15

No fue necesario espolear a los caballos para que corrieran. Los animales se lanzaron al galope a toda velocidad, sin que sus jinetes intentaran frenarlos. Los aullidos de los canes corazón daban alas a los corceles. Las pezuñas levantaban agua y barro al golpear el suelo, y regueros de lluvia les caían por los costados, pero lo peor era el barro que se les adhería a patas y vientre y se endurecía. Cuando los canes lanzaron un alarido, los caballos resoplaron de miedo.

Richard dejó que Kahlan se pusiera en cabeza, pues quería estar entre ella y sus perseguidores. Los sonidos de los canes aún sonaban distantes, en la dirección del Límite, pero por cómo acortaban camino desde la izquierda, sabía que era sólo cuestión de tiempo que los alcanzaran. Si al menos pudieran desviarse a la derecha y alejarse del Límite, tendrían una oportunidad de esquivarlos, pero la espesura era impenetrable. Aún en el caso de hallar una abertura sólo podrían avanzar muy lentamente, lo que significaba una muerte segura. Su única oportunidad era permanecer en la senda y llegar al pantano antes de que los alcanzaran. Richard no sabía si aún quedaba mucho, ni lo que harían al llegar; sólo que debían llegar.

Los colores del día se confundían en un triste gris a medida que la noche se aproximaba. Ahora llovía a mares. Las gotas, pequeñas y frías, acribillaban la cara del joven, se calentaban al mezclarse con el sudor y le corrían por el cuello. Richard observó que los cuerpos de sus dos amigos rebotaban y eran zarandeados, y esperó que sus ataduras estuvieran bien firmes, que sus heridas no fuesen graves y que pronto recuperaran la consciencia. La cabalgada seguro que no les haría ningún bien. Kahlan no se volvió ni miró atrás. Su forma oscura se encorvaba sobre el caballo, totalmente concentrada.

El sendero describía curvas hacia adelante y hacia atrás, esquivando imponentes robles contrahechos y afloramientos rocosos. Los árboles muertos se fueron haciendo cada vez más infrecuentes. Las hojas de los robles, los fresnos y los arces impedían a los jinetes vislumbrar los últimos vestigios del cielo, lo que contribuía a oscurecer la senda. Los canes se encontraban ya peligrosamente cerca cuando la senda empezó a descender hacia un bosque de cedros totalmente empapado. «Una buena señal», pensó Richard; los cedros solían crecer en suelos húmedos.

El caballo de Kahlan desapareció tras el borde de una pronunciada pendiente. Al llegar al reborde Richard recuperó el contacto visual; Kahlan descendía hacia una hondonada. Lo único que le permitió ver la bruma y la tenue luz fue una extensión de enredadas copas de árboles en la distancia. Era el pantano Sierpe, por fin.

El olor a humedad y podredumbre lo asaltó cuando se lanzó por la pendiente tras ella, atravesando jirones de niebla que se arremolinaban y giraban a su paso. En la densa vegetación resonaban agudos gritos y ululatos. A su espalda, muy cerca ahora, percibía los aullidos de los canes corazón. Leñosas enredaderas colgaban de las ramas retorcidas y lustrosas que crecían en el agua sobre unas raíces semejantes a garras, mientras que enredaderas frondosas y más pequeñas se enrollaban alrededor de cualquier cosa que pudiera ofrecerles sostén. Todo parecía crecer encima de otra cosa, parasitándola. Había grandes extensiones de agua estancada que fluía sigilosa bajo los matorrales o rodeaba grupos de árboles de anchos troncos. Las lentejas de agua formaban una gruesa alfombra sobre las aguas oscuras y en calma, dando la impresión de que se trataba de un prado bien cuidado. La exuberante vegetación parecía tragarse el sonido de los cascos de los caballos, y sólo los gritos de los animales resonaban en el pantano.

La senda se convirtió en una estrecha vereda que apenas lograba mantenerse por encima de las negras aguas, y fue necesario frenar a los caballos por miedo a que se rompieran una pata con las raíces. Richard se fijó en que, al pasar el caballo de Kahlan, la superficie del agua se rizaba ligeramente como si algo se moviera. Entonces oyó a los canes en la parte superior de la hondonada. Kahlan se volvió. Si seguían en la vereda los canes los atraparían en cuestión de minutos. Mientras miraba alrededor, el joven ya desenvainaba la espada. Su característico sonido vibrante resonó por las turbias aguas. Kahlan se detuvo y se volvió a mirarlo.

—Allí —dijo Richard, señalando con la espada hacia la derecha—, a esa isla. Parece lo suficientemente elevada para estar seca. Tal vez los canes corazón no pueden nadar.

Era una pequeña esperanza pero no se le ocurría nada mejor. Chase había dicho que en el pantano estarían a salvo de los canes, pero no les había dicho por qué. Era lo único que se le ocurría, y Kahlan no vaciló. Hizo que el caballo entrara en el agua tirando del de Zedd. Richard los siguió de cerca, sin dejar de vigilar la vereda. Le pareció ver movimiento entre los árboles. El agua no tenía más de un metro de profundidad y el fondo era lodoso. El caballo de Kahlan la vadeaba delante de él, avanzando lentamente pero con seguridad hacia la isla, arrancando hierbas de su anclaje, hierbas que quedaban flotando en el agua.

Entonces vio las serpientes.

Unas criaturas negras se retorcían justo bajo la superficie y nadaban hacia ellos desde todas direcciones. Algunas sacaban la cabeza fuera y agitaban sus rojas lenguas en el húmedo aire. Tenían cuerpos de color marrón oscuro con manchas cobrizas. Eran casi invisibles en las lóbregas aguas y apenas perturbaban la superficie al nadar. Richard nunca había visto unas serpientes tan grandes. Kahlan, con la mirada fija en la isla, aún no las había visto. El joven se dio cuenta de que no conseguirían llegar a la isla antes de que los alcanzaran.

Se volvió y miró si podían regresar a la vereda. Pero las oscuras figuras de los canes corazón se habían agrupado allí, gruñendo y aullando. Con las cabezas gachas los enormes canes negros iban arriba y abajo, claramente deseosos de meterse en el agua para darles caza, pero no se atrevían.

