49

La fragancia de las flores los envolvió cuando entraron en el Jardín de la Vida. Zedd supo de inmediato que algo iba mal. No había duda; las tres cajas estaban allí. Se había equivocado. Rahl tenía las tres cajas del Destino. El mago percibió asimismo otra cosa, algo fuera de lugar, pero, con su poder disminuido, no podía fiarse de aquella sensación. Con Chase a los talones, Zedd siguió a Kahlan, que caminaba por el sendero entre los árboles, y pasaba por delante de muretes cubiertos de plantas trepadoras y vistosas flores. Finalmente llegaron a una extensión de hierba. Kahlan se detuvo.

En el prado había un círculo de arena blanca. Era arena de hechicero. Zedd nunca había visto reunida tal cantidad. De hecho, no había visto más que un puñado en toda su vida. Lo que allí había valía más que diez reinos. Los granos de arena reflejaban diminutas motas de centelleante luz. Cada vez más asustado, Zedd se preguntó para qué necesitaba Rahl tanta arena de hechicero y qué hacía con ella. El mago apenas podía apartar la mirada.

Más allá de la arena de hechicero, se alzaba un altar de sacrificios. Encima del altar de piedra, se encontraban las tres cajas del Destino. Zedd comprobó con sus propios ojos que, efectivamente, las tres cajas estaban allí, reunidas, y le pareció que su corazón dejaba de latir por un instante. Las tres cubiertas habían sido retiradas y cada caja era tan negra como la noche.

Frente a las cajas, dándoles la espalda, estaba Rahl el Oscuro. Zedd se enfureció al ver a la persona que había matado a Richard. Los rayos del sol, que caían directamente sobre él tras atravesar el techo de cristal, iluminaban la túnica blanca que llevaba y sus largos cabellos rubios, arrancándoles destellos. Rahl estaba admirando las cajas, los premios que había ganado.

Zedd sintió que la cara le ardía. ¿Cómo había encontrado Rahl la última caja? ¿Cómo la había conseguido? Pero enseguida olvidó estas y otras preguntas, pues ya eran irrelevantes. La cuestión era qué hacer. Ahora que ya tenía las tres, Rahl podía abrir una. El mago vio cómo Kahlan miraba fijamente a Rahl el Oscuro. Si la Madre Confesora conseguía tocar a Rahl con su poder, aún podían salvarse. Pero Zedd dudaba que Kahlan tuviera suficiente poder. En aquel palacio y especialmente en aquel jardín, Zedd notaba que su propio poder era casi inexistente. Todo el palacio era un gigantesco hechizo contra cualquier mago que no fuese Rahl. Solamente Kahlan podía detener a Rahl el Oscuro. El anciano percibió la Cólera de Sangre que emanaba de la mujer y la furia que hervía en ella.

Kahlan echó a andar por el prado. Zedd y Chase la siguieron, pero, cuando casi habían llegado al círculo de arena, frente a Rahl, la mujer dio media vuelta y puso una mano en el pecho del mago.

—Vosotros dos esperadme aquí.

Zedd sintió la cólera en los ojos de Kahlan y la comprendió, porque eso era justamente lo que él sentía. También sentía el dolor por la pérdida de Richard.

Al levantar de nuevo la vista, el mago se encontró mirando los azules ojos de Rahl el Oscuro. Ambos se sostuvieron la mirada un instante, pero enseguida Rahl posó los ojos en Kahlan, que bordeaba el círculo de arena con un semblante de calma total.

—¿Qué pasará si esto no funciona? —preguntó Chase a Zedd en un susurro.

—Moriremos.

Zedd sintió que sus esperanzas aumentaban al ver la expresión de alarma que se dibujó en el rostro de Rahl el Oscuro. Era alarma y también miedo al ver a Kahlan pintada con los dos relámpagos que simbolizaban el Con Dar. Zedd sonrió. Rahl el Oscuro no había contado con eso y, al parecer, estaba asustado.

La alarma impulsó a Rahl a actuar. Cuando la mujer se le acercó, Rahl el Oscuro desenvainó la Espada de la Verdad, que salió de su vaina con un siseo. La hoja estaba blanca. Rahl la alzó frente a sí, amenazando a Kahlan con la punta del acero.

Se encontraban demasiado cerca de su objetivo para fallar. Zedd tenía que ayudarla, ayudarla para que Kahlan usara lo único que podía salvarlos a todos. El mago hizo acopio de toda la fuerza que le quedaba, que no era ni mucho menos tanta como hubiera deseado, y lanzó un rayo de luz por encima del círculo de arena blanca. El esfuerzo le costó todo el poder que le quedaba. El rayo de luz azul impactó en la espada y la arrancó de manos de Rahl. El arma voló en el aire y aterrizó a bastante distancia. Rahl el Oscuro gritó algo a Zedd y luego se volvió hacia Kahlan para decirle algo, pero ni uno ni otra lo entendieron.

Rahl fue reculando ante el avance de Kahlan. Al chocar contra el altar ya no pudo seguir retrocediendo. El hombre se pasó los dedos por el pelo, mientras Kahlan se detenía ante él.

La sonrisa de Zedd se esfumó. Algo iba mal. La forma en que Rahl se había pasado los dedos por el pelo le recordaba algo.

La Madre Confesora alargó un brazo y agarró a Rahl el Oscuro por la garganta.

—Esto es por Richard.

Zedd abrió mucho los ojos y se quedó helado. Ahora comprendía qué andaba mal. El mago ahogó una exclamación.

Ése no era Rahl el Oscuro. Tenía que avisar a Kahlan.

—¡Kahlan, no! ¡Detente! ¡Es…!

En el aire hubo un impacto, un trueno silencioso. Las hojas de los árboles vibraron y la hierba se agitó, formando una onda que nació en el centro y se fue extendiendo hacia los bordes del prado.

—¡… Richard! —Era demasiado tarde. El dolor atenazó al mago.

—Mi ama —susurró Richard, cayendo de rodillas delante de Kahlan.

Zedd se quedó paralizado. La desesperación ahogó la euforia que le producía saber que Richard seguía vivo. Entonces, se abrió una puerta en un muro lateral, cubierta por enredaderas, y por ella apareció el verdadero Rahl el Oscuro, seguido por Michael y dos fornidos soldados. Kahlan parpadeó, confundida.

La red hostil flaqueó y, en medio de un resplandor, quien antes era Rahl el Oscuro apareció de nuevo como quien realmente era: Richard.

Kahlan abrió los ojos, horrorizada, al mismo tiempo que retrocedía. El poder del Con Dar vaciló y se extinguió. La mujer lanzó un grito angustiado por lo que acababa de hacer.

Los dos soldados se colocaron tras ella. Chase se dispuso a empuñar la espada inmediatamente, pero se quedó paralizado antes de que la mano tocara la empuñadura. Zedd alzó ambas manos, pero ya no le quedaba ningún poder. Nada ocurrió. El mago echó a correr hacia ellos, pero, apenas había dado dos pasos cuando chocó contra un muro invisible. Estaba encerrado como un prisionero en una celda de piedra. Zedd se enfureció consigo mismo por haber sido tan estúpido.

Al darse cuenta de lo que había hecho, Kahlan arrebató a uno de los guardias el cuchillo que llevaba al cinto. Lanzó un gritó angustiado y lo alzó con ambas manos, dispuesta a clavárselo.

Michael la cogió por detrás, le arrancó el cuchillo de las manos y se lo puso contra el cuello. Richard se lanzó furioso contra su hermano, pero se estrelló contra un muro invisible y cayó al suelo. Kahlan había invertido toda su energía en el Con Dar y ahora estaba demasiado débil para resistirse, por lo que se desplomó, deshecha en lágrimas. Uno de los soldados la amordazó para que ni siquiera pudiera musitar el nombre de Richard.

El joven, de rodillas, se aferró a la túnica de Rahl el Oscuro y, alzando la mirada hacia él, le suplicó:

—¡No le hagáis daño, por favor! ¡A ella no!

—Me alegra mucho verte de vuelta, Richard —respondió Rahl el Oscuro, poniéndole una mano encima del hombro—. Estaba seguro de que volverías. Me alegra que hayas decidido ayudarme. Admiro tu lealtad hacia tus amigos.

