14

Richard se quedó mirando las altas puertas de madera de caoba que acababan de cerrarse. Era refrescante ver a una persona tan cándida como para acudir al Palacio de las Confesoras, entre tantas personalidades elegantemente vestidas, cubierta con harapientos retales de diferentes colores. Seguramente todos los asistentes la habían tomado por una chiflada. Richard contempló sus sencillas y sucias ropas y se preguntó si también a él lo habían tomado por chiflado. Tal vez sí se había vuelto loco.

— ¿Lord Rahl, cómo habéis sabido que era una hechicera? —preguntó Cara.

— La envolvía su han. ¿No pudiste verlo en sus ojos?

Se oyó el crujir del cuero cuando la mord-sith apoyó una cadera en el escritorio, junto a Richard.

— Nosotras nos damos cuenta de si una mujer es una hechicera cuando trata de usar su poder, pero no antes. ¿Qué es el han?

Richard se pasó una mano por la cara y bostezó.

— Su poder interior, su fuerza vital: su magia.

— Vos os habéis dado cuenta porque también poseéis magia. Nosotras no podemos.

Richard gruñó mientras acariciaba con el pulgar la empuñadura de su espada. Con el tiempo, sin darse cuenta, había aprendido a captar el lado mágico de una persona; normalmente, si usaba su magia lo notaba en los ojos. Aunque en cada persona era distinto, o tal vez lo que cambiaba era la naturaleza específica de su magia, había rasgos comunes que Richard reconocía. Tal vez, como Cara había dicho, era porque él también poseía el don por haber visto esa inconfundible mirada intemporal en los ojos de tantas personas con poderes mágicos: Kahlan, Adie —la mujer de los huesos—, Shota —la bruja—, Du Chaillu —la chamán de los baka ban mana—, Rahl el Oscuro, la Hermana Verna, la prelada Annalina y tantas otras Hermanas de la Luz.

Las Hermanas de la Luz eran hechiceras, y muchas veces Richard había contemplado en sus ojos esa mirada vidriosa, intensa y tan peculiar cuando tocaban su han. A veces, cuando estaban envueltas en un velo de magia, incluso le parecía ver que el aire a su alrededor crepitaba. Algunas Hermanas irradiaban tal aura de poder que cuando pasaba junto a ellas se le erizaban los pelillos de la nuca.

Richard había captado esa misma mirada en los ojos de Lunetta. La envolvía su han. Lo que no comprendía era por qué, por qué estaba allí sin hacer nada pero tocando su han. Por lo general, las hechiceras no se envolvían en su han a no ser que tuvieran un propósito, del mismo modo que él no desenvainaba la Espada de la Verdad sin razón. Tal vez, del mismo modo que le gustaba ir vestida con harapos de colores, a su infantil personalidad le complacía envolverse en el han. Pero Richard no creía que fuese por eso.

Le preocupaba que Lunetta estuviera tratando de comprobar si decía la verdad. Pese a que no sabía lo suficiente sobre magia como para estar seguro de que tal cosa era posible, de algún modo las hechiceras siempre parecían darse cuenta de si era sincero o no. Cuando les mentía, se daban cuenta tan rápidamente como si su cabello se inflamara de repente. Para no arriesgarse había sido muy cauto en no mentir frente a Lunetta, en especial en lo referente a la muerte de Kahlan.

Era evidente que lo que realmente interesaba a Tobias Brogan era la Madre Confesora. Lo que había dicho tenía sentido, pero Richard no se lo creía. Tal vez recelaba de todos por temor a que algo malo le sucediera a Kahlan.

— Ese tipo es un pájaro de mal agüero —dijo, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.

— ¿Deseáis que le cortemos las alas, lord Rahl? —Con un ágil movimiento Berdine impulsó hacia su mano el agiel que colgaba del extremo de una cadena y lo asió—. ¿O tal vez algo de más abajo? —Sus compañeras rieron.

— No —repuso Richard con voz cansina—. He dado mi palabra. Les he pedido que hagan algo que no tiene precedentes, algo que cambiará sus vidas para siempre. Debo cumplir mi palabra y dar a todos la oportunidad de que se den cuenta de que es lo correcto, de que es para el bien común y para la consecución de la paz.