Richard hundió la punta de la espada en el agua, dejando tras de sí una pequeña estela, al tiempo que se preparaba para atacar a la primera serpiente que se acercara lo suficiente. Pero algo sorprendente pasó. Cuando la espada entró en contacto con el agua, los ofidios dieron de pronto media vuelta y huyeron culebreando tan rápidamente como pudieron. De algún modo la magia de la espada los había ahuyentado. Richard no estaba seguro del porqué, pero se alegraba.

Los caballos fueron avanzando esquivando enormes troncos de árboles que se erigían como columnas en el cieno. Tanto Kahlan como Richard tuvieron que ir apartando de su camino enredaderas y masas de musgo. Al cruzar una zona del pantano donde las aguas no eran tan profundas, la punta de la espada quedó en el aire y las serpientes regresaron al instante. Richard se inclinó para hundirla de nuevo, y las serpientes huyeron otra vez. El joven se preguntó qué ocurriría al alcanzar terreno seco. ¿Conseguiría la magia de la espada que se quedaran en el agua? Aquellas serpientes podían causarles tantos problemas como los canes corazón.

Al trepar a la isla, el agua se escurrió por los flancos del caballo de Kahlan. En el punto más alto —una pequeña elevación en el centro de la isla, donde la tierra estaba seca— crecían álamos, mientras que en el borde del agua había cedros, aunque en su mayor parte estaba cubierta por carrizos y algunos lirios. Para ver qué pasaba, Richard retiró la espada del agua antes de lo necesario, y las serpientes se lanzaron hacia él. Al salir del agua algunas se dieron la vuelta y se marcharon nadando y otras se quedaron en el borde del agua, acechando. Pero ninguna se aventuró a terreno seco.

Era casi de noche. Richard tendió a Zedd y a Chase junto a los álamos. A continuación sacó un trozo de lona de las mochilas y construyó un pequeño refugio sujetándolo entre los árboles. Todo estaba húmedo pero, como no soplaba el viento, la improvisada tienda evitaba que la lluvia los mojara. Encender fuego era imposible, ya que toda la leña que había por allí estaba completamente empapada. Al menos no hacía frío. Las ranas no cesaban de croar en la húmeda oscuridad. Richard colocó un par de velas sobre un trozo de madera, para que al menos tuvieran un poco de luz en el refugio.

Juntos examinaron a Zedd. El mago no presentaba heridas pero continuaba inconsciente. El estado de Chase tampoco había mejorado.

—No es buena señal que un mago cierre de este modo los ojos —comentó Kahlan, mientras acariciaba la frente del anciano—. No sé cómo puedo ayudarlos.

—Yo tampoco —replicó el joven, sacudiendo la cabeza—. Al menos, podemos alegrarnos de que no tengan fiebre. Tal vez encontremos un curandero en Puerto Sur. Voy a hacer unas parihuelas que los caballos puedan arrastrar. Creo que será mejor esto que volverlos a atar a las monturas, como hoy.

Kahlan cubrió a sus amigos con dos mantas más para mantenerlos calientes, tras lo cual ella y Richard se sentaron uno junto al otro, cerca de las velas. La lluvia goteaba a su alrededor. En la oscuridad ojos amarillos los acechaban desde la vereda, entre los árboles. Los ojos se movían cuando los canes corazón caminaban inquietos de un lado a otro. De vez en cuando, Richard y Kahlan oían sus frustrados aullidos, y vigilaban a sus perseguidores por encima de las negras aguas.

—Me pregunto por qué no nos habrán seguido —comentó Kahlan, sin quitar ojo a los brillantes ojos.

—Creo que tienen miedo de las serpientes —replicó Richard, al tiempo que lanzaba a la mujer una mirada de soslayo.

Ésta se puso de pie de un salto y escrutó rápidamente la isla.

—¿Serpientes? ¿Qué serpientes? No me gustan las serpientes —dijo precipitadamente.

—Grandes serpientes de agua. —Richard levantó la vista hacia ella—. Se marcharon cuando introduje la espada en el agua. No creo que debamos preocuparnos; al llegar a terreno seco dejaron de seguirnos. Aquí estamos seguros.

Kahlan miró a su alrededor con recelo, se abrigó mejor con la capa y después volvió a sentarse, esta vez más cerca de él.

—Podrías haberme avisado —le recriminó, ceñuda.

—No lo supe hasta que las vi, y los canes nos pisaban los talones. No teníamos elección y, además, no sabía que las serpientes te dan miedo.

Kahlan no dijo nada más. El joven sacó una gran salchicha y una hogaza de pan seco, la última que les quedaba. Acto seguido partió la hogaza por la mitad, cortó la salchicha en trozos y ofreció algunos a Kahlan. Ambos sostuvieron una taza de hojalata bajo el agua de lluvia que goteaba de la lona. Comieron en silencio, atentos a cualquier signo de peligro a su alrededor, escuchando el golpeteo de la lluvia.

—Richard —preguntó finalmente la mujer—, ¿viste a mi hermana, allá en el Límite?

—No. Fuera lo que fuese lo que te atrapó, a mí no me pareció una persona, y apuesto a que el ser que maté al principio, a ti no te pareció mi padre. Simplemente adoptan una forma que recrea una persona a la que deseas ver, para seducirte.

—Creo que tienes razón. —Kahlan lanzó un suspiro y dio otro mordisco a la salchicha. Cuando acabó de masticar, añadió—: Me alegro. No soportaba la idea de que tuvimos que hacerles daño.

Richard asintió y la miró. El cabello de la mujer se veía húmedo, y algunos mechones se le pegaban a un lado de la cara.

—Hay algo más —le dijo—, algo que me parece muy extraño. La cosa del Límite, fuera lo que fuese, atacó a Chase rápidamente y lo tumbó al primer golpe y, antes de que pudiésemos hacer nada, te agarró a ti sin ningún problema. Lo mismo con Zedd: lo derribó a la primera. Pero cuando yo regresé a por ellos me atacó y falló, y ya no volvió a intentarlo.

