—Odio a mi madre.
El Amo, sentado en el césped con las piernas cruzadas, contempló la amarga expresión que se dibujaba en el rostro del muchacho y esperó un momento antes de responder:
—Son palabras muy fuertes, Carl. No me gustaría que dijeras algo de lo que después te arrepintieras, al pensarlo con calma.
—Ya lo he pensado suficiente —barbotó Carl—. Hemos hablado de ello muchas veces. Ahora sé que me han estafado y engañado. Ahora sé lo egoístas que son. Y, además, son enemigos de la gente —añadió entrecerrando los ojos.
Rahl levantó la vista hacia las ventanas y contempló las escasas nubes a la luz del atardecer, que las dotaba de un hermoso y profundo color púrpura rojizo con puntos dorados. Esa noche. Por fin, esa noche regresaría al inframundo.
La mayor parte de los días y las noches pasados había mantenido al niño despierto con la papilla especial, permitiendo que durmiera sólo por breves espacios de tiempo. Así, despierto, lo había ido machacando hasta dejarle la mente vacía para que pudiera moldearla como deseara. Rahl había hablado al niño sin parar, convenciéndolo de que los demás lo habían usado, maltratado y mentido. A ratos dejaba al muchacho solo para que reflexionara sobre sus palabras y él aprovechaba para visitar la tumba de su padre y leer una vez más las inscripciones sagradas, o para dormir unas horas.
Y la noche pasada se había llevado a una joven a su lecho para relajarse; una pequeña diversión pasajera, un interludio de dulzura para poder sentir el suave tacto de otra carne contra la suya y descargar la excitación acumulada. La joven debía haberse sentido honrada, especialmente porque él había sido extremadamente tierno y encantador con ella. Después de todo, se había mostrado ansiosa por entregarse a él.
Pero ¿qué hizo? Echarse a reír. Al ver las cicatrices se había echado a reír.
Al recordarlo Rahl tenía que hacer esfuerzos para contener la furia que lo embargaba y seguir sonriendo al niño, tenía que esforzarse para ocultar la impaciencia de seguir adelante con el proceso. Entonces pensó en lo que había hecho a la joven, en la sensación de euforia que le provocó la violencia desatada, en los desgarradores gritos que le había arrancado. Ahora la sonrisa le salía de modo natural. Ésa ya no volvería a reírse de él.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Carl.
—Sólo pensaba en lo orgulloso que estoy de ti. —Rahl bajó la mirada hacia los grandes ojos color avellana del niño. Su sonrisa se hizo más amplia al recordar cómo la cálida y espesa sangre de la joven manaba a chorros mientras gritaba. ¿Qué se había hecho de su risa altanera?
—¿De mí? —inquirió Carl con una tímida sonrisa.
—Sí, Carl, de ti. —Rahl asintió—. No hay muchos jóvenes de tu edad lo suficientemente inteligentes para darse cuenta de cómo es el mundo en realidad, capaces de ver más allá de sus propias vidas y percibir peligros y maravillas más grandes que ellos, capaces de ver lo duro que debo trabajar para que la gente viva segura y en paz. —Rahl sacudió su blonda cabeza—. A veces me duele en el corazón ver cómo los mismos por los que me esfuerzo tanto me dan la espalda y rechazan mis incansables esfuerzos, o peor aún, se unen a los enemigos de la gente.
»Quería evitar que te preocuparas por mí pero justo ahora, mientras hablamos, hay gente malvada que conspira para conquistarnos y aplastarnos. Han derribado el Límite que protegía D’Hara y ahora también el segundo Límite. Me temo que planean invadirnos. He tratado de advertir a la gente del peligro de la Tierra Occidental, de que hagan algo para protegerse, pero son pobres y simples, y esperan que sea yo quien los proteja.
—Padre Rahl, ¿estás en peligro? —preguntó Carl con ojos muy abiertos.
Rahl trató de quitarle hierro al asunto con un ademán y dijo:
—No es por mí por quien temo, sino por la gente. Si yo muriera, ¿quién los protegería?
