja pero autoritaria—. Tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos. Acabemos con esta farsa cuanto antes para poder continuar con el proceso de selección.

— ¿A qué farsa te refieres? —inquirió Verna, los brazos en jarras.

Con gracioso ademán la hermana Philippa se volvió hacia el palacio. Su sencilla pero elegante túnica amarilla fluyó tras ella.

— Ven con nosotras, hermana Verna. Ya nos has retrasado lo suficiente. Eres la última. Después de ti podremos empezar en serio. Nos ocuparemos de tu insolente actitud en otro momento.

Philippa echó a andar por el puente con paso majestuoso seguida por las otras dos Hermanas. Tras intercambiar una mirada de extrañeza, Verna y Warren las siguieron.

Warren aflojó el paso para que las Hermanas les adelantaran una docena de pasos, frunció el entrecejo y susurró a la oreja de la hermana Verna:

— ¡Hermana Verna, a veces pienso que serías capaz de enojar incluso a la persona más pacífica del mundo! Durante los veinte años que estuviste fuera todo ha estado tan tranquilo que ya había olvidado la cantidad de problemas que puede causar esa lengua tuya. ¿Por qué te comportas de ese modo? ¿Te gusta meterte en líos para nada?

Verna lo fulminó con la mirada, por lo que Warren miró al cielo y cambió de tema.

— ¿Qué crees que están haciendo esas tres juntas? Creía que serían rivales.

Verna echó una rápida mirada a las tres Hermanas para asegurarse de que no podían oírla.

— Si quieres clavar un cuchillo en la espalda de tu rival, para decirlo de algún modo, primero tienes que acercarte.

En el corazón del palacio, al llegar ante las gruesas puertas de madera de nogal que conducían al salón principal, las tres Hermanas se detuvieron tan bruscamente que Verna y Warren a punto estuvieron de chocar con ellas. Las tres se volvieron. La hermana Philippa posó las yemas de los dedos de una mano sobre el pecho de Warren y lo obligó a retroceder un paso.

Entonces alzó uno de sus largos y elegantes dedos, que quedó a apenas unos centímetros de la nariz del joven y lo atravesó con una fría mirada.

— Esto es asunto de las Hermanas. Una vez que la nueva Prelada, sea quien sea, tome posesión del cargo —añadió, tras echar una ojeada al desnudo cuello de Warren—, tendrás que ponerte de nuevo un rada’han al cuello si deseas quedarte en el Palacio de los Profetas. No podemos tolerar que los muchachos no estén debidamente controlados.

Con una mano invisible en la parte baja de la espalda de Warren, la hermana Verna impidió que retrocediera más.

— Fui yo quien le quitó el collar por la autoridad que me da ser una Hermana de la Luz. Fue un compromiso que tomé en nombre de palacio y no puede ser revocado.

La oscura mirada de la hermana Philippa se posó en Verna.

— Ya discutiremos eso más tarde, en un momento más apropiado.

— Acabemos de una vez —intervino la hermana Dulcinia—. Tenemos asuntos más importantes que atender.

La hermana Philippa asintió.

— Ven con nosotras, hermana Verna.

Un Warren encorvado y con aspecto perdido contempló cómo una de las Hermanas usaba su han para abrir las pesadas puertas, que las tres atravesaron. Para no parecer un cachorro al que acaban de echar una reprimenda y sigue obedientemente a sus amos, la hermana Verna aceleró el paso para colocarse a su lado. Dulcinia resopló, Maren invocó una de sus famosas miradas que tan bien conocían las desafortunadas novicias, aunque no protestó, y Philippa sonrió apenas. Cualquier observador hubiese pensado que Philippa había ordenado a la hermana Verna que caminase a su lado.

Se detuvieron al borde interior del bajo techo, entre blancas columnas con capiteles dorados tallados con enroscadas hojas de roble. La hermana Leoma esperaba dándoles la espalda. Era más o menos de la misma estatura que la hermana Verna. El pelo blanco, que se había recogido holgadamente con una única cinta dorada, le caía hasta media altura de la espalda. Llevaba un modesto vestido marrón que llegaba casi hasta el suelo.

