El cubo de agua fría sobre su cuerpo desnudo apenas logró reanimarlo. Con la cara contra el suelo, vio vagamente los riachuelos de agua manchada con sangre que fluían por las grietas en el suelo de piedra. Cada inspiración, por leve que fuera, le costaba un esfuerzo sobrehumano. El joven se preguntó con indiferencia cuántas costillas le habría roto Denna.
—Vístete —le ordenó la mord-sith—. Nos vamos.
—Sí, ama Denna —susurró Richard. Tenía la voz tan ronca por los alaridos proferidos que sabía que ella no podría oírlo. También sabía que le haría daño si no respondía, pero no podía hacer nada.
Tras esperar el agiel, que no llegó, Richard se movió un poco, vio una de sus botas, alargó una mano y se la acercó. Entonces se levantó, pero no pudo alzar la cabeza por encima de la altura de los hombros. La testa le colgaba fláccida. Con un enorme esfuerzo empezó a ponerse la bota. Tenía tales heridas en los pies que los ojos se le llenaron de lágrimas.
La mujer le propinó un rodillazo en la mandíbula, que lo arrojó de espaldas al suelo. Acto seguido, se abalanzó sobre él, se le sentó encima del pecho y empezó a golpearle la cara con los puños.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Eres estúpido o qué? ¡Ponte los pantalones antes que las botas! ¿Es que tengo que decírtelo todo?
—Sí, ama Denna, no, ama Denna, perdón, ama Denna, gracias por golpearme, ama Denna, gracias por enseñarme, ama Denna —masculló.
La mujer, sentada sobre su pecho, jadeaba de rabia. Al rato su respiración se normalizó.
—Vamos, te ayudaré. —Dicho esto se inclinó hacia él y lo besó—. Vamos, amor mío. Mientras viajemos podrás descansar.
—Sí, ama Denna. —La voz del joven sonaba como un leve susurro.
La mord-sith lo besó otra vez.
—Vamos, amor mío. Ahora que te he quebrado, todo será más fácil. Ya lo verás.
En la oscuridad los esperaba un coche cerrado. El aliento de los caballos formaba pequeñas nubes que se elevaban y flotaban lentamente en el aire frío y calmado. Richard la siguió a trompicones, tratando de no tensar demasiado la cadena. No tenía ni idea del tiempo transcurrido desde que la mujer decidiera convertirlo en su compañero, y no le importaba. Un soldado abrió la puerta del coche. Denna dejó caer al suelo el extremo de la cadena y le dijo:
—Sube.
Richard se agarró a los lados de la puerta. Le pareció oír el sonido de alguien que se aproximaba precipitadamente. Denna dio un leve tirón a la cadena para indicarle que esperara sin moverse.
—¡Denna! —Quien se aproximaba era la reina Milena, seguida por sus consejeros.
—Lady Denna —corrigió la mord-sith.
La reina parecía estar de un humor de perros.
—¿Adónde crees que vas con él?
—Eso no es asunto vuestro. Es hora de que nos marchemos. ¿Cómo se encuentra la princesa?
—Aún no está fuera de peligro —replicó la reina, ceñuda—. El Buscador debe quedarse aquí para pagar por lo que ha hecho.
—El Buscador me pertenece a mí y al amo Rahl. Ya está siendo castigado, y así seguirán las cosas hasta que el amo Rahl o yo misma lo matemos. No podríais imponerle un castigo más duro del que ya sufre.
—Debe ser ejecutado. Ahora mismo.
—Regresad a vuestro castillo, reina Milena, ahora que aún podéis. —La voz de Denna sonaba tan fría como el aire nocturno.
Richard vio que la soberana empuñaba un cuchillo. El soldado que había abierto la puerta del carruaje asió el hacha que llevaba al cinto y la agarró con firmeza. Sobrevino un absoluto silencio.
La reina abofeteó a Denna con el dorso de la mano y atacó a Richard con el cuchillo. Sin apenas esfuerzo, Denna la detuvo apretando el agiel contra su generoso pecho.
Cuando el guardia pasó junto a Richard, abalanzándose hacia Denna con el hacha alzada, el extraño poder se despertó en su interior. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el joven se hizo uno con ese poder. Con el brazo izquierdo rodeó la garganta del soldado y le hundió su cuchillo. La mord-sith lanzó un breve vistazo al guardia cuando éste lanzó un gritó agónico, sonrió y volvió de nuevo la vista hacia la reina, que temblaba sin poder moverse con el agiel entre sus pechos. Denna dio media vuelta al agiel, y la reina se desplomó en el suelo.
