—Kahlan —preguntó Richard—, cuando estábamos con la gente barro y ese hombre dijo que Rahl había llegado montado en un demonio rojo, ¿sabes a qué se refería?
Tras abandonar a la gente barro, caminaron durante tres días por la llanura acompañados por Savidlin y sus cazadores. Al despedirse le habían prometido que removerían cielo y tierra en busca de Siddin. El hombre barro los había mirado con ojos tristes. La siguiente semana se la pasaron ascendiendo por las montañas Rang’Shada, la vasta cresta rocosa que, tal como Kahlan le había explicado, ocupaba el nordeste de la Tierra Central y cuyo corazón albergaba las Fuentes del Agaden. Era éste un lugar rodeado por picos recortados que formaban algo así como una corona de espinas destinada a mantener alejado a todo el mundo.
—¿No lo sabes? —contestó ella, algo sorprendida.
Al ver que el joven negaba con la cabeza, Kahlan se dejó caer sobre un montículo de rocas para descansar. Richard se desprendió de la pesada mochila con un gruñido, se desplomó en el suelo y apoyó la espalda contra una peña. Acto seguido se tumbó y colocó los brazos sobre la peña para desentumecerlos. Sin el barro negro y blanco que le embadurnaba el rostro, veía a Kahlan distinta. Durante aquellos tres días se había llegado a acostumbrar a verla con ese aspecto.
—¿A qué se refería? —insistió.
—Hablaba de un dragón.
—¡Un dragón! ¿Hay dragones en la Tierra Central? Nunca creí que fuesen criaturas reales.
—Pues lo son. Pensé que ya lo sabías —dijo ella, mirándolo con el ceño fruncido. Richard sacudió la cabeza una sola vez—. Bueno, supongo que es normal, pues en la Tierra Occidental la magia no existe y los dragones son seres mágicos. Creo que es así como vuelan, con la ayuda de la magia.
—Yo pensaba que los dragones eran sólo una leyenda, cuentos de viejas. —Richard lanzó un guijarro y miró cómo rebotaba contra una peña.
—Quizá sean cuentos que se cuentan al amor de la lumbre, pero se basan en recuerdos. En cualquier caso, los dragones son muy reales. —Kahlan se levantó el pelo de la nuca con los pulgares para refrescarse un poco, a la vez que cerraba los ojos—. Hay diferentes tipos de dragones: grises, verdes, rojos, y otros menos comunes. Los grises son los más pequeños y bastante tímidos. Los mayores y más inteligentes son los rojos. En la Tierra Central algunas personas tienen un dragón gris como mascota y para la caza, pero nadie tiene dragones verdes; son bastante tontos, tienen muy mal genio y pueden ser peligrosos. —La mujer abrió un poco los ojos y ladeó la cabeza para mirar a Richard con las cejas arqueadas—. Los rojos son un tema aparte; son capaces de freírte y comerte en un abrir y cerrar de ojos. Y, además, son muy listos.
—¡Comen personas! —Richard se presionó los ojos con el borde de las palmas de las manos y lanzó un gruñido.
—Sólo si tienen mucha hambre o están enfadados. No les servimos para saciar su enorme apetito. —Cuando Richard apartó las manos de los ojos y los abrió, se encontró con los ojos verdes de la mujer, que lo miraban—. Lo que no entiendo es qué está haciendo Rahl con un rojo.
Richard recordó la figura roja en el cielo que sobrevolaba el bosque Alto Ven, justo antes de ver por primera vez a Kahlan. Entonces, arrojó otro guijarro contra la peña.
—Supongo que así es como consiguen salvar distancias tan grandes —aventuró.
—No —comentó Kahlan—, lo que quiero decir es que no entiendo por qué un dragón rojo se somete a él. Los rojos son ferozmente independientes, no toman partido en los asuntos de los humanos. De hecho, les importan un ardite. Prefieren morir antes que someterse, y créeme que no mueren sin luchar con todas sus fuerzas. Como ya he dicho, son criaturas mágicas, e incluso Rahl el Oscuro las pasaría moradas para vencer a una de ellas. Aunque su magia amenazara con matar a los dragones rojos, a ellos no les importaría; preferirían morir antes que ser dominados. Lucharían hasta matar o morir. —Kahlan se inclinó ligeramente hacia Richard y bajó la voz para añadir—: Me cuesta imaginarme a Rahl volando a lomos de un dragón rojo. Nadie puede dominarlos.
La mujer observó al joven un instante, tras lo cual se enderezó y empezó a arrancar el liquen que crecía sobre una roca.
—¿Representan los dragones rojos una amenaza para nosotros? —Richard se sintió estúpido por preguntar si un dragón era peligroso.
—No es probable. He visto a rojos de cerca muy pocas veces. En una ocasión, yo caminaba tranquilamente por un sendero cuando uno descendió en picado sobre un campo colindante y atrapó dos vacas. Se las llevó a las dos, una en cada garra. Si nos encontráramos con uno, y estuviera de malas pulgas, nos veríamos en un brete. Pero no es probable que suceda.
—Ya nos hemos encontrado con uno —le recordó Richard con voz serena— y nos causó muchos problemas.
Kahlan no respondió. Por su expresión, era obvio que ese recuerdo le dolía tanto como a él.
—¡Por fin os encuentro! —gritó una voz desconocida.
Ambos dieron un brinco. Richard se levantó de un salto con la mano en el pomo de la espada, mientras Kahlan se ponía en cuclillas, lista para entrar en acción.
—Sentaos, sentaos. —El anciano intentó apaciguarlos con ambas manos, mientras andaba hacia ellos por la trocha—. No pretendía asustaros. —La barba blanca del hombre se movió al reír—. Sólo soy el Viejo John. Os andaba buscando. Sentaos, sentaos.
El hombre reía, y su barriga, grande y redonda, se agitaba bajo la túnica marrón oscuro que llevaba. Tenía el pelo blanco, con una pulcra raya que lo dividía por la mitad, cejas largas y curvas, así como unos párpados caídos que ensombrecían sus ojos castaños. Su rostro, jovial y redondo, se arrugó al sonreír ampliamente mientras esperaba. Kahlan volvió a sentarse con cautela. Richard se sentó sobre la roca contra la que se había apoyado, aunque presto para levantarse, y sin apartar la mano de la empuñadura de la espada.
—¿Cómo es que nos buscabas? —inquirió el joven en un tono algo hosco.
—Me envía mi viejo amigo el mago.
Richard volvió a ponerse de pie de un salto.
—¡Zedd! —exclamó—. ¿Te envía Zedd?