Zedd estaba desconcertado. ¿Qué ayuda podría necesitar Rahl el Oscuro de Richard?

—Por favor —suplicaba Richard, sollozando—, no le hagáis daño.

—Eso solamente depende de ti. —Rahl alejó las manos de Richard de su túnica.

—¡Haré lo que sea, pero no le hagáis daño!

Rahl el Oscuro sonrió, se lamió las yemas de los dedos y, con la otra mano, acarició los cabellos de Richard.

—Siento que haya tenido que ser así, Richard. De veras que lo siento. Hubiera sido un placer tener cerca al Richard que eras antes. Tal vez te convierta en algo agradable, algo que te gustaría ser, por ejemplo un perrito faldero. Aunque tú no te des cuenta, tú y yo nos parecemos mucho. Pero me temo que has sido víctima de la Primera Norma de un mago.

—No hagáis daño al ama Kahlan, por favor —sollozó Richard.

—Si haces lo que yo digo, te prometo que la trataré bien. Incluso, es posible que te permita dormir en nuestro dormitorio, para que veas que cumplo mi palabra. Estoy pensando que, quizá, pondré a mi primogénito tu nombre, por haberme ayudado. ¿Te gustaría eso, Richard? Richard Rahl. Irónico, ¿no crees?

—Haced conmigo lo que queráis, pero, por favor, no hagáis daño al ama Kahlan. Decidme qué queréis que haga. Por favor.

—Paciencia, hijo —replicó Rahl el Oscuro, dándole unas palmaditas en la cabeza—. Espera aquí.

Rahl dejó a Richard de rodillas y rodeó el círculo de arena blanca, hacia Zedd. El anciano notó que los ojos azules de su enemigo lo taladraban, y se sintió vacío, hueco.

Rahl se detuvo frente a él, se lamió los dedos y, acto seguido, se alisó las cejas.

—¿Cómo te llamas, Anciano?

Zedd le devolvió la mirada, todas sus esperanzas destruidas.

—Zeddicus Zu’l Zorander. Yo soy quien mató a tu padre —declaró, alzando el mentón.

—Lo sé. ¿Sabes que tu fuego mágico también me quemó a mí? ¿Sabes que estuviste a punto de matarme cuando no era más que un niño? ¿Sabes que sufrí atrozmente durante meses? ¿Y sabes que aún conservo las cicatrices de lo que me hiciste, tanto por fuera como por dentro?

—Lamento haber hecho daño a un niño, fuera quien fuese. Pero, en este caso, lo considero un castigo anticipado.

Rahl conservaba una expresión agradable en el rostro y sonreía levemente.

—Tú y yo vamos a pasar mucho tiempo juntos. Voy a enseñarte todo el dolor que soporté y más. Así sabrás qué sentí.

—Nada de lo que me hagas podrá igualar el dolor que ya siento —repuso el Anciano, mirándolo con amargura.

—Eso ya lo veremos —lo amenazó Rahl el Oscuro. Se lamió las yemas de los dedos y dio media vuelta.

Presa de la desesperación, Zedd contempló frustrado cómo Rahl se colocaba de nuevo frente a Richard.

—¡Richard! —gritó—. ¡No lo ayudes! ¡Kahlan preferiría morir antes de que tú lo ayudaras!

El joven lanzó al mago una mirada vacua, pero enseguida alzó otra vez la vista hacia Rahl el Oscuro.

—Haré lo que sea, pero no le hagáis daño.

—Levántate. Te doy mi palabra, hijo, si haces lo que te digo. —Richard asintió—. Recita el Libro de las Sombras Contadas.

Zedd se tambaleó por la impresión. Richard se volvió hacia Kahlan.

—¿Qué debo hacer, ama?

Kahlan se debatió en brazos de Michael, tratando de alejar el cuchillo que éste sostenía contra su garganta y gritó algo, pero la mordaza ahogaba sus palabras.

—Recita el Libro de las Sombras Contadas, Richard, o diré a Michael que le corte los dedos, uno a uno. Cuanto más tiempo guardes silencio, más daño sufrirá —le dijo Rahl el Oscuro con voz suave.

Richard se volvió de repente hacia Rahl, con el pánico reflejado en los ojos.

—«La verificación de la autenticidad de las palabras del Libro de las Sombras Contadas en caso de no ser leídas por quien controla las cajas, sino pronunciadas por otra persona, sólo podrá ser realizada con garantías mediante el uso de una Confesora…».

Zedd se dejó caer al suelo. No podía creer lo que estaba oyendo. A medida que escuchaba a Richard recitar el libro, se daba cuenta de que era cierto, pues la sintaxis de un libro de magia resultaba inconfundible. Era imposible que Richard se lo estuviera inventando. Era el Libro de las Sombras Contadas. A Zedd ya no le quedaban fuerzas ni para maravillarse de que Richard se lo supiera de memoria.

El mundo que conocían tocaba a su fin. Aquél era el primer día del reinado de Rahl. Todo estaba perdido. Rahl el Oscuro había ganado. El mundo era suyo.

Zedd escuchaba a Richard sentado, sintiéndose aturdido. Algunas de las palabras eran mágicas en sí mismas y nadie, excepto alguien que poseyera el don, podría retenerlas en la mente, pues la magia lo borraría todo al llegar a determinados vocablos mágicos. Era una protección contra circunstancias imprevistas, para evitar que el primero que pasara se hiciera con la magia del libro. El hecho de que Richard fuese capaz de recitarlo era una prueba de que había nacido con un don mágico. Había nacido de la magia y para ella. Por mucho que la odiara, Richard era magia, tal como las profecías anunciaban.

Zedd lamentó lo que había hecho. Lamentó haber tratado de proteger a Richard de las fuerzas que, de haber sabido ver quién era él, habrían intentado utilizarlo. Los que nacían con el don siempre eran vulnerables en su infancia y primera juventud. Deliberadamente, Zedd había evitado enseñar a Richard, para impedir que esas fuerzas lo descubrieran. Él siempre había temido, y esperado, que Richard poseyera el don, pero confiaba en que no se manifestaría hasta que llegara a la edad adulta. Entonces, Zedd tendría tiempo para enseñarle, cuando fuese lo suficientemente fuerte y mayor. Antes de que lo matara. Había sido un esfuerzo inútil; no había servido para nada. En su fuero interno, Zedd siempre había sabido que Richard poseía el don, que era alguien especial. Todos quienes lo conocían sabían que Richard era alguien especial, excepcional. Estaba marcado por la magia.

El mago lloró amargamente al recordar los buenos tiempos que habían pasado juntos. Habían sido unos buenos años. Aquellos años en los que había vivido alejado de la magia habían sido los mejores de su vida. Había tenido a alguien que lo amaba sin temor y solamente por él. Había tenido un amigo.

Richard recitaba el libro sin vacilar ni dudar una sola vez. Zedd se maravilló de que lo conociera tan bien y no pudo evitar sentirse orgulloso de él, aunque también deseó que Richard no tuviera tanto talento. Mucho de lo que decía se refería a cosas ya realizadas, como el modo de retirar las cubiertas de las cajas, pero Rahl el Oscuro no lo detuvo ni le pidió que recitara esos pasajes más rápidamente, por miedo a perderse algo. Escuchaba atentamente y en silencio, mientras Richard recitaba el libro a su propio ritmo. Sólo de vez en cuando Rahl le pedía que repitiera un pasaje determinado, para asegurarse de haberlo comprendido bien y se quedaba sumido en sus pensamientos, mientras Richard hablaba de ángulos del sol, de nubes y de vientos.

La tarde fue avanzando con el recitado del libro. Rahl escuchaba de pie frente a él, Michael amenazaba a Kahlan con el cuchillo y los dos soldados la sujetaban por los brazos. Chase seguía petrificado, con una mano dispuesta a empuñar la espada. Condenado y cautivo en su prisión invisible, Zedd se dio cuenta de que el procedimiento para abrir las cajas iba a durar más tiempo del que había imaginado. De hecho, duraría toda la noche. La razón por la que Rahl el Oscuro necesitaba tanta arena de hechicero era porque tendría que dibujar encantamientos. Las cajas debían colocarse exactamente de manera que los primeros rayos del sol invernal incidieran sobre ellas y la sombra que proyectara cada una de ellas dictaría su posición.