—El corazón de la reina ha dejado de latir —anunció Denna a los consejeros de la soberana, y añadió, arqueando una ceja—: Inesperadamente. Por favor, expresad mis condolencias al pueblo de Tamarang por la muerte de su soberana. Os aconsejo que elijáis un nuevo gobernante que tenga más en cuenta los deseos del amo Rahl.
Todos se apresuraron a asentir. El poder que había surgido en el interior de Richard vaciló y acabó por desaparecer. El esfuerzo de detener el ataque del guardia le había dejado agotado. Las piernas le temblaban y ya no le sostenían. El suelo osciló y fue a su encuentro.
Denna cogió la cadena, muy cerca del collar, levantándole así la cabeza del suelo, y le gritó:
—¿Quién te ha dado permiso para tumbarte? ¡Yo no! ¡Levántate inmediatamente!
—Lo siento… —musitó Richard.
Al darse cuenta de que el joven era totalmente incapaz de moverse, la mord-sith le soltó la cabeza y ordenó a uno de los guardias:
—Súbelo.
La mujer subió al carruaje detrás de Richard, y, mientras gritaba al cochero que se pusiera en marcha, cerró la puerta de golpe. Cuando el carruaje se puso en marcha con una sacudida, Richard se dejó caer contra el asiento.
—Por favor, ama Denna —dijo, arrastrando las palabras—, perdonadme por haberos fallado, por no haber sido capaz de levantarme como deseabais. Lo siento. En el futuro lo haré mejor. Por favor, castigadme para que aprenda.
La mujer cogió la cadena cerca del collar con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, y lo obligó a que se incorporara en el asiento. Los labios de la mujer esbozaron una sonrisa desdeñosa.
—Ni se te ocurra morirte ahora, todavía no —le dijo entre dientes—. Aún tienes cosas que hacer.
—Como ordenéis, ama Denna —respondió Richard con los ojos cerrados.
La mujer soltó la cadena, le puso ambas manos sobre los hombros para tumbarlo sobre el asiento y le dio un beso en la frente.
—Ahora te doy permiso para descansar, amor mío. Es un largo viaje. Tendrás mucho tiempo para descansar antes de que sigamos con el entrenamiento.
Richard se quedó dormido, sintiendo los dedos de la mujer sobre el pelo así como los tumbos que daba el coche.
De vez en cuando se despertaba, aunque nunca era plenamente consciente. A veces Denna se sentaba junto a él y le permitía que se recostara contra ella, mientras lo alimentaba a cucharadas. Tragar era doloroso y le costaba casi más esfuerzo que el que era capaz de hacer. Con cada cucharada el joven se estremecía —el hambre no era suficiente para vencer el dolor que sentía en la garganta— y volvía la cabeza para eludir la cuchara. Denna le murmuraba palabras de aliento y lo animaba a comer por ella. Saber que lo hacía por ella era el único modo de que comiera.
Cada vez que un bache del camino lo despertaba de repente, Richard se aferraba a Denna en busca de protección y seguridad, hasta que ella lo tranquilizaba y le decía que volviera a dormirse. El joven sabía que a veces dormía en el suelo y otras en el asiento. No vio nada del paisaje que atravesaban y tampoco le interesaba. Lo único que le importaba era tener a Denna cerca de él y estar listo para cumplir sus deseos. Unas pocas veces se despertó y se la encontró acurrucada en un rincón, mientras él estaba estirado y cubierto por su propia capa. En esas raras ocasiones, tenía la cabeza sobre el pecho de la mujer y ella le acariciaba el pelo. Richard intentaba disimular que estaba despierto para que la mujer no parara.
Y cuando Richard sentía el cálido consuelo de Denna, también sentía que el poder despertaba en su interior. No trataba de alcanzarlo ni retenerlo, simplemente se limitaba a constatar que estaba allí. Ahora ya sabía de qué tipo de poder se trataba: era la magia de la espada.
Mientras yacía junto a la mujer, sintiendo la necesidad de ella, la magia estaba en él. Richard la tocaba, la acariciaba y notaba su poder; era como el poder que había invocado al disponerse a matar con la espada, pero había en él algo distinto que no podía entender. Ya no era capaz de sentir el poder que había conocido antes, pues ahora aquel poder estaba en manos de Denna. Cuando trataba de aferrar la nueva magia, ésta se desvanecía como el vapor. Una nebulosa parte de su mente anhelaba la ayuda de aquella magia, pero, como ya no podía controlarla, ni invocarla en su ayuda, perdió interés en ella.
Con el tiempo, sus heridas empezaron a sanar. Cada vez que despertaba estaba más alerta. Para cuando Denna anunció que habían llegado a su destino, ya era capaz de ponerse solo de pie, aunque aún no había recuperado plenamente la lucidez.