—¿Morir? —Los ojos de Carl se anegaron de lágrimas—. ¡Oh, Padre Rahl! ¡Te necesitamos! ¡Por favor, no dejes que te maten! Déjame luchar a tu lado; quiero ayudar a protegerte. No podría soportar la idea de que te hiciesen daño.
Rahl jadeaba y el corazón se le aceleró. El momento se acercaba; ya no tendría que esperar mucho. Dirigió una cálida sonrisa a Carl mientras recordaba los roncos chillidos de la joven.
—Y yo no podría soportar que estuvieras en peligro por mi causa, Carl. Estos últimos días he llegado a conocerte y para mí eres más que simplemente un joven dispuesto a ayudarme en la ceremonia; te has convertido en mi amigo. Te he confiado mis preocupaciones más profundas, mis esperanzas y mis sueños. No hago esto con cualquiera. Me basta con saber que te preocupas por mí.
—Padre Rahl —susurró el niño con lágrimas en los ojos, mirando al Amo—, yo haría cualquier cosa por ti. Por favor, deja que me quede, deja que me quede contigo después de la ceremonia. Haré todo lo que digas sólo por estar contigo, lo prometo.
—Carl, es algo tan típico de ti, tan amable... Pero tú tienes una vida, padres, amigos. Y a Tinker, no te olvides de ella. Pronto querrías regresar con todos ellos.
Lentamente Carl sacudió la cabeza, sin apartar la mirada de Rahl.
—No, no querré. Sólo quiero estar contigo. Padre Rahl, te quiero y haría cualquier cosa por ti.
Rahl reflexionó sobre las palabras del niño con gesto serio.
—Quedándote conmigo correrías peligro. —Rahl sentía los furiosos latidos de su corazón.
—No me importa. Yo quiero servirte, no me importa si me matan, yo sólo quiero ayudarte. No quiero hacer otra cosa que ayudarte a luchar contra tus enemigos. Padre Rahl, si me matan por ayudarte valdrá la pena. Por favor, deja que me quede. Haré cualquier cosa que me pidas. Siempre.
Rahl hizo una profunda inspiración y soltó el aire lentamente para controlar el ritmo de su respiración. Tenía el rostro grave.
—¿Estás seguro de lo que dices, Carl? ¿Estás seguro de que lo dices en serio? Quiero decir, ¿estás realmente seguro de que darías la vida por mí?
—Lo juro: daría la vida por ayudarte. Mi vida es tuya, si quieres aceptarla.
Rahl se echó un poco hacia atrás, colocó las manos sobre las rodillas y asintió lentamente, con sus ojos azules clavados en el muchacho.
—Sí, Carl, la acepto.
Carl no sonrió pero tembló ligeramente. En su rostro se leía la determinación.
—¿Cuándo podemos hacer la ceremonia? Quiero ayudarte a ti y a la gente.
—Pronto —respondió Rahl. Tenía los ojos muy abiertos y hablaba lentamente—. Esta noche, después de cenar. ¿Estás listo?
—Sí.
Rahl se puso en pie notando cómo la sangre le hervía en las venas. Trató de evitar el rubor provocado por la excitación sexual. Fuera estaba oscuro. Las antorchas emitían una luz parpadeante que danzaba en sus ojos azules, brillaba en su largo cabello rubio y hacía que su túnica blanca pareciera relucir. Antes de encaminarse a la forja, colocó el cuerno de comer cerca de la boca de Carl.
Los guardias esperaban en la oscura habitación, con sus macizos brazos cruzados sobre el pecho. El sudor les corría por la piel, abriendo pequeños regueros en la fina capa de hollín. Sobre el fuego de la forja había un crisol, y de la escoria se desprendía un olor acre.
—¿Ha regresado Demmin? —preguntó Rahl a los guardias, todavía con los ojos muy abiertos.
—Hace varios días, Amo.
—Ve a buscarlo y que espere. —Rahl apenas podía hablar en susurros—. Y luego marchaos los dos.