—Sí, me di cuenta —confirmó Kahlan—. Ni siquiera se acercó. Fue como si no supiera dónde estabas. A nosotros tres pudo localizarnos perfectamente, pero a ti no.

—Tal vez fue cosa de la espada —dijo Richard tras un momento de reflexión.

Kahlan se encogió de hombros y comentó:

—Fuera por la razón que sea, me alegro.

Richard no estaba del todo seguro de que la razón fuese la espada. LaEspada de la Verdadhabía asustado a las serpientes y las había hecho huir, pero la bestia del Límite no demostró ningún miedo; simplemente pareció que no podía localizarlo. Había una cosa que lo intrigaba: cuando mató al ser que tenía el aspecto de su padre no sintió ningún dolor. Zedd le había explicado que cada vez que matara con la espada tendría que pagar un precio y que sentiría el dolor de lo que había hecho. Tal vez no hubo dolor porque aquel ser ya estaba muerto. Tal vez no era real y todo estaba en su cabeza. No, era imposible; era lo suficientemente real para tumbar a sus amigos. Su convicción de que no era su padre lo que había matado empezó a flaquear.

Terminaron la comida en silencio. Richard cavilaba qué podía hacer por Zedd y Chase y llegó a la conclusión que nada. Zedd llevaba medicinas en su bolsa, pero sólo él sabía cómo usarlas. Tal vez lo que los había dejado en ese estado fue la magia del Límite. Zedd también llevaba instrumentos mágicos, pero, de nuevo, sólo él sabía cómo usarlos.

Richard cogió una manzana, la troceó, quitó las semillas y ofreció la mitad a Kahlan. Ésta se acercó más y apoyó la cabeza en un brazo del joven mientras la comía.

—¿Cansada?

—Me duele incluso en lugares que no puedo mencionar —contestó la mujer con una sonrisa—. ¿Sabes algo acerca de Puerto Sur? —inquirió tras comer otro trozo de manzana.

—Sólo lo que decían guías que estaban de paso en la ciudad del Corzo. Según ellos, está lleno de ladrones y gentes que no encajan en ninguna otra parte.

—No parece el tipo de lugar en el que podamos encontrar un curandero. —Richard guardó silencio—. ¿Qué haremos si no hay ninguno?

—No lo sé. Pero mejorarán y se recuperarán.

—¿Y si no? —insistió Kahlan.

El joven apartó de la boca el trozo de manzana que estaba a punto de comerse y la miró.

—Kahlan, ¿qué tratas de decirme?

—Sólo digo que debemos estar preparados para dejarlos atrás y seguir solos.

—Imposible —repuso Richard con firmeza—. Los necesitamos. ¿Recuerdas cuando Zedd me dio la espada? Dijo que quería que encontrara la manera de pasar todos al otro lado del Límite, que tenía un plan. Pero no me contó en qué consistía. —La mirada del joven se posó en los canes, al otro lado del agua—. Los necesitamos —repitió.

—¿Y si mueren esta noche? —preguntó Kahlan, arrancando la piel de un trozo de manzana—. ¿Qué haremos entonces? Tendremos que seguir adelante.

Richard sintió la mirada de Kahlan pero la evitó. Comprendía la urgencia de la mujer por detener a Rahl el Oscuro. Él sentía el mismo anhelo y no permitiría que nada les impidiera lograrlo, incluso si para ello debían abandonar a sus amigos. Pero aún no habían alcanzado ese punto. El joven era consciente de que únicamente trataba de tranquilizarse diciéndose que poseía la convicción y la determinación necesarias. Kahlan había sacrificado muchas cosas por su misión y perdido muchas otras a causa de Rahl. Ahora quería saber si él era capaz de continuar, costara lo que costara, si era capaz de seguir dirigiendo la misión.

La luz de las velas, un pequeño resplandor en la oscuridad, iluminaba suavemente la faz de la mujer, y en sus ojos se reflejaban las llamas. Richard sabía que ella no disfrutaba diciéndole tales cosas.

—Kahlan, soy el Buscador y soy consciente del peso que entraña tal responsabilidad. Haré todo lo que sea necesario para detener a Rahl el Oscuro. Cualquier cosa. Puedes confiar en mí. No obstante, no pienso renunciar tan fácilmente a las vidas de mis amigos. De momento ya tenemos suficientes preocupaciones; no nos creemos más.

La lluvia caía en la ciénaga con un sonido hueco que resonaba en la oscuridad después de atravesar las ramas de los árboles. Kahlan le puso la mano sobre un brazo, como para decirle que lo sentía. Pero Richard sabía que Kahlan no tenía nada de que arrepentirse; simplemente trataba de encararse con la verdad, al menos una de las posibles verdades, y quiso tranquilizarla.

—Si no mejoran, y si encontramos un lugar seguro donde dejarlos, con alguien en quien podamos confiar, entonces los dejaremos y continuaremos adelante solos —le aseguró, mirándola a los ojos.

—A eso me refería —dijo ella con un asentimiento de cabeza.

—Lo sé. —Richard se acabó la manzana—. ¿Por qué no duermes un poco? Yo me quedaré de guardia.

—No podría dormir —dijo ella, señalando a los canes corazón con un gesto de la cabeza—, con ellos vigilándonos, no. Ni sabiendo que nos rodean serpientes.

—Como quieras —repuso Richard con una sonrisa—, ¿y si me ayudas a hacer las parihuelas para transportar a Zedd y a Chase? Así podremos partir por la mañana, tan pronto como los canes se marchen.

Kahlan le devolvió la sonrisa y se levantó. Richard cogió un hacha de Chase de peligroso aspecto y comprobó que era tan adecuada para cortar madera como para cortar carne y hueso. El joven no estaba seguro de que a Chase le gustara saber que había usado una de sus preciosas armas para eso. De hecho, sabía que no le haría maldita la gracia. Richard sonrió para sí mismo; apenas podía esperar a decírselo. En su mente ya se imaginaba el gesto de desaprobación que aparecería en el rostro de su fornido amigo. Desde luego Chase tendría que adornar la historia cada vez que la contara. Para el guardián una historia sin adornos era como una carne sin salsa; seca e insípida.