Se apearon del carruaje en la oscuridad. Richard caminaba detrás de Denna, con la vista clavada en los pies de la mujer, procurando que la cadena que ella llevaba sujeta al cinto no se tensara demasiado. Aunque no apartaba la vista de la mord-sith, Richard tuvo oportunidad de examinar el lugar en el que entraban. Era inmenso. A su lado, el castillo de Tamarang no era más que una miniatura. Sus muros se extendían hasta el infinito, mientras que sus torres y techos se alzaban a alturas de vértigo. El joven percibió que el diseño de la vasta estructura era elegante; imponente pero sin llegar a ser demasiado severo ni abrumador.
Denna lo guió por unos pasillos de mármol y granito pulidos, con arcos sostenidos por columnas a ambos lados. Mientras caminaban, Richard pudo comprobar hasta qué punto había recuperado las fuerzas. Pocos días antes ni siquiera hubiera sido capaz de mantenerse en pie tanto rato.
No se cruzaron con nadie. Richard alzó la vista hacia la trenza de Denna y pensó en lo hermoso que era aquel cabello y lo afortunado que era de tenerla por compañera. Mientras pensaba en ella con cariño, el poder despertó. Antes de que pudiera desvanecerse, la parte nebulosa y encerrada bajo llave de su mente lo asió y lo retuvo, mientras el resto de su mente seguía pensando en los sentimientos que le inspiraba Denna. Cuando se dio cuenta de que era capaz de controlarlo, dejó de pensar en ella y se aferró a la esperanza de huir. Inmediatamente el poder se evaporó.
El alma se le cayó a los pies. «¿Qué más da? —pensó—. Nunca podré escapar. Además, ¿por qué debería hacerlo? Soy el compañero de Denna. ¿Adónde iría? ¿Cómo me las arreglaría sin que ella me dijera qué debo hacer?».
Denna cruzó una puerta y la cerró tras él. Había una ventana apuntada, adornada con unas sencillas cortinas, abierta a la oscuridad exterior. Asimismo había una cama con una gruesa manta y mullidos cojines. El suelo era de madera pulida. Había dos lámparas encendidas: una situada encima de la mesilla de noche y la otra encima de una mesa con una silla colocada en el otro extremo del cuarto. En una de las paredes, cerca de otra puerta, se veían armarios de madera oscura empotrados. Había un pedestal con una jofaina y una jarra.
—Éstas son mis habitaciones —le dijo Denna, desenganchando la cadena—. Puesto que eres mi compañero, si me complaces se te permitirá dormir aquí. —La mujer pasó la anilla de la cadena por encima de uno de los postes de la cama, cerca de los pies de la misma. Entonces chasqueó los dedos y señaló el suelo, a los pies de la cama—. Hoy dormirás aquí, en el suelo.
Richard bajó la vista hacia el suelo. El agiel aplicado sobre uno de sus hombros lo obligó a arrodillarse.
—He dicho que al suelo. Enseguida.
—Sí, ama Denna. Lo siento, ama Denna.
—Estoy agotada. Esta noche te quiero completamente callado. ¿Entendido?
El joven asintió con la cabeza, demasiado asustado para decir que sí.
—Muy bien. —La mujer se dejó caer sobre la cama y se durmió casi al instante.
Richard se frotó el hombro que le dolía. Hacía muchos días que no había sufrido la tortura del agiel. Al menos, no había decidido hacerlo sangrar. Tal vez no le gustaba ensuciar sus aposentos con sangre. Pero no, a Denna le gustaba su sangre. El joven se tumbó en el suelo. Sabía que al día siguiente la mord-sith iba a torturarlo y trató de no pensar en ello; aún se estaba recuperando del entrenamiento en Tamarang.
Richard se despertó antes que ella, pues le aterraba que lo despertara el agiel. Se oyó el largo repicar de una campana. Denna se despertó, se quedó tumbada de espaldas un rato sin decir nada y luego se levantó para comprobar que Richard estuviera despierto.
—La plegaria matinal —anunció—. La campana nos llama. Después de la plegaria, empezaré a entrenarte.
—Sí, ama Denna.
La mord-sith enganchó la cadena a su cinturón y lo guió por los pasillos hasta un patio a cielo abierto de forma cuadrada, con pilares que sostenían arcos en los cuatro lados. En el centro del patio se veía una extensión de arena blanca que había sido rastrillada para que formara líneas concéntricas alrededor de una oscura roca. Encima de la roca había una campana, la que había sonado antes. Sobre el suelo embaldosado, entre los pilares, se veía a gente arrodillada e inclinada hacia adelante, con la frente tocando el suelo.
Todos cantaban al unísono: «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».
Aquella salmodia se repetía una y otra vez. Denna chasqueó los dedos y señaló el suelo. Richard se arrodilló, imitando a los demás. Denna se arrodilló junto a él e inclinó la frente hasta las baldosas. En esta posición se unió al canto colectivo, pero se detuvo al darse cuenta de que Richard no cantaba.