El Viejo John se aguantó el estómago mientras reía.
—¿A cuántos magos conoces? Pues claro que ha sido Zedd. —El anciano se tironeó la barba a la vez que escudriñaba a la pareja con un solo ojo—. Él tenía que ocuparse de un asunto muy importante, pero os necesita; necesita que os reunáis con él enseguida. Así pues, me pidió a mí que os buscara y, como yo no tenía nada mejor que hacer, accedí. Zedd me dijo dónde os encontraría y parece que tenía razón, como siempre.
—¿Cómo está? —preguntó un Richard risueño—. ¿Dónde está, y para qué nos necesita?
El Viejo John se tiró esta vez con más fuerza de la barba, a la vez que asentía con la cabeza y sonreía.
—Ya me lo dijo. Me advirtió que me harías un montón de preguntas. Zedd está bien. La verdad es que no sé para qué os necesita. Cuando el viejo Zedd está inquieto, uno no pregunta; se limita a hacer lo que le pide. Esto es lo que hice yo. Y aquí estoy.
—¿Dónde está Zedd? ¿Muy lejos? —Richard se sentía impaciente ante la perspectiva de volver a ver al mago.
El Viejo John se rascó la cabeza y se inclinó un poco hacia adelante para contestar:
—Depende. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí plantado haciéndome preguntas?
Richard sonrió; luego recogió la mochila, todo cansancio olvidado. Kahlan le dirigió una de sus especiales sonrisas con los labios apretados, mientras ambos echaban a andar por el pedregoso camino en pos del Viejo John. Richard, en retaguardia, no cesaba de escudriñar el bosque que los rodeaba. Kahlan le había dicho que ya no estaban lejos de la guarida de la bruja.
Ansiaba ver de nuevo a Zedd. Hasta entonces no se había dado cuenta de la tensión que le había supuesto desconocer la suerte que hubiera podido correr su viejo amigo. Sabía que Adie haría todo lo que estuviera en su mano por Zedd, pero no le había prometido nada. El joven esperaba que Chase también se hubiera recuperado. Richard se sentía eufórico ante la idea de volver a ver a Zedd. Tenía tanto que decirle… tanto que preguntarle… La cabeza no dejaba de darle vueltas.
—Así pues, ¿se encuentra bien? —le gritó al Viejo John—. ¿Se ha recuperado? Espero que no haya perdido peso. Zedd no se puede permitir perder ni un gramo.
—No —rió el Viejo John sin volverse y sin parar la marcha—. Tiene el mismo aspecto de siempre.
—Bueno, espero que no haya acabado con todas tus provisiones.
—No te preocupes, hijo. ¿Cuánto podría comer un viejo mago flacucho?
Richard sonrió para sus adentros. Tal vez Zedd ya estuviera bien, pero no podía haberse recuperado del todo, o al Viejo John ya no le quedaría ni una migaja.
Durante las dos horas siguientes Richard y Kahlan siguieron caminando, esforzándose por seguir el ritmo que imprimía el Viejo John. El bosque se fue haciendo más espeso y oscuro, los árboles eran ahora más grandes y crecían más cerca unos de otros. El sendero era muy pedregoso, por lo que no resultaba fácil avanzar por él, especialmente a un paso tan vivo. En la penumbra del bosque se oían extraños chillidos de aves. Al llegar a una bifurcación, el Viejo John tomó el desvío de la derecha sin ni siquiera detenerse. Kahlan lo siguió, pero Richard se detuvo. Tenía un presentimiento. En lo más profundo de su mente sabía que algo no iba bien, pero no sabía qué. Era algo relacionado con Zedd. Al oír que el joven se detenía, Kahlan se volvió y caminó hacia él.
—¿Por dónde se va a la guarida de la bruja? —preguntó Richard.
—Por la izquierda —contestó ella. En su voz se notaba un matiz de alivio porque el anciano había ido a la derecha. Kahlan metió un pulgar por debajo del gancho de la correa de la mochila, a la altura del pecho, y con el mentón señaló varias rocas muy escarpadas que apenas se divisaban entre las ramas superiores de los árboles—. Ésos son algunos de los picos que rodean las Fuentes del Agaden. —Las cimas, cubiertas de nieve, relucían en el enrarecido aire de aquellas alturas. Richard nunca había visto unas montañas de tan inhóspito aspecto. Eran realmente como una corona de espinas.
Richard echó un vistazo al sendero de la izquierda. Parecía muy poco transitado y el espeso bosque se lo tragaba enseguida. El Viejo John se detuvo y se volvió hacia ellos, con las manos en jarras.
—¿Venís o qué?
El joven miró de nuevo el sendero de la izquierda. Tenían que conseguir la última caja antes que Rahl. Por mucho que Zedd los necesitara, su principal deber era descubrir el paradero de la última caja.
—¿Crees que Zedd podría esperar un poco?
El Viejo John se encogió de hombros y acto seguido se tiró de la barba.
—No lo sé —respondió—, pero no me hubiera enviado a buscaros si no fuera importante. Tú decides, hijo.
Richard deseó no tener que tomar aquella decisión, deseó saber si Zedd podía esperar y qué quería. «Deja de desear y empieza a pensar», se dijo a sí mismo. Miró con ceño al anciano y le preguntó:
—¿A qué distancia está?
El Viejo John alzó la vista hacia el sol de la tarde, que brillaba entre las ramas de los árboles, mientras se daba tirones a la barba.
—Si seguimos caminando hasta después de que caiga la noche y reemprendemos la marcha al amanecer, llegaremos mañana al mediodía. —Dicho esto miró a Richard, esperando una respuesta.
Kahlan no dijo nada, pero el joven sabía qué estaba pensando. Para ella, cuanto más lejos estuvieran de Shota, mejor. Además, aunque primero fueran a reunirse con Zedd, siempre podían regresar si era preciso. Y tal vez Zedd supiera dónde estaba la caja, tal vez la había encontrado ya, y ellos dos no tendrían que ascender a las Fuentes del Agaden. Era más razonable reunirse con Zedd. Eso es lo que Kahlan diría.
—Tienes razón —le dijo.
—Yo no he dicho nada —contestó la mujer, confusa.
—He oído tus pensamientos —respondió él con una ancha sonrisa—. Tienes razón. Iremos con el Viejo John.
—No tenía ni idea de que pensaba en voz alta —murmuró Kahlan.
—Si no nos detenemos —gritó Richard al anciano— podríamos llegar antes del amanecer.