Sus amigos se pondrían mejor, se dijo a sí mismo. Tenían que ponerse mejor. No podría soportar que murieran.

Trabajaron durante varias horas. Kahlan no se apartó de su lado, pues temía a las serpientes, y los canes corazón no dejaron de acecharlos. Richard se planteó la posibilidad de tratar de deshacerse de alguno de ellos con la ballesta de Chase pero finalmente desechó la idea: el guardián se enojaría con él por desperdiciar preciosas flechas sin motivo. Los canes no podían llegar hasta ellos y al amanecer desaparecerían.

Al acabar echaron un vistazo a los heridos y después se sentaron, juntos, cerca de las velas. Richard sabía que Kahlan estaba agotada —él mismo apenas podía mantener los ojos abiertos—, pero la mujer se negaba a tumbarse y dormir. En vez de eso prefirió recostar la cabeza en su hombro. Al poco rato su respiración se hizo más lenta; estaba dormida. Pero no era un sueño plácido, tenía pesadillas. Cuando empezó a gemir y a agitarse, Richard la despertó. Kahlan respiraba agitadamente y parecía a punto de llorar.

—¿Una pesadilla? —le preguntó el joven, acariciándole el pelo con el dorso de los dedos para tranquilizarla.

La mujer asintió, sin alzar la cabeza.

—Soñaba que tenía a esa cosa del Límite alrededor de las piernas. En mi sueño era una serpiente enorme.

Richard le rodeó los hombros con un brazo y la estrechó con fuerza. Ella no se resistió, sino que flexionó las rodillas y se las abrazó, acurrucándose contra Richard. Al joven le preocupaba que Kahlan oyera los latidos de su corazón. Si los oyó no dijo nada y al poco rato volvía a estar dormida. El joven escuchó la respiración de la mujer, el croar de las ranas y la lluvia. Kahlan dormía plácidamente. Richard cerró los dedos alrededor del colmillo que llevaba bajo la camisa. Vigilaba a los canes corazón, y ellos lo vigilaban a él.

Kahlan despertó poco antes del alba, cuando aún estaba todo oscuro. Richard se sentía tan cansado que le dolía la cabeza. Kahlan insistió en que se tumbara y durmiera mientras ella vigilaba. Richard no quería; quería seguir abrazado a ella, pero tenía demasiado sueño para ponerse a discutir.

Cuando la mujer lo sacudió dulcemente para despertarlo, ya era de día. A la luz del amanecer, débil y gris que se filtraba a través del verde oscuro del pantano y de la densa bruma, el mundo parecía pequeño y como ocluido. El agua que los rodeaba era un caldo con vegetación descompuesta en remojo, surcado de vez en cuando por criaturas invisibles que rizaban la superficie. Entre las lentejas de agua emergían ojos negros que los miraban impasibles.

—Los canes corazón se han marchado —le informó Kahlan. Su actitud era más seca que la noche anterior.

—¿Cuándo? —preguntó Richard, al tiempo que se frotaba los brazos, en los que tenía calambres.

—Hace veinte o treinta minutos. Cuando amaneció se marcharon precipitadamente.

Kahlan le tendió una taza con té caliente, y Richard la miró con ojos interrogadores. Ella sonrió.

—La he sostenido sobre la llama de la vela para calentarlo.

Al joven le sorprendió su ingenio. Kahlan le ofreció unas frutas secas y comió otras tantas. Richard se fijó en que tenía el hacha apoyada contra la pierna y se dijo que sabía perfectamente cómo hacer guardia.

Aún lloviznaba. Extraños pájaros emitían agudos y entrecortados chillidos por el pantano y otros les respondían en la distancia. Los bichos volaban unos pocos centímetros por encima del agua, y ocasionalmente algo invisible salpicaba.

—¿Algún cambio en Zedd o Chase? —se interesó el joven.

—Zedd respira más lentamente —contestó ella con cierta renuencia.

Richard se apresuró a comprobarlo. Zedd apenas parecía mantenerse con vida; tenía las mejillas hundidas y un color ceniciento. El joven puso una oreja sobre el pecho del anciano y oyó que el corazón le latía con normalidad, aunque respiraba muy lentamente y estaba cubierto por un sudor frío.

—Creo que ya no tenemos nada que temer de los canes corazón. Deberíamos ponernos en marcha y tratar de buscar ayuda —dijo a Kahlan.

Pese a que Richard sabía que Kahlan tenía miedo a las serpientes —él también, y así se lo confesó—, ella no dejó que eso interfiriera. Confiaba en que, tal como él le aseguraba, las serpientes no se acercarían a la espada, y cruzó sin vacilar cuando él se lo dijo. Tuvieron que cruzar dos veces, una con Zedd y Chase y otra con las parihuelas, pues sólo servirían en terreno seco.

Engancharon las varas a los caballos pero no colocaron a los heridos sobre las parihuelas, pues la maraña de raíces que cubría la senda impediría que se deslizaran suavemente. Tendrían que esperar hasta salir del pantano y encontrar un camino mejor.

No lo hallaron hasta media mañana. Se detuvieron sólo el tiempo suficiente para acomodar a sus amigos heridos en las parihuelas y cubrirlos con mantas y lona impermeable. Richard comprobó con satisfacción que el arreglo funcionaba muy bien; no frenaba su marcha y, gracias al barro, las parihuelas se deslizaban sin problemas. Él y Kahlan comieron su almuerzo encima de los caballos, compartiendo los alimentos al tiempo que cabalgaban uno junto a otro. Avanzaron bajo la lluvia y sólo se pararon para echar un vistazo a Zedd y a Chase.

Llegaron a su destino antes de caer la noche. Puerto Sur no era más que un grupo de edificios destartalados y casas que se levantaban torcidas entre robles y hayas, casi como si dieran la espalda al camino para eludir preguntas y miradas honestas. Ninguna parecía haber recibido nunca una capa de pintura. Algunas habían sido remendadas con parches de hojalata, sobre los que la continua lluvia repiqueteaba. En el centro de la ciudad había una tienda de suministros y, a su lado, un edificio de dos plantas. Un letrero toscamente tallado proclamaba que era la taberna, pero en él no figuraba ningún nombre. La luz amarilla de las lámparas que se filtraba por las ventanas de la planta baja era la única nota de color que rompía el gris del día y de los edificios. Tambaleantes montones de basura se apilaban contra un costado del edificio, y la casa vecina se inclinaba en solidaridad con la pila de inmundicias.