—Por no cantar, dos horas —le dijo con gesto hosco—. Si tengo que recordártelo otra vez, serán seis.
—Sí, ama Denna.
Richard se puso a cantar enseguida. Tenía que pensar en la trenza de Denna para ser capaz de pronunciar aquellas palabras sin que la magia le causara dolor. El joven no estuvo seguro de cuánto duró el cántico, pero le pareció que transcurrían unas dos horas. La espalda le dolía por estar inclinado, con la cabeza tocando el suelo. Las palabras nunca variaban. Al cabo de un tiempo, se le mezclaron en un galimatías que le trabucaba la lengua.
Cuando la campana sonó dos veces, la gente se levantó y se dispersó en diferentes direcciones. Denna se puso de pie. Richard se quedó donde estaba, sin saber qué debía hacer. Era consciente de que podía meterse en líos si se quedaba allí, inmóvil, pero si se levantaba sin permiso, el castigo sería mucho peor. Oyó unos pasos que se acercaban, pero no miró.
—Hermana Denna, qué alegría verte de nuevo —dijo una ronca voz de mujer—. D’Hara no era lo mismo sin ti.
¡D’Hara! En su mente ofuscada por causa del entrenamiento, aquella palabra inflamó sus pensamientos. Instantáneamente conjuró la imagen de la trenza de Denna para que lo protegiera.
—Hermana Constance, me alegro de estar de nuevo en casa y volver a verte.
Richard se dio cuenta de que Denna era sincera. El agiel le rozó la nuca, dejándolo sin respiración. El joven sintió como si alguien le apretara una soga alrededor del cuello. Por el modo de sostener el instrumento, supo que no era Denna.
—¿Y qué tenemos aquí? —preguntó Constance.
La mord-sith apartó el agiel. Tosiendo de dolor, Richard respiró a bocanadas. Cuando Denna le ordenó que se levantara, el joven así lo hizo, deseando poder esconderse detrás de ella. Constance era corpulenta, bastante más baja que Denna y llevaba ropas de piel iguales a las de Denna, aunque las suyas eran marrones. También ella llevaba una trenza, pero el suyo era un cabello color castaño apagado que no poseía la vitalidad del de Denna. Por la expresión de su rostro, se diría que acababa de comer algo que le había sentado mal.
—Mi nuevo compañero —lo presentó Denna, dándole un ligero golpe en el estómago con el dorso de la mano.
—Compañero —repitió Constance desdeñosa, pronunciando la palabra como si le dejara un gusto amargo en la boca—. De verdad, Denna, nunca comprenderé cómo soportas tomar un compañero. Sólo pensarlo se me revuelve el estómago. Ah, por la espada veo que es el Buscador. Buena captura, desde luego. Supongo que fue difícil.
—Solamente mató a dos de mis hombres antes de tratar de usar su magia contra mí —le explicó Denna con una petulante sonrisa. Constance pareció tan impresionada que Denna se echó a reír—. Procede de la Tierra Occidental.
—¡No! —exclamó muy sorprendida la otra mord-sith—. ¿Lo has quebrado ya? —inquirió, mirando fijamente a Richard a los ojos.
—Sí —contestó Denna con un suspiro—. Pero aún me da motivos para sonreír. Apenas han acabado los rezos matinales y ya se ha ganado dos horas de castigo.
Constance sonrió de oreja a oreja.
—¿Te importa si te acompaño? —inquirió.
—Ya sabes que todo lo mío es tuyo, Constance —contestó Denna, sonriendo cálidamente—. De hecho, tú serás mi segunda.
Constance se mostró complacida y orgullosa. Richard tuvo que pensar furiosamente en la trenza de Denna, pues notaba que empezaba a encolerizarse.
—De hecho, y sólo por tratarse de ti, te lo prestaré por una noche si así lo deseas —le ofreció Denna a su amiga con aire cómplice. Constance reaccionó con disgusto y Denna se echó a reír—. Si nunca lo pruebas, no sabrás si te gusta o no.
—Obtendré placer de su carne de otros modos —repuso Constance, ceñuda—. Voy a ponerme ropas rojas y me reuniré contigo.
—No… El marrón está bien, por ahora.
Constance escrutó el rostro de su amiga.
—Esto no es propio de ti, Denna.
—Tengo mis razones. Además, fue el amo Rahl en persona quien me encargó a éste.
—¿El amo Rahl en persona? En ese caso, será como tú digas. Después de todo, es tuyo y puedes hacer con él lo que te plazca.