—Yo estoy viejo —protestó el Viejo John y lanzó un suspiro—, pero sé lo impaciente que estás. Y también que Zedd os necesita con urgencia. Debí haber escuchado a Zedd cuando me previno contra ti —añadió, agitando un dedo en la dirección del joven.
Richard lanzó una breve risa mientras indicaba a Kahlan que caminara delante de él. La mujer avanzó rápidamente para ponerse a la altura del anciano, el cual ya se había puesto en marcha. El joven contempló con aire ausente cómo caminaba Kahlan. Ésta se apartó una telaraña de la cara y escupió parte de la que le había entrado en la boca. No podía desprenderse de la sensación de que algo iba mal. Ojalá descubriera qué era. Richard reflexionó durante un minuto, pero solamente podía pensar en Zedd, en las ganas que tenía de volver a verlo y hablar con él. El joven decidió hacer caso omiso de la sensación de que le estaban observando.
—Sobre todo echo de menos a mi hermano —dijo la niña a la muñeca—. Dicen que murió —le confesó en voz baja, apartando la mirada.
Rachel se había pasado casi todo el día contándole a la muñeca sus cuitas, todas las que se le ocurrían. Cuando se echó a llorar, la muñeca le dijo que la quería, y la niña se sintió mejor. A veces, también la hacía reír.
Rachel añadió otra ramita al fuego. Era tan agradable estar caliente y tener luz… Sin embargo, mantenía el fuego bajo, tal como Giller la había aconsejado. Gracias al fuego, no tenía tanto miedo en el bosque, especialmente por la noche. Pronto anochecería. A veces, en la oscuridad del bosque se oían ruidos que la asustaban y la hacían llorar. Pero era mejor estar sola en medio del bosque que estar encerrada en la caja.
—Eso era cuando vivía en ese otro lugar del que te he hablado, antes de que la reina viniera y me escogiera. Me gustaba mucho más vivir con los otros niños que con la princesa. Eran amables conmigo. —La niña miró a la muñeca para comprobar si estaba escuchando—. Había un hombre, Brophy que venía de vez en cuando. La gente decía cosas malas de él, pero con nosotros, los niños, era muy bueno. Era amable como Giller. También él me dio una muñeca, pero la reina no dejó que la llevara conmigo cuando fui a vivir al castillo. A mí no me importó, estaba muy triste porque había muerto mi hermano. Oí que algunas personas decían que había sido asesinado. Sé que eso quiere decir que alguien lo mató. ¿Por qué la gente mata a los niños?
La muñeca se limitó a sonreír. Rachel le devolvió la sonrisa.
La niña pensó en el niño nuevo, al que había visto que la reina encerraba. Pese a que hablaba raro y también tenía un aspecto extraño, su presencia le recordaba a su hermano. Eso era porque parecía estar muy asustado. Su hermano también solía asustarse. Rachel se daba cuenta de que estaba asustado porque no podía estarse quieto. La niña sentía lástima por el nuevo niño; ojalá ella fuera importante y pudiera ayudarlo.
La niña acercó las manos al fuego para calentarse un poco, tras lo cual se llevó una al bolsillo. Tenía hambre. No había podido encontrar otra cosa para comer que unas bayas. Ofreció una de las grandes a la muñeca, pero ésta no parecía tener hambre, por lo que se la comió ella. Después hizo lo mismo con todas las demás. Cuando se las acabó todavía tenía hambre, pero no quería salir afuera a buscar más. El lugar donde crecían estaba lejos y empezaba a oscurecer. No quería que la noche la sorprendiera en medio del bosque. Se quedaría dentro del pino, con su muñeca, junto al fuego y la luz.
—Tal vez la reina será más amable cuando firme la alianza, sea lo que sea eso. Sólo sabe hablar de cuánto desea la alianza. Quizás entonces será más feliz y no ordenará cortar más cabezas. La princesa me obliga a acompañarla, ¿sabes?, pero a mí no me gusta mirar y cierro los ojos. Ahora también la princesa Violeta ordena cortar cabezas. Cada día que pasa se vuelve más mala. Tengo miedo de que un día me corte a mí la cabeza. Ojalá pudiera escapar —confesó mirando a la muñeca—. Ojalá pudiera marcharme y no volver nunca más. Y te llevaría conmigo.
La muñeca sonrió.
—Te quiero, Rachel —dijo.
La niña cogió a la muñeca, la abrazó con fuerza y luego le dio un beso en la cabeza.
—Pero si me escapo, la princesa Violeta mandará a los soldados que me persigan y a ti te tirará al fuego. No quiero que te tire al fuego. Te quiero.
—Te quiero, Rachel.
La niña se abrazó a la muñeca y luego se introdujo bajo el heno, con la muñeca a su lado. Al día siguiente tenía que regresar, y la princesa volvería a ser mala con ella. No podría llevar consigo a la muñeca, o acabaría en las llamas.
—Eres la mejor amiga que he tenido nunca. Y Giller también.
—Te quiero, Rachel.
La niña empezó a preocuparse por lo que podría pasarle a la muñeca cuando se quedara sola en el pino. Seguramente se sentiría muy sola. ¿Y si la princesa no la echaba fuera del castillo nunca más? ¿Y si averiguaba que Rachel quería que la echara? ¿Y si decidía que se quedara siempre dentro para castigarla?
—¿Qué debo hacer? —preguntó a la muñeca, mientras contemplaba la luz de las llamas, que parpadeaba en el interior del árbol.
—Ayuda a Giller —contestó la muñeca.
Rachel rodó sobre un codo y miró la muñeca.
—¿Que ayude a Giller?
—Sí. Ayuda a Giller —repitió la muñeca.
Los rayos del sol poniente se reflejaban en la capa de hojas, iluminando y dando lustre al camino que discurría entre oscuras masas de árboles. Richard oía el ruido de las botas de Kahlan al pisar las rocas ocultas bajo la colorida alfombra. En el aire flotaba un leve tufo de corrupción; el de las hojas caídas que empezaban a pudrirse en los lugares umbríos, así como el de las ramas que el viento había arrastrado entre las rocas.
Aunque empezaba a refrescar, ni Richard ni Kahlan llevaban capas, pues estaban acalorados por el esfuerzo que debían realizar para mantener el ritmo del Viejo John. Richard trataba de pensar en Zedd, pero el hilo de sus pensamientos se interrumpía cada vez que debía acelerar para mantener el paso. Al darse cuenta de que se estaba quedando sin resuello, apartó todo pensamiento de Zedd fuera de su cabeza. Pero había un pensamiento que no lo abandonaba: la intuición de que algo iba mal.