Gratch bostezó mostrando los colmillos y se sentó en el suelo, detrás de la silla que ocupaba Richard. Éste deseó que el gar no estuviera tan cansado como estaba él. Ulic y Egan, de pie en actitud relajada y las manos unidas a la espalda, parecían no prestar oídos a la conversación. Su inmovilidad podía compararse a la de las columnas de la sala. No obstante, permanecían en actitud vigilante y escrutaban constantemente las columnas, los rincones y las hornacinas, aunque en la enorme sala no había nadie excepto ellos ocho.

El general Reibisch bruñía de forma distraída con un rollizo pulgar la protuberante base dorada de una lámpara colocada en el borde del estrado.

— ¿Lord Rahl, habéis dicho en serio eso de que los soldados no se llevarían ningún botín? —preguntó, alterado.

— Sí. Nuestros enemigos roban, pero nosotros no lo haremos. Nosotros luchamos por la paz, no para conseguir un botín.

El general desvió la mirada y asintió.

— ¿Tienes algo que decir al respecto, general?

— No, lord Rahl.

Richard se echó hacia atrás en la silla antes de añadir:

— General Reibisch, durante toda mi vida he sido un guía de bosque. Ésta es la primera vez que mando un ejército. Yo soy el primero en reconocer que no sé mucho sobre la posición en la que me encuentro. Necesito tu ayuda.

— ¿Mi ayuda? ¿Cómo os puedo yo ayudar, lord Rahl?

— Con tu experiencia. Te agradecería que expresaras tu opinión en vez de guardártela para ti y decir «sí» a todo. Es posible que no estemos de acuerdo y quizá me enfade contigo, pero nunca te castigaré por decirme lo que piensas. Si desobedeces mis órdenes, te sustituiré, pero eres libre para decir qué te parecen. Ésa es una de las cosas por las cuales luchamos.

El general unió las manos a la espalda. Los músculos de los brazos brillaban bajo la cota de mallas, y bajo las anillas metálicas Richard pudo ver las cicatrices blancas que indicaban su alto rango.

— Las tropas de D’Hara tienen por costumbre saquear a los vencidos. Los hombres lo esperan.

— Aunque los líderes del pasado lo toleraban o incluso lo alentaban, yo no pienso hacerlo.

El suspiro del general fue muy elocuente, pero se doblegó.

— Como ordenéis, lord Rahl.

Richard se masajeó las sienes. Le dolían por la falta de sueño.

— ¿Es que no lo entiendes? —dijo al general—. Nuestro objetivo no es conquistar tierras y robar sino luchar contra la opresión.

El general apoyó una bota en el travesaño dorado de una silla y enganchó un pulgar detrás de su ancho cinturón.

— No veo tanta diferencia. Por experiencia me he dado cuenta de que el amo Rahl siempre se cree en posesión de la verdad y siempre quiere dominar el mundo. Sois realmente hijo de vuestro padre. La guerra es la guerra. A nosotros no nos importan las razones: luchamos porque nos lo ordenan, al igual que los soldados del bando contrario. Las razones poco importan a un hombre que lucha con su espada para conservar su cabeza.

Richard descargó el puño contra la mesa. Los relucientes ojos de Gratch se pusieron alerta. Por el rabillo del ojo Richard vio cómo las mord-sith se acercaban a él para protegerlo.

— ¡Los soldados que persiguieron a los asesinos de Ebinissia tenían una razón! Esa razón, y no la perspectiva del saqueo, fue lo que los sostuvo y lo que les dio fuerzas para vencer. Pese a ser un destacamento de cinco mil reclutas de Galea sin experiencia en combate vencieron al general Riggs y a su ejército de cincuenta mil hombres.

— ¿Reclutas? —inquirió el general Reibisch, uniendo sus pobladas cejas—. Debéis de estar equivocado, lord Rahl. Conocía a Riggs; era un soldado muy experimentado. He recibido informes de esas batallas. Se cuentan cosas espeluznantes de lo que les ocurrió a esos hombres que luchaban en medio de las montañas. Sólo una fuerza aplastante pudo aniquilarlos de ese modo.

— En ese caso, supongo que Riggs no era un soldado tan experimentado como dices. Mientras que a ti te han llegado testimonios de segunda mano, yo he oído la historia de una fuente fidedigna; de alguien que participó personalmente en la lucha. Cinco mil hombres, o más bien muchachos, llegaron a Ebinissia, donde el ejército de Riggs había masacrado incluso a mujeres y niños. Esos reclutas persiguieron a los asesinos y los exterminaron. Al acabar, apenas quedaban un millar de reclutas pero del ejército de Riggs no quedó nadie para contarlo.