Los guardias inclinaron la cabeza y se marcharon por la puerta de atrás. Rahl pasó la mano por encima del crisol y el olor se convirtió en un apetitoso aroma. Con ojos cerrados rezaba en silencio al espíritu de su padre. Ahora respiraba en jadeos. Inmerso en sus emociones, era incapaz de controlarlo. Se lamió las yemas de los dedos, que temblaban, y se frotó los labios.
Fijó asas de madera al crisol para levantarlo sin quemarse, usó la magia para poder manejarlo sin que le pesara y salió por la puerta con él. Las antorchas iluminaban el área alrededor del muchacho, la arena blanca con los símbolos grabados, el cerco de hierba, el altar situado sobre la cuña de piedra blanca. La luz de las antorchas se reflejaba en el bloque de piedra pulida que sostenía el cuenco de hierro con el shinga en la tapa.
Los azules ojos de Rahl lo captaron todo mientras se aproximaba al muchacho. Se detuvo ante él, junto a la boca del cuerno de comer y miró con ojos vidriosos el rostro de Carl vuelto hacia él.
—¿Estás seguro de esto, Carl? —le preguntó con voz ronca—. ¿Puedo confiarte mi vida?
—Te juro lealtad para siempre, Padre Rahl.
Rahl cerró los ojos al tiempo que respiraba hondo. Tenía la cara perlada de sudor y la ropa se le pegaba al cuerpo. Podía sentir las oleadas de calor que emitía el crisol. Rahl añadió el calor de su magia al recipiente para que el contenido no dejara de hervir.
Suavemente empezó a entonar los conjuros sagrados en el antiguo idioma. En el aire flotaban los inquietantes y susurrantes sonidos de hechizos y encantamientos. Rahl arqueó la espalda al sentir el poder que le recorría el cuerpo, llenándole con una cálida promesa. Temblaba al tiempo que cantaba, ofreciendo sus palabras al espíritu del muchacho.
Entonces entreabrió los ojos, que reflejaban una pasión desatada. Respiraba entrecortadamente y las manos le temblaban ligeramente. Bajó la mirada hacia el muchacho y dijo en un ronco susurro:
—Carl, te quiero.
—Te quiero, Padre Rahl.
—Acerca la boca al cuerno, hijo mío, y no te muevas —le ordenó Rahl con ojos nuevamente cerrados.
Mientras Carl seguía las instrucciones, Rahl entonó el último hechizo. El corazón le palpitaba. Las llamas de las antorchas siseaban y chisporroteaban, y el sonido se entrelazaba con el del encantamiento.
Entonces vertió el contenido del crisol en el cuerno. Carl abrió bruscamente los ojos y aspiró y tragó involuntariamente cuando el plomo fundido le llegó y empezó a quemarle el interior del cuerpo.
Rahl el Oscuro tembló de emoción y entonces dejó caer el crisol vacío al suelo.
El Amo se dispuso a desgranar los siguientes conjuros para enviar el espíritu del muchacho al inframundo. Pronunció en el orden correcto las palabras que abrían una puerta al inframundo, al vacío y a la negra nada.
Al elevar las manos unas formas oscuras empezaron a revolotear a su alrededor. El aire de la noche se llenó de terroríficos aullidos y gritos. Rahl el Oscuro se dirigió al frío altar de piedra, se arrodilló delante, extendió los brazos sobre él y apoyó la cara encima. Entonces pronunció en el antiguo idioma las palabras que ligarían el espíritu del muchacho a él. Durante unos minutos lanzó los encantamientos necesarios. Al acabar, se puso en pie con los puños a ambos lados y el rostro sonrojado. Demmin Nass salió de las sombras.
—Demmin —susurró Rahl con voz ronca al reparar en su amigo.
—Amo Rahl. —Demmin lo saludó con una inclinación de cabeza.
Rahl se aproximó a su lugarteniente. Mostraba un rostro demacrado y cubierto de sudor.