Finalmente, permitió que la semilla del recelo echara raíces. ¿Cómo era posible que un anciano caminara a ese ritmo y pareciera fresco y relajado? Richard se llevó una mano a la frente y se preguntó si acaso estaría enfermo o tendría fiebre. Pero no estaba caliente. Tal vez no se sentía bien; tal vez le pasaba algo. Llevaban muchos días de gran esfuerzo, pero nada como lo de ahora. No, a él no le pasaba nada; simplemente estaba agotado.
Durante un rato contempló a Kahlan, que caminaba delante de él. A ella también le estaba costando mucho mantener el ritmo. La mujer tuvo que retirar otra telaraña que se le había adherido al rostro y después trotar para alcanzar al anciano. El joven se dio cuenta de que, al igual que él, Kahlan jadeaba. Por alguna razón el recelo que sentía se iba convirtiendo en un mal presentimiento.
De pronto le pareció ver algo a su izquierda, en el bosque, que los seguía. «Seguramente es un animal pequeño», se dijo. Pero parecía más bien algo con los brazos muy largos, que corría rozando el suelo. Un momento después había desaparecido. Richard notó que tenía la boca seca e intentó convencerse de que era sólo producto de su imaginación.
Su atención volvió a centrarse en el Viejo John. En algunos trechos, el sendero era bastante ancho, pero en otros era estrecho y las ramas de los árboles casi lo invadían. Tanto Kahlan como él pasaban rozando las ramas, o tenían que apartarlas, pero el anciano permanecía siempre en el centro del sendero, evitaba todas las ramas y se arropaba en la capa.
El joven se fijó en una telaraña que cruzaba el sendero de un lado al otro y cuyos hilos parecían de oro a la luz del ocaso. Kahlan la rompió con un muslo cuando la atravesó.
Instantáneamente, el sudor se le heló en el rostro. ¿Cómo era posible que el Viejo John no hubiera roto la telaraña?
Richard alzó la vista y vio una rama cuya punta invadía el camino. El anciano no pudo esquivar su punta. Ésta atravesó el brazo del anciano como si fuera de humo.
Con la respiración entrecortada, miró las huellas que Kahlan había dejado en una zona de suelo blando. No había ninguna huella del Viejo John.
Sin perder tiempo, agarró a Kahlan por la blusa y tiró de ella hacia atrás. La mujer gritó de sorpresa. El joven la empujó detrás de él, a la vez que con la mano derecha desenvainaba la espada.
Al oír el sonido metálico, el Viejo John se paró y empezó a darse la vuelta.
—¿Qué pasa, hijo? ¿Has visto algo? —La voz del anciano parecía el silbido de una serpiente.
—Exactamente. —Asiendo la espada con ambas manos, Richard adoptó una postura defensiva. Respiraba entrecortadamente y sentía cómo la cólera ahogaba el miedo—. ¿Cómo es que atraviesas las telarañas sin romperlas y no dejas huellas en el suelo?
El Viejo John le dirigió una leve y astuta sonrisa mientras lo evaluaba con un solo ojo.
—¿No esperabas que el viejo amigo de un mago poseyera habilidades especiales?
—Es posible —repuso Richard. Sus ojos se movían velozmente de izquierda a derecha, vigilando—. Pero dime algo, Viejo John, ¿cómo se llama ese viejo amigo?
—Zedd, claro está. —El anciano enarcó las cejas—. ¿Cómo podría saberlo si no fuese un viejo amigo mío? —La capa cubría el cuerpo del hombre y la cabeza se le había hundido entre los hombros.
—Fui yo quien, estúpidamente, te dije que se llamaba Zedd. ¿Puedes decirme cómo se apellida?
El Viejo John lo miró de forma inquietante; sus ojos se movían lentamente, evaluándolo, tomándole la medida. Eran ojos animales.
Con un súbito rugido, que hizo estremecerse a Richard, el anciano se volvió, y su capa se abrió. En el tiempo que le llevó completar el giro, el Viejo John había doblado su tamaño.
Una pesadilla imposible cobró vida: lo que antes era un anciano ahora era una criatura peluda con garras y colmillos. Un monstruo que gruñía, presto al ataque.
Richard ahogó un grito cuando alzó la vista y se encontró con las fauces abiertas de la bestia. Ésta rugió y, súbitamente, dio un paso de gigante hacia adelante. Richard retrocedió tres. El joven aferraba con tanta fuerza la espada que le dolía. Los estridentes gritos de la bestia —profundos, salvajes y crueles— resonaron en el bosque. Cada vez que rugía abría desmesuradamente la boca. La bestia se cernía sobre Richard, con sus ojos hundidos, que brillaban, y sus enormes colmillos, que chascaban al cerrarse. Richard retrocedió a toda prisa, refugiándose tras la espada. Cuando echó un rápido vistazo hacia atrás no vio a Kahlan.
De repente, el animal fue contra él sin darle la oportunidad de blandir la espada. El joven tropezó con una raíz y cayó al suelo de espaldas. Apenas podía respirar. Instintivamente, alzó la espada cuando la bestia se abalanzó sobre él.
Unos colmillos afilados y húmedos pasaron por encima del acero e intentaron hundirse en su rostro. El joven levantó la espada, pero la bestia consiguió esquivarla. Unos furiosos ojos rojos contemplaban fijamente la Espada de la Verdad. La monstruosa bestia reculó y miró hacia su derecha, en dirección al bosque, con las orejas hacia atrás y gruñéndole a algo.
Entonces cogió una piedra del doble de tamaño que la cabeza de Richard, elevó su chato hocico, inhaló profundamente y, con un rugido, aplastó la piedra entre sus garras. Sus poderosos músculos se tensaron. La piedra se partió con un fuerte crujido que reverberó por el bosque. El aire se llenó de polvo y de esquirlas de piedra. La bestia miró alrededor, se volvió y desapareció rauda entre los árboles.
Richard se quedó tumbado de espaldas, jadeando y escudriñando el bosque con los ojos bien abiertos, esperando a que la bestia volviera a aparecer. Entonces llamó a Kahlan a gritos, pero la mujer no respondió.
Antes de que pudiera ponerse en pie, algo ceniciento, con unos brazos muy largos, saltó encima de él y volvió a lanzarlo al suelo. Era algo que gritaba de rabia. Unas manos nudosas y muy fuertes agarraron las suyas para tratar de arrebatarle la espada. Uno de esos largos brazos le propinó un golpe de revés en plena mandíbula que casi lo dejó sin sentido. Al gruñir, la cosa retrajo unos labios blancos y exangües, mostrando unos dientes muy afilados. Unos ojos amarillentos que querían salirse de las órbitas le lanzaban fugaces miradas. El ser luchaba con denuedo para patearle la cara. Richard aferraba la espada con todas sus fuerzas, tratando de desasirse de aquellos largos dedos que lo sujetaban.