La sala de entrenamiento era una simple habitación cuadrada con paredes y suelo de granito gris y un techo de vigas. Cuando entraban, Constance le puso la zancadilla. Richard cayó de cara y, antes de poder contenerse, se inflamó de ira. La mord-sith, muy complacida consigo misma, observó cómo el joven luchaba por recuperar el control.
Denna ató las muñecas y los codos, juntos, a la espalda, mediante un dispositivo especial. El dispositivo iba unido a una soga enrollada en una polea sujeta al techo. La mord-sith lo alzó hasta que Richard se sostuvo de puntillas antes de amarrar la soga. El dolor que sentía en los hombros era espantoso, tanto que casi no podía respirar, y eso que todavía no lo había tocado con el agiel. Richard estaba indefenso, desequilibrado y el dolor lo atormentaba ya antes de que empezara la sesión de tortura. La desesperanza lo invadió.
Denna se sentó en una silla situada junto a la pared y animó a Constance a que se divirtiera un poco. Cuando Denna lo entrenaba solía sonreír, pero Constance no sonrió ni una sola vez. Ella hacía su trabajo concienzudamente, como un buey uncido al yugo. Mientras lo torturaba se le soltaban mechones de cabello y a los pocos minutos ya tenía el rostro cubierto por una pátina de sudor. Nunca variaba el modo de aplicar el agiel; siempre era igual, con dureza, aspereza y rabia. Richard no tenía que prever nada, pues no había ninguna pausa. Constance lo torturaba siguiendo un ritmo constante y sin darle ni un instante de tregua. No obstante, no lo hizo sangrar. Denna contemplaba la escena sentada en una silla apoyada contra la pared y una perpetua sonrisa en los labios. Finalmente Constance se detuvo. Richard jadeaba y gemía.
—Aguanta bien. Hacía mucho tiempo que no tenía que emplearme tan a fondo. Todas las mascotas que he tenido últimamente se vienen abajo con sólo tocarlas.
Las patas delanteras de la silla en la que estaba sentada Denna golpearon contra el suelo.
—Quizá pueda ayudarte, hermana Constance. Permíteme que te indique sus puntos débiles.
Denna se colocó detrás de Richard y esperó, haciendo que el joven se estremeciera, previendo lo que no llegaba. Justo cuando dejó de contener la respiración, el agiel se hundió en un punto especialmente sensible del costado derecho. Richard chilló, mientras la mord-sith seguía presionando. El joven fue incapaz de seguir aguantando su peso. La soga tiró de los hombros con tanta fuerza que tuvo la impresión de que los brazos se le iban a salir de las articulaciones. Con una mueca burlona, Denna mantuvo allí el agiel hasta que Richard se echó a llorar.
—Por favor, ama Denna —sollozó—. Os lo suplico.
—¿Lo ves? —dijo Denna a Constance, retirando el agiel.
—Ojalá tuviera tu talento, Denna.
—Éste es otro de sus puntos débiles. —La mord-sith le arrancó más gritos—. Y aquí hay otro, y otro más. No te importa que muestre a Constance tus puntos débiles, ¿verdad? —Denna se colocó frente a Richard y le sonrió.
—Por favor, ama Denna, no. Duele demasiado.
—¿Qué te decía? Está encantado.
Denna fue a sentarse de nuevo en la silla, mientras a Richard se le caían las lágrimas. Constance no sonrió, simplemente se puso manos a la obra y pronto lo tuvo suplicando entrecortadamente. Constance era peor que Denna porque nunca variaba la presión con la que aplicaba el agiel. Además, no le daba ni un momento de respiro. Richard aprendió a temerla más que a Denna. A veces, Denna mostraba una extraña compasión, pero Constance nunca. En un momento dado, Denna tuvo que decirle a la otra mord-sith que se detuviera y esperara un instante, pues si continuaba iba a dejarlo imposibilitado. Constance acataba los deseos de Denna y permitía que fuese ella quien llevase la voz cantante.
—No es preciso que te quedes si tienes cosas que hacer. A mí no me importa.
Richard sintió una oleada de miedo y pánico. No quería quedarse a solas con Constance. Sabía que Constance deseaba hacerle cosas que Denna no quería que le hiciera, no sabía qué, pero debían de ser cosas terribles.
—La próxima vez ya te dejaré a solas con él… para que hagas el entrenamiento a tu manera. Pero hoy me quedo.
El joven procuró no demostrar el alivio que sentía. Constance volvió al trabajo.
Al rato, cuando estaba detrás de él, Constance le agarró un mechón de pelo y le tiró bruscamente la cabeza hacia atrás, con dureza. Richard sabía perfectamente qué anunciaba aquello y todo el dolor que Constance iba a causarle, el dolor de que le metiera el agiel en el oído. El joven temblaba incontrolablemente, y el miedo apenas le dejaba respirar.