Más allá, el gran salón se abría a una estancia cubierta con una enorme cúpula. La luz que entraba por las vidrieras situadas detrás de la galería superior coloreaba la bóveda de crucería pintada con figuras de Hermanas vestidas al antiguo estilo, rodeadas por una resplandeciente figura que representaba al Creador. Éste tenía los brazos abiertos para simbolizar su amor hacia todas las Hermanas, las cuales, a su vez, también tendían los brazos hacia él.

Junto a las ornamentadas barandillas de las galerías situadas a doble nivel que circundaban la estancia, Hermanas y novicias miraban hacia abajo en silencio. En el brillante suelo que conformaba un dibujo en zigzag Verna vio algunas Hermanas; las de mayor edad y de más alta categoría. Excepto por alguna que otra tos que resonaba en la enorme estancia, el silencio era absoluto.

En el centro de la sala, bajo la figura que representaba al Creador, se alzaba una solitaria columna blanca y acanalada que llegaba a la altura de la cintura. El débil resplandor que la rodeaba parecía surgir de la nada. Las Hermanas dispuestas en torno se mantenían a una prudente distancia de la columna y de su misteriosa envoltura de luz. Y hacían bien, si ese resplandor era lo que la hermana Verna sospechaba. En la parte superior plana de la columna descansaba un pequeño objeto que Verna no podía ver bien.

— Ah. Me alegro de que hayas podido reunirte con nosotras, hermana —le dijo la hermana Leoma, volviéndose hacia ella.

— ¿Es eso lo que creo que es? —inquirió Verna.

Una leve sonrisa dobló las arrugas que surcaban el rostro de la hermana Leoma.

— Si estás pensando en una red de luz, sí, lo es. Ni siquiera la mitad de nosotras posee el talento ni el poder necesarios para tejer una. Es bastante impresionante, ¿no te parece?

La hermana Verna entrecerró los ojos para tratar de distinguir qué era aquel objeto en lo alto de la columna.

— Nunca había visto un pedestal igual, al menos aquí. ¿Qué es? ¿De dónde ha salido?

La hermana Philippa miraba sin pestañear el blanco pilar que se alzaba en medio de la sala. Ya no quedaba ni rastro de su arrogante actitud.

— Cuando volvimos del funeral estaba aquí, esperándonos.

La hermana Verna echó otra ojeada al pedestal.

— ¿Qué hay encima?

— El anillo de la Prelada —respondió la hermana Leoma, uniendo las manos—. El anillo del cargo.

— ¡El anillo de la Prelada! ¿Y qué está haciendo allí arriba, en nombre del Creador?

La hermana Philippa enarcó una ceja.

— Eso me gustaría saber a mí —comentó.

Verna creyó detectar una leve inquietud en aquellos ojos oscuros.

— Bueno, ¿qué…?

— Ve y trata de cogerlo —dijo la hermana Dulcinia—. Desde luego, no creo que lo logres —añadió entre dientes.

— No sabemos qué está haciendo ahí —le explicó la hermana Leoma con una entonación más propia para hablar con otra hermana—. Cuando regresamos ya estaba allí. Hemos tratado de examinarlo, pero no podemos acercarnos. En vista de la peculiar naturaleza del escudo hemos creído conveniente comprobar si alguna de nosotras consigue acercarse y, tal vez, descubrir su propósito. Todas lo hemos intentado, pero sin éxito. Sólo faltas tú.

La hermana Verna se envolvió con el chal e inquirió:

— ¿Qué pasa cuándo tratáis de acercaros?

Las hermanas Dulcinia y Maren desviaron la vista, pero la hermana Philippa sostuvo la mirada a Verna y respondió:

— No es agradable. No es nada agradable.

Era de esperar. A Verna solamente le sorprendió que ninguna de las Hermanas hubiera resultado herida en el intento.

— Es criminal encender un escudo de luz y dejarlo en medio, donde cualquier inocente puede toparse con él accidentalmente.

— Es poco probable —replicó Leoma—, si tenemos en cuenta dónde está. El personal de la limpieza lo encontró y tuvieron el buen sentido de mantenerse alejados.

Verna estaba segura de que todas las Hermanas habían intentado aproximarse al anillo, y no presagiaba nada bueno el hecho de que ninguna Hermana lo hubiese logrado. Sería un gran logro que una de ellas demostrara que poseía el poder suficiente para recuperar el anillo de la Prelada.