—Mi espada —gruñó el ser—. Dame. Dame mi espada.
Enzarzados en una desesperada lucha, ambos rodaron por el suelo, diseminando en todas direcciones hojas y ramitas. Una de las poderosas manos de la criatura cogió a Richard por el pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo, tratando de que impactara contra una piedra. De repente, soltó un gruñido y nuevamente fue a agarrar la empuñadura de la espada. El asaltante logró que una de las sudorosas manos de Richard soltara el arma, y con la suya cubrió la otra mano, con la que el joven aferraba el acero. Los agudos chillidos de la criatura truncaban la tranquilidad del bosque. Unos nervudos dedos empezaron a arañar la mano izquierda del Buscador y unas afiladas uñas se hundieron en la carne del joven.
Richard sabía que estaba perdiendo. Pese a su pequeño tamaño, aquella criatura enjuta y nervuda era más fuerte que él. Tenía que hacer algo o le arrebataría la espada.
—Dame —exigió la criatura hablando entre dientes. Súbitamente, volvió su pálida faz hacia el joven y trató de morderle en la cara. Los huecos entre los dientes estaban llenos de restos grises y esponjosos, y su aliento hedía a descomposición. En su cérea calva destacaban unas manchas oscuras.
Cuando volvieron a rodar por el suelo, Richard se llevó una mano al cinto y, desesperado, desenvainó un cuchillo. Un momento después amenazaba a la criatura con la hoja entre los pliegues del cuello.
—¡Por favor! —aulló la criatura—. ¡No matar! ¡No matar!
—¡Entonces suelta la espada! ¡Vamos!
La criatura la soltó lentamente, de mala gana. Richard estaba tumbado de espaldas con la hedionda criatura sobre su pecho, inmóvil contra su cuerpo.
—Por favor, no matarme —repitió con un quejido.
Richard se quitó de encima a la asquerosa criatura, a la que tumbó de espaldas. Acto seguido la amenazó, apretando la punta de la espada contra su pecho. Los ojos amarillentos del ser se abrieron desmesuradamente.
La cólera de la espada, que durante toda la pelea parecía confusa y perdida, regresó a él en una oleada.
—A la más mínima sospecha, te clavaré la espada —le espetó Richard—. ¿Entendido? —La criatura asintió con vehemencia. Richard se inclinó hacia ella y preguntó—: ¿Adónde ha ido tu amigo?
—¿Amigo?
—¡Esa bestia enorme que trató de matarme antes que tú!
—El calthrop no amigo —gimoteó la criatura—. Tú hombre con suerte. Calthrop mata de noche. Esperaba la noche. Para matarte. Tiene poder durante la noche. Tú hombre de suerte.
—¡No te creo! Estáis compinchados.
—No. —La criatura se estremeció—. Yo sólo seguía. Hasta que él matarte.
—¿Por qué?
Los ojos saltones de la cosa se posaron en la Espada de la Verdad.
—Mi espada. Dame. Por favor.
—¡No!
Richard miró alrededor en busca de Kahlan. A poca distancia de él, a su espalda, vio la mochila de la mujer tirada en el suelo, pero ni rastro de ella. De pronto, la zozobra lo dejó helado y sus ojos recorrieron la zona apresuradamente. Sabía que el calthrop no la había capturado, pues había visto cómo desaparecía en el bosque solo. Sin apartar la punta de la espada de la criatura tumbada en el suelo, el joven gritó el nombre de la mujer, con la esperanza de que ella le devolviera sus desesperadas llamadas. Pero no obtuvo respuesta.
—Ama tiene a la hermosa señora.
La mirada de Richard se posó bruscamente en aquellos ojos amarillentos.
—¿De qué estás hablando?
—El ama. Ella se ha llevado a la hermosa señora. —Richard apretó la espada contra su cuello para indicarle que quería saber más—. Os seguíamos. Mirábamos cómo el calthrop jugaba con vosotros. Queríamos ver qué pasaba. —Los saltones ojos amarillos se posaron de nuevo en la espada.
—Querías robarme la espada. —Richard lo fulminó con la mirada.
—¡No robar! ¡Mía! ¡Dame! —Las largas manos de la criatura se dirigieron otra vez hacia la espada, hasta que Richard apretó un poco más. El ser quedó paralizado.
—¿Quién es tu ama?
—¡Ama! —La criatura temblaba, suplicando que su ama fuera a rescatarlo—. Ama es Shota.
Richard echó ligeramente la cabeza hacia atrás.
—¿Tu ama es la bruja Shota?
La criatura asintió vigorosamente.
—¿Por qué se ha llevado a la hermosa señora? —quiso saber el joven, aferrando con más fuerza la empuñadura del arma.
—No sé. Quizá para jugar con ella. Quizá para matarla. Quizá para cogerte a ti —añadió, levantando la mirada hacia Richard.
—Date media vuelta —le ordenó el joven. La criatura se estremeció—. ¡Obedece o te atravieso con la espada!
La criatura obedeció al punto, temblando como una hoja. Richard apoyó una bota encima de la parte baja de su espalda, debajo de las angulosas protuberancias de la columna. Entonces rebuscó en su bolsa, de la que sacó una cuerda. A continuación hizo un lazo con ella y la anudó alrededor del cuello de la criatura.
—¿Tienes un nombre?
—Compañero. Soy compañero de ama. Samuel.
Richard tiró de él para levantarlo. En la piel grisácea del pecho se le habían quedado adheridas unas hojas.
—Bueno, Samuel, vamos a buscar a tu ama. Tú me guiarás. Si haces un solo movimiento en falso, te rompo el cuello con esta cuerda. ¿Entendido?
Samuel se apresuró a asentir con la cabeza y, luego, echando una mirada de soslayo a la cuerda, asintió más lentamente.
—Fuentes del Agaden. Compañero te lleva. ¿Tú matarme?
—Si me guías hasta allí, hasta tu ama y la hermosa señora, no. No te mataré.
Richard tensó la cuerda para hacer saber a su prisionero quién mandaba, y se guardó la espada.
—Toma, tú llevarás la mochila de la hermosa señora.
Samuel arrebató la mochila de manos de Richard, exclamando: «¡Mía! ¡Dame!». Inmediatamente se puso a hurgar dentro con sus manazas.