—Saca el cuerpo del suelo y colócalo sobre el altar. Luego límpialo con el cubo de agua. Ábrele el cráneo —añadió, lanzando una mirada a la espada corta que llevaba Demmin—, nada más. Después puedes retirarte y esperar. Este encantamiento te protegerá —le dijo al tiempo que pasaba las manos sobre la cabeza de Demmin—. Luego espérame hasta que regrese. Te necesitaré justo antes del amanecer. —Dicho esto, apartó la mirada, sumido de nuevo en sus pensamientos.
Demmin se dispuso a cumplir las macabras órdenes mientras Rahl continuaba entonando las extrañas palabras, balanceándose adelante y atrás con los ojos cerrados, como si hubiera caído en trance.
Demmin limpió la espada en su musculoso antebrazo y la colocó de nuevo en la funda. Entonces dirigió una última mirada a Rahl, aún inmerso en el trance y masculló entre dientes: «Odio esta parte». Dio media vuelta y se sumergió de nuevo en las sombras de los árboles, dejando al Amo solo.
Rahl el Oscuro se colocó detrás del altar e inspiró profundamente. De pronto bajó bruscamente las manos hacia el hoyo en el que se encendía fuego, y las llamas saltaron con un rugido. Rahl extendió ambas manos con los dedos crispados y el cuenco de hierro se elevó y flotó hasta situarse sobre el fuego. Entonces el Amo sacó un cuchillo curvo de su vaina y lo posó en el húmedo abdomen del muchacho. Se quitó la túnica por los hombros y dejó que cayera al suelo, donde la apartó con el pie. El sudor cubría su esbelto cuerpo y le corría por la espalda.
La piel aparecía suave y tensa sobre sus bien proporcionados músculos, excepto en la parte superior del muslo izquierdo, parte de la cadera y abdomen y el lado izquierdo de su sexo erecto. Ahí era donde estaba la cicatriz, donde lo alcanzó el fuego enviado por el viejo mago. Las llamas de fuego mágico que consumieron a su padre, situado a su derecha, también lo lamieron a él, infligiéndole el dolor del fuego mágico.
Fue un fuego distinto a todos los demás, que ardía, se pegaba a él, lo abrasaba; un fuego con un propósito. El joven Rahl gritó y gritó hasta quedarse sin voz.
Rahl el Oscuro se lamió las yemas de los dedos y se pasó los dedos húmedos por las cicatrices llenas de protuberancias. Cuánto había deseado hacerlo cuando se quemó, cuánto había deseado poner fin al terror del implacable dolor y a la sensación de ardor.
Pero los curanderos se lo impidieron. Dijeron que no debía tocarse las quemaduras y se lo impidieron atándole las muñecas. Como no podía llegar a las quemaduras, Rahl se lamía los dedos y en vez de frotarse las heridas se frotaba los labios mientras temblaba, tratando de dejar de llorar y de borrar en sus ojos la imagen de su padre quemado vivo. Durante meses lloró, jadeó y suplicó que le permitieran tocarse las quemaduras y aliviarse el ardor, pero fue inútil.
¡Cómo odiaba al mago y cómo deseaba matarlo! ¡Cómo deseaba introducir su mano en el cuerpo vivo del mago y, mientras lo miraba a los ojos, arrancarle el corazón!
Rahl el Oscuro alejó los dedos de la cicatriz, cogió el cuchillo y apartó de su mente los recuerdos de aquella época. Ahora era un hombre; era el Amo. Volvió a concentrarse en la tarea que tenía delante. Después de tejer el hechizo adecuado hundió el cuchillo en el pecho del muchacho.
Con cuidado extrajo el corazón y lo puso en el cuenco de hierro con agua hirviendo. Después hizo lo propio con el cerebro y los testículos. Finalmente, dejó el cuchillo. La sangre, que se mezclaba con el sudor que lo cubría, le goteaba de los codos.
Colocó los brazos al través sobre el cuerpo y elevó sus plegarias a los espíritus. Con el rostro alzado hacia las oscuras ventanas y los ojos cerrados, siguió desgranando conjuros, automáticamente, sin pensar. Pronunció las palabras de la ceremonia durante una hora, embadurnándose el pecho con la sangre en el momento preciso.