— ¿Habéis probado a unir redes para succionar el poder del escudo? —preguntó Verna a la hermana Leoma.

La interpelada negó con la cabeza.

— Decidimos que primero todas las Hermanas tendrían una oportunidad, pues podría tratarse de un escudo adaptado específicamente a una de ellas. Ignoramos cuál podría ser el propósito de tal cosa, pero si es así y se trata de un escudo defensivo, cuando lo enlazáramos con otra red para tratar de desactivarlo el objeto que defiende podría ser destruido. Tú eres la única que aún no lo ha intentado. Incluso hemos subido a la hermana Simona —añadió Leoma con un cansino suspiro.

Verna bajó la voz en el súbito silencio.

— ¿Está mejor?

— Todavía oye voces —respondió Leoma, alzando la mirada hacia el fresco del Creador—. Anoche, mientras estábamos en la colina, tuvo otra pesadilla.

— Vamos, trata de recuperar el anillo y luego seguiremos con el proceso de selección —dijo la hermana Dulcinia. Con una severa mirada pareció reprender a las hermanas Philippa y Leoma por tanta charla. La hermana Philippa recibió la mirada inexpresivamente y sin ningún comentario, mientras que la hermana Maren lanzaba una impaciente mirada al débil resplandor que resguardaba el objeto por todas codiciado.

Con una mano de nudosos dedos, la hermana Leoma señaló hacia la columna blanca.

— Verna, querida, tráenos el anillo, si puedes. Tenemos asuntos importantes de palacio de los que ocuparnos. Si tampoco tú puedes, tendremos que usar un enlace para desactivar el escudo y tratar de recuperar el anillo de la Prelada. Vamos, muchacha, inténtalo.

Verna inspiró hondo, decidió no tomarse como una ofensa que otra Hermana, una igual, la hubiese llamado «muchacha», y echó a andar sobre el suelo pulido. Sus pasos resonaron en la vasta sala, en la que el único otro sonido era el amortiguado batir de los tambores. Después de todo, se dijo, la hermana Leoma era bastante mayor que ella y, por tanto, merecía cierta deferencia. Al alzar la vista hacia las galerías distinguió a sus amigas —las hermanas Amelia, Phoebe y Janet—, que la animaban con débiles sonrisas. Con expresión resuelta Verna siguió adelante.

¿Qué estaba haciendo el anillo de la Prelada bajo un escudo tan peligroso, un escudo de luz? Algo iba mal. La respiración se le aceleró al pensar que podría tratarse de la trampa de una Hermana de las Tinieblas. Tal vez una de ellas había preparado ese escudo para eliminarla porque sospechaba que sabía demasiado. Verna aflojó ligeramente el paso. Si su suposición era correcta y se trataba de una trampa para eliminarla, el escudo podría incinerarla antes de que se diera ni cuenta.

Solamente el sonido de sus pasos resonaba en sus oídos al notar los límites externos de la red. Podía distinguir el resplandor que emanaba del anillo. Tensó los músculos y esperó a sentir la desagradable experiencia por la que todas las demás habían pasado, pero únicamente notó calor, como el del sol en un día de estío. Lentamente, paso a paso, fue avanzando, y el calor no aumentó.

Por las débiles exclamaciones de sorpresa que oyó supo que ninguna de sus compañeras había llegado tan lejos. No obstante, era consciente de que ello no significaba necesariamente que lograra llegar hasta el anillo o salir con vida del escudo. A través del suave fulgor blanco distinguió los asombrados rostros de sus Hermanas, que seguían con atención todos sus movimientos.

Entonces, como en la brumosa luz de un sueño, se vio ante el pedestal. En el centro del escudo la luz era tan intensa que ya no podía distinguir los rostros de quienes se hallaban fuera.

El anillo de oro de la Prelada descansaba sobre un trozo de pergamino doblado y lacrado con un sello rojo que mostraba la misma figura de un reluciente sol que el anillo. Había algo escrito. Verna apartó el anillo y dio la vuelta al pergamino con un dedo a fin de leerlo.

Si quieres escapar con vida de esta red, ponte el anillo en el dedo anular de la mano izquierda, bésalo y entonces rompe el sello y lee en voz alta a las demás Hermanas lo que he escrito dentro.