—No lo hagas, Constance —dijo Denna, levantándose de la silla.
Constance miró a su víctima con los dientes apretados, tirándole la cabeza hacia atrás con más fuerza.
—¿Por qué no? Ya se lo habrás hecho, ¿no?
—Sí, pero no quiero que se lo hagas. El amo Rahl aún no ha hablado con él. No quiero correr riesgos.
—Denna, hagámoslo juntas —propuso Constance con una amplia sonrisa—, las dos a la vez. Tú y yo. Como solíamos hacer.
—Ya te lo he dicho; el amo Rahl quiere hablar con él.
—Después de hacérselo.
—Hace mucho tiempo que no oigo ese grito —rememoró Denna con una sonrisa. Entonces miró a Richard a los ojos y añadió—: Si el amo Rahl no lo mata, o él no muere antes por… otras cosas, sí, se lo haremos juntas. ¿Vale? Pero ahora no. Constance, por favor, respeta mis deseos y no le metas el agiel en el oído.
Constance hizo un gesto de asentimiento y soltó el pelo a Richard.
—No creas que te has librado —le espetó, airada—. Tarde o temprano tú y yo nos quedaremos solos y entonces… ¡vaya si me divertiré contigo!
—Sí, ama Constance —susurró Richard con voz ronca.
Acabado el entrenamiento, las mord-sith fueron a almorzar. Richard las siguió, unido por la cadena al cinturón de Denna. El comedor era una sala elegante por su sencillez, revestida con paneles de madera de roble y suelo de mármol blanco. En el aire flotaba el murmullo de las conversaciones de las personas sentadas a las mesas. Denna chasqueó los dedos y señaló con un dedo el suelo, detrás de su silla. Los criados llevaron comida a las dos mord-sith, pero no a Richard. El almuerzo consistía en una sopa de aspecto suculento, queso, pan negro y fruta, sin nada de carne. Todo olía tan bien que a Richard se le hizo la boca agua. A medio almuerzo, Denna se volvió hacia él y le dijo que él no almorzaría por haberse ganado un castigo de dos horas por la mañana y añadió que, si se portaba bien, podría cenar.
Después de los rezos de la tarde, Richard tuvo que soportar varias horas más de entrenamiento a manos de Denna y Constance. Los esfuerzos del joven por no cometer ningún error fueron recompensados con una cena consistente en arroz y verduras. Tras la cena, hubo más rezos y más entrenamiento, hasta que, por fin, dejaron a Constance y regresaron a las habitaciones de Denna. Richard estaba exhausto y andaba encorvado por el dolor.
—Prepárame el baño —le ordenó la mord-sith, mostrándole un pequeño cuarto adyacente a su alcoba. El cuarto estaba completamente vacío, excepto por una soga fijada a un dispositivo en el techo y una bañera en una esquina. Denna le explicó que ese cuarto lo usaba para entrenar a sus mascotas sin salir de sus aposentos, que no quería sangre en su alcoba y que la soga era para dejarlo colgado toda la noche, si así lo deseaba. Denna le prometió que pasaría mucho tiempo en aquel cuartito.
Después de obligarlo a arrastrar la tina hasta los pies de su cama, la mord-sith le ordenó que la llenara con cubos de agua caliente. Le prohibió que hablara con nadie, ni siquiera si le dirigían la palabra, y que corriera con los cubos, para que el agua de la bañera no se enfriara antes de llenarse. Si no seguía al pie de la letra sus instrucciones cuando ella no lo veía, lo amenazó, el dolor de la magia lo dejaría paralizado y, si tenía que ir ella a buscarlo, lamentaría haberla decepcionado. El lugar al que debía ir a buscar el agua era un manantial de agua caliente rodeado por bancos de mármol blanco y situado a una considerable distancia de los aposentos de Denna. Cuando consiguió llenar la bañera, Richard sudaba, agotado.
Mientras ella se remojaba en la bañera, Richard le frotó la espalda, le deshizo la trenza y la ayudó a lavarse el pelo.
Denna colocó ambos brazos a los lados de la bañera, recostó la cabeza, cerró los ojos y se relajó. Richard siguió arrodillado a su lado por si necesitaba algo.
—No te gusta Constance, ¿verdad?
Richard no supo qué responder. No quería hablar mal de su amiga, pero si mentía se ganaría un castigo.
—Yo… me da miedo, ama Denna.
—Una respuesta muy inteligente, amor mío. —Denna sonreía, manteniendo los ojos cerrados—. No estarás tratando de hacerte el gracioso, ¿verdad que no?
—No, ama Denna. Os he dicho la verdad.
