22

Verna inspiró una profunda bocanada del aire húmedo y refrescante de la noche. Fue como un tónico. Notaba cómo sus músculos se relajaban mientras recorría un estrecho sendero que serpenteaba entre arriates de azucenas que apenas asomaban, cerezos silvestres en flor y exuberantes arbustos de arándanos, esperando que los ojos se acostumbraran a la luz de la luna. Por encima de los densos arbustos los árboles desplegaban su amplio ramaje. Era como si le ofrecieran las ramas para que las tocara, o la suave fragancia de sus hojas y flores para que la inhalara.

Aunque era demasiado pronto para que los árboles estuvieran en flor, en el jardín de la Prelada crecían árboles muy poco comunes: achaparrados, de tronco retorcido y amplio ramaje, que florecían todo el año, aunque solamente daban fruto en la temporada. En el Nuevo Mundo Verna se había topado con un bosquecillo de árboles siempre en flor y había descubierto que era un lugar frecuentado por los escurridizos geniecillos nocturnos, unas frágiles criaturas que solamente eran visibles de noche bajo la apariencia de chispas de luz.

Después de convencer a los geniecillos de que no llevaban malas intenciones, ella y las dos Hermanas que la acompañaban habían pasado varias noches allí, hablando con ellos acerca de cosas sencillas. Por los geniecillos supieron de la benevolencia de los magos y de las Confesoras que gobernaban la alianza de la Tierra Central. A Verna la complació averiguar que la gente de la Tierra Central protegía los lugares mágicos y permitía que las criaturas que los habitaban vivieran en paz y soledad.

Aunque también en el Viejo Mundo existían parajes habitados por seres mágicos, en ningún lugar eran tan numerosos ni variados como en esos paraísos del Nuevo Mundo. Asimismo, algunos de esos seres la habían enseñado a ser más tolerante, a comprender que en el mundo existían muchas y frágiles maravillas del Creador y que lo mejor que podía hacer la humanidad era dejarlas en paz.

Ésa era una idea que en el Viejo Mundo no se compartía, y eran muchos los lugares en los que la magia espontánea se había sometido a control para impedir que cosas que no se plegaban a la razón hicieran daño o mataran a la gente. En esos casos se consideraba que la magia era «inconveniente». En muchos aspectos, el Nuevo Mundo seguía siendo un lugar virgen, tal como el Viejo Mundo lo era miles de años atrás antes de que la humanidad lo convirtiera en un lugar seguro y, en cierto modo estéril, por querer dominarlo.

Verna echaba de menos el Nuevo Mundo. En ningún otro lugar se había sentido tan a gusto como allí. En un estanque junto al sendero, los patos se balanceaban en el agua mientras dormían con la cabeza metida entre las alas, al tiempo que invisibles ranas croaban entre los juncos. De vez en cuando veía a un murciélago que descendía en picado hacia la superficie del agua para atrapar a un insecto en el aire. Las sombras de la luna jugueteaban en la orilla cubierta de hierba al son del murmullo que producía la suave brisa al pasar entre las hojas.

Justo pasado el estanque, una pequeña senda doblaba hacia un grupo de árboles que se alzaban entre densos matorrales apenas tocados por la luz de la luna. Verna sintió que ése era el lugar que buscaba, por lo que abandonó el sendero principal y se internó en las sombras que la aguardaban. A diferencia del cuidado aspecto que ofrecía el resto del jardín, aquella pequeña zona había sido dejada al capricho de la naturaleza.

Tras cruzar una angosta brecha en la pared de espinos, Verna se encontró con una pequeña y encantadora construcción de cuatro aguilones. Cada uno de los tejados se inclinaba describiendo una suave curva que remataba en un alero apenas más alto que la cabeza de la mujer. Frente a cada aguilón, a cierta distancia, crecía un impresionante ginkgo, las ramas de los cuales se entrelazaban sobre el edificio. Las eglantinas abrazaban el suelo cerca de los muros, invadiendo el cautivador recinto con su aroma. En lo alto de cada aguilón se abría una ventana redonda, demasiado alta para mirar por ella.

La senda moría en uno de los muros rematados por un aguilón. Verna descubrió una puerta arqueada y toscamente labrada con la imagen del sol grabada en el centro. Tenía tirador, pero no cerradura. Verna tiró, pero la puerta no se movió ni un ápice. Obviamente estaba protegida con un escudo.

Verna palpó el borde con los dedos para tratar de determinar la naturaleza del escudo o el modo de traspasarlo. Únicamente notó una gélida sensación que la impulsó a apartar la mano.