—No te separes de mi lado —dijo Richard al desmontar—. Los hombres de por aquí son peligrosos.

—Estoy acostumbrada a los de su ralea —replicó Kahlan con una extraña sonrisa en una comisura de los labios.

Richard se preguntó qué habría querido decir pero se abstuvo de preguntar.

Las conversaciones enmudecieron cuando Richard y Kahlan traspusieron la puerta, y todos se volvieron a mirarlos. La taberna era lo que Richard ya se esperaba. Las lámparas de aceite iluminaban una sala en la que flotaba el acre y espeso humo de pipa. Las mesas, dispuestas sin orden ni concierto, eran toscas; algunas simples tableros colocados sobre barriles. No había sillas, sólo bancos. A la izquierda se veía una puerta cerrada que probablemente conducía a la cocina. A la derecha, en las sombras, se veía una escalera sin pasamanos que llevaba a las habitaciones de los huéspedes. En el suelo, moteado con manchas oscuras y salpicaduras, se abrían pasillos entre los desperdicios.

Los parroquianos eran un hatajo de tipos duros; tramperos y aventureros. Casi todos eran fornidos y muchos llevaban una barba desaliñada. El lugar olía a cerveza, humo y sudor.

Kahlan se mantenía muy erguida y con gesto altivo a su lado. No era una mujer que se dejara intimidar fácilmente. Richard pensó que, tal vez, en esta ocasión sí debería sentirse intimidada. La mujer resaltaba entre aquella chusma como un anillo de oro en el dedo de un mendigo. Su modo de conducirse resaltaba aún más el patético aspecto del local.

Cuando se retiró la capucha de la capa, los hombres esbozaron muecas que dejaron al descubierto una colección de dentaduras torcidas y con huecos. Las hambrientas miradas de los hombres contradecían sus sonrisas burlonas. Richard deseó que Chase estuviera despierto.

El alma se le cayó a los pies al darse cuenta de que habría problemas.

Un hombre corpulento se acercó a ellos. Llevaba una camisa sin mangas y un delantal que parecía que nunca hubiese sido blanco. La parte superior de la cabeza, que había sido afeitada, relucía y reflejaba la luz de las lámparas, mientras que el encrespado vello negro de los brazos rivalizaba con el de la barba. El hombre se limpió las manos en un mugriento trapo, que después se colocó sobre un hombro.

—¿Puedo hacer algo por vosotros? —preguntó en tono seco. Esperó haciendo rodar un palillo en la boca con la lengua.

—¿Hay algún curandero en esta ciudad? —preguntó Richard. Con el tono de voz y la mirada informó al tabernero de que se enfrentaría a los camorristas.

—No —respondió el hombre, fijando primero los ojos en Kahlan y después otra vez en Richard.

El joven reparó en que, a diferencia de los demás hombres, el tabernero no miraba a Kahlan con lujuria. Era un dato importante.

—Entonces quisiéramos una habitación. Fuera hay dos amigos que están heridos —añadió, bajando la voz.

—No quiero problemas. —El tabernero se sacó el palillo de la boca y se cruzó de brazos.

—Y yo tampoco —replicó Richard, en tono deliberadamente amenazador.

El hombre calvo examinó a Richard de la cabeza a los pies, deteniéndose por un momento en la espada. Con los brazos aún cruzados, evaluó la mirada del joven.

—¿Cuántas habitaciones quieres? Estoy casi hasta los topes.

—Con una bastará.

Un hombretón se puso en pie en el centro de la sala. Tenía una greñuda mata de pelo rojizo y unos ojos demasiado juntos, de mirada malvada. La parte delantera de su espesa barba estaba húmeda de cerveza y llevaba una piel de lobo sobre un hombro. Una mano descansaba en la empuñadura de un largo cuchillo.

—La zorra que te acompaña parece de las caras, chico —dijo—. Supongo que no te importará que subamos a tu habitación y la compartamos contigo.

Richard lo fulminó con la mirada. Sabía que ese reto sólo podía saldarse con sangre. Sin apartar la mirada del hombretón se llevó una mano hacia la espada, lentamente. La cólera se apoderó de él antes incluso de que sus dedos se cerraran alrededor de la empuñadura. Ese día tendría que matar a otros hombres.

A muchos.

La mano de Richard se cerró con fuerza sobre el trenzado, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Kahlan le tiró con fuerza de la manga derecha y pronunció su nombre en voz baja, haciendo una inflexión en la última sílaba, tal como su madre solía hacer para advertirle que se mantuviera alejado de algo. El joven la miró furtivamente. Kahlan dirigió al pelirrojo una seductora sonrisa.

—Me parece que lo habéis entendido mal, muchachos —dijo con voz ronca—. Veréis, hoy es mi día libre. Soy yo quien ha contratado los servicios de él por una noche. —Con estas palabras dio una buena palmada a Richard en el trasero. Éste se quedó paralizado por la sorpresa. La mujer se pasó la lengua por el labio superior mientras miraba al camorrista—. Pero si no se gana lo que le he pagado, tú serás el primero al que acudiré. —Kahlan sonrió lasciva.

Se hizo un silencio total. Richard luchó con todas sus fuerzas para resistir el impulso de desenvainar la espada. Con la respiración contenida esperó a ver el cariz que tomaban los acontecimientos. Kahlan seguía sonriendo a los hombres de un modo que encolerizaba aún más al joven.

La vida y la muerte se tomaron las medidas en los ojos del hombre de cabello bermejo. Nadie se movía. Finalmente sus labios dibujaron una amplia sonrisa y prorrumpió en carcajadas. Todos los demás se pusieron a silbar, gritar y reír. El hombre se sentó y los demás parroquianos empezaron de nuevo a hablar, sin hacer caso de Richard y Kahlan. El joven soltó un suspiro. El tabernero hizo con ellos un pequeño aparte y dirigió a Kahlan una sonrisa de respeto.

