11

— Son los d’haranianos, lord general.

Tras guardar el último de sus trofeos, Brogan cerró la tapa del estuche y alzó la vista hacia los oscuros ojos de Galtero.

— ¿Qué pasa con los d’haranianos?

— Esta mañana me di cuenta de que tramaban algo cuando empezaron a agruparse. Por eso la gente estaba tan excitada.

— A agruparse, ¿dices?

— Sí. Alrededor del Palacio de las Confesoras, lord general. Y a media tarde todos se pusieron a cantar.

Atónito, Tobias se inclinó hacia su coronel.

— ¿Cómo que a cantar? ¿Recuerdas las palabras?

— Pues claro. Estuvieron cantando dos horas seguidas; sería difícil olvidarlas después de oírlas tantas veces. Los d’haranianos se inclinaron con la frente hacia el suelo y todos cantaron lo mismo: «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».

Brogan tamborileó con un dedo sobre la mesa.

— ¿Y todos los d’haranianos cantaban? ¿Cuántos eran?

— Sí, todos ellos, lord general, y son más de los que imaginábamos. Llenaban la gran explanada frente al palacio así como parques, plazas y todas las calles de los aledaños. Era imposible pasar entre ellos de lo juntos que estaban, como si desearan estar lo más cerca posible del Palacio de las Confesoras. Según mis cálculos, eran casi doscientos mil, casi todos ellos reunidos en torno al palacio. Mientras duró la ceremonia el resto de la gente estaba casi en un estado de pánico, pues ignoraba qué sucedía.

»Salí de la ciudad y encontré a otros muchos que no habían ido a la ciudad, aunque, estuvieran donde estuviesen inclinaban la frente hasta el suelo y cantaban junto con sus compatriotas de la ciudad. Cubrí una buena distancia para ver todo lo posible y no encontré ni a un solo d’haraniano que no estuviera arrodillado y cantando. Podía oír sus voces desde las colinas y los pasos de montaña que rodean la ciudad. Y ninguno de ellos nos prestó la más mínima atención.

Brogan se calló lo que iba a decir.

— En ese caso, este tal amo Rahl debe de hallarse aquí.

— Así es, lord general. Mientras todos los d’haranianos cantaban, durante las dos horas, él estuvo en lo alto de la escalinata de la gran entrada, mirando. Todos se inclinaban ante él como si fuese el mismo Creador.

Brogan torció la boca en gesto de repugnancia.

— Siempre sospeché que los d’haranianos eran paganos. Imagínate, rezar a un simple hombre. ¿Qué pasó después?

Galtero parecía cansado; no en vano llevaba todo el día a caballo.

— Al acabar, todos saltaron en el aire, y hubo vítores y gritos de júbilo un buen rato, como si acabaran de librarse de las garras del Custodio. Cabalgué unos tres kilómetros alrededor de la multitud mientras los vivas y las aclamaciones se sucedían. Por fin el gentío se abrió para dejar paso a dos cuerpos que fueron depositados en la explanada, y todo el mundo guardó silencio. Se levantó una pira y se le prendió fuego. Hasta que los cuerpos no se convirtieron en cenizas y esas cenizas se retiraron para ser enterradas, ese amo Rahl permaneció en los escalones, observando.

— ¿Pudiste verlo bien?

— No. La multitud era tan compacta que no quise abrirme paso a la fuerza por temor a que la tomaran conmigo por interrumpir la ceremonia.

Brogan acarició el estuche con un lado del pulgar mientras su mirada se perdía en la nada.

— Por supuesto. No hubiera esperado que te jugaras la vida sólo para echar un buen vistazo al tipo ese.

Galtero vaciló.

— Muy pronto lo veréis vos mismo, lord general. Os han invitado al palacio.

— No tengo tiempo para cortesías sociales. Debemos salir a la caza de la Madre Confesora.

Galtero se sacó un papel de un bolsillo y se lo tendió.

— Acababa de regresar cuando un numeroso grupo de soldados d’haranianos se disponía a entrar en nuestro palacio. Los detuve, les pregunté qué querían, y ellos me dieron esto.

Brogan desplegó el papel y leyó las líneas escritas a toda prisa.

Lord Rahl invita a los dignatarios, diplomáticos y altos funcionarios de todos los países al Palacio de las Confesoras, sin dilación.

Hizo una bola con el papel y rezongó:

— Yo no acudo a audiencias; las doy. Y, como he dicho, no tengo tiempo para intercambiar cortesías.

— Yo me pensé lo mismo y les dije a los soldados d’haranianos que entregaría la invitación, pero que estamos ocupados con otros asuntos y que dudaba de que alguien del Palacio Nicobarese tuviese tiempo.

»Los soldados me respondieron que lord Rahl deseaba ver a todo el mundo allí y que mejor sería que encontrásemos el tiempo.