Entonces se abrió a su han, dejando que la dulce luz la inundara con esa sensación cálida y familiar. Tan glorioso era estar más cerca del Creador que tuvo que reprimir una exclamación. De repente el aire se llenó con miles de fragancias; en su carne sentía la humedad, el polvo, el polen y la sal del océano; a sus oídos llegaban sonidos del mundo de los insectos, de pequeños animales y retazos de palabras transportados desde kilómetros de distancia por volátiles y etéreos dedos. Verna trató de captar cualquier indicio de una presencia cercana, de alguien con Magia de Suma. Pero nada oyó.

Entonces dirigió el han hacia la puerta. La investigación le dijo que todo el edificio estaba rodeado por una red, una red distinta a todas las que hubiese sentido antes, pues se había entretejido elementos de hielo y espíritu. Hasta ese momento ni siquiera lo creía posible. Hielo y espíritu luchaban como dos gatos metidos en un saco, aunque también ronroneaban satisfechos, como si formasen parte de un todo. Verna no tenía ni idea de cómo romper ese tipo de escudo y mucho menos eliminarlo.

Al unirse con su han de pronto le vino la inspiración. Alzó una mano y tocó con su anillo de Prelada el sol grabado en la puerta. Ésta se abrió en silencio.

Verna entró y colocó el anillo en el sol grabado en el lado interior de la puerta. Obedientemente la puerta se cerró. Con su han sentía el impenetrable escudo que rodeaba el edificio. Nunca se había sentido tan aislada, tan sola, ni tan segura.

Las velas prendieron solas. Verna supuso que estaban conectadas con el escudo. La luz de las diez velas, agrupadas en dos candeleros de cinco brazos, era más que suficiente para iluminar el interior del pequeño santuario. Los candeleros ocupaban ambos lados de un pequeño altar cubierto con un lienzo blanco ribeteado con hilo dorado. Sobre el lienzo reposaba un cuenco perforado, seguramente para quemar resinas aromáticas. En el suelo, delante del altar, vio una almohadilla roja de brocado festoneada con borlas doradas para arrodillarse.

En los huecos formados por los cuatro aguilones apenas había espacio suficiente para la cómoda silla colocada en uno de ellos. En otro estaba el altar, en el tercero una diminuta mesa con un taburete de tres patas y en el cuarto, además de la puerta, un banco con arcón con una manta perfectamente doblada, seguramente para taparse el regazo, pues tumbarse en ese exiguo espacio era del todo imposible.

Verna recorrió el santuario preguntándose qué se suponía que debía hacer allí. La prelada Annalina le había dejado el mensaje de que visitara ese lugar. Pero ¿para qué? ¿Qué debía hacer allí?

Se dejó caer en la silla mientras con la mirada recorría las diversas caras de las paredes, que reseguían los ángulos que formaban los extremos de los aguilones. Tal vez debía ir allí para relajarse. Annalina conocía muy bien el trabajo de ser Prelada y tal vez sólo quería que su sucesora conociera un lugar en el que estar sola, un lugar en el que alejarse de la gente que la abrumaba con informes. Verna tamborileó con los dedos sobre un brazo de la silla. No era probable.

No le apetecía estar sentada. Tenía cosas más importantes que hacer, por ejemplo, revisar informes que no se leerían solos. Con las manos enlazadas en la espalda paseó alrededor del pequeño santuario. Estaba perdiendo el tiempo. Por fin, soltó un exasperado suspiro y alzó la mano hacia la puerta, pero se detuvo antes de que el anillo tocara el sol grabado.

Se volvió, se quedó mirando algo fijamente y entonces se alzó el vestido y se arrodilló en la almohadilla. Quizás Annalina quería que rezara al Creador para que la guiara. Se suponía que la Prelada debía ser una persona piadosa, aunque era absurdo pensar que necesitaba un lugar especial en el que rezar. El Creador lo había creado todo, por lo que todos los lugares eran especiales. ¿Para qué necesitaría alguien un sitio especial en el que suplicar su guía? Por especial que fuese ese lugar, lo importante era lo que una sentía en el fondo de su corazón. Ningún lugar podía compararse con la experiencia de unirse al propio han.

Con un suspiro irritado Verna juntó las manos y espero. Pero no estaba de humor para rezar al Creador en un lugar en el que sentía la obligación de hacerlo. La sacaba de quicio que incluso después de muerta Annalina la siguiera manipulando. Su mirada vagó por las paredes desnudas mientras que con un pie daba golpecitos en el suelo. Annalina trataba de seguir controlándola desde el otro mundo. ¿No había tenido suficiente durante todos esos años en los que fue Prelada? Cualquiera diría que sí, pero no, Annalina tenía que planificarlo todo para que, incluso después de muerta, pudiera…

Los ojos de Verna se posaron en el cuenco. Había algo dentro y no eran cenizas.