—Te doy las gracias, señora. Me alegro de que tu cabeza sea más rápida que la mano de tu amigo. Es posible que este local os parezca muy poca cosa, pero es mío, y tú, señora, acabas de impedir que quede destrozado.

—Ha sido un placer —respondió Kahlan—. ¿Tienes una habitación para nosotros?

—Hay una arriba, al final del pasillo a la derecha —dijo el tabernero, volviendo a meterse el palillo en una esquina de la boca—. La puerta tiene cerrojo.

—Tenemos dos amigos fuera —intervino Richard—. Necesitaré ayuda para subirlos.

—No es buena idea que esa panda vea que cargáis con heridos —dijo el tabernero señalando con la cabeza a la sala llena de hombres—. Vosotros id a la habitación, como ellos esperan. Mi hijo está en la cocina. Él y yo subiremos a vuestros amigos por las escaleras de atrás para que nadie los vea. —A Richard no le gustó la idea—. Confía un poco en mí, amigo —dijo el tabernero en voz baja—, o tus compañeros lo pasarán mal. Por cierto, me llamo Bill.

Richard miró a Kahlan, pero el rostro de la mujer era impenetrable. Entonces su mirada se posó de nuevo en el tabernero. Era un hombre duro y curtido, pero no le parecía una persona artera. No obstante, las vidas de sus amigos estaban en juego. El joven trató de que su voz no sonara amenazadora al replicar:

—De acuerdo, Bill, haremos lo que propones.

El tabernero sonrió débilmente y asintió, al tiempo que hacía rodar de nuevo el palillo en la boca.

Richard y Kahlan subieron a la habitación y esperaron. El techo era incómodamente bajo, y la pared situada junto a la única cama estaba cubierta con años de escupitajos. Además de la cama, no había más mobiliario que una mesa de sólo tres patas y un corto banco en la esquina opuesta. Una única lámpara de aceite, situada encima de la mesa, emitía un débil resplandor. El cuarto, sin ventanas, era desolador y olía a rancio. Richard se dedicó a pasear de un lado a otro, mientras Kahlan, sentada en la cama, lo miraba ligeramente incómoda. Finalmente el joven se le acercó y le espetó:

—No puedo creer lo que hiciste allí abajo.

—Lo importante es el resultado —replicó ella, poniéndose de pie y mirándolo a los ojos—. Si te hubiera dejado hacer lo que pretendías habrías corrido un gran riesgo. Y por nada.

—Pero ahora esos hombres piensan que...

—¿Y qué te importa a ti lo que piensen?

—Ya... pero... —Richard notó que se sonrojaba.

—He jurado defender la vida del Buscador con la mía y haré todo lo que sea preciso para cumplir el juramento. Cualquier cosa —añadió, lanzándole una mirada muy elocuente y enarcando una ceja.

Frustrado, Richard trató de encontrar las palabras para expresar su enojo, sin que pareciera que estaba enfadado con ella. Había estado a punto de correr un riesgo mortal; una sola palabra equivocada y se habría lanzado. Después, dar marcha atrás había sido terriblemente difícil. El joven aún sentía cómo la sangre le hervía. Era difícil entender cómo la furia anulaba su racionalidad y lo invadía con un ardiente impulso, y aún mucho más difícil explicárselo a ella. Pero los ojos verdes de Kahlan lo relajaban y apaciguaban su cólera.

—Richard, no olvides cuál es nuestro propósito.

—¿Qué quieres decir?

—Rahl el Oscuro. Es en él en quien debes pensar. Esos hombres de abajo no deben preocuparnos. Simplemente tenemos que dejarlos atrás. Nada más. No malgastes tus pensamientos con ellos. Sería un desperdicio. Concentra tus energías en nuestra misión.

—Tienes razón. —El joven suspiró y asintió—. Lo siento. Esta noche te has comportado de manera muy valiente, aunque a mí no me haya gustado ni pizca.

Kahlan lo rodeó con sus brazos, apoyó la cabeza en el pecho del joven y le dio un lento abrazo. Alguien llamó suavemente a la puerta. Después de asegurarse de que era Bill, Richard abrió. El tabernero y su hijo entraron a Chase y lo dejaron cuidadosamente en el suelo. Cuando el hijo, un adolescente desgarbado, vio a Kahlan se enamoró de ella al instante, desesperadamente. Richard comprendió lo que le ocurría, aunque no le gustara.

—Éste es mi hijo, Randy —dijo el tabernero, señalando con el pulgar. Randy estaba en trance y no podía dejar de mirar fijamente a Kahlan. Bill se volvió hacia Richard y se secó la lluvia de la calva con el trapo que llevaba colgado del hombro. Aún tenía el palillo en la boca.

—No me dijiste que tu amigo era Dell Marcafierro.

—¿Te supone eso un problema? —inquirió Richard, instantáneamente receloso.

—Para mí no. —Bill sonrió—. El guardián y yo hemos tenidos nuestros más y nuestros menos pero es un hombre justo. A mí no me crea dificultades. A veces viene por aquí, cuando está en la zona por asuntos oficiales. Pero los hombres de abajo lo destrozarían.

—Lo intentarían —lo corrigió Richard.

—Bueno, vamos a por el otro —replicó Bill con una ligera sonrisa.

Cuando se marcharon Richard entregó a Kahlan dos monedas de plata.

—Cuando regresen dale al chico una para que lleve a los caballos al establo y se cuide de ellos. Dile que si los vigila por la noche y los tiene preparados al amanecer, le darás otra.

—¿Qué te hace pensar que lo hará?

Richard soltó una breve carcajada.

—No te preocupes, lo hará si tú se lo pides. Solamente tienes que sonreírle.

Bill regresó llevando en sus fornidos brazos a Zedd. Randy lo seguía, cargando con la mayor parte de sus bolsas. El tabernero depositó con delicadeza al anciano en el suelo, junto a Chase. Entonces miró a Richard bajo sus crespas cejas y se volvió a su hijo.