—Bien. Haces bien en tenerle miedo. Constance odia a los hombres. Cada vez que mata a uno, grita el nombre del hombre que la quebró: Rastin. ¿Recuerdas que te conté que el hombre que me quebró a mí me convirtió en su compañera y que luego lo maté? Pues antes de eso fue el entrenador de Constance. Se llamaba Rastin. Él fue quien la quebró. Constance me dijo cómo podía matarlo. Por eso yo haría cualquier cosa por ella, y ella por mí, en agradecimiento por haber matado al hombre que detestaba.
—Sí, ama Denna. Pero, ama Denna, por favor, no me dejéis solo con ella.
—Te sugiero que pongas los cinco sentidos en cumplir tus deberes. Si lo haces y no te ganas demasiadas horas de castigo, te seguiré entrenando yo. ¿Lo ves? ¿Ves lo afortunado que eres de tener un ama tan amable como yo?
—Sí, ama Denna, gracias por enseñarme. Sois una gran maestra.
La mord-sith abrió un ojo para asegurarse de que Richard no se burlaba de ella. El joven estaba completamente serio.
—Tráeme una toalla y coloca el camisón en la mesilla de noche.
Richard la ayudó a secarse el cabello con una toalla. Denna no se puso el camisón, sino que se tendió en el lecho con el cabello aún húmedo desparramado sobre la almohada.
—Apaga la lámpara que hay encima de la mesa. —Richard obedeció al instante—. Y ahora tráeme el agiel, amor mío.
Richard se estremeció. Odiaba tener que llevarle el instrumento de tortura, pues sólo tocarlo le causaba dolor. Pero sabía que, si vacilaba, aún sería peor, por lo que apretó los dientes, cogió el agiel y lo sostuvo entre las palmas abiertas. El dolor vibraba en sus codos y hombros. Ardía en deseos de que Denna lo cogiera. La mujer había amontonado los cojines contra la cabecera de la cama y lo observaba, ligeramente incorporada. Cuando cogió el agiel, Richard expulsó aire profundamente.
—Ama Denna, ¿por qué a vos no os duele al tocarlo?
—Sí que me duele, como a ti. Me duele porque fue el usado para entrenarme a mí.
—¿Estáis diciendo que durante todo el tiempo que lo sostenéis, mientras me entrenáis, os duele? —inquirió Richard, muy sorprendido.
Denna asintió con la cabeza e hizo rodar el agiel entre los dedos, apartando por un instante la mirada del joven. Entonces le sonrió con el entrecejo ligeramente fruncido.
—Son escasos los momentos en los que no siento dolor de un tipo o de otro. Ésta es una de las razones por las que cuesta tantos años entrenar a una mord-sith, a enseñarnos a vivir con el dolor. Supongo que también por eso las mord-sith son mujeres; los hombres son demasiado débiles. La cadena que me ciñe la muñeca me permite llevar el agiel colgado y entonces no me duele. Pero cuando se lo aplico a alguien, me produce un dolor continuo.
—No tenía ni idea —dijo Richard, muy angustiado—. Lo siento, ama Denna. Siento que os duela y que debáis sufrir para enseñarme.
—El dolor también puede producir placer, amor mío. Ésta es una de las cosas que trato de enseñarte. Y ahora basta de charla. Es hora de que iniciemos una nueva lección. —Los ojos de la mujer recorrieron el cuerpo del joven.
Richard reconoció esa mirada y percibió que a la mujer se le aceleraba la respiración.
—Pero, ama Denna, acabáis de bañaros y yo estoy sudoroso.
—Me gusta tu sudor —replicó la mord-sith con una leve sonrisa de torcido. Entonces, sin apartar los ojos de los de Richard, se puso el agiel entre los dientes.
Los días transcurrieron con una embrutecedora monotonía. A Richard no le importaba participar en los rezos, pues era mejor que ser entrenado y torturado. Pero odiaba tener que repetir aquellas palabras, cosa que únicamente conseguía concentrándose en la trenza de Denna. De hecho, entonar las mismas frases hora tras hora, de rodillas y con la cabeza pegada a las baldosas era casi tan pesado como el entrenamiento. A veces, Richard se despertaba por la noche o por la mañana cantando: «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».
Denna ya no vestía de rojo, sino que ahora vestía ropas de piel blanca. La mujer le explicó que era el símbolo de que ya lo había quebrado, de que era su compañero, y que para demostrar su poder sobre él había decidido no hacerlo sangrar más. A Constance esto último no le gustaba. Para Richard no significó una gran diferencia, pues el agiel dolía igual tanto si sangraba como si no. La mitad de su entrenamiento corría a cargo de Constance, la cual, cuando no estaba con ellos, se marchaba a entrenar a una nueva mascota. Constance insistía cada vez más en que quería quedarse a solas con Richard, pero Denna no lo permitía. Constance se entregaba al entrenamiento de Richard en cuerpo y alma. Cuanto más la conocía, más la temía Richard. Denna le sonreía cada vez que pedía a su hermana mord-sith que siguiera ella con el entrenamiento.
