29

La princesa Violeta se volvió bruscamente y abofeteó a Rachel con saña. Rachel no había hecho nada malo, por supuesto; simplemente a la princesa le gustaba abofetearla cuando Rachel menos lo esperaba. La princesa lo encontraba divertido. Rachel no trató de disimular lo mucho que le había dolido, pues si lo hacía la princesa volvería a abofetearla. La niña se cubrió la zona dolorida con una mano, el labio inferior le temblaba y estaba a punto de llorar, pero no dijo nada.

Volviéndose hacia la brillante y pulida pared cubierta por pequeños cajones de madera, la princesa Violeta agarró un asa de oro con uno de sus regordetes dedos y abrió otro cajón, del que sacó un centelleante colgante de plata con grandes piedras azules incrustadas.

—Éste es bonito. Sostenme en alto el pelo.

La princesa se volvió hacia el alto espejo enmarcado en madera y se admiró mientras sus dedos manipulaban el cierre en la parte posterior de su gordo cuello y Rachel le sostenía su largo pelo castaño, de tono apagado, para que no se le enredase. A su vez Rachel se miró al espejo, estudiando la marca roja en la cara. Odiaba mirarse al espejo, odiaba ver su pelo después de que la princesa se lo cortara. Ella no podía llevar el pelo largo, por supuesto, ella no era nadie, pero deseaba tanto que al menos se lo hubieran cortado recto. Casi todo el mundo llevaba el pelo corto, pero recto. A la princesa le gustaba cortárselo con escalones. A la princesa Violeta le gustaba afear a Rachel.

Rachel se apoyó sobre el otro pie e hizo girar el tobillo libre, que sentía entumecido. Habían pasado toda la tarde en la sala de joyas de la reina. La princesa se había probado una joya tras otra, haciendo posturitas y girando enfrente del alto espejo. Era su actividad favorita, probarse las joyas de la reina y admirarse en el espejo. Como compañera de juegos que era, Rachel tenía que permanecer a su lado para asegurarse de que la princesa se divertía. Docenas de pequeños cajones se veían abiertos, algunos sólo un poco y otros por completo. De algunos colgaban collares y brazaletes como lenguas centelleantes. Había más diseminados por el suelo, además de broches, tiaras y anillos.

La princesa clavó la vista en el suelo y luego señaló un anillo de piedra azul.

—Dame ése —ordenó.

Rachel se lo colocó en el dedo que la princesa sostenía ante su rostro. Acto seguido la princesa se miró en el espejo, girando la mano a un lado y al otro. Entonces se acarició el bonito vestido de satén azul celeste que llevaba, admirando el anillo. Tras lanzar un largo bostezo de fastidio se dirigió al elegante pedestal de mármol blanco situado en la esquina opuesta de la habitación. La princesa miraba ahora el objeto favorito de su madre, el que contemplaba complacida a la menor oportunidad.

La princesa Violeta alzó sus regordetes dedos y retiró de su lugar de honor la caja de oro con gemas incrustadas.

—¡Princesa Violeta! —exclamó Rachel sin pensar—. Vuestra madre dijo que no la tocarais.

La princesa se dio media vuelta con expresión inocente e inmediatamente le lanzó la caja. Rachel ahogó un grito y la atrapó, horrorizada de que pudiera estrellarse contra la pared. Aterrada de sostenerla en las manos la dejó en el suelo en el acto como si fuera un tizón ardiente. Entonces retrocedió, temerosa de que la azotaran sólo por estar cerca de la preciosa caja de la reina.

—¿A qué vienen tantos aspavientos? —le espetó la princesa Violeta—. La magia impide que nadie la saque de esta habitación. Nadie puede robarla, ni la caja ni ninguna otra cosa.

Rachel no sabía nada de magia, pero sí sabía que no quería que la sorprendieran tocando la caja de la reina.

—Voy a bajar al comedor —anunció la princesa, alzando la nariz—, para ver cómo llegan los invitados. Ordena todo esto y luego ve a la cocina y di a los cocineros que no quiero el asado seco como cuero, como la última vez, o diré a mi madre que los hagan azotar.

—Como mandéis, princesa Violeta. —Rachel le hizo una pequeña reverencia.

—¿Y? —La princesa alzó su grandota nariz.

—Y... gracias, princesa Violeta, por traerme y dejarme ver lo hermosa que estáis con las joyas.

—Bueno, es lo menos que puedo hacer; supongo que debes de estar cansada de ver siempre tu fea cara en el espejo. Mi madre dice que debemos ser amables con los menos afortunados. —La princesa metió la mano en el bolsillo y sacó algo—. Toma. Coge la llave y cierra la puerta cuando acabes de ordenarlo todo.

—Sí, princesa Violeta. —Rachel hizo otra reverencia.

Mientras la princesa dejaba caer la llave en la mano extendida de Rachel, su otra mano pareció salir de la nada y la abofeteó inesperadamente, con inesperada dureza. Rachel se quedó aturdida mientras la princesa Violeta abandonaba la habitación lanzando su alta y chirriante risa, semejante a un resoplido. Aquella risa le dolió casi tanto como el golpe.