Brogan desestimó la amenaza con un simple ademán.

— Nadie va a buscar bronca aquí, en Aydindril, sólo porque no vayamos a una celebración organizada para dar a conocer a un nuevo líder tribal.

— Lord general, el Bulevar de los Reyes bullía de soldados d’haranianos. Todos los palacios del Bulevar están rodeados, además de los edificios administrativos de la ciudad. El soldado que me entregó la invitación me dijo que tenía la misión de «escoltarnos» al Palacio de las Confesoras. Añadió que si no salíamos pronto, entrarían para venir a buscarnos. El que me lo dijo tenía diez mil hombres detrás de él, observándome.

»No son tenderos ni granjeros que juegan a ser soldados durante unos meses, sino que son guerreros profesionales y parecían muy decididos.

— Si el grueso de nuestras fuerzas estuviera aquí, la Sangre de la Virtud nada tendría que temer contra esos hombres. Pero sólo contamos con quinientos hombres. No bastan para salir de aquí luchando. No podríamos avanzar ni veinte metros antes de nos eliminaran a todos.

Lunetta seguía contra la pared y se entretenía acariciando y alisando sus retales de colores, sin prestar la menor atención a la conversación. Tal vez tenían sólo quinientos hombres en la ciudad, pero también tenían a Lunetta.

Brogan no sabía qué juego se llevaba entre manos ese tal lord Rahl, aunque tampoco importaba demasiado; D’Hara se había alineado con la Orden Imperial y acataba sus órdenes. Probablemente no era más que un intento para ganar prestigio dentro de la Orden. Siempre había gente deseosa de alcanzar el poder sin preocuparse de los imperativos morales que el poder conlleva.

— Muy bien. De todos modos pronto anochecerá. Asistiremos a esa ceremonia, sonreiremos al nuevo amo Rahl, beberemos su vino, comeremos su comida y le daremos la bienvenida. Al alba abandonaremos Aydindril y la Orden Imperial, y partiremos en busca de la Madre Confesora. Lunetta —con un gesto llamó a su hermana—, tú nos acompañarás.

— ¿Cómo pensáis encontrarla? —Lunetta se rascaba un brazo—. A la Madre Confesora, lord general, ¿cómo pensáis encontrarla?

Brogan apartó la silla y se puso en pie.

— Huyó en dirección sudoeste. Tenemos hombres más que suficientes para buscarla. La encontraremos.

— ¿De veras? —Lunetta seguía mostrándose insolente tras haber usado su poder—. Decidme cómo la reconoceréis.

— ¡Es la Madre Confesora, estúpida streganicha! ¿Cómo quieres que no la reconozcamos?

Lunetta enarcó una ceja y clavó en su hermano el general una mirada salvaje.

— La Madre Confesora está muerta. ¿Creéis posible ver caminar a una muerta?

— No está muerta. La cocinera sabe la verdad, tú misma lo has dicho. La Madre Confesora está viva, y nosotros la encontraremos.

— Si lo que la anciana ha dicho es cierto y se tejió un hechizo de muerte, ¿con qué propósito crees que se hizo? Responded a Lunetta.

Tobias frunció el entrecejo.

— Para convencer a todo el mundo de que había muerto y así poder escapar.

— ¿Y cómo es posible que nadie la viera escapar? —inquirió la mujer con una ladina sonrisa—. Pues por la misma razón por la que no podréis encontrarla.

— Déjate de tonterías sobre magia y explícame claramente qué quieres decir.

— Lord general, si realmente existen los hechizos de muerte y uno fue usado con la Madre Confesora, lo lógico sería que esa magia ocultara su identidad. Solamente de ese modo pudo escapar; nadie la reconoció debido a la magia que la rodeaba. Por la misma razón tampoco vos la reconoceréis.

— ¿Puedes tú romperlo? ¿Puedes romper ese hechizo? —balbució Brogan.

— Lord general —repuso Lunetta con una risita—, nunca había oído hablar de esa magia. No sé nada sobre ese hechizo.

Tobias se dio cuenta de que su hermana tenía razón.

— Pero tú sabes de magia. Dime cómo puedo reconocerla.

Lunetta negó con la cabeza.

— Lord general, yo no puedo distinguir los hilos de una red que un hechicero tejió justamente para ocultar a una persona. Yo solamente digo lo que sería lógico: que si se tejió ese hechizo para ocultarla, tampoco nosotros la reconoceremos.

— Tú tienes poderes mágicos, Lunetta. Seguro que tú conoces la manera de mostrarnos la verdad.

— Lord general, la anciana dijo que solamente un mago podría conjurar un hechizo de muerte. Por tanto, para deshacerlo es necesario que podamos ver los hilos de la red. Yo no sé cómo ver la verdad a través de un engaño logrado con magia.

Brogan se frotó el mentón, pensativo.