Richard se calló que si Kahlan no les hubiera mostrado el modo de vencer y les hubiera guiado en las primeras batallas, dirigiéndolos en el fragor del combate, probablemente esos mismos reclutas habrían servido de alimento a las aves de carroña en un solo día. Pero también sabía que había sido su compromiso con la venganza lo que les había infundido valor para escuchar a Kahlan e intentar lo imposible.

— Es el poder de la motivación, general. De eso son capaces las personas cuando tienen una razón justa y poderosa.

En la marcada faz del general se dibujó una agria expresión.

— Muchos d’haranianos se han pasado la vida luchando y saben qué hacen. En la guerra se trata de matar; hay que matar al enemigo antes de que el enemigo te mate a ti. Eso es todo. El vencedor siempre tiene la razón.

»Las razones son el botín de la victoria. Una vez has destruido al enemigo, tus líderes consignan en libros las razones y pronuncian emocionantes discursos sobre eso. Si has hecho bien tu trabajo, ya no quedan enemigos que disputen las razones de tu líder. Al menos, hasta la próxima guerra.

Richard se pasó los dedos por el cabello. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué pensaba que podría conseguir si incluso quienes estaban de su parte no creían en lo que intentaba hacer?

Encima de su cabeza, desde el techo enlucido de la cúpula, la figura pintada de Magda Searus —la primera Madre Confesora según le había contado Kahlan, y su mago, Merrit— lo miraban con una expresión que a Richard se le antojó de desaprobación.

— General, mi intención esta noche al hablar ante todas esas personas fue que nadie tenga que matar. Estoy intentando que la paz y la libertad tengan un suelo propicio en el que echar raíces.

»Suena paradójico, lo sé, pero ¿no lo entiendes? Si nos comportamos honorablemente, todos esos países íntegros, que desean paz y libertad, se unirán a nosotros. Cuando vean que luchamos para poner fin a tanta lucha, y no simplemente para conquistar y dominar, o para saquear, se pondrán de nuestro lado, y las fuerzas de la paz serán invencibles.

»De momento, el agresor es quien dicta las normas y nuestra única opción es luchar o someternos, pero…

Con un suspiro de frustración apoyó pesadamente la cabeza contra el respaldo de la silla y cerró los ojos. No soportaba seguir viendo la mirada del mago Merrit. Era como si el hechicero estuviera a punto de soltarle un sermón acerca de la insensatez de su osadía.

Acababa de declarar públicamente su intención de gobernar el mundo por razones que sus propios seguidores calificaban como vana palabrería. De repente se sentía el mayor tonto del mundo. Él no era más que un guía de bosque convertido en Buscador, no un gobernante. Sólo porque poseía el don ya empezaba a pensar que podía cambiar el curso de la historia. El don… ¡Pero si ni siquiera sabía cómo usarlo!

¿Cómo podía ser tan arrogante para pensar que su plan funcionaría? Estaba tan agotado que apenas podía pensar. Ni siquiera recordaba ya la última vez que había dormido.

Él no quería gobernar a nadie; sólo quería que esa pesadilla acabara para poder estar con Kahlan y pasar el resto de sus vidas juntos, sin luchar. La noche anterior con ella había sido de absoluta felicidad. Eso era todo lo que realmente quería.

El general Reibisch se aclaró la garganta.

— Nunca antes había luchado por nada, quiero decir por ninguna razón, que no fuese el vínculo. Tal vez ha llegado la hora de intentarlo a vuestro modo.

Richard se enderezó en la silla y entonces contempló al militar con cierto recelo.

— ¿Dices eso sólo porque crees que es lo que quiero oír?

— Bueno… —con la uña del pulgar el general rascó las bellotas talladas en el borde de la mesa—, los espíritus saben que nadie lo creería pero en realidad los soldados desean la paz más que cualquier otra persona. Lo que ocurre es que ni siquiera nos atrevemos a soñar con ella, porque vemos tanta muerte que nos convencemos de que el derramamiento de sangre no acabará nunca. Además, si piensas demasiado en la paz te vuelves blando, y los blandos son los primeros en caer. Pero si te comportas como si ardieras en deseos de entrar en combate el enemigo se lo piensa antes de darte una razón para que lo mates. Es como la paradoja de la que antes hablabais.

»Después de presenciar tantas muertes, uno empieza a preguntarse si sabe hacer algo más aparte de cumplir las órdenes y matar a gente. Uno se pregunta si es una especie de monstruo que no sirve para nada más. Tal vez eso es lo que les pasó a aquellos que atacaron Ebinissia. Finalmente se rindieron a la voz que sonaba dentro de sus cabezas.