—Randy, trae una jofaina, un jarro con agua y una toalla limpia para la señora. Creo que le gustará asearse un poco.

Randy salió del cuarto caminando hacia atrás, sonriendo y tropezando con sus propios pies. Bill observó su salida y, una vez fuera, dirigió a Richard una intensa mirada, sacándose el palillo de la boca.

—Tus amigos están muy mal. No te preguntaré qué les ha pasado, porque un tipo listo no me lo diría y creo que tú eres listo. En la ciudad no hay ningún curandero, pero hay alguien que quizá pueda ayudarlos; una mujer llamada Adie. Todos la llaman la mujer de los huesos. La mayoría la teme. Esa pandilla de abajo nunca se atrevería a acercarse a su casa.

—¿Por qué? —preguntó Richard ceñudo. Recordaba que Chase había dicho que Adie era una amiga.

—Porque —contestó Bill, lanzando una mirada a Kahlan, después a Richard y entrecerrando los ojos—, porque son supersticiosos. Creen que trae mala suerte y, además, vive cerca del Límite. Dicen que la gente que la disgusta tiene la mala costumbre de morirse de repente. Ojo, no digo que sea verdad. De hecho yo no lo creo. Más bien pienso que es todo producto de su imaginación. Adie no es una curandera, pero sé que ha ayudado a algunas personas. Es posible que también pueda hacer algo por vuestros amigos. Yo de vosotros rezaría para que fuese así, pues no durarán mucho si no los ayudan.

—¿Cómo podemos encontrar a la mujer de los huesos? —preguntó Richard, pasándose los dedos por el pelo.

—Tomad el camino que parte del establo y torced a la izquierda. Su casa está a unas cuatro horas a caballo.

—¿Por qué nos ayudas? —quiso saber Richard.

—Digamos que estoy ayudando al guardián. —Bill sonrió y cruzó sus musculosos brazos sobre el pecho—. Chase mantiene a raya a algunos de mis otros clientes y, gracias a los guardianes, recibo ingresos del gobierno, por la taberna y también por la tienda de suministros que tengo aquí al lado. Si sale de ésta, no olvidéis decirle que yo ayudé a salvarle la vida. Seguro que lo sacará de quicio —añadió, riéndose entre dientes.

Richard sonrió; entendía perfectamente por qué reía Bill. Chase no soportaba que nadie lo ayudase. El tabernero conocía al guardián.

—Tranquilo, me aseguraré de decirle que le has salvado la vida. —El tabernero pareció complacido—. Puesto que esa mujer de los huesos vive sola, muy cerca del Límite, y yo voy a pedirle ayuda, creo que sería una buena idea llevarle algunas cosas. ¿Podrías prepararnos un paquete con provisiones?

—Pues claro. Estás hablando con el proveedor oficial; el consejo de la ciudad del Corzo se encarga de reembolsarme. Claro que esos consejeros ladrones recuperan casi todo su dinero con los impuestos. Puedo anotarlo en mi libro de cuentas y el gobierno lo pagará, si es que se trata de un asunto oficial.

—Lo es.

Randy regresó con la jofaina, el agua y toallas. Kahlan le puso una moneda de plata en la mano y le pidió que cuidara de los caballos. El jovenzuelo miró a su padre en busca de aprobación, y Bill asintió.

—Dime cuál es tu caballo y lo cuidaré de manera muy especial —dijo Randy con una amplia sonrisa.

—Todos son míos. Cuida bien de todos; mi vida depende de ello —contestó la mujer, devolviéndole la sonrisa.

—Cuenta conmigo —le dijo Randy, súbitamente serio. Incapaz de decidir qué hacer con las manos acabó por metérselas en los bolsillos—. No permitiré que nadie se acerque a ellos. —Nuevamente retrocedió hacia la puerta de espaldas y cuando ya sólo tenía dentro la cabeza, añadió—: Quiero que sepas que no creo ni una sola palabra de lo que esos hombres de abajo están diciendo sobre ti. Y así se lo he hecho saber.

—Gracias. —A su pesar, Kahlan no pudo evitar sonreír—. Pero no quiero ponerte en peligro. Por favor, mantente alejado de esos hombres y no menciones que has hablado conmigo, porque eso los envalentonaría.

Randy sonrió, hizo un gesto de asentimiento y se marchó. Bill puso los ojos en blanco y meneó la cabeza. Acto seguido miró a Kahlan con una sonrisa en los labios.

—Supongo que no te plantearías la posibilidad de quedarte y casarte con el chico. No le iría nada mal tener pareja.

En los ojos de Kahlan centelleó una fugaz mirada de dolor y pánico. La mujer se sentó en la cama y clavó los ojos en el suelo.

—Sólo era una broma —se disculpó Bill—. Os traeré algo de cena —dijo, dirigiéndose a Richard—. Patatas hervidas y carne.

—¿Carne? —inquirió Richard, suspicaz.

—No te preocupes, no me atrevería a servir a esos camorristas carne de mala calidad. —El tabernero soltó una risita—. Serían capaces de cortarme la cabeza.

A los pocos minutos regresó con dos platos humeantes que dejó encima de la mesa.

—Gracias por tu ayuda —dijo Richard.

—No me lo agradezcas. —Bill enarcó una ceja—. Lo anotaré todo en mi libro de cuentas. Por la mañana te lo traeré para que firmes. ¿Hay alguien en la ciudad del Corzo que pueda reconocer tu firma?

—Sí —contestó Richard con una sonrisa—. Me llamo Richard Cypher. Mi hermano es el Primer Consejero.

—Lo siento. —El tabernero se encogió y súbitamente flaqueó—. No que tu hermano sea Primer Consejero, sino no haberlo sabido antes. Me refiero a que, si lo hubiera sabido, os hubiera ofrecido mejores alojamientos. Podéis quedaros en mi casa. No es gran cosa pero sí es mejor que esto. Llevaré vuestras cosas allí ahora mismo y...

—Bill, no pasa nada. —Richard se acercó al tabernero y le puso una mano en la espalda para tranquilizarlo. De pronto Bill ya no parecía tan temible—. Es mi hermano quien es Primer Consejero, no yo. Este cuarto está bien. Todo está bien.