Richard dio un tirón seco a la cuerda.
—Eso no te pertenece. ¡Fuera las manos de la mochila!
Unos ojos amarillos saltones llenos de odio lo miraron.
—Cuando ama te mate, Samuel te comerá.
—Eso si no te como yo antes —se mofó Richard—. Tengo bastante hambre. Tal vez tomaré uno o dos filetes de Samuel por el camino.
La mirada de odio se tornó en una amarilla mirada de terror.
—¡No, por favor! ¡No matar! Samuel te guiará hasta ama y hermosa señora. Prometo. —La criatura se echó la mochila a la espalda y dio unos pocos pasos, hasta que la cuerda se tensó—. Sigue a Samuel. Deprisa —apremió al joven, empeñado en demostrarle lo útil que le sería vivo—. No cocinar a Samuel, por favor —masculló una y otra vez, mientras avanzaba por la senda.
Richard no tenía ninguna idea de qué tipo de criatura podía ser Samuel. Había algo familiar en él, algo perturbador. No era muy alto, pero sí de complexión robusta. La mandíbula aún le dolía por el revés que le había propinado Samuel, y la cabeza y el cuello le palpitaban por haber sido golpeados contra el suelo.
Samuel tenía unos brazos extremadamente largos, que casi le llegaban al suelo y caminaba con un extraño contoneo, sin dejar de mascullar que no quería acabar en la cazuela. Su única ropa eran unos pantalones cortos de color oscuro, que se sujetaba con tirantes. Tenía una barriga redonda y repleta de algo que Richard prefería no imaginarse. No le quedaba ni un solo pelo en el cuerpo y la palidez de su piel sugería que no le había dado el sol en años. De vez en cuando, Samuel recogía una ramita o una piedra y exclamaba: «¡Mía! ¡Dame», sin dirigirse a nadie en particular. Pero enseguida perdía todo el interés y las soltaba.
Vigilando atentamente tanto el bosque como a Samuel, Richard siguió a Compañero, incitándolo a que fuera más rápido. Temía por Kahlan y estaba furioso consigo mismo. El Viejo John, o el calthrop, fuera lo que fuese, lo había engañado como a un niño de pecho. No podía creer lo estúpido que había sido. Se había tragado aquella historia porque deseaba creer, deseaba con todas sus fuerzas volver a ver a Zedd. Era precisamente lo que siempre había dicho a los demás que debían evitar. Y, encima, había proporcionado al monstruo la información que éste le había repetido como prueba de que no mentía. Richard se sentía furioso consigo mismo por haber cometido tamaña estupidez. Y también se sentía avergonzado.
La gente cree lo que quiere creer, había dicho a Kahlan, pero él había caído en el mismo error y ahora la bruja la tenía a ella. Por su estupidez Richard había bajado la guardia y había ocurrido lo que Kahlan más temía. Parecía que cada vez que él bajaba la guardia, Kahlan pagaba las consecuencias. Richard se juró a sí mismo que si la bruja hacía algún daño a Kahlan, él le demostraría de qué era capaz la cólera de un Buscador.
Una vez más se increpó a sí mismo. Estaba dejando volar su imaginación. Si Shota hubiera querido matar a Kahlan, lo habría hecho allí mismo. No se la habría llevado a las Fuentes del Agaden. Pero ¿por qué se la llevaba a su cubil? La única explicación era que, como decía Samuel, quisiera jugar con ella. Richard trató de apartar ese pensamiento de su mente. Seguramente lo quería a él y no a Kahlan. Probablemente por eso el calthrop había huido tan súbitamente; porque la bruja lo había ahuyentado.
Al llegar a la bifurcación por la que habían pasado antes, Samuel tomó inmediatamente la senda de la izquierda. Aunque ya anochecía, Compañero no aflojó el paso. La trocha se hizo muy empinada. Muy pronto dejaron atrás los árboles para seguir una vereda abierta en terreno rocoso que trepaba sin tregua hacia los picos recortados, cubiertos de nieve.
En la nieve, iluminada por la luna, Richard distinguió dos series de huellas, una de las cuales pertenecía a Kahlan. «Una buena señal —pensó—. Esto significa que aún sigue viva». Al parecer, Shota no pretendía matarla, al menos, no enseguida.
Richard y Samuel avanzaban penosamente por las laderas de aquellas montañas nevadas, por una senda cubierta por los últimos flecos de una nieve húmeda y pesada. Richard se dio cuenta de que, sin Compañero que lo guiara, le hubiera costado varios días llegar a los picos. El viento gélido, que soplaba entre los huecos que dejaban las peñas, los azotaba y arrastraba sus gélidos alientos. Samuel temblaba. Richard se puso la capa y después sacó la de Kahlan de la mochila que llevaba Samuel.
—Esta capa pertenece a la hermosa señora. Te la presto, de momento, para que te protejas del frío.
Samuel le arrebató la capa, a la vez que repetía su ya habitual cantinela: «¡Mía! ¡Dame!».
—Si es así como vas a comportarte, no dejaré que la lleves. —Richard tensó la cuerda y recuperó la capa.
—Por favor —suplicó Compañero—. Samuel frío. Por favor. ¿Puedo llevar capa de hermosa señora?
Richard se la volvió a dar. Esta vez Compañero la cogió lentamente y se cubrió los hombros con ella. A Richard se le ponía la piel de gallina cuando contemplaba a aquel pequeño ser. Cogió un pedazo de pan de tava y lo fue comiendo mientras caminaban. Samuel no dejaba de echarle vistazos por encima del hombro, para ver cómo Richard comía. Cuando éste ya no pudo soportarlo por más tiempo, le ofreció un trozo.
—¡Mío! ¡Dame! —exclamó Samuel, extendiendo sus manazas. Richard puso el pan fuera de su alcance, ante lo cual unos suplicantes ojos amarillos alzaron la vista hacia él a la luz de la luna—. Por favor. —Cautamente, Richard dejó el trozo de pan en las ávidas manos de Compañero.
Samuel iba parloteando mientras avanzaban con dificultad por la nieve. Se había comido el pan de un bocado. Richard sabía que, si le daba la oportunidad, le cortaría el pescuezo sin pensarlo dos veces. No parecía poseer ninguna virtud que pudiera redimirlo.
—Samuel, ¿por qué Shota te mantiene junto a ella?
Samuel le lanzó una mirada de desconcierto por encima del hombro, y repuso:
—Samuel Compañero.