»Quizá tengáis razón y a vuestra manera podremos poner fin a tanta muerte. —El general trató de volver a colocar una larga astilla que había arrancado—. Supongo que un soldado confía siempre en que después de matar a todas las personas que quieren matarlo a él podrá guardar la espada. Los espíritus saben que nadie odia más la guerra que quienes realmente las hacen. Ahhh —suspiró—, pero nadie lo creería.

— Yo lo creo —replicó Richard con una sonrisa.

— Es muy poco común encontrar a alguien que comprende cuál es el precio de matar. La mayor parte de la gente o lo glorifica o lo condena. Pero nunca siente el dolor que supone infligir la muerte ni la amargura de la responsabilidad. Vos matáis y me alegro de que no os guste hacerlo.

La mirada de Richard se apartó del general y buscó consuelo en la penumbra que reinaba entre los arcos que unían las columnas de mármol. Tal como había dicho a los representantes allí reunidos, su nombre aparecía en las profecías. De hecho, se le mencionaba en una de las profecías más antiguas, escritas en d’haraniano culto, como fuer grissa ost drauka: el portador de la muerte. Pero esas palabras tenían tres posibles significados: aquel capaz de unir el mundo de los muertos y el mundo de los vivos rasgando el velo del inframundo; aquel capaz de resucitar el espíritu de los muertos, que es justo lo que hacía cuando usaba la magia de la espada y danzaba con la muerte; y, el tercero y fundamental significado, aquel que mata.

Berdine le propinó un palmetazo en la espalda que lo sacó de su ensimismamiento y rompió el incómodo silencio.

— Eh, no nos habíais dicho que tenéis novia. Espero que antes de la noche de boda toméis un baño u os echará del lecho. —Las tres mujeres se rieron.

A Richard le sorprendió comprobar que aún le quedaban fuerzas para sonreír.

— Yo no soy el único que apesta como un caballo.

— Si eso es todo, lord Rahl, debo ocuparme de un montón de asuntos. —El general se irguió y se rascó la barba rojiza—. ¿Cuántas personas creéis que tendremos que matar para conseguir esa paz de la que habláis? —preguntó con una sonrisa torcida—. Lo pregunto para saber hasta dónde llegaremos antes de poder echarme tranquilamente una siesta sin soldados que velen mi sueño.

Richard intercambió una larga mirada con el militar.

— Tal vez entrarán en razón y se rendirán. Entonces no tendríamos que luchar.

Reibisch soltó una cínica risotada.

— Si no os importa, ordenaré a los hombres que afilen las armas, sólo por si acaso. ¿Sabéis cuántos países formaban la Tierra Central?

Richard reflexionó un momento.

— La verdad es que no. Algunos países son tan pequeños que ni siquiera estaban representados en Aydindril pero muchos de los grandes tienen aún sus propios ejércitos. La reina lo sabrá. Muy pronto se reunirá con nosotros y podrá ayudarnos.

Diminutos destellos de luz se reflejaban en la cota de mallas del general.

— Esta misma noche, antes de que tengan tiempo para organizarse, desarmaré a las fuerzas que custodian los palacios. Tal vez así evitemos más muertes. Me temo que antes de mañana algunos tratarán de huir.

— Asegúrate de que hay suficientes hombres alrededor del palacio de Nicobarese. No quiero que el lord general Brogan abandone la ciudad. No me fío de él, pero he empeñado mi palabra en que tendrá la misma oportunidad que el resto.

— Me ocuparé de eso.

— Y, general, procura que los soldados no hagan ningún daño a su hermana, Lunetta. —La inocencia y candidez de la hermana de Tobias Brogan despertaba en Richard un singular sentimiento de simpatía. Le gustaba la mirada de Lunetta—. Procura que los arqueros estén apostados en puntos estratégicos y listos para entrar en acción si salen de su palacio con la intención de marcharse. Si la mujer usa magia, que no vacilen en disparar.

Richard dio la orden con repugnancia. Nunca antes había enviado hombres a una batalla en la que muchas personas podrían resultar heridas o perder la vida. Entonces recordó lo que la Prelada le había dicho en una ocasión: los magos debían usar a sus semejantes para hacer lo debido.

El general Reibisch posó su mirada en los silenciosos Ulic y Egan, en el gar y luego en las tres mujeres.