—¿Estás seguro? ¿Todo? No vas a enviarme al ejército, ¿verdad?

—Nos has ayudado mucho, de verdad. Además, no tengo nada que ver con el ejército.

—Pero viajas con el jefe de los guardianes del Límite —insistió Bill, que aún no estaba convencido.

—Chase es un amigo mío de hace muchos años. —Richard sonrió cálidamente—. Y el anciano también. Son amigos, nada más.

—Bueno, si eso es cierto, ¿qué tal si anoto un par de habitaciones más en mi libro de cuentas? —Los ojos de Bill se iluminaron—. En su estado no sabrán si las ocuparon o no.

—Eso no estaría bien, y yo no pienso firmarlo —replicó Richard, sin dejar de sonreír y dando unas palmaditas en la espalda al tabernero.

—Sí, realmente eres amigo de Chase. —Bill soltó el aire en un gran suspiro y sonrió burlón, asintiendo para sí mismo—. Ahora te creo. En todo el tiempo que lo conozco no he logrado que Chase engordara un poco mi libro de cuentas.

Richard entregó al tabernero algunas monedas de plata y le dijo:

—Pero esto no está mal. Te agradezco lo que estás haciendo por nosotros y también te agradecería que esta noche aguaras la cerveza. Los borrachos no suelen apreciar demasiado sus vidas. —Bill esbozó una sonrisa cómplice—. Tienes unos clientes muy peligrosos.

—Por esta noche lo haré —accedió el tabernero, después de estudiar los ojos de Richard, echar una rápida mirada a Kahlan y posarlos de nuevo en el joven.

—Si alguien traspone esa puerta esta noche, lo mataré sin hacer preguntas —le advirtió Richard, lanzándole una dura mirada. El tabernero se la devolvió.

—Haré lo que pueda para evitar que eso ocurra, aunque tenga que golpear algunas cabezas. Comed la cena antes de que se enfríe —agregó, dirigiéndose a la puerta—. Y cuida bien de la mujer; tiene una buena cabeza sobre los hombros. Una cabeza muy bonita, sí señor —apostilló, volviéndose hacia Kahlan y guiñando un ojo.

—Una cosa más, Bill. El Límite se está derrumbando. Caerá dentro de pocas semanas. Ten mucho cuidado.

El tabernero tomó aire y el pecho se le hinchó. Sostuvo el pomo de la puerta con la mirada fija en Richard.

—Me parece que el consejo se equivocó de hermano. Pero si se preocuparan por hacer lo correcto, no serían consejeros. Vendré a despertaros por la mañana, cuando el sol haya salido y sea seguro.

Cuando se marchó Kahlan y Richard se sentaron muy juntos en el pequeño banco y comieron la cena. El cuarto que ocupaban estaba situado en la parte trasera del edificio y el bar se encontraba delante, por lo que había más silencio del que Richard había esperado. El único ruido que les llegaba era un zumbido ahogado. La comida también era mejor de lo que había esperado, o tal vez sólo estaba hambriento. Se sentía tan agotado que la cama también le parecía maravillosa. Kahlan se dio cuenta.

—Anoche sólo dormiste una o dos horas, de modo que yo haré la primera guardia. Si los hombres de abajo deciden subir no será hasta más tarde, cuando hagan acopio de coraje. Si vienen, será mejor que te encuentren descansado.

—¿Es más fácil matar cuando estás bien descansado? —Richard se arrepintió de sus palabras apenas las hubo pronunciado. No había sido su intención que sonaran tan duras. El joven se dio cuenta de que agarraba el tenedor con tanta fuerza como si fuera una espada.

—Lo siento, Richard, no quería decir eso. Lo que quería decir es que no quiero que te hagan daño. Si estás cansado no podrás defenderte. Temo por ti.

Kahlan jugueteó con una patata que había en el plato. Su voz apenas era un susurro.

—Siento tanto haberte metido en este tremendo lío. No quiero que tengas que matar a nadie. No quería que mataras a esos hombres de abajo. Ésta es la única razón por la que me comporté como lo hice: para que no tuvieras que matarlos.

Richard la miró. Kahlan tenía la vista clavada en el plato, y le dolió ver la expresión de dolor en su rostro. Juguetón, la empujó con un hombro.

—No me hubiera perdido este viaje por nada. Me da la oportunidad de pasar algún tiempo con mi amiga. —Kahlan lo miró por el rabillo del ojo, y él sonrió.

La mujer le devolvió la sonrisa y apoyó la cabeza en el hombro de Richard un momento, antes de comerse la patata. La sonrisa de la mujer lo reconfortó.

—¿Por qué quisiste que pidiera al chico que cuidara de los caballos?

—Como tú misma dijiste, lo importante son los resultados. El pobre chico está loco por ti y, puesto que tú se lo pediste, vigilará a los caballos mejor que nosotros mismos. —Kahlan lo miró como si no pudiera creerlo—. Ejerces un efecto devastador en los hombres —le aseguró.

La sonrisa de la mujer vaciló y su expresión se tornó angustiada. Richard sabía que se estaba aproximando a sus secretos, por lo que no dijo nada más. Al acabar de cenar, Kahlan sumergió el extremo de una toalla en el agua de la jofaina, fue hacia Zedd y le lavó el rostro con ternura. Entonces miró a Richard.

—Sigue igual, no ha empeorado. Por favor, Richard, deja que yo haga la primera guardia. Tú duerme un poco.

El joven asintió, se tendió en la cama y a los pocos segundos ya dormía. De madrugada Kahlan lo despertó para que la relevara. Mientras la mujer se echaba en la cama, Richard se lavó la cara con agua fría para despejarse y después se sentó en el banco y se apoyó en la pared, esperando. Mientras vigilaba, chupaba un pedazo de fruta seca para quitarse el mal sabor de boca.

Una hora antes del amanecer hubo una apremiante llamada a la puerta.

—¿Richard? —dijo una voz apagada—. Soy Bill. Abre la puerta. Tenemos problemas.

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