Extendió el brazo y cogió un paquete pequeño envuelto en papel y atado con cuerda. Le dio vueltas entre los dedos, inspeccionándolo. Tenía que ser eso. Tenía que ser eso por lo que la había enviado allí. Pero ¿por qué dejarlo allí? Debido al escudo nadie excepto la Prelada podía entrar. Era el único lugar donde esconder algo si uno quiere que solamente la Prelada lo encuentre.

Verna tiró de los extremos del lazo y dejó caer la cuerda en el cuenco. Colocó el paquete en la palma de su mano, retiró el envoltorio y miró qué había dentro.

Un libro de viaje.

Finalmente sus dedos recuperaron la movilidad, sacó el libro del envoltorio y lo hojeó pasando las páginas con el pulgar. Estaba en blanco.

Los libros de viaje eran objetos mágicos —como el dacra— creados por los mismos magos que impregnaron el Palacio de los Profetas con Magia de Suma y de Resta. En los últimos tres mil años nadie, excepto Richard, había nacido con Magia de Resta. Algunos la habían adquirido estudiándola por vocación, pero solamente en Richard era una magia innata.

Los libros de viaje se empleaban para transmitir mensajes; lo que se escribía en uno con la caña que se guardaba en el lomo aparecía por arte de magia en su libro gemelo. Por lo que las Hermanas habían llegado a determinar, el mensaje que se escribía en uno aparecía simultáneamente en el otro. Puesto que la caña servía también para borrar viejos mensajes, los libros nunca se agotaban y se utilizaban una y otra vez.

Las Hermanas que partían en busca de los muchachos nacidos con el don los llevaban consigo. Casi siempre las Hermanas tenían que atravesar la barrera erigida en el valle de los Perdidos y adentrarse en el Nuevo Mundo para recuperar al muchacho y ponerle el rada’han al cuello, a fin de que el don no le causara ningún perjuicio hasta que aprendiera a controlar su magia. Una vez habían atravesado la barrera ya no había vuelta atrás en busca de consejo o guía; a cada Hermana sólo se le permitía un viaje de ida y otro de vuelta. Sin embargo, Richard había destruido las torres así como las tormentas de hechizos que conjuraban.

Los muchachos, que no comprendían el don que poseían, no lo controlaban y emitían reveladoras señales. Algunas Hermanas de palacio eran sensibles a las alteraciones en los flujos de poder y las detectaban. Puesto que no todas las Hermanas poseían ese talento y no se podía correr el riesgo de ponerlas en peligro, eran otras las que partían y se llevaban un libro de viaje para comunicarse con el palacio. Si algo ocurría, por ejemplo que el muchacho cambiara de lugar, necesitarían que las guiaran para dar con él.

Ni que decir tiene que un mago podía enseñar a los muchachos a controlar el don y evitar los numerosos peligros que comportaba y, de hecho, ése era el método preferido. No obstante, no siempre había un mago a mano o dispuesto a asumir la responsabilidad. Mucho tiempo atrás las Hermanas llegaron a un acuerdo con los magos del Nuevo Mundo: en ausencia de un mago se permitía que las Hermanas de la Luz salvaran la vida al muchacho llevándoselo al Palacio de los Profetas, donde le enseñarían a usar su don. Por su parte, las Hermanas juraron no llevarse a ningún muchacho si un mago estaba dispuesto a enseñarle.

Si las Hermanas violaban ese trato, los magos matarían a cualquiera de ellas que volviera a poner los pies en el Nuevo Mundo. La prelada Annalina había violado el acuerdo al llevar a Richard al palacio, y Verna había sido el instrumento involuntario de tal vulneración del acuerdo.

En ocasiones, varias Hermanas emprendían simultáneamente viajes para recuperar a muchachos. Verna había descubierto en su despacho una caja llena de libros de viaje, atados en parejas. Los libros sólo funcionaban con sus gemelos. Así pues, antes de partir se tomaban precauciones para asegurarse de que las Hermanas no marchaban con un libro equivocado. Los libros se separaban y se probaban. Los viajes eran peligrosos, razón por la cual las Hermanas llevaban siempre un dacra escondido en la manga.

Por lo general un viaje duraba varios meses y en ocasiones excepcionales hasta un año. Pero el viaje de Verna se había prolongado durante más de veinte años. Era algo insólito en la historia del palacio, aunque también era cierto que habían transcurrido tres mil años desde la última vez que nació alguien como Richard. Verna había perdido veinte años que jamás recuperaría. En el mundo exterior las Hermanas envejecían. En el Palacio de los Profetas habría necesitado casi trescientos años para envejecer igual que los veinte años que pasó fuera. Así pues, no sólo había sacrificado veinte años en la misión que le encomendara la prelada Annalina, sino casi trescientos años.