Las lágrimas le caían por la cara mientras, de cuatro patas en el suelo cubierto con alfombras, iba recogiendo anillos. Se detuvo, se sentó un momento y se llevó los dedos al lugar donde había recibido la bofetada. Dolía horrores.

La niña evitaba deliberadamente la caja de la reina, mirándola de soslayo. No se atrevía a tocarla aunque sabía que tendría que hacerlo para colocarla de nuevo en su sitio. Rachel trabajaba lenta y meticulosamente, guardando las joyas en sus correspondientes cajones y después cerrando éstos con cuidado, esperando no acabar nunca y así no tener que tocar la caja, lo que la reina más valoraba en el mundo.

A la reina no le haría ninguna gracia saber que alguien la había tocado. Rachel sabía que la soberana solía ordenar que cortaran la cabeza a la gente. A veces, la princesa la obligaba a asistir con ella a las ejecuciones, pero Rachel siempre cerraba los ojos; la princesa no.

Tras guardar todas las joyas y cerrar todos los cajones, Rachel miró por el rabillo del ojo la caja en el suelo. La niña sentía como si la caja le devolviera la mirada, como, si de algún modo, pudiera decírselo a la reina. Finalmente se agachó y, con los ojos muy abiertos, la cogió. Entonces, sosteniéndola tan lejos de sí como era posible, caminó sobre las alfombras arrastrando los pies, aterrada de que cayera. Al llegar junto al pedestal depositó la caja muy lentamente, con infinito cuidado, temiendo que alguna gema cayera u ocurriera otra desgracia. Rápidamente retiró los dedos, aliviada.

Al dar media vuelta sus ojos se toparon con el dobladillo de una túnica plateada que rozaba el suelo. La niña se quedó sin respiración. No había oído ningún paso. Lenta, casi involuntariamente, alzó la cabeza y su mirada fue recorriendo la túnica hasta llegar a unas manos metidas en las mangas, una barba blanca y puntiaguda, una faz huesuda, una nariz aguileña, una calva y unos ojos negros clavados en su sobresaltado rostro.

Era el mago.

—Mago Giller —gimió la niña, esperando caer muerta en cualquier momento—. Sólo la estaba dejando en su sitio. Lo juro. Por favor, por favor, no me mates. —Su rostro se contrajo y trató de retroceder, pero sus pies se negaban a moverse—. Por favor. —La niña se llevó el dobladillo del vestido a la boca y lo fue mordiendo mientras gemía.

Rachel apretó los ojos con fuerza y se echó a temblar. Mientras, el mago fue bajando lentamente.

—Pequeña —dijo con voz suave. Rachel abrió cautelosamente un ojo, y se sorprendió de verlo sentado en el suelo, su cara al mismo nivel que la suya—. No voy a hacerte ningún daño.

—¿No? —La niña abrió el otro ojo con la misma cautela que el primero. No le creía. Sobresaltada, se dio cuenta de que la puerta grande y pesada estaba cerrada; su única vía de escape bloqueada.

—No —repitió el hombre, sonriendo y sacudiendo su clava cabeza—. ¿Quién cogió la caja?

—Estábamos jugando. Eso es todo, jugando. La princesa me dijo que la pusiera otra vez en su sitio. Ella es muy buena conmigo, muy buena, y yo quería ayudarla. Es una persona maravillosa y la quiero. Es tan amable conmigo...

El mago la hizo callar poniéndole amablemente un largo dedo sobre los labios.

—Ya lo he entendido, pequeña. Así pues, ¿eres la compañera de juegos de la princesa?

La niña asintió muy seria.

—Soy Rachel.

—Qué nombre tan bonito. —La sonrisa del mago se hizo más amplia—. Encantado de conocerte, Rachel. Siento haberte asustado. Sólo quería echar un vistazo a la caja de la reina.

Nunca nadie le había dicho que su nombre fuera bonito. Pero, por otra parte, él había cerrado la puerta.

—¿No vas a matarme? ¿O a convertirme en algo horrible?

—Oh, Dios mío, no —repuso el mago, echándose a reír. Entonces giró la cabeza y la observó con un solo ojo—. ¿Qué son esas marcas rojas en las mejillas?

Rachel no contestó, estaba demasiado asustada para decir la verdad. Lenta y cuidadosamente el hombre extendió una mano y con los dedos le tocó una mejilla y después la otra. La niña abrió mucho los ojos. Ya no sentía ningún dolor.

—¿Mejor?

Rachel asintió. Los ojos del mago parecían tan grandes cuando la miraban tan de cerca, como ahora. Al verlos sentía el impulso de contarle la verdad, y lo hizo.

—La princesa me pega —admitió avergonzada.

—¿De veras? ¿Así que no es amable contigo?

Rachel negó con la cabeza, bajando la vista. Entonces el mago hizo algo que la dejó sin habla. La rodeó con sus brazos y la apretó dulcemente con ellos. Ella al principio se quedó rígida, pero enseguida le echó los brazos al cuello y le devolvió el abrazo. Sus largos bigotes blancos le hacían cosquillas en la mejilla y el cuello, pero a ella le gustaba.