Estaba firmado: Prelada Annalina Aldurren.

La hermana Verna se quedó mirando fijamente esas palabras. Tuvo la impresión de que los trazos le devolvían la mirada, expectantes. Reconocía la letra de la Prelada, pero podía tratarse de una falsificación. Si se trataba de una trampa de una Hermana de las Tinieblas amante del teatro y el drama y ella seguía esas instrucciones, podría costarle la vida. Pero, si no era una trampa y no seguía las instrucciones, también moriría. Verna reflexionó unos instantes sobre la alternativa, inmóvil. No se le ocurría nada.

Entonces, alargó una mano y cogió el anillo. De la oscuridad al otro lado del escudo le llegaron exclamaciones de sorpresa. Verna dio la vuelta a la sortija entre los dedos para examinar el dibujo del sol y los signos de desgaste en el metal. Se notaba cálido al tacto, como si una fuente interna lo calentara. Desde luego parecía el anillo de la Prelada y algo en su interior le decía que, efectivamente, lo era. La Hermana posó nuevamente la mirada en las palabras escritas en el pergamino.

Si quieres escapar con vida de esta red, ponte el anillo en el dedo anular de la mano izquierda, bésalo y entonces rompe el sello y lee en voz alta a las demás Hermanas lo que he escrito dentro. Prelada Annalina Aldurren.

Verna apenas podía respirar. Se puso el anillo en el dedo anular de la mano izquierda, se llevó los dedos a los labios y besó el anillo mientras desgranaba una silenciosa plegaria dirigida al Creador, suplicándole que la guiara y le diera fortaleza. De la figura del Creador pintada sobre ella surgió un brillante haz de luz que la bañó en su resplandor. Verna se estremeció. A su alrededor percibía un leve zumbido en el aire. Oyó breves y entrecortados gritos y chillidos de las Hermanas alrededor de la sala, pero la luz no le permitía verlas.

La Hermana alzó el pergamino con manos trémulas. El zumbido en el aire se hizo más intenso. Verna deseaba echar a correr pero en lugar de eso rompió el sello. El haz de luz que emanaba de la figura del Creador se intensificó hasta adquirir un cegador brillo.

Verna desplegó el pergamino y alzó la vista, aunque no distinguía los rostros que la rodeaban.

— Bajo pena de muerte, he recibido instrucciones de leer esta carta. —En vista de que no oyó ni un sonido, prosiguió—: Dice así: «A todas las Hermanas reunidas y también las no presentes, ésta es mi última voluntad».

Varias Hermanas lanzaron exclamaciones entrecortadas. Verna hizo una pausa y tragó saliva.

— «Vivimos tiempos muy difíciles, y el Palacio no puede permitirse el lujo de enzarzarse en una prolongada lucha por mi sucesión. No pienso permitirlo. Así pues, ejerzo una de mis prerrogativas como Prelada que se recogen en el canon del Palacio de los Profetas y nombro a mi sucesora. La tenéis ante vosotras, llevando el anillo del cargo. La Hermana que esté leyendo esto es ahora la Prelada. Las Hermanas de la Luz la obedecerán. Todos la obedecerán.

»He tejido el encantamiento alrededor del anillo con la ayuda y la guía del mismo Creador. Si desobedecéis mi voluntad, allá vosotras.

»A la nueva Prelada le encomiendo que sirva y proteja el Palacio de los Profetas y todo aquello que representa. Que la Luz te sostenga y te guíe siempre.

»Escrito por mi propia mano antes de abandonar esta vida y entregarme a las dulces manos del Creador. Prelada Annalina Aldurren.»

Con un estruendo que hizo temblar el suelo bajo sus pies, el haz de luz y el resplandor que la envolvían se extinguieron.

Verna Sauventreen dejó caer la mano que sostenía la carta mientras alzaba la vista hacia el círculo de perplejas caras que la miraban. Un suave crujido resonó en la vasta sala cuando todas las Hermanas de la Luz se hincaron de rodillas e inclinaron la cabeza ante su nueva Prelada.

— No puede ser —musitó Verna para sí.

Echó a andar lentamente, arrastrando los pies sobre el suelo pulido, y dejó caer la carta. Cautelosamente las Hermanas corrieron tras ella para recoger el escrito y leer por sí mismas las últimas palabras de la prelada Annalina Aldurren.