Peor aún, durante todo ese tiempo Annalina sabía perfectamente dónde estaba Richard. Aunque la Prelada había actuado de ese modo para permitir que se cumplieran las profecías necesarias para que Richard pudiera detener al Custodio, a Verna le dolía que la Prelada no le hubiera confiado que ese viaje, en el que Verna malgastó gran parte de su vida, no era más que un señuelo.

Verna se reprendió. No había malgastado nada. Durante ese tiempo realizó la obra del Creador. El hecho de que ignorara algunos datos no importaba. Muchas personas se afanaban durante toda la vida por alcanzar metas sin sentido. Al menos ella se había esforzado durante veinte años para lograr algo que había salvado al mundo de los vivos.

Sin olvidar que esos veinte años seguramente habían sido los mejores de su vida. Los había pasado vagando por el mundo, libre, acompañada por otras dos Hermanas de la Luz, conociendo extraños lugares y extraños pueblos. Había dormido bajo las estrellas, había visto lejanas montañas, llanuras, ríos, suaves colinas, aldeas, villas y ciudades que pocas personas habían visto. Había tomado sus propias decisiones y había aceptado las consecuencias. No había tenido que leer ni un informe; ella «hacía» los informes. No, no había perdido nada. De hecho, había ganado mucho más de lo que hubiera ganado de haberse quedado cómodamente sentada en palacio durante trescientos años.

Una lágrima le cayó en una mano. Verna se enjuagó las mejillas. Echaba de menos ese viaje. Mientras duró creía que lo odiaba y sólo ahora se daba cuenta de lo mucho que había significado para ella. Con dedos temblorosos dio vueltas al libro de viaje, notando su forma y su peso tan familiares; la granulosa textura de la piel y esos tres bultitos en la parte superior de la portada.

Bruscamente se lo acercó a los ojos para examinarlo a la luz de las velas. Los tres bultos, el hondo arañazo en la parte inferior del lomo… era el mismo libro. Después de llevarlo encima veinte años era imposible confundirlo con otro. Era su libro. Había examinado distraídamente todos los libros de viaje del despacho buscando el suyo, pero sin encontrarlo. Ahí estaba.

¿Cómo habría llegado hasta allí? Se acercó el papel en el que había estado envuelto y vio algo escrito. A la luz de una vela leyó:

«Guárdalo con tu propia vida».

Dio la vuelta al papel, pero eso era todo. «Guárdalo con tu propia vida».

Verna conocía la letra de la Prelada. Cuando después del largo periplo por fin dio con Richard, resultó que se le prohibió interferir con él ni usar el rada’han para controlarlo, aunque al mismo tiempo se le exigía que condujera a palacio a un hombre ya adulto muy distinto de cualquier poseedor del don que hubieran conocido hasta la fecha. Indignada, Verna envió un mensaje a palacio: «Soy la Hermana que está al cargo de este muchacho. Estas órdenes no son solamente irrazonables sino también absurdas. Exijo conocer el significado de estas instrucciones. Exijo saber con qué autoridad han sido dictadas.»

La respuesta fue: «Obedecerás las instrucciones o sufrirás las consecuencias. No te atrevas a poner nunca más en duda las órdenes de palacio. De mi propia mano, la Prelada.»

La reprimenda de la Prelada se le grabó a fuego en la memoria así como la letra en que estaba escrita. Las palabras escritas en el envoltorio eran de la misma mano.

Ese mensaje había sido una espina clavada en el corazón, pues le prohibía hacer aquello para lo que había sido entrenada. Una vez en el palacio descubrió que Richard poseía Magia de Resta y que, de haber usado el collar, muy probablemente Richard la habría matado. Con ese mensaje la Prelada pretendía salvarle la vida pero la mortificaba no haber sido informada. Eso era lo que más la irritaba: que la Prelada no le hubiera dado razones.

Ahora lo entendía, por supuesto. El palacio albergaba también a Hermanas de las Tinieblas y la Prelada no podía poner en juego la salvación del mundo. No obstante, emocionalmente aún no lo había asimilado. La razón y los sentimientos no siempre andaban parejos. Como Prelada empezaba a comprender que a veces era imposible convencer a los demás de la necesidad de hacer algo, por lo que no quedaba más remedio que impartir órdenes. A veces una tenía que utilizar a los demás para alcanzar una meta justa.

Verna dejó caer el papel en el cuenco y lo prendió con su han. Miró cómo se consumía hasta quedar reducido a cenizas.