Aunque tenían idéntico aspecto, cada una de las cajas proyectaba una sombra distinta. A medida que el sol desaparecía en el horizonte, las sombras se iban alargando. Una caja arrojaba una sombra; otra, dos; y la tercera, tres. Ahora comprendía Zedd por qué el libro se llamaba el Libro de las Sombras Contadas.

Cuando el libro describía los encantamientos necesarios, Rahl el Oscuro ordenaba a Richard que se detuviera y los dibujaba en la arena blanca. El anciano ni siquiera había oído hablar de algunos de aquellos encantamientos, pero Rahl sí, y los dibujaba sin vacilar. Al anochecer, Rahl encendió antorchas alrededor del círculo de arena y, a la luz de las teas, fue dibujando los encantamientos en la arena blanca a medida que el Libro de las Sombras Contadas lo indicaba. Todos lo contemplaban en silencio. Zedd estaba impresionado por la pericia de mago que demostraba y lo inquietaba no poco ver las runas del inframundo.

Se trataba de trazar formas geométricas complejas, y Zedd sabía que debía hacerse sin ningún error y en el debido orden; dibujar cada línea en el momento adecuado y en el orden correcto. Si se cometía un error, quien las dibujaba no podía corregirlas, borrarlas ni empezar de nuevo desde el principio. Un error significaba la muerte.

Zedd había conocido a magos que se pasaban años estudiando un encantamiento antes de atreverse a trasladarlo a arena de hechicero, por miedo a cometer un error fatal. Pero Rahl el Oscuro no tenía ningún problema. Dibujaba con precisión y mano firme. Zedd nunca había visto a un mago con tanto talento. Al menos, se dijo amargamente, lo mataría el mejor. No podía evitar admirar la maestría de Rahl. Jamás había presenciado tal demostración de competencia mágica.

Tanto esfuerzo iba dirigido a descubrir qué caja debía abrir. Según el libro, podía abrir una de ellas cuando lo deseara. Por otros libros de instrucciones, Zedd sabía que todos aquellos esfuerzos no eran más que una precaución para impedir que la magia fuese usada a la ligera, para evitar que alguien decidiera por las buenas convertirse en el amo del mundo y que un libro mágico le dijera cómo. Pese a ser un mago de Primera Orden, Zedd no poseía los conocimientos necesarios para llevar a término las instrucciones del Libro de las Sombras Contadas. Rahl el Oscuro se había estado preparando para aquel momento casi toda su vida. Probablemente, su padre había empezado a enseñarlo cuando era niño. Zedd deseó que el fuego mágico que había consumido a Panis Rahl también hubiera acabado con su hijo, pero enseguida desechó la idea.

Al alba, Rahl el Oscuro acabó de dibujar todos los encantamientos y colocó las cajas encima de ellos. Cada caja, que se distinguía por el número de sombras que proyectaba, debía situarse sobre un dibujo en concreto. Rahl lanzó los hechizos. Cuando los rayos del sol del segundo día de invierno iluminaron la piedra, las cajas fueron colocadas de nuevo encima del altar. Zedd comprobó con asombro que las cajas proyectaban un número de sombras distinto al del día anterior; otra precaución. Siguiendo las indicaciones del libro, Rahl colocó la caja que arrojaba una sola sombra a la izquierda; la que arrojaba dos, en el centro; y la que arrojaba tres, a la derecha.

—Prosigue —ordenó a Richard, con la vista fija en las negras cajas.

El joven recitó, sin dudar.

—«Una vez dispuestas de este modo, el Destino puede ser gobernado. Una sombra es insuficiente para obtener el poder que preserve la vida del aspirante, y toda vida puede tolerar tres más. Pero el equilibrio se logra abriendo la caja de dos sombras; una sombra para ti y otra para el mundo, que será tuyo gracias al poder de la magia del Destino. La caja con dos sombras es la marca de un mundo sometido a un único poder. Ábrela y tendrás tu recompensa».

Lentamente, Rahl el Oscuro se volvió hacia Richard.

—Sigue.

Richard parpadeó.

—«Gobierna según tu elección». No hay más.

—Tiene que haber algo más.

—No, amo Rahl. «Gobierna según tu elección». No hay más.

Rahl agarró a Richard por la garganta.

—¿Te lo aprendiste todo? ¿El libro entero?

—Sí, amo Rahl.

—¡No puede ser! —exclamó Rahl, furioso—. ¡Ésa no es la caja correcta! ¡La caja que arroja dos sombras es la que me matará! ¡Ya te dije que he averiguado cuál de ellas me mataría!

—Os he recitado el libro tal como estaba escrito. Palabra por palabra —dijo Richard.

Rahl el Oscuro lo soltó.

—No te creo. Rebana el gaznate a la mujer —ordenó a Michael.

—¡No! —suplicó Richard, cayendo de rodillas—. ¡Me disteis vuestra palabra! ¡Dijisteis que no le haríais daño si yo decía lo que sabía! ¡Por favor! ¡Os he dicho la verdad!

Rahl alzó una mano para detener a Michael, sin apartar la mirada de Richard.

—No te creo. Dime la verdad ahora mismo o la mataré. Mataré a tu ama.

—¡No! —gritó Richard—. ¡Os he dicho la verdad! ¡Decir otra cosa sería mentir!

—La última oportunidad, Richard. Dime la verdad o Kahlan morirá.

—No puedo deciros otra cosa —sollozó Richard—. Si cambiara mis palabras, estaría mintiendo. Os he dicho todo tal como está escrito.

Zedd se levantó, con la mirada fija en el cuchillo que Kahlan tenía al cuello. La mujer tenía los ojos verdes desorbitados. El Anciano miró a Rahl el Oscuro. Era evidente que Rahl había encontrado una fuente de información alternativa al Libro de las Sombras Contadas, y ambas no coincidían. Era algo que solía ocurrir; Rahl el Oscuro debía saberlo. Siempre que se producía un conflicto como aquél, debía darse precedencia a la información contenida en el libro de instrucciones para aquella magia en concreto. Obrar de otro modo siempre resultaba fatal; era una salvaguarda para proteger la magia. Contra toda razón, Zedd deseó que la arrogancia de Rahl lo llevara a apartarse de las instrucciones del libro.

Rahl el Oscuro sonrió de nuevo. Se lamió las yemas de los dedos y después se los pasó por las cejas.

—Muy bien, Richard. Tenía que asegurarme de que decías la verdad.

—Lo juro, lo juro por la vida del ama Kahlan. Cada una de las palabras que he dicho es cierta.

Rahl asintió e hizo a Michael una señal. Éste relajó la presión sobre el cuchillo. Kahlan cerró los ojos, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Rahl se volvió hacia las cajas y lanzó un profundo suspiro.

—Al fin —musitó—. La magia del Destino ya es mía.

Aunque no podía verlo, Zedd sintió cómo Rahl el Oscuro levantaba la tapa de la caja del centro, la que arrojaba dos sombras; lo supo por la luz que manó de ella. Aquella luz dorada ascendió y, como si pesara mucho, descendió encima de Rahl, al que iluminó con su resplandor dorado. Rahl el Oscuro dio vueltas, risueño. La luz que lo rodeaba seguía sus movimientos. Entonces, el Padre Rahl se elevó levemente, lo suficiente para no apoyar el peso en los pies, y flotó hasta el centro del círculo de arena, con los brazos extendidos. La luz empezó a girar lentamente a su alrededor. Rahl bajó la mirada hacia Richard.

—Gracias por regresar y ayudarme, hijo mío. Tendrás tu recompensa como te prometí. Me has entregado lo que es mío. Lo siento. Es maravilloso. Puedo sentir el poder.

Richard lo miraba impasible, de pie. Zedd volvió a dejarse caer al suelo. ¿Qué había hecho Richard? ¿Cómo había podido? ¿Cómo había podido entregar a Rahl el Oscuro la magia del Destino, que le permitiría gobernar el mundo? Porque había sido tocado por una Confesora, por eso. No era culpa de Richard; él no había podido evitarlo. Todo había acabado. Zedd le perdonó.