— Si necesitáis ayuda —dijo a Richard— gritad y tendréis a un millar de hombres listos para protegeros.

Cuando el general se hubo marchado, Cara relajó el gesto.

— Debéis dormir, lord Rahl. Como mord-sith reconozco cuándo un hombre está exhausto y a punto de desplomarse. Mañana, cuando estéis descansado, podréis seguir trazando planes para conquistar el mundo.

Pero Richard negó con la cabeza.

— Aún no. Antes tengo que escribir una carta.

Berdine se apoyó en el escritorio, junto a Cara, y entonces se cruzó de brazos.

— ¿Una carta de amor para vuestra prometida?

— Más o menos —repuso Richard y abrió un cajón.

— Quizá podamos ayudaros —dijo Berdine con una coqueta sonrisa—. Podemos dictaros las palabras apropiadas para que su corazón siga latiendo por vos y olvide que necesitáis un baño.

Raina fue a reunirse con sus compañeras junto al escritorio; en sus ojos oscuros centelleaba una pícara expresión.

— Podemos enseñaros cómo ser un buen amante. Vos y vuestra reina os alegraréis de tenernos cerca para pedirnos consejo.

— Y si no nos hacéis caso —le advirtió Berdine—, le enseñaremos a ella cómo conseguir que bailéis al son que toque.

Richard dio unos golpecitos a Berdine en una pierna para que se apartara un poco y le permitiera llegar a los cajones que tapaba. En el de más abajo encontró papel.

— ¿Por qué no vais a dormir? —les sugirió con aire ausente, mientras buscaba pluma y tinta—. Habéis cabalgado mucho para alcanzarme y estoy seguro de que no habréis dormido mucho más que yo.

Cara alzó la nariz en gesto de muda indignación.

— Nosotras vigilaremos mientras vos dormís. Las mujeres son más fuertes que los hombres.

Richard recordó a Denna diciéndole eso mismo, pero ella no se lo había dicho en tono de broma. Las tres mord-sith nunca bajaban la guardia cuando había alguien cerca; él era el único del que se fiaban para poner en práctica sus dotes sociales. Richard pensó que necesitaban mucha práctica. Tal vez por eso se negaban a desprenderse de su agiel; no habían sido otra cosa en la vida que mord-sith y tenían miedo de no saber ser otra cosa.

Cara se inclinó hacia adelante para mirar dentro del cajón vacío antes de que Richard lo cerrara.

— Debe de amaros mucho para estar dispuesta a rendir su país a vos, lord Rahl —comentó, echándose la rubia trenza encima de la espalda—. No sé si yo sería capaz de hacer algo así por un hombre, ni siquiera por alguien como vos. Tendría que ser él quien se rindiera a mí.

Richard la hizo apartarse y por fin encontró pluma y tinta en el cajón que habría abierto en primer lugar si Cara no se hubiera puesto en medio.

— Tienes razón. Me quiere mucho. Pero en cuanto a lo de rendir su país, ella aún no lo sabe.

— ¿Me estáis diciendo que aún no le habéis pedido que se rinda, como a todos los demás?

Richard sacó el tapón de la botella que contenía la tinta y repuso:

— Ésa es una razón por la que debo escribirle enseguida. Para explicarle mi plan. ¿Por qué no os estáis un ratito calladas para que pueda escribir?

Raina, con una mirada de auténtica preocupación, se agachó junto a Richard.

— ¿Y si suspende la boda? —inquirió—. Las reinas son orgullosas; es posible que no quiera rendirse.

Richard notó una sensación de pánico en las entrañas. Era mucho peor que eso. Las mord-sith no sabían qué le iba a pedir a Kahlan que hiciera. No pedía a una reina que rindiera su país; pedía a la Madre Confesora que le entregara toda la Tierra Central.

— La reina desea tanto como yo vencer a la Orden Imperial y ha luchado por ello con un valor que asombraría incluso a una mord-sith. Ella desea tanto como yo que no haya más derramamiento de sangre. Me ama y comprenderá las razones de lo que le pido.

— Bueno —suspiró Raina—, y si no es así, nosotros os protegeremos.

Richard fijó en ella una mirada tan mortífera que Raina se balanceó hacia atrás, como si la hubiera golpeado.

— Nunca jamás se os ocurra siquiera hacer daño a Kahlan. La protegeréis igual que me protegéis a mí o ya podéis uniros ahora mismo a las filas de mis enemigos. Su vida debe ser tan preciosa para vosotras como la mía. Juradlo por el vínculo que os une a mí. ¡Juradlo!