—Lo siento, querida —le dijo el mago con ojos tristes—. La princesa y la reina pueden ser muy crueles.

Tenía una voz tan agradable —pensó la niña—, como Brophy. Bajo su nariz aguileña el mago sonreía de oreja a oreja.

—Tengo aquí una cosa que quizá pueda ayudarte. —Su delgada mano se introdujo en la túnica y levantó la vista al aire mientras palpaba. Entonces encontró lo que buscaba. A Rachel se le desorbitaron los ojos cuando el mago sacó una muñeca con el pelo corto del mismo color rubio que el suyo. El hombre dio unas palmaditas a la tripa de la muñeca—. Ésta es una muñeca mágica.

—¿Una muñeca mágica? —susurró la niña.

—Sí. —En las comisuras de los labios, que sonreían, se le formaban profundas arrugas—. Cuando tengas problemas se los cuentas a la muñeca y ella hará que los olvides. Es mágica. Toma, inténtalo.

Rachel apenas podía respirar mientras alargaba ambos brazos y sus dedos se cerraban cuidadosamente sobre la muñeca. Con cierto recelo se la acercó al pecho y la abrazó. Entonces, tímida y lentamente la apartó de sí y la miró a la cara. Sus ojos se humedecieron.

—La princesa Violeta dice que soy fea —confió a la muñeca.

El rostro de ésta sonrió. Rachel abrió la boca de sorpresa.

—Te quiero, Rachel —dijo con un hilo de voz.

La niña ahogó una exclamación de asombro, soltó una risita de alegría y abrazó la muñeca con todas sus fuerzas. Rachel reía y reía, balanceando el cuerpo adelante y atrás y apretando la muñeca contra el pecho.

Entonces se acordó. Devolvió la muñeca al mago y apartó los ojos.

—No puedo tener ninguna muñeca. La princesa me lo ha prohibido. Me dijo que si tenía una la arrojaría al fuego. —Rachel apenas podía hablar por el nudo que tenía en la garganta.

—Bueno, déjame pensar —dijo el mago, frotándose el mentón—. ¿Dónde duermes?

—Normalmente en el dormitorio de la princesa. Por la noche me encierra en la caja, y a mí no me gusta nada. A veces, cuando dice que he sido mala, me echa del castillo por la noche y tengo que dormir en el bosque. Ella cree que es peor que la caja, pero a mí me gusta porque tengo un lugar secreto; un pino hueco en el que duermo.

»Los pinos huecos no tienen cerrojo, ya sabes, y puedo hacer pipí cuando tengo ganas. A veces hace bastante frío pero tengo una pila de paja y me cubro con ella para estar calentita. Por la mañana tengo que regresar antes de que la princesa envíe a los guardias a buscarme, porque podrían encontrar mi lugar secreto. No quiero que lo encuentren. Se lo dirían a la princesa y ya no me enviaría al bosque.

El mago le cogió tiernamente el rostro entre las manos. La niña se sintió especial.

—Querida niña —susurró Giller—, pensar que he podido tomar parte en esto. —Los ojos del mago se veían húmedos. Rachel no sabía que los magos también lloraban—. Tengo una idea —anunció, sonriendo de nuevo y levantando un dedo—. ¿Conoces los jardines?

—Sí. Tengo que atravesarlos para llegar a mi lugar secreto cuando duermo en el bosque. La princesa me hace salir por el muro exterior y la puerta del jardín. No quiere que salga por delante, donde hay tiendas y gente. Teme que alguien me dé cobijo. Tampoco quiere que vaya a la ciudad ni a las granjas. Tengo que ir al bosque, como castigo.

—Atiende; a ambos lados del sendero central del jardín hay unas pequeñas urnas con flores amarillas dentro. —Rachel asintió. Sabía dónde estaban—. Pues bien, esconderé la muñeca en la tercera urna de la derecha. La cubriré con una red de mago, una red mágica, para que nadie la encuentre. —El mago cogió la muñeca y cuidadosamente se la metió en la túnica. Los ojos de Rachel seguían sus movimientos—. La siguiente vez que te haga pasar la noche en el bosque, ve allí y encontrarás la muñeca. Entonces puedes llevártela a tu lugar secreto, al pino, donde nadie la encontrará ni te la quitará.

»También dejaré una cerilla mágica. Reúne un montón con palitos, no demasiados, con piedras alrededor y entonces coge la cerilla y di: “Que se haga la luz para mí”, y se encenderá. Así no pasarás frío.

Rachel le echó los brazos al cuello y lo abrazó largamente, mientras él le daba palmaditas en la espalda.

—Gracias, mago Giller.

—Puedes llamarme Giller cuando estemos solos, pequeña, sólo Giller. Así es como me llaman mis amigos.