En la mano apretaba con fuerza el libro de viaje, su libro de viaje. Qué agradable era haberlo recuperado. Desde luego, no le pertenecía a ella, en realidad era de palacio, pero después de tantos años lo sentía como propio; era como un viejo amigo.

¿Dónde estaría el otro?, pensó de repente. Ese libro tenía un gemelo. ¿Quién lo tenía?

Contempló el libro presa de súbito temor. Tenía entre las manos algo potencialmente peligroso y, para variar, Annalina se había callado parte de la verdad. Tal vez el gemelo estaba en manos de una Hermana de las Tinieblas. Ése podría ser el modo de Annalina para decirle que si encontraba el gemelo encontraría una Hermana de las Tinieblas. Pero ¿cómo? ¿No podía escribir quién era y dónde estaba?

Verna se besó el dedo anular, en el que llevaba el anillo, y se puso en pie.

«Guárdalo con tu propia vida.»

Los viajes entrañaban peligros. En ocasiones las Hermanas eran capturadas y morían en manos de pueblos hostiles protegidos con magia propia. En tales casos solamente podían defenderse con el dacra, una especie de cuchillo capaz de arrebatar instantáneamente la vida, aunque no siempre eran suficientemente rápidas. Verna seguía llevando el suyo en la manga. Y mucho tiempo atrás cosió en la parte posterior del cinturón una bolsa en la que esconder el libro de viajes y tenerlo seguro.

Allí fue donde lo metió. Verna dio golpecitos al cinturón. Era agradable volver a sentir allí el libro.

«Guárdalo con tu propia vida.»

Querido Creador, ¿quién tendría el otro?

Verna irrumpió en la oficina, y la hermana Phoebe saltó como si alguien le hubiera clavado un alfiler en el trasero.

— Prelada… —dijo muy ruborizada— me habéis asustado. No estabais en vuestro despacho… Creí que os habíais ido a acostar.

La mirada de Verna se posó en la mesa cubierta de informes.

— Pensé que te había dicho que ya era suficiente por hoy y que te fueras a descansar.

Phoebe se retorcía los dedos.

— Sí, eso dijisteis. Pero recordé que había olvidado verificar unas cuentas y temía que al reparar en ello me pidierais explicaciones, por lo que corrí hasta aquí para verificarlas.

Verna debía ir a un sitio, pero se replanteó el modo de llegar hasta allí. Con las manos enlazadas dijo a Phoebe:

— Phoebe, quisiera que llevaras a cabo una tarea que la prelada Annalina confiaba a sus administradoras.

— ¿De veras? ¿Qué es?

Verna señaló su despacho.

— He estado fuera, en mi jardín, rogando al Creador que me guiara y he recibido la inspiración de que en estos tiempos tan duros debería consultar las profecías. Cada vez que la prelada Annalina hacía esto mismo, sus administradoras despejaban las criptas para que nadie espiara lo que leía. ¿Te gustaría desocupar las criptas para mí, como hacían sus administradoras?

La joven se puso de pie de un salto.

— ¡Me encantaría, Verna!

Qué joven era, se dijo Verna con cierta irritación. Aunque nadie lo hubiese dicho, eran de la misma edad.

— Pues ya puedes ir. Yo antes tengo que ocuparme de unos asuntos de palacio.

La hermana Phoebe cogió a toda prisa su chal blanco y se lo echó sobre los hombros mientras corría hacia la puerta.

— Phoebe. —El redondo rostro de la joven se asomó por el quicio—. Si Warren está en las criptas, que se quede. Tengo algunas preguntas y él es el más indicado para indicarme los volúmenes adecuados. Eso me ahorrará tiempo.

— De acuerdo, Verna —dijo Phoebe casi sin aliento. A Phoebe le encantaba el papeleo, probablemente porque se sentía útil de un modo que no se habría sentido hasta contar con otros cien años de experiencia. Verna había acortado ese espacio de tiempo al nombrarla administradora de la Prelada. Sin embargo, la perspectiva de impartir órdenes aún parecía gustarle más que escribir informes—. Ahora mismo voy. Cuando llegues allí, las criptas estarán despejadas. Gracias por pedírmelo a mí en lugar de a Dulcinia.

Verna recordó lo parecidas que habían sido veinte años atrás y se preguntó si ella también había sido tan inmadura cuando Annalina la envió de viaje. Era como si en los años que había pasado lejos de palacio hubiese madurado más que Phoebe no sólo en el aspecto físico. Seguramente se aprendía más en el mundo exterior que quedándose recluida en el Palacio de los Profetas.

— Es como una de nuestras antiguas travesuras, ¿verdad? —sonrió Verna.

Phoebe soltó una risita.