Las cuatro Hermanas se pusieron de pie ante ella. El fino cabello rubio rojizo de la hermana Maren enmarcaba una faz pálida como la cera. La hermana Dulcinia la miraba con ojos azules desorbitados y rostro encendido. Y la hermana Philippa había trocado su habitual expresión plácida por otra de consternación.

En el arrugado rostro de la hermana Leoma apareció una amable sonrisa.

— Necesitarás consejo y guía, Her… Prelada. —El modo en que tragó saliva, involuntariamente, arruinó el efecto de la sonrisa—. Os ayudaremos en todo lo que podamos. Estamos a vuestra disposición. Estamos para serviros en…

— Gracias —la interrumpió Verna con voz débil y echó a andar. Era como si sus pies tuvieran voluntad propia.

Warren esperaba fuera. Verna cerró las puertas. Aún aturdida, se vio delante del joven mago de rubia cabellera. Warren se hincó de hinojos e inclinó la cabeza.

— Prelada. —Entonces alzó la vista y le explicó con una sonrisa—: He escuchado detrás de la puerta.

— No me llames Prelada. —La voz le sonó hueca incluso a ella.

— ¿Por qué no? Ahora es lo que eres —dijo con una sonrisa más amplia—. Es realmente…

Verna giró sobre sus talones y empezó a alejarse. Por fin su mente volvía a funcionar.

— Sígueme —le ordenó.

— ¿Adónde vamos?

Verna se llevó un dedo a los labios para imponerle silencio y lo miró de reojo con tal expresión que el joven se calló de golpe. Warren tuvo que darse prisa para alcanzarla. Una vez a su lado, empezó a andar a grandes zancadas. Verna lo condujo fuera del Palacio de los Profetas. Cada vez que parecía que se disponía a decir algo, Verna se llevaba un dedo a los labios. Al fin el joven suspiró, se metió las manos en las mangas y caminó mirando al frente.

Fuera del palacio, las novicias y los muchachos que habían oído el estruendo de las campanas que anunciaban el nombramiento de la nueva Prelada inclinaban la cabeza al ver el anillo. Verna pasaba junto a ellos sin detenerse a mirarlos. Los soldados que custodiaban el puente sobre el río Kern la saludaron con una inclinación de cabeza.

Tras cruzar el río, Verna descendió a la orilla y avanzó por un sendero que discurría entre matorrales. Warren caminaba deprisa para no perderla. Así pasaron junto a pequeños embarcaderos, todos vacíos pues los pescadores faenaban en sus barcas en el río, lanzando redes o tirando de anzuelos, mientras remaban lentamente río arriba. Pronto regresarían para vender los peces en el mercado de la ciudad.

Tras caminar un rato río arriba alejándose del Palacio de los Profetas, Verna se detuvo en un lugar plano desierto, cerca de un afloramiento rocoso alrededor del cual el agua borboteaba y salpicaba. Contemplando la corriente con expresión ceñuda, la mujer se colocó en jarras.

— Juro que si esa entrometida no estuviera muerta, la estrangularía con mis propias manos.

— ¿De quién estás hablando?

— De la Prelada. Si no estuviera ya en manos del Creador, sentiría las mías alrededor del cuello.

Warren se rió por lo bajo.

— Sería digno de verse, Prelada.

Verna cogió al joven bruscamente por la túnica a la altura de ambos hombros.

— Warren, tienes que ayudarme. Ayúdame a salir de ésta.

— ¿Qué? ¡Pero si es maravilloso! Verna, ahora eres la Prelada.

— No. No puede ser. Warren, tú conoces todos los libros que se guardan en las criptas, has estudiado las leyes de palacio; tienes que encontrar algo para sacarme de ésta. Tiene que haber un modo. Tú puedes encontrar en los libros algo que lo impida.

— ¿Impedirlo? Si ya está hecho. Además, es lo mejor que podría haber pasado. —El joven ladeó la cabeza e inquirió—: ¿Por qué me has hecho venir hasta aquí?

Verna le soltó la túnica.

— Warren, piensa. ¿Por qué murió la Prelada?

— La mató la hermana Ulicia, una de las Hermanas de las Tinieblas. Murió porque luchaba contra su maldad.