—Muchísimas gracias por la muñeca, Giller. Nadie me había regalado nada tan bonito. Cuidaré muy bien de ella. Ahora tengo que marcharme; la princesa quiere que eche una regañina a los cocineros. Después tendré que mirar cómo cena. —La niña sonrió—. Después pensaré qué puedo hacer para que esta noche me haga dormir en el bosque.

El mago soltó una profunda risa y sus ojos chispearon. Con su gran mano le acariciaba el pelo. Giller la ayudó a abrir la pesada puerta y la cerró por ella, tras lo cual le tendió la llave.

—Espero que algún día podamos volver a hablar —dijo Rachel, levantando la vista hacia él.

—Seguro que sí, Rachel, seguro que sí —le aseguró Giller, devolviéndole la sonrisa.

La niña se despidió con un ademán y echó a correr por el largo pasillo vacío, más contenta de lo que lo había estado desde que vivía en el castillo. Tuvo que atravesar todo el castillo para llegar a la cocina; bajar escaleras de piedra y pasillos con alfombras en el suelo y cuadros en las paredes; cruzar enormes salas con altas ventanas con colgaduras doradas y rojas, sillas de terciopelo rojo con patas doradas y largas alfombras con escenas de hombres a caballo luchando; pasar delante de guardias tan quietos como estacas que custodiaban algunas de las grandes puertas talladas o hacían ronda de dos en dos, así como sirvientes que corrían por todas partes, acarreando bandejas con ropa blanca o escobas y trapos y cubos con agua jabonosa.

Ninguno de los guardias ni de los sirvientes le echó más de un vistazo, aunque estaba corriendo. Sabían que era la compañera de juegos de la princesa Violeta y la habían visto correr por el castillo muchas veces, haciendo recados para la princesa.

Estaba sin resuello cuando, al fin, llegó a la cocina, llena de vapor, humo y ruido. Los ayudantes se afanaban de aquí para allá llevando pesados sacos, grandes cacerolas o bandejas calientes, evitando chocar unos con otros. Algunas personas cortaban en las altas mesas enormes tajos de cosas que Rachel no alcanzaba a ver. Se oía el chisporroteo de las sartenes, los cocineros gritaban órdenes, los ayudantes cogían cuencos de metal situados por encima de sus cabezas y guardaban otros. Se oía un constante golpeteo de cucharas para mezclar, el penetrante silbido del aceite, ajo, mantequilla, cebolla y especias en las sartenes calientes. Todo el mundo parecía chillar al mismo tiempo. El caótico lugar olía tan bien que la cabeza de Rachel le empezó a dar vueltas.

La niña tiró de la manga de uno de los dos cocineros jefe, tratándole de decir que tenía un mensaje de parte de la princesa, pero el hombre discutía con otro cocinero y le dijo que se sentara y esperara hasta que acabaran. Rachel se sentó en un taburete bajo situado cerca de los hornos, con la espalda apretada contra los cálidos ladrillos. La cocina olía tan bien y ella tenía tanta hambre... Pero sabía que se metería en problemas si pedía un poco de comida.

Los dos cocineros jefe estaban de pie junto a una gran vasija, agitando los brazos y gritándose uno al otro. De pronto, la vasija cayó al suelo con gran estruendo, se partió en dos y todo el líquido marrón claro que contenía se derramó por el suelo. Rachel se puso encima del taburete de un salto para que no le tocara sus pies desnudos. Los cocineros se quedaron paralizados, con caras casi tan blancas como sus delantales.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —se preguntó el más bajo—. Ya no nos queda nada de los ingredientes que el Padre Rahl envió.

—Un momento —dijo el alto, llevándose una mano a la frente—. Déjame pensar.

Con ambas manos se amasó el rostro. Luego alzó los brazos al aire.

—Muy bien, muy bien. Se me ocurre algo. Tráeme otra vasija y mantén la boca cerrada. Tal vez aún podamos salvar la cabeza. Tráeme otros ingredientes.

—¿Qué ingredientes? —gritó el bajo con la cara congestionada.

El cocinero alto se inclinó sobre él y repuso:

—¡Ingredientes marrones!

Rachel observó cómo iban apresuradamente de un lado a otro, cogiendo cosas, vertiendo el líquido de botellas, añadiendo ingredientes, mezclando y probando. Al fin, ambos sonrieron.

—Muy bien, muy bien, funcionará. Creo. Tú deja que hable yo —dijo el alto.

Rachel se acercó a él de puntillas por el suelo mojado y le tiró nuevamente de la manga.

—¡Tú! ¿Aún sigues ahí? ¿Qué es lo que quieres? —preguntó bruscamente.

—La princesa Violeta dice que no le prepares el asado seco otra vez o hará que la reina te mande azotar. —Y, mirando al suelo, añadió—: Me ha mandado para que te lo diga.

El cocinero la miró brevemente, tras lo cual se volvió a su compañero, agitando un dedo.

—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! ¡Esta vez córtale un trozo del centro y no confundas los platos, o ambos perderemos la cabeza! Y tú no has visto nada de esto —añadió, dirigiéndose a Rachel y agitando el dedo en el aire.