Raina tragó saliva y dijo:

— Lo juro, lord Rahl.

— Jurad —ordenó implacable a las otras dos mujeres.

— Lo juro, lord Rahl —dijeron a coro.

Richard miró a Ulic y a Egan.

— Lo juro, lord Rahl.

— Muy bien —dijo Richard en tono más suave.

Entonces colocó el papel encima de la mesa frente a él y trató de pensar. Todo el mundo la creía muerta; ése era el único camino. Nadie debía enterarse que seguía con vida, o alguien podría tratar de acabar lo que el consejo había querido hacerle. Si encontraba las palabras justas, Kahlan lo entendería.

El joven sentía sobre su cabeza la presencia de Magda Searus mirándolo iracunda. Richard temía alzar la vista por miedo a que Merrit, su mago, lo fulminara con un rayo para castigarlo por lo que estaba haciendo.

Kahlan tenía que creer en él. Una vez le había dicho que, en caso necesario, estaba dispuesta a dar su vida para protegerlo a él y salvar la Tierra Central; que haría cualquier cosa. Cualquier cosa.

Cara se sentó sobre las manos.

— ¿La reina es hermosa? —inquirió con una sonrisa de nuevo maliciosa—. ¿Cómo es? Espero que no querrá que llevemos vestidos una vez que estéis casados, ¿o sí? Nosotras la obedeceremos pero las mord-sith no llevan vestidos.

Richard suspiró interiormente. Ellas sólo trataban de animarlo con sus chanzas. No obstante, se preguntó a cuántas personas habrían matado esas «bromistas». Pero enseguida se echó una reprimenda; no era justo pensar eso, sobre todo si a uno lo llamaban el portador de la muerte. Una de ellas había muerto ese mismo día para protegerlo. Pobre Hally; no había tenido ninguna oportunidad frente a un mriswith.

Y Kahlan tampoco la tendría.

Tenía que ayudarla. No se le ocurría otro modo de hacerlo y cada minuto que pasaba podría ser un minuto malgastado. Tenía que darse prisa y dar con las palabras justas. Era fundamental que no dejaran traslucir que Kahlan era en realidad la Madre Confesora. Si la carta caía en malas manos…

Al oír el chirrido de la puerta al abrirse alzó la vista.

— ¿Berdine, adónde crees que vas?

— A buscar un lugar donde dormir. Haremos turnos para guardaros. —Una mano reposaba sobre la cadera y la otra hacía girar la cadena de la que colgaba el agiel—. Controlaos, lord Rahl. Pronto tendréis a vuestra prometida en el lecho. Supongo que podréis esperar.

Richard no pudo evitar sonreír. Le gustaba el irónico sentido del humor de Berdine.

— El general Reibisch ha dicho que un millar de hombres está de guardia. No es necesario que…

— Lord Rahl —le interrumpió Berdine con un guiño—, ya sé que soy la que más os gusto, pero dejad de pensar en mi trasero cuando ando y acabad esa carta.

Mientras la puerta se cerraba Richard tamborileó con el mango de vidrio de la pluma contra un diente.

— Lord Rahl, ¿creéis que la reina tendrá celos de nosotras? —preguntó Cara.

— ¿Por qué debería tener celos? —masculló Richard mientras se rascaba la parte posterior del cuello—. No tiene ninguna razón.

— Bueno… ¿no os parecemos atractivas?

Richard la miró y señaló la puerta.

— Vosotras dos apostaos en la puerta para asegurarnos de que ningún asesino pueda entrar para matarme. Si podéis estaros calladas, como Ulic y Egan y me dejáis escribir la carta en paz, podéis quedaros a este lado de la puerta, si no, id afuera.

Las mord-sith miraron al techo pero ambas sonreían mientras se dirigían a la puerta, como si las alegrara haber conseguido al fin irritarlo. Seguramente las mord-sith necesitaban gastarle ese tipo de bromas, pues pocas oportunidades tenían; pero él tenía cosas más importantes en las que pensar.

Con la mirada fija en la hoja de papel en blanco hizo un esfuerzo para aclararse la mente pese al cansancio. Gratch colocó una de sus peludas garras sobre su pierna y se acurrucó contra él. Richard mojó la pluma en la tinta y empezó a escribir: «Mi queridísima reina», mientras que con la otra mano daba palmaditas a la garra.

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