— No, Warren, piensa. Murió porque un día, en su despacho, me dijo que sabía que había Hermanas de las Tinieblas en palacio. La hermana Ulicia, que era una de sus administradoras, la oyó—. Verna se inclinó hacia él—. El despacho estaba protegido con un escudo. Yo misma me aseguré de ello pero no caí en que las Hermanas de las Tinieblas son capaces de usar Magia de Resta. La hermana Ulicia nos oyó pese al escudo y regresó para matar a la Prelada. Aquí fuera podremos ver si hay alguien lo suficientemente cerca como para oírnos. No hay lugar en el que ocultarse. —Con un gesto de la cabeza señaló el agua borboteante—. Y el agua altera el sonido de nuestras voces.

Warren miró nervioso a su alrededor.

— Ya veo qué quieres decir. Pero Prelada, a veces el agua puede transportar el sonido a cierta distancia.

— Te he dicho que no me llames Prelada. Con los sonidos del día y si hablamos en voz baja, el agua enmascarará nuestras voces. No podemos arriesgarnos a hablar en palacio. Siempre que queramos tratar de esto, tendremos que salir al campo, para ver si hay alguien cerca. Bueno, tienes que hallar el modo de librarme del cargo de Prelada.

Warren soltó un suspiro de exasperación.

— Deja de repetir eso. Estás cualificada para ser la Prelada, tal vez seas la más cualificada para ello de entre todas las Hermanas. Además de experiencia, la Prelada debe estar dotada de un poder excepcional. —Warren desvió la mirada cuando Verna enarcó una ceja—. Tengo un acceso ilimitado a cualquier escrito de las criptas. He leído los informes. —Volvió a mirarla a los ojos—. Cuando capturaste a Richard las otras dos Hermanas murieron y te traspasaron su poder. Ahora tienes el poder, el han, de tres Hermanas.

— Ése no es el único requisito, Warren, ni mucho menos.

El joven mago se inclinó hacia ella.

— Como ya he dicho, tengo acceso ilimitado a los libros. Conozco los requisitos. No hay nada que te descalifique; los cumples todos. Deberías estar eufórica por ser la Prelada. Es lo mejor que podría haber pasado.

La hermana Verna suspiró.

— ¿Has perdido el seso justo ahora que ya no llevas el collar? ¿Qué posible razón podría tener yo para desear ser Prelada?

— Ahora podremos descubrir quiénes son las Hermanas de las Tinieblas. —Warren sonrió confidencialmente—. Tendrás la autoridad necesaria para hacer lo que hay que hacer—. Sus ojos azules brillaban—. Como he dicho, es lo mejor que podría haber pasado.

Verna alzó los brazos.

— Warren, mi nombramiento como Prelada es lo peor que pudiera haber pasado. El manto de la autoridad es tan restrictivo como ese collar del que tanto te alegras haberte librado.

— ¿Qué quieres decir?

La mujer se apartó algunos mechones rizados de pelo castaño.

— Warren, la Prelada es una prisionera de su autoridad. ¿Veías a menudo a la prelada Annalina? No. ¿Y por qué no? Porque estaba en su despacho, ocupada en administrar el Palacio de los Profetas. Tenía miles de asuntos que atender, miles de cuestiones que requerían su atención, centenares de Hermanas y de jóvenes que supervisar, sin olvidar el constante dilema de Nathan. Ni te imaginas la cantidad de problemas que podía llegar a causar ese hombre. Tenía que estar bajo vigilancia constante.

»La Prelada no puede visitar de improviso a una Hermana ni a un joven mago, pues tendrían un ataque de pánico preguntándose qué han podido hacer mal, qué le habrán dicho a la Prelada de ellos. Las conversaciones de la Prelada no pueden ser nunca casuales; uno siempre busca un significado oculto en sus palabras. Y no es porque la Prelada lo quiera, sino porque posee una autoridad tan absoluta que es imposible olvidarse de ello.

»Cada vez que se aventura fuera de sus aposentos, inmediatamente la rodea la pompa y el ceremonial que conlleva su cargo. Si decide cenar en el comedor, nadie se atreve a hablar con ella; todos la miran en silencio, rezando para que no se le ocurra mirarlos o, aún peor, pedirles que se sienten a su mesa.

El entusiasmo de Warren se marchitó.