—¿Cocinar? ¿No quieres que diga a nadie que os he visto cocinar? De acuerdo —dijo la niña un tanto confundida y empezó a alejarse de puntillas por el suelo húmedo—. No se lo diré a nadie, lo prometo. No me gusta ver cómo esos hombres con los látigos hacen daño a la gente. No diré nada.

—Espera un momento —gritó el cocinero—. Te llamas Rachel, ¿verdad?

La niña dio media vuelta y asintió.

—Ven aquí.

Rachel no quería, pero de todos modos regresó de puntillas. El cocinero sacó un gran cuchillo, que al principio la asustó, se volvió hacia una fuente colocada a su espalda y le cortó un trozo de carne grande y jugoso. La niña nunca había visto un pedazo de carne igual, sin grasa ni cartílago, al menos no de tan cerca. Era un trozo semejante al que la reina y la princesa solían comer. El cocinero se lo tendió y se lo puso directamente en la mano.

—Lamento haberte gritado, Rachel. Siéntate en el taburete y cómete esto. Después, límpiate bien, para que nadie se entere. ¿De acuerdo?

Rachel asintió y corrió hacia el taburete con su premio, olvidándose de ir de puntillas. Era lo más delicioso que había comido en su vida. Trató de saborearlo lentamente mientras contemplaba a todas aquellas personas correr de un lado a otro, haciendo sonar las cacerolas y acarreando cosas, pero no pudo. El jugo le caía por los brazos y le goteaba de los codos.

Al acabar, el cocinero bajo se acercó a ella y le secó manos, brazos y cara con un trapo de cocina, tras lo cual le ofreció una porción de tarta de limón, poniéndosela en las manos como había hecho el cocinero alto con el pedazo de carne. Dijo que la había hecho él mismo y que quería saber cómo le había salido. Rachel, sinceramente, le aseguró que era lo mejor que había probado. El cocinero sonrió complacido.

Había sido quizás el mejor día que Rachel recordaba. Dos cosas buenas el mismo día; la muñeca mágica y, ahora, la comida. La niña se sentía como una reina.

Más tarde, sentada en el gran comedor, en su sillita, situada detrás de la princesa, por primera vez no se sentía tan hambrienta que el estómago le rugía mientras la gente importante comía. La mesa principal se encontraba a casi un metro de altura por encima de las otras, por lo que si se sentaba bien erguida podía ver todo el comedor. Los servidores se afanaban trayendo y llevando comida, retirando platos con restos de comida, sirviendo vino e intercambiando las bandejas medio llenas de las mesas con otras colmadas provenientes de la cocina.

Rachel contemplaba a las elegantes damas y caballeros ataviados con hermosos vestidos y capas de colores, sentados a las largas mesas, comiendo de los hermosos platos y, por primera vez, sabía qué sabor tenía aquella comida. No obstante, no comprendía para qué necesitaban tantos tenedores y cucharas. Un día preguntó a la princesa por qué usaban tantos tenedores, cucharas y otras cosas, y la princesa le respondió que alguien como ella nunca necesitaría conocer la respuesta.

Por lo general nadie le prestaba atención en los banquetes. La princesa sólo se volvía a mirarla de vez en cuando. Rachel tenía que estar allí únicamente porque era la compañera de juegos de la princesa Violeta, por las apariencias, suponía. La gente también tenía gente de pie o sentada a su espalda cuando comía. La reina decía que la princesa tenía que practicar con Rachel, practicar para mandar.

—¿Está vuestro asado suficientemente jugoso, princesa? —susurró Rachel inclinándose hacia adelante—. Dije a los cocineros que eran malos al daros mala carne, y que habíais ordenado que no volvieran a hacerlo.

La princesa Violeta la miró por encima del hombro. La salsa le caía por la barbilla.

—Está bastante bien, lo suficiente para no ser azotados. Y tienes razón, no deberían ser tan malos conmigo. Ya era hora de que aprendieran.

La reina Milena estaba sentada a la mesa sosteniendo, como de costumbre, su perrito con un brazo. El animal no cesaba de empujar el abultado brazo de la reina con sus patas delgadas como palos, dejándole pequeñas marcas con los pies. La reina le daba trocitos de comida mejores de los que nunca hubiera probado Rachel. «Hasta hoy», se dijo con una sonrisa.

A Rachel no le gustaba el perrito. Ladraba mucho y, a veces, cuando la reina lo dejaba en el suelo corría hacia ella y le clavaba en las piernas sus diminutos y puntiagudos dientes, y ella no se atrevía a protestar. Cuando el perro la mordía la reina siempre le decía al animal que tuviera cuidado, que no se hiciera daño. La reina hablaba con una voz extraña, aguda y dulce, cuando se dirigía al perro.