Al terminar de recitar las runas grabadas en la tumba de su padre, se dirigió a la arena de hechicero en la que había estado enterrado el muchacho durante su periodo de prueba. Con los brazos alisó la arena, que se le pegó a la sangre formando una costra blanca. En cuclillas empezó a dibujar cuidadosamente los símbolos que había aprendido en años de estudio, desde el eje central y entrelazándose en intrincadas formas. Rahl trabajó concentrado la mayor parte de la noche, con el cabello rubio colgándole y arrugas de tensión en la frente, añadiendo un elemento tras otro sin olvidarse ni una línea ni una pincelada ni una curva, pues sería fatal.
Cuando finalmente acabó se acercó al cuenco sagrado y comprobó que el agua se había casi evaporado, como debía ser. El recipiente flotó mágicamente hasta el bloque de piedra pulida, donde Rahl dejó que se enfriara un poco antes de coger una mano de mortero de piedra y empezar a machacar. El sudor le corría por la cara. Finalmente logró que el corazón, el cerebro y los testículos formaran una pasta, a la que añadió polvos mágicos que sacó de los bolsillos de la túnica abandonada en el suelo.
Colocado frente al altar sostuvo en alto el cuenco que contenía la mezcla mientras lanzaba hechizos. Al acabar bajó los brazos y recorrió con la mirada el Jardín de la Vida. Siempre le gustaba contemplar cosas hermosas antes de aventurarse en el inframundo.
Comió el contenido del cuenco con los dedos. Rahl detestaba el sabor de la carne y solamente comía verduras. Pero en esto no había elección, el procedimiento era el procedimiento. Si quería adentrarse en el inframundo tenía necesariamente que comer carne. Se lo comió todo, tratando de no pensar en el sabor e imaginándose que se trataba de un paté vegetal.
Se chupó los dedos para limpiárselos, dejó el cuenco sobre la piedra y fue a sentarse en el césped con las piernas cruzadas frente a la arena blanca. Tenía algunos mechones de cabello apelmazados con sangre seca. Colocó las manos sobre las rodillas, con las palmas hacia arriba, cerró los ojos e hizo varias inspiraciones profundas mientras esperaba al espíritu del muchacho.
Cuando estuvo por fin preparado, todo listo, todos los conjuros pronunciados y todos los hechizos lanzados, el Amo irguió la cabeza y abrió los ojos.
—Ven a mí, Carl —susurró en el antiguo idioma secreto.
Hubo un momento de silencio absoluto y entonces una mezcla de lamento y rugido. El suelo tembló.
Del centro de la arena, el corazón del encantamiento, el espíritu del muchacho surgió en forma de shinga, una bestia del inframundo.
Al principio era transparente como una voluta de humo que se alzara del fuego y giraba como si se desenroscara de la arena blanca. La bestia echó la cabeza atrás mientras pugnaba por atravesar los dibujos, resoplando vapor por los anchos orificios de la nariz. Rahl contempló tranquilamente cómo la aterradora bestia se alzaba, se hacía sólida, desgarrando el suelo y elevando la arena con ella. Con sus poderosas patas traseras se impulsó hasta lograr erguirse con un gemido. Entonces se abrió un agujero negro como una sima. La arena del borde cayó en la oscuridad sin fondo. El shinga flotaba sobre ella y sus penetrantes ojos marrones miraban a Rahl.
—Gracias por venir, Carl.
La bestia se inclinó y acarició el desnudo pecho del Amo con el hocico. Rahl se puso de pie y acarició la cabeza gacha del shinga, que se sentía impaciente por marcharse. Cuando al fin se tranquilizó, Rahl se subió a su lomo y se agarró con fuerza al cuello.
Con un destello de luz el shinga, con Rahl el Oscuro montado en su lomo, volvió a sumergirse en el negro vacío con un movimiento en espiral. El suelo tembló y el agujero se cerró con un chirriante sonido. El Jardín de la Vida quedó sumido en el súbito silencio de la noche.
Demmin Nass salió de entre las sombras de los árboles. Tenía la frente bañada de sudor.
—Que tengas un viaje seguro, amigo —susurró.