Si conservara su poder, conjuraría el Fuego de Vida y pondría en él toda su energía vital. Pero allí, frente al amo Rahl, él no tenía ningún poder. El mago se sentía muy cansado, aunque sabía que no tendría la oportunidad de hacerse más viejo. Rahl el Oscuro se ocuparía de ello. Zedd no se entristecía por él, sino por el resto del mundo.

Bañado en la luz dorada, Rahl fue elevándose lentamente en el aire por encima de la arena de hechicero. Sus ojos chispeaban y exhibía una sonrisa satisfecha. Entonces inclinó la cabeza hacia atrás, extasiado, cerró los ojos y dejó que el cabello rubio le colgara. A su alrededor giraban chispas de luz.

La arena blanca se tornó dorada y fue oscureciéndose hasta adquirir un tono marrón tostado. La luz que envolvía a Rahl se tiñó de color ámbar. Rahl irguió la cabeza, abrió los ojos y la sonrisa se esfumó.

La arena de hechicero se volvió negra. El suelo tembló.

Richard esbozó una amplia sonrisa. El joven recogió la Espada de la Verdad y dejó que la cólera de la espada se reflejara en sus ojos grises. Zedd se puso de pie. La luz que rodeaba a Rahl el Oscuro adquirió un feo tono marrón. Ahora el Padre Rahl tenía los ojos muy abiertos.

Del suelo brotó un estruendoso quejido. La arena negra se abrió a los pies de Rahl. De la tierra brotó un rayo de luz violeta que lo envolvió. Rahl se retorcía en ella y chillaba.

Richard contemplaba la escena como petrificado, respirando agitadamente.

La prisión invisible que mantenía cautivo a Zedd se hizo pedazos. La mano de Chase pudo completar el recorrido hasta la espada y la desenvainó de golpe, al mismo tiempo que echaba a correr hacia Kahlan. Los dos soldados soltaron a la mujer y salieron a su encuentro.

Michael palideció y contempló, horrorizado, cómo Chase atravesaba a uno de los soldados. Kahlan propinó a Michael un codazo en el vientre, agarró el cuchillo y se lo arrebató de la mano. Viéndose desarmado, Michael buscó frenéticamente una vía de escape en todas direcciones. Inmediatamente echó a correr por un sendero entre los árboles.

Chase y el segundo soldado cayeron al suelo. Ambos gruñían, con intenciones asesinas, mientras rodaban uno sobre el otro, tratando de aventajar al adversario. El hombre de armas lanzó un grito. Chase se puso de pie, pero el otro no. El guardián del Límite echó un vistazo a Rahl el Oscuro y emprendió la persecución de Michael. Zedd vislumbró el vestido de Kahlan cuando ésta desapareció en otra dirección.

El anciano mago se había quedado paralizado, como Richard, contemplando fascinado cómo Rahl se debatía. Pero la magia del Destino lo tenía atrapado. La luz violeta y las sombras lo mantenían prisionero en el aire, sobre el agujero negro.

—Richard —chilló Rahl—. ¿Qué has hecho?

El Buscador se acercó más al círculo de arena negra.

—Lo que vos me habéis ordenado, amo Rahl —contestó, haciéndose el inocente—. Os he dicho lo que queríais oír.

—¡Pero era la verdad! ¡No has mentido!

—Sí, he dicho la verdad, pero no toda. Me he saltado casi todo el último párrafo: «Pero, cuidado. El efecto de las cajas es mudable; depende del propósito. Si deseas ser el Amo supremo para así poder ayudar a los demás, mueve una caja hacia la derecha. Si deseas ser el Amo supremo para así hacer sólo tu voluntad, mueve una caja hacia la izquierda. Gobierna según tu elección». Tu información era correcta; la caja que arrojaba dos sombras era la que te mataría.

—¡Pero tú tenías que obedecerme! ¡Fuiste tocado por el poder de una Confesora!

—¿De veras? —replicó Richard, sonriendo—. Recuerda la Primera Norma de un mago. Es la primera porque es la más importante. Deberías haberla tenido más en cuenta. Éste es el precio de la arrogancia. Yo acepto que soy vulnerable, pero tú no.

»No me gustaban las opciones que me ofrecías. Al darme cuenta de que, siguiendo tus normas nunca podría ganar, decidí cambiarlas. El libro decía que para confirmar la veracidad de las palabras debías usar una Confesora. Tú creíste que lo hacías. Primera Norma de un mago. Lo creíste porque querías creerlo. Te he vencido.

—¡No puede ser! ¡Es imposible! ¿Cómo has sido capaz de hacerlo?

—Tú me enseñaste. Nada, ni siquiera la magia, es unidimensional. Mírala en su totalidad, me dijiste. Todas las cosas tienen dos caras. Mira la totalidad. —El Buscador sacudió lentamente la cabeza—. Nunca deberías haberme enseñado algo que no querías que supiera. Gracias, Padre Rahl, por haberme enseñado lo más importante que podía aprender en la vida: cómo amar a Kahlan.

El rostro de Rahl el Oscuro estaba contraído por el dolor. Reía y lloraba al mismo tiempo.

—¿Dónde está Kahlan? —preguntó Richard, mirando alrededor.

—Vi que se iba por allí —contestó Zedd, señalando con un largo dedo.

Richard guardó de nuevo la espada en su funda, mientras posaba los ojos en la figura envuelta en sombras y luz.

—Adiós, Padre Rahl. Espero que mueras aunque yo no esté mirando.

—¡Richard! —chilló Rahl al ver que el joven empezaba a alejarse—. ¡Richard!

Zedd se quedó a solas con Rahl el Oscuro. Bajo la mirada del Anciano, unos dedos de humo transparentes se enroscaron alrededor de la túnica blanca de Rahl y le sujetaron los brazos a los lados. Zedd se acercó más. Los azules ojos de Rahl se posaron en el mago.

—Zeddicus Zu’l Zorander, es posible que hayas ganado, pero no del todo.

—Arrogante hasta el final.

—Dime quién es —le pidió Rahl con una sonrisa.

—¿Quién va a ser? El Buscador.

Rahl estalló en carcajadas, retorciéndose de dolor. La mirada azul se posó de nuevo en Zedd.

—Es tu hijo, ¿verdad? Al menos, he sido vencido por alguien con sangre de mago. Tú eres su padre.

Zedd negó lentamente con la cabeza, mientras esbozaba una nostálgica sonrisa.

—Es mi nieto.

—¡Mientes! ¿Por qué te habrías molestado en rodearlo con una red y ocultar la identidad de su padre si no eres tú?

—Puse una red a su alrededor porque no quería que descubriera quién fue el bastardo de ojos azules que violó a su madre y le dio vida.

Rahl abrió desmesuradamente los ojos.

—Tu hija murió. Mi padre me lo dijo.

—Fue un pequeño truco para que estuviera a salvo. —Zedd endureció el gesto para añadir—: Aunque no sabías quién era, le hiciste daño. Pero, involuntariamente, también la hiciste feliz. Le diste a Richard.

—¿Yo soy su padre? —susurró.

—Cuando violaste a mi hija, sabía que no podría hacerte nada, y mi primer pensamiento fue consolarla y protegerla. Así pues, me la llevé a la Tierra Occidental. Allí conoció a un joven, viudo y con un hijo de corta edad. George Cypher era un hombre bueno y amable, y me sentí orgulloso de que se casara con mi hija. George quería a Richard como si fuese hijo suyo, pero conocía la verdad. Lo único que desconocía era mi identidad, pues la red lo ocultaba.

»Podría haber odiado a Richard por los crímenes de su padre, pero, en vez de eso, decidí amarlo por él mismo. Ha resultado ser una persona excepcional, ¿no te parece? Has sido vencido por el heredero que deseabas, por un heredero que posee el don. Eso no ocurre a menudo. Richard es el verdadero Buscador. De la sangre de los Rahl posee la capacidad de sentir cólera y ejercer la violencia, pero también posee sangre de los Zorander, que le da capacidad para amar, comprender y perdonar.

Rahl el Oscuro titilaba en las sombras de la magia del Destino. Mientras se volvía tan transparente como el humo, se retorcía de dolor.

—Imagínate, la estirpe de los Rahl y los Zorander se han unido. No obstante, Richard sigue siendo mi heredero. A fin de cuentas —añadió penosamente, casi incapaz de hablar—, he ganado.

Pero Zedd negó con la cabeza.

—No. Has perdido más de lo que crees.