— Así es, Verna. Pero nadie nos castigará a ensartar mil rosarios. —Phoebe echó a correr por el pasillo, con la falda y el chal ondeando a su espalda.

Cuando Verna completó el descenso hasta la enorme puerta de piedra redonda de casi dos metros de grosor, que permitía el acceso a las criptas excavadas en el lecho de roca sobre el que se erigía el palacio, Phoebe conducía afuera a seis Hermanas, dos novicias y tres muchachos. No tenía nada de extraño despertar a los estudiantes en plena noche para impartirles lecciones, por ejemplo en las criptas. El Creador no tenía horarios, y ellos debían aprender que su obra tampoco. Todos se inclinaron ante la Prelada.

— Que el Creador os bendiga —les dijo Verna. Iba a disculparse por haberles interrumpido en su trabajo y haberles echado de las criptas, pero se recordó que era la Prelada y que no tenía que disculparse ante nadie. La palabra de la Prelada era ley y debía ser obedecida sin preguntas. No obstante, le costaba no explicar sus acciones.

— No queda nadie, Prelada, excepto quien vos me indicasteis —declaró Phoebe en tono majestuoso—. Está en una de las salas pequeñas.

Verna se lo agradeció con un leve asentimiento y luego fijó su atención en las novicias, que la miraban con respeto reverencial.

— ¿Cómo van los estudios? —les preguntó.

Ambas le hicieron una reverencia, temblando como las hojas de un álamo temblón. Una de ellas tragó saliva y respondió con un hilo de voz, muy ruborizada:

— Muy bien, Prelada.

Verna recordó la primera vez que la Prelada se había dirigido a ella. Había sido como si el Creador en persona le hablara. También recordaba cuánto había significado para ella la sonrisa de la Prelada, cómo la había sostenido e inspirado.

Así pues, se agachó y las atrajo a ambas hacia sí, una en cada brazo, y les dio un beso en la frente.

— Si alguna vez necesitáis algo, no dudéis en acudir a mí. Estoy para ayudaros y os amo como a todas las criaturas del Creador.

Radiantes, las dos muchachas volvieron a hacerle una reverencia, pero ya no temblaban tanto. Tenían los ojos clavados en el anillo de oro. Como si el anillo les recordara algo, se besaron el dedo anular al tiempo que murmuraban una plegaria. Verna las imitó. Al verlo, las dos chicas abrieron mucho los ojos.

— ¿Os gustaría besar el anillo que simboliza la Luz que todas seguimos? —Ambas asintieron gravemente y se arrodillaron una después de la otra para besar el anillo en forma de sol.

— ¿Cómo os llamáis? —les preguntó Verna, apretándoles los estrechos hombros.

— Helen, Prelada.

— Valery, Prelada.

— Helen y Valery. —Verna sonrió espontáneamente—. Recordad, novicias Helen y Valery, que aunque muchas personas, por ejemplo las Hermanas, saben más que vosotras y pueden enseñaros mucho, todos somos iguales a los ojos del Creador, incluso yo. Todos somos sus hijos.

Verna se sentía muy incómoda siendo objeto de veneración pero sonrió y despidió al grupo con un ademán. Obedientemente ambas se alejaron.

Una vez que hubieron desaparecido tras una esquina, posó una mano sobre la fría placa de metal fijada al muro para abrir el escudo que protegía las criptas. El suelo tembló bajo sus pies cuando la enorme puerta redonda empezó a moverse. No era habitual que la puerta principal de las criptas estuviera cerrada; excepto en circunstancias especiales sólo la Prelada sellaba la entrada. Verna entró y la puerta se cerró a su espalda con un chirrido. En las criptas reinaba un sepulcral silencio.

Fue dejando atrás viejas y desgastadas mesas atestadas de papeles y algunos de los libros de profecías más sencillos; las Hermanas habían estado impartiendo lecciones. Las lámparas colgadas en los muros de piedra tallada poco contribuían a disminuir la sensación de noche perpetua. Entre los sólidos pilares que sostenían las bóvedas se extendían largas hileras de estanterías.

Encontró a Warren en una de las salas del fondo. Eran pequeñas salas excavadas en la roca, de acceso restringido y separadas del resto por puertas y escudos. La sala que el joven ocupaba guardaba algunos de los volúmenes más antiguos, escritos en d’haraniano culto; un idioma que pocos conocían, entre ellos Warren y la antigua Prelada.

Cuando entró en el ámbito iluminado, Warren, apoyado en la mesa con los brazos cruzados sobre ella, simplemente alzó la vista.

— Phoebe me ha dicho que querías usar las criptas —dijo con tono distraído.

— Warren, tenemos que hablar. Ha ocurrido una cosa.