Mientras la reina y sus ministros discutían algún tipo de alianza, Rachel permanecía sentada moviendo las piernas, haciendo chocar las rodillas y pensando en su muñeca mágica. El mago ocupaba un lugar por detrás y a la derecha de la reina, para ofrecerle consejo cuando ésta se lo pidiera. Giller tenía un aspecto magnífico con su túnica plateada. Antes Rachel no le había prestado demasiada atención; no era más que otro de los importantes de la reina que siempre la acompañaba, como el perrito. La gente lo temía, tal como Rachel temía al perro. Ahora, al mirarlo, le parecía la persona más agradable que había conocido.

El mago no le prestó atención en toda la cena y no la miró ni una sola vez. Rachel se imaginó que era para que nadie se fijara en ella y la princesa se enfureciera. Era una buena idea. La princesa Violeta se enfadaría si sabía que Giller le había dicho que Rachel era un nombre bonito. El largo cabello de la reina se caía por el respaldo de su silla, primorosamente tallada, y se agitaba cuando la gente importante le hablaba y ella asentía.

Al finalizar la cena, los sirvientes aparecieron con una carretilla en la que llevaban la vasija que Rachel había visto a los cocineros llenar de nuevo. Con un cucharón fueron llenando copas y sirviéndoselas a todos los invitados. Todos actuaban como si fuera algo realmente importante.

La reina se puso en pie, alzó su copa en el aire y sostuvo al perrito en el otro brazo.

—Damas y caballeros, os ofrezco la bebida de la iluminación, para que todos veamos la verdad. Es algo ciertamente precioso, pues a pocos se les ofrece la oportunidad de alcanzarla. Desde luego, yo he tomado muchas veces para ver la verdad, tal como la ve el Padre Rahl, y así poder guiar a mi pueblo hacia el bienestar común. Bebed.

Algunas personas parecían un poco reacias, pero sólo momentáneamente. Todos bebieron. Tras comprobar que todos lo hacían, la reina bebió a su vez, tras lo cual volvió a sentarse con una expresión extraña en el rostro. Se inclinó hacia un servidor y le susurró algo. Rachel empezaba a inquietarse; la reina tenía el entrecejo fruncido. Cuando la reina fruncía el entrecejo solían rodar cabezas.

El cocinero alto hizo acto de presencia, sonriendo. La reina le indicó con un dedo que se acercara. La frente del hombre se veía perlada de sudor. Rachel pensó que era porque en la cocina hacía mucho calor. Sentada detrás de la princesa, a la izquierda de la reina, la niña oía lo que decían.

—No tiene el mismo sabor —decía la reina con voz peligrosa. No siempre usaba aquel tono de voz pero cuando lo hacía la gente se asustaba.

—Ah, bien, majestad, veréis, en realidad, humm, bueno, no es exactamente lo mismo. —La reina enarcó las cejas y el cocinero prosiguió más rápidamente—. Veréis, en realidad, bueno, sabía que ésta era una cena muy importante. Sí, sabía que no querríais que nada saliera mal. Por mi parte, deseaba que todo el mundo recibiera la iluminación, que vieran lo brillante que sois en este, humm, asunto, por lo que, bueno —el cocinero se inclinó un poco más hacia ella y bajó la voz en tono confidencial—, me tomé la libertad de hacer más fuerte la bebida de la iluminación. En realidad, mucho más fuerte, para que todo el mundo viera la verdad de lo que decís. Os lo aseguro, majestad, es tan fuerte que todos recibirán la iluminación.

»De hecho, majestad —añadió, acercándose aún más a la reina y bajando la voz—, es tan fuerte que cualquiera que después de beberla no reciba la iluminación y se oponga a vos, no puede ser más que un traidor.

—¿De veras? —susurró la reina, sorprendida—. Bueno, ya me pareció que era más fuerte.

—Vuestra majestad es muy perspicaz. Poseéis un paladar realmente refinado. Sabía que a vos no podría engañaros.

—Ciertamente. ¿Pero estás seguro de que no es demasiado potente? Ya siento cómo me invade la iluminación.

—Majestad. —Los ojos del cocinero recorrieron a los invitados—. Tratándose de vuestro mandato, no hubiera osado hacerlo ni una pizca más flojo, por miedo a no descubrir a los traidores.

Al fin la reina sonrió e hizo un gesto de asentimiento.

—Eres sabio y leal, cocinero. Desde este momento, te dejo al cuidado exclusivo de la bebida de la iluminación.

—Gracias, majestad.

Tras ejecutar un montón de reverencias, el cocinero se marchó. A Rachel le alegró que se hubiera librado del castigo.

—Damas y caballeros, esta noche tenemos algo especial; dispuse que el cocinero preparara la bebida de la iluminación extra fuerte, para que todos los leales a la reina comprendieran la sabiduría del Padre Rahl.

Todos los invitados sonrieron y asintieron para demostrar cuánto les complacía eso. Algunos afirmaron que ya sentían la nueva percepción que les otorgaba la bebida.

—Y ahora, damas y caballeros, un entretenimiento especial. Traed al loco —ordenó, haciendo chasquear los dedos.

Los guardias trajeron un hombre al que hicieron detenerse en el centro de la sala, justo frente a la reina y rodeado por las mesas. Se trataba de un hombre de complexión robusta, pero estaba encadenado. La reina se inclinó hacia adelante.