— Nunca lo había visto de ese modo.

— Si tus sospechas acerca de las Hermanas de las Tinieblas son ciertas, y no estoy diciendo que lo sean, el hecho de ser Prelada me impedirá descubrir quiénes son.

— A la prelada Annalina no se lo impidió.

— ¿De veras? Tal vez, si no hubiese sido la Prelada, las habría descubierto mucho tiempo antes y podría haber hecho algo para detenerlas. Tal vez las habría podido eliminar antes de que empezaran a matar a nuestros muchachos para robarles el han y hacerse más poderosas. Pero, siendo Prelada, las descubrió demasiado tarde, y la mataron.

— Pero es posible que teman lo que sabes y que, de un modo u otro, se descubran ellas mismas.

— Si realmente hay Hermanas de las Tinieblas en palacio, seguro que saben que ayudé a descubrir a sus seis compañeras huidas, por lo que estarán encantadas de verme convertida en la Prelada para que tenga las manos atadas y no estorbe.

— No obstante, tal vez sea de ayuda que seas la Prelada.

— No. Será un obstáculo para detener a las Hermanas de las Tinieblas. Warren, tienes que ayudarme. Tú conoces los libros. Tiene que haber algún modo de sacarme de ésta.

— Prelada…

— ¡Deja de llamarme así!

Warren se estremeció, frustrado.

— Eso es lo que eres. No puedo llamarte de otro modo.

Verna suspiró.

— La Prelada, la prelada Annalina, pedía a sus amigos que la llamaran Ann. Puesto que ahora yo soy la Prelada, te pido que me llames Verna.

Warren frunció el entrecejo, pensativo.

— Bueno… supongo que somos amigos.

— Warren, somos más que amigos. Tú eres la única persona en quien puedo confiar. Ahora no tengo a nadie más.

— Muy bien, Verna. —Warren torció el gesto, cavilante—. Tienes razón; conozco los libros. Sé cuáles son los requisitos y tú los cumples todos. Ciertamente eres joven para ser Prelada, aunque eso sólo es cuestión de precedentes; no hay ninguna ley sobre la edad. Además, posees el han de tres Hermanas. En eso ninguna Hermana, al menos ninguna Hermana de la Luz, te iguala. Sólo por eso estás más que cualificada; el poder, el han, es uno de los principales requisitos para ser Prelada.

— Warren, tiene que haber algo. Piensa.

Los ojos azules del joven reflejaron la profundidad de sus conocimientos y también su pesar.

— Verna, conozco los libros, y son explícitos. Una vez legalmente nombrada, prohíben expresamente que la Prelada renuncie a su cargo. Sólo la muerte puede liberarla. A no ser que Annalina Aldurren vuelva a la vida y reclame el puesto, no hay nada que te descalifique ni que te permita dimitir. Eres la Prelada.

A Verna no se le ocurría ninguna solución. Estaba atrapada.

— Esa mujer me ha manipulado durante toda la vida. Ella tejió el hechizo específicamente para mí, para atraparme. ¡La mataría!

Warren posó una mano sobre su brazo con gesto cariñoso.

— Verna, ¿podrías permitir que una Hermana de las Tinieblas se convirtiera en Prelada?

— El Creador nos libre.

— ¿Y crees que Ann sí podría?

— No, pero no entiendo qué…

— Verna, me has dicho que solamente puedes confiar en mí. Piensa en Ann. Ella también estaba atrapada. No podía arriesgarse a que una de ellas se convirtiera en Prelada. Se estaba muriendo e hizo lo único que podía hacer. Solamente podía confiar en ti.

Verna lo miró de hito en hito mientras sus palabras resonaban en su mente. Luego se dejó caer sobre una roca oscura y sin aristas junto al agua y hundió la cara entre las manos.

— Querido Creador —susurró—. ¿Cómo puedo ser tan egoísta?

Warren se sentó a su lado.

— ¿Egoísta? Obstinada sí, a veces, pero nunca egoísta.

— Oh, Warren, tiene que haberse sentido tan sola. Al menos Nathan estuvo a su lado… al final.

Warren asintió. Entonces la miró y le preguntó:

— Estamos metidos en un buen lío, ¿verdad, Verna?

— En un lío descomunal, Warren. Los dos estamos atrapados.

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