El joven pasó una página del libro que tenía delante y respondió sin mirarla:

— Ah, bueno.

Verna frunció el entrecejo y acercó una silla a la mesa, junto al joven, pero no se sentó. Con un hábil giro de la muñeca empuñó el dacra con la siniestra. El dacra, con una vara plateada en vez de filo, se usaba a modo de cuchillo, aunque no era la herida lo que causaba la muerte; el dacra era un arma imbuida con magia ancestral. Usada conjuntamente con el han de su poseedor consumía la fuerza vital de la víctima con independencia de la herida infligida. No había defensa contra su magia.

Warren alzó hacia ella sus enrojecidos ojos.

— Warren, quiero que tengas esto.

— Es un arma de las Hermanas.

— Posees el don, por lo que te servirá tanto como a mí.

— ¿Qué quieres que haga con ella?

— Protegerte.

— ¿A qué te refieres? —inquirió él con extrañeza.

— Las Hermanas de las… —Verna volvió los ojos a la sala común. Aunque estaba vacía, era imposible saber desde qué distancia podría estar escuchándolos alguien con Magia de Resta. Después de todo, habían oído a la prelada Annalina nombrarlas. Así pues, bajó la voz—. Ya sabes. Warren, el don no te protegerá de ellas. Pero esto sí. No hay protección frente al dacra. Ninguna. —Verna hizo girar el arma en su mano con una gracia fruto de la práctica, pasándosela por el dorso de los dedos. El apagado color plateado no era más que una mancha borrosa a la luz de las lámparas. Finalmente asió el arma y se la tendió a Warren—. Tengo más en el despacho. Éste es para ti.

Warren lo rechazó con un gesto de la mano.

— No sé cómo usarlo. Lo mío es leer viejos libros.

Verna lo agarró por el cuello de su túnica violeta y acercó la cara del joven a la suya.

— Simplemente clávasela. Vientre, pecho, espalda, cuello, brazo, mano, pie… no importa. Tú se la clavas estando envuelto en tu han, y morirán antes de que tengas tiempo de parpadear.

— No llevo unas mangas como las tuyas. Me caerá.

— Warren, da igual dónde lleves el dacra. Las Hermanas practican durante horas con él y lo llevan en la manga para tenerlo siempre a mano. Lo hacemos para protegernos en los viajes. No importa dónde lo lleves pero debes llevar uno. Póntelo en un bolsillo, si quieres. Pero acuérdate de no sentarte encima.

Con un suspiro, Warren tomó el dacra.

— Si eso te hace feliz… Pero dudo de ser capaz de matar a nadie.

Verna le soltó la túnica y desvió la mirada.

— Te sorprendería saber de lo que eres capaz en caso necesario.

— ¿Para eso has venido? ¿Para entregarme el dacra?

— No. —La Prelada se sacó el pequeño libro de la bolsa oculta tras el cinturón y lo arrojó sobre la mesa, ante Warren—. He venido por esto.

— ¿Vas a alguna parte, Verna? —inquirió él, mirándola por el rabillo del ojo.

Ceñuda, Verna le propinó un golpe en el hombro.

— Pero ¿qué pasa contigo?

— Estoy cansado; eso es todo —contestó él, apartando el libro—. ¿Qué hay de especial en un libro de viaje?

— La prelada Annalina me dejó un mensaje para que fuese a su santuario privado, en su jardín —respondió en voz baja—. Estaba protegido con un escudo de hielo y espíritu. —Warren enarcó una ceja. Verna le mostró el anillo—. El anillo lo abre. Dentro encontré este libro de viaje. Estaba envuelto en un papel en el que sólo decía: «Guárdalo con tu propia vida».

Warren cogió el librito y pasó las páginas en blanco.

— Probablemente quería enviarte instrucciones —comentó Warren.

— ¡Pero está muerta!

— Ya. ¿Y crees que eso la detendría?

Verna no pudo reprimir una sonrisa.

— Tal vez tienes razón. Tal vez quemamos al gemelo junto con ella, y su intención era dirigir mi vida desde el otro mundo.

Nuevamente Warren adoptó una expresión hosca.

— Bueno, ¿y quién tiene el otro?

Verna se alisó el vestido por detrás de las rodillas, tomó asiento y arrimó la silla.

— No lo sé. Me preocupa que sea una especie de indicio acusador. Que sea un modo de decirme que si descubro quién tiene el otro, descubriré al enemigo.

— Eso es absurdo —arguyó Warren—. ¿Qué es lo que te lleva a pensar tal cosa?