— Sí, ver a través de un engaño. ¿Pero cómo?

— Las polillas caen en las telarañas porque no pueden ver los hilos. También nosotros podemos caer en esa red, como quienes presenciaron la ejecución, porque no podemos ver sus hilos.

— Un mago —murmuró el general para sí, mirando la moneda de plata encima de la mesa—. Cuando le pregunté si quedaba algún mago en Aydindril, ella me mostró esa moneda con el edificio grabado. El Palacio de los Profetas. —El nombre le indujo a alzar la cabeza—. Sí, eso es. Y me dijo que te preguntara a ti lo que era. ¿Lo conoces? ¿Dónde has oído hablar de ese lugar llamado Palacio de los Profetas?

Lunetta se encogió sobre sí misma y desvió la mirada.

— Justo después de que nacieras, mamá me habló de ese lugar. Es un sitio en el que brujas…

Streganicha -la corrigió Tobias.

Lunetta hizo una breve pausa.

— Un sitio en el que streganicha entrenan a magos.

— Entonces es un lugar de maldad. —Mientras él contemplaba la moneda, Lunetta se mantenía encorvada y rígida—. ¿Cómo es posible que mamá supiera de un lugar tan malvado?

— Mamá está muerta, Tobias, déjala en paz —murmuró Lunetta.

Brogan la fulminó con la mirada.

— Ya hablaremos de eso más tarde. —Se ajustó el fajín de general y se acomodó la chaqueta gris con bordados plateados antes de ponerse la capa carmesí—. Seguramente la anciana quería decir que hay un mago en Aydindril que fue entrenado en ese lugar de maldad. Por suerte —dijo dirigiéndose a Galtero—, Ettore la retiene para seguir interrogándola. Esa vieja tiene mucho que decirnos; lo siento en los huesos.

Galtero asintió.

— Deberíamos partir ya hacia el Palacio de las Confesoras, lord general.

Brogan se echó la capa sobre los hombros.

— Antes pasaremos a ver a Ettore un momento.

Rugía un buen fuego cuando los tres entraron en la pequeña habitación para echar un vistazo a Ettore y a sus dos prisioneras. Ettore iba desnudo hasta la cintura, y sus perfilados músculos estaban cubiertos por una pátina de sudor. Encima de la capa relucían varias cuchillas junto con un surtido de afilados pinchos. En el hogar se habían desplegado varas de hierro con los extremos dentro de las llamas y anaranjados.

La anciana se encogía en el rincón más alejado y había colocado un brazo protector alrededor de la niña, que escondía la cara en la manta parda.

— ¿Algún problema con ella? —quiso saber Brogan.

Ettore esbozó su habitual sonrisa.

— Cambió completamente de actitud al darse cuenta de que aquí no toleramos la arrogancia ni la insolencia. Así son los poseídos; se derrumban cuando ven ante sí el poder del Creador.

— Nosotros tres estaremos fuera un rato. El resto se queda en palacio por si necesitas ayuda. —Brogan echó un vistazo a las varas de hierro que brillaban en el fuego—. Cuando regrese, quiero su confesión. Haz lo que quieras con la niña pero quiero que la vieja siga con vida y esté ansiosa por confesar.

Ettore saludó llevándose los dedos a la frente e inclinándose.

— Por el Creador que se hará como ordenáis, lord general. Confesará todos los crímenes que ha cometido para el Custodio.

— Perfecto. Tengo más preguntas y quiero las respuestas.

— No pienso decir nada más —afirmó la anciana.

Ettore la miró de soslayo con la boca torcida. La anciana se retiró hacia el oscuro rincón.

— Cambiarás de opinión antes de que acabe esta noche, vieja bruja. Cuando veas lo que le hago a tu diablillo, me suplicarás que te permita contestar nuestras preguntas. Primero verás cómo muere, para que puedas pensar en lo que te espera cuando te llegue el turno.

La niña chilló y hundió la cara en la manta de su abuela. Lunetta las contemplaba a ambas mientras se rascaba lentamente un brazo.

— ¿Queréis que me quede para ayudar a Ettore, lord general? Creo que sería mejor que me quedara.

— No. Quiero que esta noche me acompañes. Hiciste muy bien al traerme a estas dos —dijo a Galtero.

— Si no hubiera tratado de venderme tortas de miel, nunca me habría fijado en ella. Hubo algo que me hizo sospechar.

Brogan se encogió de hombros.

— Es típico de los poseídos; se sienten atraídos hacia la Sangre de la Virtud como las polillas a una llama. Son atrevidos porque tienen fe en su pérfido señor. —Echó un nuevo vistazo a la mujer encogida en un rincón—. Pero todos se vienen abajo cuando deben enfrentarse a la justicia de la Sangre. Aunque esta poseída sea un trofeo insignificante, creo que el Creador se sentirá complacido.

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