—¿Y no se enfadará tu ama por llevarme hasta ella?
Samuel emitió una especie de gorgoteo, que Richard se tomó por risa.
—Ama no miedo del Buscador.
Se aproximaba el amanecer cuando, al llegar al borde de una pendiente que descendía hacia un oscuro bosque, Samuel señaló hacia abajo con uno de sus largos brazos.
—Fuentes del Agaden. Ama —anunció la criatura, lanzando una sonrisa burlona.
En el bosque reinaba un calor opresivo. Richard se quitó la capa y se la guardó en la bolsa, tras lo cual hizo lo propio con la de Kahlan. Samuel lo dejó hacer sin protestar. Parecía feliz y seguro de sí mismo por haber regresado a su casa. Richard fingió que era capaz de ver adónde se dirigían, pues no quería que Compañero supiera que apenas distinguía nada en la densa oscuridad del bosque. Cogido a la cuerda, se dejaba guiar como si estuviera ciego. Samuel brincaba por el bosque como si se encontraran bajo el sol de mediodía. Cada vez que volvía su calva cabeza hacia su captor, sus ojos amarillos refulgían como dos faroles.
A medida que la luz del alba fue bañando lentamente el bosque, Richard empezó a distinguir a su alrededor enormes árboles cubiertos por musgo, marjales de cenagosas aguas negras que emanaban vapores, así como ojos parpadeantes que lo acechaban en las sombras. En medio de la neblina y los vapores resonaban gritos apagados. Mientras avanzaba cuidadosamente por la maraña de raíces, Richard pensó que aquel lugar le recordaba el pantano Sierpe. Desde luego, en el aire flotaba el mismo olor de podredumbre.
—¿Falta mucho?
—No —repuso Samuel con una sonrisa burlona.
Richard tensó la cuerda.
—Recuerda, si algo va mal tú serás el primero en morir.
La sonrisa se esfumó de aquellos labios exangües.
De vez en cuando, Richard distinguía huellas en el barro; las mismas que descubriera en la nieve. Kahlan seguía caminando. Unas formas oscuras que se ocultaban en las sombras y la densa maleza los seguían, lanzando de vez en cuando gritos y aullidos. Muy inquieto, Richard se preguntó si serían más seres semejantes a Samuel. O algo peor. Algunas figuras los seguían desde las copas de los árboles, manteniéndose fuera de su vista. Pese a los esfuerzos que hacía para conservar la calma, no pudo evitar que un escalofrío le recorriera el espinazo.
Samuel se apartó del camino para no tropezar con raíces retorcidas de un árbol achaparrado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard, tirando de la cuerda para detener a Compañero.
—Mira —contestó Samuel con una amplia sonrisa. La criatura cogió una rama resistente, tan gruesa como su muñeca, y la arrojó por lo bajo hacia las raíces del árbol. Las raíces salieron disparadas y se enrollaron alrededor de la rama, a la que luego engulleron bajo la maraña. Richard oyó cómo crujía al romperse. Samuel se rió profiriendo gorgoteos.
A medida que el sol ascendía en el horizonte, los bosques de las Fuentes del Agaden parecían sumirse en la negrura. Por encima de sus cabezas se entrelazaban ramas muertas y, de vez en cuando, la neblina invadía el camino. A ratos, Richard ni siquiera lograba ver a Samuel al otro extremo de la húmeda cuerda. Pero no cesaba de oír extraños sonidos: arañazos, ruido de garras, silbidos, seres invisibles que lanzaban chasquidos. A veces, la neblina se arremolinaba y giraba sobre sí misma cuando diversas criaturas pasaban a todo correr a su lado, sin ser vistas.
Richard recordó la afirmación de Kahlan: podían darse por muertos. El joven trató de desterrar esa idea de su mente. Kahlan le había dicho que no conocía personalmente a la bruja, que todo lo que sabía de ella era de oídas. Pero lo que había oído contar la aterrorizaba. Quienes se acercaban a su cubil nunca regresaban. Ni siquiera un mago podía ir a las Fuentes del Agaden, había declarado Kahlan. No obstante, el suyo era un conocimiento de segunda mano, pues no había visto nunca a Shota. A lo mejor lo que se contaba sobre la bruja era exagerado. Aunque tal vez no, se dijo Richard mientras sus ojos escudriñaban el bosque amenazante e intimidador.
Allí delante, entre la maraña de árboles, se veía luz, sol y el sonido de un curso de agua. Cuanto más avanzaban, más luz había. Pronto llegaron a la linde del tenebroso bosque, donde la senda iba a morir. Samuel gorgoteó de alegría.
Al bajar la mirada Richard contempló un largo valle, verde, brillante y bañado por la luz del sol, rodeado por enormes picos recortados que se elevaban hacia lo alto. Entre los bosquecillos de robles, hayas y arces, que exhibían sus suntuosos colores otoñales, los campos de hierba dorada se mecían por efecto de la brisa. Situado en el borde del oscuro bosque, el joven se sentía como si se encontrara en plena noche y mirara al día. Junto a ellos, el agua caía en cascada de las rocas y desaparecía silenciosamente hasta llegar a los estanques y arroyos transparentes del valle, a los que se unía con un audible rugido. El vapor de agua los rodeaba y les humedecía el rostro.
—Ama —anunció Samuel, señalando al valle.
Richard asintió y lo apremió para que siguiera adelante. Samuel lo guió por un laberinto de maleza, densas arboledas y peñas cubiertas de helechos, hasta un lugar que Richard jamás hubiera encontrado solo: una senda oculta detrás de rocas y plantas trepadoras, al borde del precipicio, y que conducía al fondo del valle. Mientras descendían, desde la senda podía gozarse de hermosas vistas del valle. Suaves lomas salpicadas de las manchas verdes de los grupos de árboles, corrientes de agua que serpenteaban entre los campos y taludes, y un brillante cielo azul.
En el centro de aquel paisaje, situado en medio de una alfombra formada por grandiosos árboles, se levantaba un palacio de impresionante gracia y esplendor. Delicadas agujas buscaban el cielo, tenues puentes salvaban el abismo que mediaba entre las torres, y las escaleras caracoleaban en torno a las torretas. En todos los puntos elevados ondeaban al viento coloridos estandartes y banderines, emitiendo un quedo sonido. El magnífico palacio parecía alzarse jubiloso hacia el cielo.
Richard se quedó sin habla, con la boca abierta, incapaz de dar crédito a sus ojos. El joven amaba la ciudad del Corzo, donde había nacido, pero nada era comparable a lo que estaba contemplando. Era, simplemente, el lugar más bello que hubiera visto en toda su vida. Ni en sueños hubiera imaginado que existiera un lugar de tan exquisita belleza.