—Todos los presentes estamos de acuerdo en que el pacto con nuestro aliado, Rahl el Oscuro, redundará en grandes beneficios para el pueblo y que todos sacaremos provecho. Serán los más humildes, los trabajadores y los campesinos, quienes saldrán más beneficiados, pues se verán libres de la opresión de quienes los explotan en su beneficio para obtener oro y riquezas. A partir de ahora todos trabajaremos para el bien común, no para alcanzar objetivos individuales. Por favor, ten la bondad de explicar a estas ignorantes damas y caballeros —dijo la reina ceñuda, abarcando con un ademán a todos los invitados— cómo es que tú eres más listo que ellos y por qué deberíamos permitirte trabajar sólo para ti, en lugar de para el prójimo.

El hombre tenía una expresión airada. Rachel deseó que cambiara de cara antes de que se metiera en problemas.

—El bien común —dijo, abarcando a todos los invitados con un gesto como la reina, sólo que él iba encadenado—. ¿Esto es lo que llamáis el bien común? Todos vosotros, la gente fina, disfrutáis de la comida y del cálido fuego, mientras que esta noche mis hijos pasarán hambre porque nos han arrebatado casi toda la cosecha. Y ha sido por el bien común, por aquellos que han decidido no trabajar y comerse el fruto de mi esfuerzo.

Los presentes se echaron a reír.

—¿Y les negarías la comida solamente porque has tenido la suerte de que tus cultivos crecieran mejor? —preguntó la reina—. Eres un egoísta.

—Sus cultivos también crecerían si únicamente se molestaran en plantar semillas.

—¿Y te importa tan poco el prójimo que, por esta razón, los condenarías a morir de hambre?

—¡Mi familia se muere de hambre! Para alimentar a otros, al ejército de Rahl, para alimentaros a vosotros, la gente fina, que no hacéis otra cosa que discutir qué hacer con mi cosecha y cómo dividir entre otros el fruto de mi trabajo.

Rachel deseó que el hombre se callara. Iba a conseguir que le cortaran la cabeza. Pero los invitados y la reina lo encontraban divertido.

—Y mi familia pasa frío —prosiguió el campesino con expresión aún más airada—, porque no se nos permite encender fuego. Pero aquí sí tenéis fuego —dijo señalando los hogares—, para calentar a quienes ahora me dicen que ahora todos somos iguales, que ya no habrá unos por encima de los otros y que, por tanto, no tengo derecho a quedarme lo que es mío. Curioso, ¿verdad?, que las personas que me aseguran que todos somos iguales bajo la alianza de Rahl el Oscuro y se limitan a dividir el fruto de mi trabajo, pero sin dar golpe, estén bien alimentadas, calientes y lleven hermosos vestidos. Pero mi familia pasa hambre y frío.

Todos rieron, pero Rachel no. Sabía lo que era tener hambre y frío.

—Damas y caballeros —dijo la reina con una risita—, ¿acaso no os prometí una diversión regia? Gracias a la bebida de la iluminación podemos ver qué egoísta es realmente este hombre. Imaginad, está convencido que está bien que él se beneficie mientras otros se mueren de hambre. Sería capaz de poner su provecho por encima de las vidas de sus semejantes. Por codicia mataría a los hambrientos.

Todos se unieron a las risas de la reina.

De pronto, ésta golpeó la mesa con la mano. Algunas bandejas saltaron y unos pocos vasos se volcaron, una mancha roja se extendió por el blanco mantel. Todos quedaron en silencio, excepto el perro, que ladró al campesino.

—¡Ésta es la clase de codicia que desaparecerá cuando el Ejército Pacificador del Pueblo venga a ayudarnos a deshacernos de estas sanguijuelas humanas que nos chupan la sangre! —La redonda faz de la reina estaba tan roja como la mancha del mantel.

Todos aplaudieron y lanzaron vítores. La reina se sentó y finalmente sonrió.

—Curioso, ¿verdad?, que ahora que todos los campesinos y los trabajadores de la ciudad trabajan para el bien común ese bien no alcance a todo el mundo, como antes. Ni que tampoco haya suficiente comida. —El rostro del campesino se veía tan rojo como el suyo.

—¡Claro que no! —gritó la reina, levantándose de un salto—. ¡Por culpa de los codiciosos como tú! —La reina respiró hondo hasta que su rostro ya no estuvo tan colorado, y entonces dijo a la princesa—: Violeta, querida, más pronto o más tarde debes iniciarte en los asuntos de estado. Debes aprender a servir a nuestro pueblo. Así pues, dejo este caso en tus manos, para que adquieras experiencia. ¿Qué harías tú con este traidor al pueblo? Dilo y se hará, querida.

La princesa Violeta se puso de pie. Risueña, recorrió con la vista la sala y se inclinó ligeramente hacia adelante por encima de la mesa, en dirección al fornido hombre encadenado.

—¡Yo digo que le corten la cabeza!