Vapor, humo, sombras y luz empezaron a girar vertiginosamente, rugiendo. El suelo tembló con violencia. El remolino absorbió la arena de hechicero, que ya era tan negra como un pozo sin fondo. El vórtice giraba sobre el abismo. Los sonidos del reino de la vida y del reino de la muerte se confundían en un terrible aullido.

—Lee las profecías, Anciano —dijo Rahl el Oscuro con voz hueca y muerta—. Es posible que las cosas todavía no hayan acabado. Yo soy sólo un agente.

En el centro del remolino apareció un punto de luz cegadora. Zedd tuvo que taparse los ojos. Rayos de luz candente salían disparados hacia lo alto, atravesaban el cristal del techo y volvían a descender hacia la negrura del abismo. Se oyó un chillido desgarrador. El aire vibró con el calor, la luz y el sonido. Un estallido de luz lo iluminó todo y, luego, silencio.

Cautelosamente, Zedd apartó las manos de los ojos. La luz del sol invernal iluminaba el suelo, donde momentos antes se había abierto el negro abismo. La arena de hechicero había desaparecido y la superficie de tierra desnuda sobre la que se encontraba el círculo no se veía alterada. La abertura entre los dos reinos se había cerrado. Al menos, así lo esperaba Zedd.

El mago sintió en sus huesos que recuperaba su poder. Una vez desaparecidos quienes habían dibujado el encantamiento contra él, el efecto del mismo se desvaneció.

Zedd, de pie ante el altar, extendió los brazos bajo la luz del sol y cerró los ojos.

—Retiro las redes. Soy quien era antes: Zeddicus Zu’l Zorander, mago de Primera Orden. Que todos lo sepan de nuevo. Y el resto, también.

El pueblo de D’Hara estaba unido a la Casa de Rahl por medio de un lazo mágico forjado mucho tiempo atrás. Ese lazo encadenaba el pueblo de D’Hara a la Casa de Rahl, y a la inversa. Una vez levantadas las redes, muchos sentirían el lazo de unión con el don y así sabrían que Richard era ahora el amo Rahl.

Tendría que decirle a Richard que Rahl el Oscuro era su padre, pero no sería aquel día. Primero tenía que hallar el mejor modo de decírselo. Tenía mucho que decirle, pero más adelante.

Richard la encontró arrodillada en uno de los patios de oración, a aquella hora vacío. Todavía llevaba la mordaza anudada al cuello, donde la había dejado después de quitársela de la boca. Kahlan tenía el cuerpo encorvado, con los hombros hacia adelante y lloraba desconsoladamente. La larga melena le caía en cascada por el rostro y agarraba el cuchillo con ambas manos, la punta apoyada en el pecho. Los hombros le temblaban con los sollozos. Richard se detuvo cerca de los pliegues de su vestido blanco.

—No lo hagas —susurró.

—Debo hacerlo. Te quiero. —Kahlan lanzó un débil gemido—. Te he tocado con mi poder. Prefiero morir antes que ser tu ama. Es el único modo de liberarte. —La mujer se estremeció, sin dejar de llorar—. Me gustaría que me dieras un beso y después te marcharas. No quiero que veas esto.

—No.

—¿Qué acabas de decir? —Kahlan alzó la mirada hacia el joven.

—He dicho que no —afirmó Richard, apretando los puños contra las caderas—. No pienso besarte mientras sigas llevando esos estúpidos relámpagos pintados en la cara. Casi me muero del susto al verte.

—Pero no puedes negarme nada. Después de tocarte, estás en mi poder.

Richard fue a agacharse junto a Kahlan y le desato la mordaza del cuello.

—Bueno, me has ordenado que te besara y yo te he dicho que no lo haría con esas cosas pintadas en la cara. —Mientras hablaba, Richard sumergió la mordaza en el agua y empezó a borrarle los relámpagos—. Así que la única solución es deshacernos de ellos.

Kahlan se mantuvo de rodillas, paralizada, mientras Richard le limpiaba la pintura roja de la cara. Al acabar, el joven buscó su mirada. Entonces arrojó la mordaza a un lado, se arrodilló frente a la mujer y le rodeó la cintura con los brazos.

—Richard, te he tocado con mi magia. Lo sentí. Lo oí. Lo vi. ¿Cómo es posible que el poder no te haya afectado?

—Porque estaba protegido.

—¿Protegido? ¿Cómo?

—Por mi amor por ti. Me di cuenta de que te amaba más que a mi propia vida y que prefería entregarme por completo a tu poder antes que seguir viviendo sin ti. La magia no podía hacerme nada peor que vivir sin ti. Estaba dispuesto a entregártelo todo y ofrecí al poder todo lo que tengo. Todo mi amor por ti. Cuando me di cuenta de lo mucho que te quería, estaba dispuesto a ser tuyo, fueran cuales fuesen las condiciones. Entendí que tu magia no podía hacerme nada malo. Como yo ya te amaba más que a mí mismo, no podía cambiar nada. Estaba protegido porque tu amor ya me había tocado. Poseía una fe ciega en que tú sentías lo mismo por mí y no tenía ningún miedo. Si hubiese tenido alguna duda, la magia lo habría aprovechado para tomarme, pero yo estaba completamente seguro. Mi amor por ti no tiene fisuras. Mi amor por ti es el que me ha protegido de la magia.

—¿Así te sentías? ¿No tenías ninguna duda? —le preguntó Kahlan, dirigiéndole su especial sonrisa.

Richard se la devolvió.

—Bueno, a decir verdad, cuando vi esos relámpagos pintados en tu cara, tengo que admitir que me preocupé. No sabía qué eran ni qué significaban. Por eso desenvainé la espada, para ganar tiempo para pensar. Pero entonces me di cuenta de que no importaba, de que tú seguías siendo Kahlan y de que yo te amaba. Anhelaba que me tocaras con tu poder para demostrar mi amor y mi lealtad hacia ti, pero tuve que fingir.

—Esos símbolos querían decir que también yo estaba dispuesta a darlo todo por ti —susurró la mujer.

Kahlan le echó los brazos al cuello y lo besó. Arrodillados sobre las losas, frente al estanque, se abrazaron con fuerza. Richard besó los tiernos labios de Kahlan, tal como había soñado miles de veces que haría. La besó hasta sentirse mareado, pero la siguió besando sin importarle la expresión perpleja de quienes pasaban por allí.

Richard no tenía ni idea del tiempo que llevaban arrodillados y abrazados, pero al fin decidió que debían ir en busca de Zedd. Kahlan le rodeó la cintura con un brazo, apoyó la cabeza en él, y así regresaron al Jardín de la Vida. Antes de empujar las puertas, se besaron una vez más.

Encontraron a Zedd inspeccionando el altar y otras cosas detrás de éste, con una mano apoyada en su huesuda cadera y frotándose el mentón con la otra. Kahlan se arrodilló ante el mago, cogió sus manos entre las suyas y las besó.

—¡Zedd, Richard me ama! Averiguó la forma de que mi magia no lo afectara. Había un modo, y él lo descubrió.

—Bueno —contestó Zedd, mirándola con el ceño fruncido—, no se dio mucha prisa.

—¿Tú lo sabías? —le preguntó la mujer, poniéndose de pie.

—La duda ofende. Pues claro que lo sabía. Olvidas que soy un mago de Primera Orden.

—¿Y no nos lo dijiste?

—Si te lo hubiese dicho, querida, nunca hubiera funcionado. El hecho de saberlo de antemano hubiera sembrado una semilla de duda, y eso hubiera bastado para llevarnos al fracaso. Para ser el verdadero amor de una Confesora, es preciso que haya un compromiso total y absoluto; sólo así puede superarse la barrera de la magia. Sin la voluntad de entregarse totalmente a ti, de manera desinteresada, siendo consciente de las consecuencias, no funciona.

—Parece que sabes mucho del tema —comentó Kahlan, ceñuda—. Nunca había oído hablar de esto antes. ¿Sucede a menudo?

Zedd se frotó el mentón con aire pensativo, mientras alzaba la vista hacia las claraboyas.