Captor y prisionero se pusieron de nuevo en marcha, descendiendo hacia el valle. En algunos tramos había escalones, miles de ellos, labrados en la roca, que descendían describiendo eses, atravesando la roca y girando hacia abajo. A veces volvían a subir en espiral sobre sí mismos. Samuel bajaba los escalones saltando, como si ya lo hubiera hecho centenares de veces. Era evidente que se sentía feliz por estar de nuevo en casa, cerca de la protección de su ama.
En el fondo la luz del sol bañaba un camino que atravesaba colinas salpicadas por árboles y cálidos campos de hierba. Samuel caminaba dando saltos a su extraño modo, sin cesar de gorgotear. De vez en cuando Richard tiraba de la cuerda para recordarle que seguía sosteniendo el otro extremo.
A medida que cruzaban el valle hacia el palacio, siguiendo durante un rato un arroyo de aguas cristalinas, los árboles fueron haciéndose más y más numerosos. Cada uno de ellos era un magnífico espécimen que protegía el camino o un campo del brillante sol. El camino ascendía suavemente. En la cumbre de una elevación, los árboles parecían reunirse para rodear y proteger un determinado lugar. Entre las ramas superiores Richard divisó las agujas del palacio.
Así se internaron en una tranquila, sombreada y envolvente catedral de árboles. Richard oía el suave murmullo del agua, que fluía entre musgosas rocas. Algunas serpentinas brumosas de luz solar lograban penetrar en la silenciosa y tranquila zona. En el aire flotaba el dulce aroma de la hierba y las hojas.
Samuel extendió el brazo para señalar. Richard miró adonde señalaba: el corazón del valle, resguardado por los árboles. Había una roca de cuyo centro borboteaba el agua de un manantial, que luego fluía por los costados de la roca para unirse a un arroyuelo salpicado de brillantes piedras verdes por el musgo. Una mujer ataviada con un largo vestido blanco y con el pelo castaño claro estaba sentada en el borde de la roca, de espaldas a ellos, con los dedos hundidos en el agua transparente. La escena aparecía iluminada por manchas de sol. Aunque estaba de espaldas, a Richard se le antojó vagamente familiar.
—Ama —anunció Samuel con ojos vidriosos. A continuación volvió a señalar, esta vez hacia un lado del camino, cerca de donde estaban—. Hermosa señora.
Richard vio a Kahlan, de pie y rígida. Había algo raro en ella; tenía algo encima, algo que se movía. Samuel volvió su cabeza calva y señaló la cuerda con uno de sus largos dedos grises. Entonces clavó en Richard un ojo amarillo.
—Buscador promete —dijo con un grave gruñido.
Richard desató la cuerda, quitó a Compañero la mochila de Kahlan que llevaba a la espalda y la dejó en el suelo. Samuel lanzó un resoplido, dejando al descubierto los dientes pero, de repente, corrió hacia las sombras y se sentó en cuclillas para observar.
El Buscador se acercó a Kahlan tragando saliva. Tenía un nudo en el estómago. Al ver, finalmente, lo que se movía sobre la mujer, dio un respingo.
Serpientes.
Kahlan estaba cubierta por multitud de ofidios que culebreaban sobre su cuerpo. Todos los que Richard reconoció eran venenosos. Enrolladas alrededor de las piernas se veían ejemplares grandes y gruesos, otra le apretaba la cintura, y otras más le envolvían los brazos, que le colgaban a los lados. Las más pequeñas se arrastraban por sus cabellos, abriendo túneles a través de su espesa melena, a la vez que sacaban y metían la lengua. Alrededor del cuello tenía más, y también le serpenteaban por el pecho, debajo de la blusa, asomando sus cabezas entre los botones. Richard pugnó por controlar la respiración mientras se acercaba. El corazón le latía desbocado. Por las mejillas de Kahlan corrían las lágrimas, y la mujer temblaba ligeramente.
—No te muevas —le dijo él en voz baja—. Te las quitaré de encima.
—¡No! —repuso Kahlan en un susurro. Sus ojos, en los que se leía el pánico, se encontraron con los de Richard—. Si las tocas, o si me muevo, me morderán.
—Tranquila —trató de apaciguarla Richard—. Te sacaré de esta situación.
—Richard —le suplicó Kahlan, hablando en susurros—, yo estoy perdida. Déjame, Vete de aquí. Corre.
Richard sentía como si una mano invisible le atenazara la garganta. En los ojos de la mujer leyó que ésta trataba de controlar el pánico. Para animarla, intentó parecer lo más calmado posible.
—No pienso dejarte —afirmó en un susurro.
—Por favor, Richard —musitó ella con voz ahogada—. Hazlo por mí; vete antes de que sea demasiado tarde.
Una delgada víbora venenosa de piel listada, que se aferraba al pelo de Kahlan con la cola, se dejó caer frente a su rostro y agitó su lengua roja hacia su presa. Kahlan cerró los ojos, y otra lágrima le corrió por la mejilla. La serpiente reptó por un lado de la cara, hacia el cuello de la blusa, y desapareció. La mujer gimió.
—Estoy perdida —repitió—. No puedes hacer nada por mí. Te lo suplico, Richard, sálvate. Corre. Corre mientras puedas.
Richard temía que Kahlan se moviera deliberadamente para que las serpientes la mordieran y así salvarlo a él, pues, una vez ella muerta, ya no tendría ninguna razón para quedarse. Debía convencerla de que eso no serviría para nada. El joven le lanzó una grave mirada.
—No. He venido aquí para averiguar dónde está la última caja. No pienso marcharme hasta descubrirlo. Estate quieta.
Kahlan abrió mucho los ojos por lo que la serpiente estaba haciendo en su camisa. Entonces se mordió el labio inferior y arrugó la frente. Richard se tragó el nudo que notaba en la garganta.
—Kahlan, resiste. Trata de pensar en otra cosa.
Lleno de rabia, se dirigió hacia la mujer que le daba la espalda, sentada en la roca. Algo en su interior le dijo que no desenvainara la espada, pero no podía ni quería contener la cólera que le inspiraba lo que le estaba haciendo a Kahlan. El joven apretaba con fuerza los dientes.
Al llegar junto a la mujer, ella se puso en pie y, suavemente, se volvió hacia él, a la vez que pronunciaba su nombre con una voz que Richard reconoció.
El corazón le dio un salto cuando vio el rostro de quien había hablado.