Todo el mundo lanzó vítores y aplaudió de nuevo. Los guardias se llevaron a rastras al campesino, que profería insultos que Rachel no comprendía. La niña se sentía apenada por él y por su familia.

La velada se prolongó un rato más, hasta que todos decidieron ir a ver cómo le cortaban la cabeza al hombre. Cuando la reina hubo salido, la princesa Violeta se volvió hacia ella y le dijo que ellas también iban. Rachel se levantó frente a ella con los puños apretados a los lados del cuerpo y dijo:

—Sois muy mala. Ha sido malvado ordenar que le cortaran la cabeza.

—Caramba, caramba —replicó la princesa, poniendo los brazos en jarras—. ¡Bueno, pues esta noche tendrás que dormir en el bosque!

—¡Pero princesa Violeta, hace mucho frío!

—Perfecto. ¡Mientras te hielas puedes arrepentirte de haberme hablado con ese tono! ¡Y para que la próxima vez lo recuerdes, te quedarás fuera todo el día de mañana y la noche! —La princesa tenía una perversa expresión, como la que la reina adoptaba a veces—. Así aprenderás un poco de respeto.

Rachel empezó a protestar pero entonces recordó la muñeca mágica y que, en realidad, quería ir al bosque. La princesa señaló el arco que conducía a la puerta.

—Vete. Ahora mismo y sin cenar —ordenó, golpeando el suelo con un pie.

Rachel clavó la vista en el suelo y fingió sentirse acongojada.

—Como mandéis, princesa Violeta —dijo, e hizo una reverencia.

Cruzó el arco con la cabeza gacha y luego recorrió el gran pasillo con los tapices colgados de la altas paredes. Al pasar no miró las escenas de los tapices sino que mantuvo la cabeza inclinada, por si la princesa la estaba vigilando. No quería demostrar que estaba contenta de que la mandaran al bosque. Los guardias, ataviados con brillantes petos y armados con espadas y picas, abrieron las pesadas y altas puertas de hierro para dejarla pasar, sin pronunciar palabra. Nunca le decían nada cuando la dejaban salir, ni cuando volvía a entrar. Sabían que era la compañera de juegos de la princesa, un cero a la izquierda. La veían todos los días. Cuando más se acercaba a los jardines, más aprisa caminaba.

Al llegar al sendero principal redujo la marcha y esperó hasta que los guardias le dieron la espalda. La muñeca mágica estaba ahí, justo donde Giller había dicho. Se metió la cerilla en el bolsillo y abrazó la muñeca con todas sus fuerzas antes de esconderla en su espalda. Rachel le susurró que estuviera callada. Ardía en deseos de llegar al pino hueco y contarle lo mala que había sido la princesa Violeta al ordenar que cortaran la cabeza a ese hombre. La niña escrutó la oscuridad que la rodeaba.

Nadie miraba, nadie la había visto coger la muñeca. Había hombres patrullando el camino de ronda del muro exterior y guardias de la reina en la puerta, muy tiesos en sus armaduras. Sobre ésta llevaban elegantes uniformes —túnicas rojas sin mangas con el escudo de la reina en el pecho: la cabeza de un lobo negro—. Al llegar junto a ellos, levantaron la pesada barra de hierro y dos de ellos empujaron la chirriante puerta para dejarla salir, sin siquiera mirar qué llevaba a la espalda. Cuando oyó el ruido de la barra al ser colocada de nuevo en su sitio, se dio la vuelta para mirar las espaldas de los guardias en el muro y, finalmente, sonrió y echó a correr; aún le quedaba un largo trecho.

Unos ojos oscuros la vigilaban desde una alta torre, la vieron cruzar los puestos de guardia sin levantar la más mínima sospecha ni interés, como un soplo de brisa que pasara entre los colmillos de una bestia; después atravesar la puerta del jardín abierta en el muro exterior, que impedía que ejércitos enemigos entraran y los traidores salieran; cruzar el puente donde cientos de enemigos habían caído en batalla; y, finalmente, correr entre los campos, descalza, desarmada, inocente, hasta llegar al bosque. A su lugar secreto.

Zedd golpeó furioso la fría chapa de metal con la mano. Lentamente, la maciza puerta de piedra se cerró con un chirrido. El mago tuvo que pasar por encima de los cuerpos de los guardias de D’Hara para llegar al muro bajo. Sus dedos descansaron sobre la familiar y lisa piedra, mientras él se inclinaba hacia adelante y contemplaba la ciudad dormida a sus pies.

Desde la muralla, que se alzaba en la ladera de una montaña, la ciudad ofrecía un aspecto pacífico. Pero el mago ya se había deslizado por sus oscuras calles y había visto tropas por todas partes. Esas tropas habían costado muchas vidas, en ambos bandos.

Pero eso no era lo peor.

Rahl el Oscuro debía de haber estado allí. Zedd estrelló el puño contra la piedra. Tenía que ser él quien se lo hubiera llevado.

La intrincada red de escudos debería haber aguantado, sin embargo no había sido así. Había tardado demasiados años en volver. Había sido un tonto.

—No hay nada sencillo —susurró.

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