—Que yo sepa, sólo ha ocurrido una vez anteriormente. Pero no puedes decírselo a nadie, tal como yo tampoco podía decíroslo —añadió, mirándolos a ambos—. No importa cuánto dolor pueda causar, no importan las consecuencias, debéis guardar el secreto. Si alguien se enterara, el secreto podría transmitirse y destruir para siempre la oportunidad de otros. Es una de las paradojas de la magia; uno debe aceptar el fracaso si quiere triunfar. Y también es una de las cargas que impone; uno debe aceptar los resultados, incluso la muerte de los demás, para proteger la esperanza para el futuro. Si uno es egoísta juega con la vida y las oportunidades de quienes todavía no han nacido.

—Lo prometo —dijo Kahlan.

—Yo también —se sumó Richard—. Zedd, ¿ha acabado? Me refiero a Rahl el Oscuro. ¿Está muerto?

Zedd lanzó a Richard una mirada que éste encontró extrañamente incómoda.

—Rahl el Oscuro está muerto. —Zedd puso una enjuta mano sobre el hombro de Richard. El joven sintió los huesudos dedos del mago que se le clavaban en la carne—. Lo has hecho muy bien, Richard, todo. Me diste un susto de muerte. Nunca había presenciado una actuación tan convincente.

—No fue más que un pequeño truco —dijo con modestia Richard, aunque sonrió orgulloso.

Zedd hizo un gesto de asentimiento. Llevaba los cabellos blancos muy revueltos, lo que le daba un aspecto asilvestrado.

—Ha sido más que un truco, muchacho. Mucho más.

Todos se volvieron al oír el sonido de alguien que se acercaba. Era Chase, que arrastraba a Michael por el pescuezo. El estado en el que se encontraban las otrora inmaculadas prendas blancas que vestía el Primer Consejero indicaban que no había regresado voluntariamente al Jardín de la Vida. Chase le dio un empellón para que quedara frente a Richard.

El Buscador cambió de humor al ver a su hermano. Michael alzó la mirada hacia Richard con aire de desafío.

—No voy a permitir que se me trate de este modo, hermanito. —Su voz era tan condescendiente como siempre—. No tienes ni idea de qué has echado a perder. No sabes qué trataba de hacer. La unión de D’Hara y la Tierra Occidental podría haber ayudado a todo el mundo. Has condenado a todos a sufrir innecesariamente, aunque el Padre Rahl lo podría haber impedido. Eres un estúpido.

Richard recordó todo lo que había pasado junto a Zedd, Chase y Kahlan. Recordó a todos los que habían muerto a manos de Rahl, y los innumerables muertos de los que jamás sabría nada. Pensó en todo el sufrimiento, la crueldad, la brutalidad. Pensó en todos los tiranos que habían florecido bajo la protección de Rahl el Oscuro, desde el mismo Rahl el Oscuro hasta la princesa Violeta. Recordó a quienes él mismo había matado, y sintió pena y dolor por las cosas que se había visto obligado a hacer.

—Dame el saludo del perdedor, Michael —dijo a su hermano, inclinándose hacia él.

La faz de Michael se encendió de ira.

—Antes la muerte —replicó.

Richard hizo un gesto de asentimiento, mientras se enderezaba. No dejó de mirar fijamente a su hermano a los ojos mientras sacaba la espada de su funda. Trató de ahogar la cólera y que la hoja se volviera blanca, pero fue inútil. Así pues, deslizó de nuevo el acero en la vaina.

—Me alegra comprobar que tenemos algo en común, Michael. Ambos estamos dispuestos a morir por lo que creemos. —El joven apartó la mirada de su hermano para posarla en la enorme hacha de batalla, en forma de media luna, que Chase llevaba colgada al cinto. Entonces miró la hosca cara del guardián del Límite y le ordenó en voz baja—: Ejecútalo. Después, lleva la cabeza a su guardia personal. Diles que fue ejecutado por orden mía, acusado de traición contra la Tierra Occidental. La Tierra Occidental tendrá que elegir a un nuevo Primer Consejero.

Chase agarró a Michael por el pelo con su manaza. Michael gritó, cayó de rodillas y ejecutó el saludo del perdedor.

—¡Richard! ¡Por favor, soy tu hermano! ¡No hagas esto! ¡No dejes que me mate! Lo siento, perdóname, estaba equivocado. Te lo suplico, Richard. Perdóname.

Richard miró a su hermano, arrodillado ante él, con las manos juntas, implorando. El joven asió el agiel, sintiendo el dolor que éste la causaba pero soportándolo, recordando; las imágenes desfilaban raudas por su mente.

—Rahl el Oscuro te dijo lo que iba a hacer conmigo. Tú lo sabías. Sabías lo que iba a ocurrirme, pero no te importó porque sólo pensabas en tu interés personal. Michael, te perdono todo lo que me has hecho.

Michael hundió los hombros, muy aliviado. El Buscador se puso tenso.

—Pero no puedo perdonarte lo que has hecho a otros, no puedo olvidar a quienes han perdido la vida por tu culpa. Por esos crímenes vas a ser ejecutado, no por tus crímenes contra mí.

Michael chillaba y lloraba mientras Chase se lo llevaba a rastras hasta el lugar de la ejecución. Richard asistió a la escena lleno de dolor y temblando.

—Suéltalo, Richard —le dijo Zedd, poniéndole una mano sobre la del joven, que sostenía el agiel.

Los pensamientos de Richard enmascaraban el dolor que el agiel le estaba causando. Miró a Zedd, de pie ante él, con su huesuda y curtida mano sobre la suya, y vio cosas en los ojos de su amigo que no había visto nunca antes; él también sabía lo que era el dolor. Richard dejó ir el agiel.

—Richard, ¿tienes que llevar eso? —inquirió Kahlan, los ojos posados en el instrumento que colgaba del cuello del Buscador.

—Por el momento, sí. Se lo prometí a alguien a quien maté. A alguien que me ayudó a darme cuenta de lo mucho que te amo. Rahl el Oscuro pensó que esto me vencería, pero, en realidad, me enseñó cómo vencerlo. Si ahora me desprendo de él, sería como negar lo que hay dentro de mí, negarme a mí mismo.

—Todavía no lo entiendo, Richard, pero confío en que un día lo haré —contestó Kahlan, poniéndole una mano sobre el brazo.

Richard recorrió con la mirada el Jardín de la Vida, pensando en la muerte de Rahl el Oscuro y en la muerte de su padre. Por fin se había hecho justicia. Al recordar a su padre, lamentó su pérdida, pero el dolor desapareció al darse cuenta de que había completado la misión que su padre le había asignado. Había recordado a la perfección todas las palabras del libro secreto. Había cumplido con su deber. Su padre podía ya descansar en paz.

—¡Diantre! —exclamó el mago, alisándose la túnica con un resoplido—. Un lugar tan grande como éste debe de tener una buena despensa, ¿no, Richard?

El Buscador sonrió de oreja a oreja y pasó un brazo sobre sus dos amigos, al tiempo que los guiaba fuera del Jardín de la Vida, hacia un comedor que recordaba. Había gente sentada a la mesa como si nada hubiera cambiado. Los tres hallaron sitio en una mesa dispuesta en un rincón. Los sirvientes les llevaron arroz, verduras, pan moreno, queso y sopa picante. A medida que Zedd iba acabando con todo, los sorprendidos pero risueños sirvientes le llevaban más comida.

Richard probó el queso y, para su sorpresa, se dio cuenta de que le desagradaba profundamente su sabor. Hizo una mueca y lo arrojó sobre la mesa.

—¿Qué pasa? —quiso saber Zedd.

—¡Éste debe de ser el peor queso que he comido en toda mi vida!

El mago lo olió y probó una pizca.

—Al queso no le pasa nada, hijo.

—Perfecto, pues cómetelo tú.

Por supuesto, Zedd no le hizo remilgos. Richard y Kahlan comieron la sopa picante y el pan moreno, sonriendo mientras contemplaban cómo su viejo amigo devoraba. Cuando, por fin, éste estuvo saciado, se dirigieron a la salida del Palacio del Pueblo.

Mientras caminaban por los pasillos, las campanas tocaban una única y larga llamada a la oración. Kahlan miró ceñuda cómo la gente se congregaba en los patios, se inclinaban hacia el centro y entonaban las plegarias. Desde que había cambiado las palabras de la oración, Richard ya no sentía el impulso, la necesidad, de unirse al rezo. Pasaron por delante de un buen número de patios, todos ellos repletos de gente que rezaba. Richard se preguntó si debería hacer algo para poner fin a aquello, pero, finalmente, decidió que ya había hecho lo más importante.