— No sé, Warren —repuso ella, agobiada—. Es lo único que se me ocurre. ¿Se te ocurre una explicación más sensata? ¿Por qué, si no, me ocultó quién tiene el otro? Si es alguien que creía que nos ayudaría, alguien que está de nuestro lado, lo más lógico hubiera sido que me hubiera dicho su nombre, o al menos que lo tenía un amigo.

Warren clavó de nuevo la mirada en la mesa.

— Supongo que sí.

— Warren, ¿qué te pasa? —preguntó Verna en tono precavido—. Nunca te había visto así.

Ambos intercambiaron una larga mirada.

— He leído unas profecías que no me gustan.

Verna escrutó su rostro.

— ¿Qué es lo que dicen?

Tras una larga pausa dio la vuelta con dos dedos a un papel puesto del revés y lo empujó hacia ella. Verna lo cogió y leyó en voz alta:

«Cuando la Prelada y el Profeta sean entregados a la Luz en el sagrado rito, las llamas llevarán a ebullición un caldero de engaño y promoverán el ascenso de una falsa Prelada, que reinará sobre los muertos del Palacio de los Profetas. En el norte, aquel vinculado a la hoja la abandonará por la sliph plateada, a la que insuflará de nuevo vida, y ella lo entregará a los brazos de los perversos».

Verna tragó saliva sin atreverse a mirar los azules ojos de Warren. Dejó el papel sobre la mesa y cruzó las manos en el regazo para que dejaran de temblar. En silencio y con la vista baja, no encontraba nada que decir.

— Es una profecía de una bifurcación verdadera —manifestó al fin Warren.

— Una afirmación muy atrevida viniendo de alguien con tanto talento para las profecías como tú, Warren. ¿Qué antigüedad tiene?

— Apenas un día.

— ¿Qué? —susurró, mirándolo con ojos desorbitados—. Warren, ¿me estás diciendo que… que tú has tenido esta profecía? ¿Que por fin has tenido una profecía?

— Así es —respondió él, devolviéndole la mirada de ojos enrojecidos—. Caí en una especie de trance y, en ese estado de éxtasis, tuve una visión de fragmentos de esta profecía junto con las palabras. Creo que también Nathan las tenía así. ¿Recuerdas que te dije que empezaba a entenderlas de un modo distinto? Las profecías deben ser reveladas a través de las visiones.

— Pero todos estos libros —dijo señalando a su alrededor— contienen profecías, no visiones. Las profecías son palabras.

— Las palabras no son más que un modo de transmitirlas, son claves que desencadenan una visión en las personas dotadas con el don de la profecía. Pese a llevar tres mil años estudiándolas, las Hermanas sólo tienen un conocimiento muy parcial de ellas. Estas palabras fueron escritas para transmitir el conocimiento a otros magos a través de visiones. Eso es lo que aprendí cuando me llegó la profecía. Fue como abrir una puerta en mi mente. Durante todo este tiempo tenía la llave dentro de mi cabeza.

— ¿Me estás diciendo que puedes leer cualquier profecía y tienes una visión que te revela si es cierta?

Warren negó con la cabeza.

— No soy más que un niño que da los primeros pasos. Aún me queda mucho camino por recorrer antes de llegar a saltar las vallas.

Verna miró la página sobre la mesa y desvió la mirada, dando vueltas al anillo que llevaba en el dedo.

— ¿Y ésta, la que tuviste, significa lo que sugiere?

Warren se humedeció los labios.

— Los primeros pasos de un niño siempre son tambaleantes, y esta profecía es el primer paso. Podríamos decir que es una especie de ejercicio. He encontrado otras similares, primeros intentos como la mía, y…

— ¿Warren, es o no es cierta? —preguntó Verna, exasperada.

El joven se bajó las mangas.

— Es cierta pero como en todas las profecías, las palabras no significan necesariamente lo que sugieren.

Verna se acercó a él y le dijo hablando entre dientes:

— Responde la pregunta. Estamos juntos en esto. Tengo que saberlo.

Warren hizo el típico ademán con el que solía quitarle importancia a las cosas. Pero en la mente de Verna sonó la señal de alarma.

— Mira, Verna, te diré lo que sé y lo que vi en la visión, pero soy nuevo en esto y no lo comprendo todo, por mucho que la profecía sea mía.

— Dímelo, Warren —exigió Verna, mirándolo sin flaquear.

— La Prelada de la que habla la profecía no eres tú. No sé quién es, pero no eres tú.

Verna suspiró y cerró los ojos.

— Menos mal. Warren, no es tan grave como creía. Al menos no seré yo quien haga esas cosas terribles. ¿Hay algún modo de cambiar la profecía?

Warren desvió la mirada, la guardó en un libro abierto y lo cerró.

— Verna, si la Prelada es otra, sólo puede significar que tú estarás muerta.

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