El trío abandonó los grandes y tenebrosos corredores para salir a la luz del sol del invierno. Ante ellos, los escalones descendían en cascada hacia el enorme patio. Los tres se detuvieron al borde de la escalinata. Richard ahogó una exclamación al ver toda la gente que se había reunido allí.

Ante él vio a miles de hombres, en formación y en posición de firmes. En cabeza, a los pies de la escalinata, se encontraba la guardia personal de Michael, que había sido la milicia local antes de que Michael se la apropiara. Las cotas de malla, los escudos y los estandartes amarillos relucían bajo el sol. Detrás formaban casi un millar de soldados del ejército de la Tierra Occidental y, tras éstos, un impresionante número de tropas de D’Hara. Delante estaba Chase, de brazos cruzados y mirándolos. Junto a él se veía una pica con la cabeza de Michael clavada en un extremo. Richard se detuvo, sobrecogido por el silencio. Si un hombre del fondo, a medio kilómetro o más de distancia, hubiera tosido, Richard lo habría oído.

Zedd lo animó a bajar la escalera poniéndole una mano en la espalda. Fue como un empujón. Kahlan le apretó un brazo y también ella descendió los escalones y los amplios descansillos, manteniéndose muy erguida. Chase miraba fijamente a Richard a los ojos. El Buscador vio a Rachel junto al guardián, aferrándose a la pierna del hombre con un brazo y sosteniendo a Sara en la otra mano. Siddin también sujetaba con fuerza la muñeca. Al ver a Kahlan, el niño se soltó y corrió a su encuentro. Kahlan se echó a reír y lo acogió en sus brazos. Justo antes de echar los brazos alrededor del cuello de la mujer, el pequeño dirigió a Richard una sonrisa y le dijo algo que éste no entendió. Kahlan lo abrazó y le susurró algo, lo dejó en el suelo, y lo cogió con fuerza de la mano.

—La milicia local desea jurarte su lealtad, Richard —dijo el capitán de la antigua guardia personal de Michael.

El general de las fuerzas de la Tierra Occidental se colocó junto al capitán y dijo:

—El ejército de la Tierra Occidental también.

—Y las fuerzas de D’Hara —apostilló un oficial de las tropas de D’Hara.

Richard parpadeó. Se sentía aturdido. Sentía la cólera que crecía en su interior.

—¡Nadie va a jurar lealtad a nadie, y mucho menos a mí! Yo soy un guía de bosque, nada más. A ver si os metéis eso en la cabeza. ¡Un guía de bosque!

Richard recorrió con la mirada el mar de cabezas. Todos los ojos estaban posados en él. Echó un vistazo a la ensangrentada cabeza de Michael clavada en la pica. Cerró los ojos un instante, tras lo cual ordenó a algunos miembros de la milicia local:

—Enterrad la cabeza y el resto del cuerpo. —Nadie se movió—. ¡Obedeced!

Los soldados dieron un respingo y corrieron hacia la cabeza. Richard miró al oficial de las tropas de D’Hara. Todo el mundo esperaba.

—Envía el siguiente mensaje: las hostilidades han acabado. Ya no hay guerra. Procura que todos los soldados movilizados regresen a sus hogares y que las fuerzas de ocupación se retiren. Espero que todos aquellos, ya sean soldados rasos o generales, que han cometido crímenes contra gente indefensa sean juzgados y, si son declarados culpables, sean castigados según la ley. Las tropas de D’Hara deberán ayudar al pueblo a encontrar comida, pues si no, mucha gente morirá de hambre este invierno. El fuego ya no está prohibido. Si cualquiera de las fuerzas con las que os topáis no obedecen estas órdenes, tendréis que reducirlas. Tú y tus hombres los ayudaréis —añadió, dirigiéndose al general del ejército de la Tierra Occidental—. Juntos tendréis tanta fuerza que nadie osará oponerse. —Los dos oficiales lo miraban fijamente. Richard se inclinó hacia ellos—. No lo conseguiremos si vosotros dos no os ponéis de acuerdo.

Ambos mandos se llevaron un puño al corazón a modo de saludo e inclinaron la cabeza. Pero el general de D’Hara alzó la mirada hacia Richard y dijo, todavía con la mano encima del corazón:

—A sus órdenes, amo Rahl.

Richard se quedó perplejo, pero decidió no hacer caso. Seguramente ese hombre estaba acostumbrado a decir «amo Rahl».

Richard se fijó en un guardia que se mantenía algo apartado. Lo reconoció. Era el capitán de los guardias apostados en la puerta cuando Richard abandonó el Palacio del Pueblo apenas unos días antes. Era quien le había ofrecido un caballo y le había advertido sobre el dragón. El joven le hizo una seña para que se acercara. El capitán lo hizo y se quedó frente a él en actitud de firme, con expresión inquieta.

—Tengo una misión para ti. —El hombre esperó en silencio—. Creo que la harás perfectamente. Quiero que reúnas a todas las mord-sith, sin olvidarte a ninguna.

—Sí, señor. —El capitán se veía un poco pálido—. Todas serán ejecutadas antes de que el sol se ponga.

—¡No! ¡No quiero que sean ejecutadas!

El hombre parpadeó, confundido.

—Pues ¿qué hago con ellas?

—Debes destruir sus agieles. Todos. No quiero volver a ver un agiel nunca más, excepto éste. —Richard alzó el que llevaba colgado al cuello—. Después, dales nuevas ropas. Quema hasta el último hilo de sus ropas de mord-sith. Ellas serán tratadas con amabilidad y respeto.

—¿Amabilidad y respeto? —susurró el capitán, abriendo mucho los ojos.

—Eso he dicho. Se les asignarán tareas para ayudar a los demás, se les enseñará a tratar al prójimo como ellas son tratadas: con amabilidad y respeto. No sé cómo vas a conseguirlo; tendrás que hallar el modo por ti mismo. Pareces un hombre listo. ¿Entendido?

—¿Y si se niegan a cambiar? —inquirió el capitán, frunciendo el entrecejo.

—Diles que aquellas que se empeñen en seguir el mismo camino se encontrarán con el Buscador y su espada blanca esperándolas —contestó Richard en tono severo.

El guardia sonrió, se llevó un puño al corazón y le dirigió una elegante reverencia.

—Richard —dijo Zedd en voz baja—, los agieles son objetos mágicos. No pueden destruirse así como así.

—Pues ayúdalos, Zedd. Ayuda a destruirlos, guárdalos bajo llave o haz algo. No quiero que ni un solo agiel haga daño a nadie, nunca más.

Zedd esbozó una leve sonrisa y asintió.

—Me encantará ayudar, muchacho. —Entonces vaciló, se acarició el mentón con un largo dedo y dijo—: Richard, ¿crees de verdad que esto va a funcionar? Me refiero a desmovilizar las fuerzas de D’Hara con ayuda del ejército de la Tierra Occidental.

—Probablemente no, pero nunca se sabe, con tu Primera Norma de un mago. Así ganaremos tiempo hasta que todos regresen a su casa y puedas levantar de nuevo El Límite. Entonces, volveremos a estar a salvo y acabaremos con la magia.

En el cielo retumbó un rugido. Richard alzó la mirada y vio a Escarlata volando sobre ellos en círculo. El dragón rojo descendió en espiral por el aire frío y vigorizante. Los hombres se replegaron, chillando y dispersándose al ver que el dragón se disponía a aterrizar a los pies de la escalinata. Escarlata se posó delante de Richard, Kahlan, Zedd, Chase y los dos niños con un batir de alas.

—¡Richard! ¡Richard! —gritó Escarlata, saltando sobre sí misma, las alas extendidas y temblando de excitación—. ¡Mi cría ha salido del huevo! ¡Es como tú dijiste que sería: un pequeño dragón muy hermoso! ¡Quiero que vengas a verlo! Es tan fuerte… Apuesto a que dentro de un mes ya podrá volar. —De pronto el dragón se fijó en todos los soldados reunidos. Giró la cabeza en todas direcciones, escrutándolos. Sus enormes ojos amarillos relucieron y bajó la testa hacia Richard—. ¿Tienes problemas? ¿Necesitas un poco de fuego de dragón?

—No, gracias. Todo va bien.

—Pues, entonces, monta y te llevaré a ver al pequeño.

—Me encantará, si también llevas a Kahlan —respondió el joven, rodeando con un brazo la cintura de la mujer.

Escarlata repasó a Kahlan de los pies a la cabeza.

—Si es amiga tuya, será bienvenida.

—Richard, ¿y Siddin? Weselan y Savidlin deben de estar muertos de preocupación por él. —Los ojos verdes de Kahlan se clavaron en los de Richard. Entonces, se inclinó hacia él y le susurró—: Además, tenemos un asunto pendiente en la casa de los espíritus. Me parece que tenemos que acabarnos la manzana que dejamos allí. —La mujer le pasó un brazo por la cintura y en sus labios apareció una leve sonrisa. Al verla, Richard se quedó sin respiración.

Con gran esfuerzo, el Buscador apartó los ojos de Kahlan y los alzó hacia Escarlata.

—Cuando llevaste a Rahl el Oscuro a la aldea de la gente barro, este niño fue raptado. Su madre debe estar tan impaciente por recuperarlo como tú lo estabas por tu cría. Después de ver a tu pequeño dragón, ¿nos podrías llevar hasta allí?

—Bueno —contestó Escarlata, clavando un ojo de penetrante mirada en Siddin—, supongo que puedo entender cómo se siente su madre. De acuerdo. Montad.

—¿Vas a dejar que un hombre te monte? —inquirió Zedd incrédulamente, adelantándose y con las manos sobre las caderas—. ¿Tú, un dragón rojo? ¿Lo llevarás adonde él te diga?

Escarlata lanzó al mago una vaharada de humo, obligándolo a retroceder.

—No es un hombre cualquiera. Es el Buscador y lo obedezco. Lo llevaría hasta el inframundo y de vuelta, si él me lo pidiera.

El dragón se inclinó. Richard se aferró a las púas de Escarlata y se subió a su lomo. Kahlan le tendió a Siddin. Richard se lo colocó en el regazo y ayudó a Kahlan a subirse a horcajadas en el dragón, detrás de él. Kahlan le rodeó la cintura, con las manos sobre el pecho del joven, apoyó la cabeza contra sus hombros y se abrazó con fuerza.

—Cuídate mucho, amigo mío —dijo Richard a Zedd, inclinándose ligeramente hacia él y dirigiéndole una sonrisa—. El Hombre Pájaro se alegrará de saber que por fin he decidido tomar por esposa a una mujer barro. ¿Dónde te encontraré?

—En Aydindril. —Zedd levantó un delgado brazo y dio una palmadita cariñosa a Richard en el tobillo—. Ven a buscarme cuando estés listo.

—Entonces tú y yo hablaremos. Será una larga charla —repuso el joven, lanzando al mago la más severa de sus miradas e inclinándose aún más.

—Sí, así será.

Richard lanzó a Rachel una sonrisa, se despidió de Chase con un gesto y, a continuación, palmeó a Escarlata.

—¡Vuela, mi roja amiga!

Escarlata lanzó su flamígero aliento mientras alzaba el vuelo. Los sueños y la alegría de Richard se elevaron con ella.

Zedd se quedó mirando cómo el dragón se iba haciendo más y más pequeño. El mago se guardaba para sí sus inquietudes. Chase acarició el pelo de Rachel, pero entonces se cruzó de brazos y enarcó una ceja hacia el anciano mago.

—Para ser un simple guía de bosque, da muchas órdenes.

—Tienes razón —convino con él Zedd, y se echó a reír.

Un hombrecillo calvo bajó a toda prisa los escalones, haciendo señas con una mano alzada.

—¡Mago Zorander! ¡Mago Zorander! —Finalmente llegó abajo, jadeando—. ¡Mago Zorander!

—¿Qué ocurre? —preguntó Zedd, ceñudo.

—Mago Zorander, tenemos problemas —dijo el hombrecillo, tratando de recuperar el aliento.

—¿Qué clase de problemas? ¿Y quién eres tú?

—Soy el jefe del personal de la cripta —contestó el hombre, inclinándose hacia Zedd con aire conspirador y bajando la voz—. Tenemos problemas. En la cripta —añadió. Sus ojillos miraban recelosamente en torno.

—¿Qué cripta?

—¿Qué cripta va a ser? La de Panis Rahl, el abuelo del amo Rahl.

—¿Y se puede saber qué problema hay? —preguntó el mago con gesto de inquietud.

El hombrecillo se llevó los dedos a los labios nerviosamente.

—No lo he visto con mis propios ojos, mago Zorander, pero mi gente nunca miente. Nunca. Me lo han dicho y ellos nunca mienten.

—Pero ¿qué te han dicho? —bramó Zedd, exasperado—. ¿Qué problema hay?

—Los muros —contestó el hombrecillo, mirando nervioso a su alrededor y hablando en susurros—. Los muros, mago Zorander. Los muros.

—¿Qué pasa con los muros? —A Zedd se le estaba acabando la paciencia.

—Se están fundiendo, mago Zorander. Los muros de la cripta se están fundiendo.

Zedd se irguió y taladró al hombrecillo con la mirada.

—¡Diantre! ¿Tenéis reservas de piedra blanca, piedra blanca de la cantera de los profetas?

—Claro que sí.

Zedd se metió la mano en un bolsillo de la túnica y sacó una bolsa de pequeño tamaño.

—Sella la entrada de la tumba con piedra blanca procedente de la cantera de los profetas.

—¿Sellarla, decís? —preguntó el hombrecillo, sobrecogido.

—Sí. Séllala, o de lo contrario todo el palacio se fundirá. Mezcla el polvo mágico que hay dentro de esta bolsa con la argamasa. Debe hacerse antes de que el sol se ponga, ¿entendido? Sellad la tumba antes de que el sol se ponga.

El hombrecillo asintió, arrebató la bolsa de manos de Zedd y subió la escalera tan rápidamente como se lo permitían sus cortas piernas. Por el camino se cruzó con otro hombre. Éste era más alto, iba vestido con una túnica blanca ribeteada de oro y llevaba las manos metidas en las mangas. Chase miró a Zedd con fijeza y le golpeó el pecho con un dedo.

—¿Panis Rahl, el abuelo de Richard?

El mago carraspeó.

—Sí, bueno. De eso quiero hablarle cuando regrese.

El hombre de la túnica blanca había llegado junto a ellos.

—Mago Zorander, ¿está por aquí el amo Rahl? Hay algunos asuntos que discutir.

Zedd alzó la mirada hacia el dragón, que apenas se divisaba ya en la distancia.

—El amo Rahl estará fuera por un tiempo.

—¿Pero regresará?

—Sí. —Zedd desvió la mirada hacia la expectante faz de su interlocutor—. Sí, regresará. Hasta entonces, todos deberéis arreglároslas solos.

El hombre se encogió de hombros.

—En el Palacio del Pueblo ya estamos acostumbrados a eso, mientras esperamos el regreso del amo. —Con estas palabras, el hombre dio media vuelta para marcharse, pero Zedd lo detuvo.

—Tengo hambre. ¿Hay algún sitio por aquí donde pueda comer algo?

El hombre sonrió y señaló hacia la entrada de palacio.

—Naturalmente, mago Zorander. Permitidme que os conduzca a un comedor.

—¿Qué te parece, Chase? ¿Te gustaría almorzar antes de que me vaya?

—¿Almuerzo? —preguntó el guardián del Límite, bajando la vista hacia Rachel. La niña sonrió y asintió, muy seria—. Muy bien, Zedd. ¿Adónde vas?

Zedd rebulló, incómodo.

—Voy a ver a Adie.

—¿Un poco de descanso y relax? —le preguntó el soldado con una sonrisa burlona.

A Zedd se le escapó una sonrisa.

—Pues sí. Además, quiero llevarla a Aydindril, al Alcázar del Hechicero. Tenemos mucho que leer.

—¿Por qué te la llevarás a Aydindril, al Alcázar del Hechicero, para leer?

Zedd lanzó a Chase una mirada de soslayo.

—Porque Adie sabe más del inframundo que nadie vivo.

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