Un día, después de los rezos de la tarde, cuando Constance no estaba presente, Denna decidió entrenarlo en el pequeño cuarto adyacente a sus habitaciones. La mord-sith lo alzó en el aire por la cuerda hasta que Richard apenas tocaba el suelo.
—Ama Denna, con vuestro permiso, ¿vais a permitir que a partir de ahora me entrene el ama Constance?
La pregunta tuvo un efecto inesperado en Denna. La mujer se quedó mirándolo fijamente, mientras su rostro se ponía rojo de rabia. Entonces, empezó a golpearlo con el agiel, hincándoselo en la carne, gritándole que no valía nada, que era un pobre infeliz y que estaba harta de su cháchara. Denna era una mujer fuerte y lo golpeaba con el agiel con todas sus fuerzas, sin parar.
Richard no recordaba haberla visto nunca tan enfadada, ni que se mostrara tan severa y cruel con él. Al poco rato ya era incapaz de recordar nada, ni siquiera su propio nombre. El joven se retorcía de dolor, sin poder hablar, ni suplicarle y la mayor parte del tiempo sin poder apenas respirar. Denna no aflojó ni bajó el ritmo ni una sola vez. Cuando más lo maltrataba, más enfadada parecía. Richard vio sangre en el suelo, mucha sangre, que también manchaba las prendas blancas de la mord-sith. La mujer respiraba entrecortadamente por el esfuerzo y la cólera que aún sentía. La trenza se le había deshecho.
La mord-sith lo agarró por el pelo y le tiró la cabeza hacia atrás. Sin advertirlo, le introdujo el agiel en una oreja, con más fuerza que nunca antes, repitiéndolo una y otra vez. El tiempo se convirtió en una eternidad. Richard ya no sabía quién era, ni lo que estaba ocurriendo. Ya ni siquiera trataba de suplicar, ni de gritar, ni de resistir.
Jadeando de cólera, la mujer se detuvo y anunció:
—Voy a cenar. —Richard sintió un atroz dolor cuando la magia lo invadió. Lanzó un grito ahogado y abrió mucho los ojos—. Mientras esté fuera, y te advierto que no tendré ninguna prisa en volver, sufrirás el dolor de la magia. No podrás perder el sentido ni detenerlo. Si permites que la ira te abandone, el dolor aumentará. Y te abandonará, te lo aseguro.
La mord-sith se encaminó a la pared y alzó la cuerda hasta que Richard quedó colgado en el aire. El joven lanzó un grito. Sentía como si le arrancaran los brazos.
—Que te diviertas. —Denna giró sobre sus talones y se marchó.
Richard se quedó haciendo equilibrios en la línea que separa la cordura y la locura. El dolor que lo atenazaba le impedía controlar la ira, como Denna le había asegurado que pasaría. El joven se consumía en las llamas de sufrimiento. Era aún peor ahora que Denna no estaba allí. Richard nunca se había sentido tan solo, tan indefenso, y el dolor no le permitía ni siquiera llorar; lo único que podía hacer era dar agónicas boqueadas.
El joven no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba solo cuando, de pronto, cayó al suelo. Entonces vio las botas de Denna a ambos lados de su cabeza. Aunque la mujer puso fin al dolor de la magia, Richard seguía estando indefenso, con los brazos atados a la espalda. El atroz dolor en los hombros no desapareció. El joven se echó a llorar en el suelo manchado con su propia sangre, mientras Denna se quedaba de pie sobre él.
—Ya te lo dije —siseó la mord-sith con los dientes apretados—, eres mi compañero de por vida. —El joven percibía la entrecortada respiración de Denna, así como su cólera—. Antes de que empiece a hacerte cosas mucho peores y ya no puedas hablar, quiero que me expliques por qué prefieres que te entrene Constance.
Haciendo un esfuerzo por hablar, Richard tosió y escupió sangre.
—¡Ésa no es una respuesta! ¡De rodillas! ¡Vamos!
Richard trató de ponerse de rodillas pero, con los brazos a la espalda, no pudo. Denna le cogió un mechón de cabellos y tiró hacia arriba. Mareado, el joven se desplomó contra ella y el rostro cayó sobre la húmeda sangre que cubría el abdomen de la mujer. Era su propia sangre.
Denna lo apartó de sí empujándole la frente con la punta del agiel. Esto le hizo abrir los ojos de golpe. Levantó la vista para contestarle, pero Denna lo abofeteó con el dorso de la mano.
—¡Mira al suelo cuando me hables! ¡Nadie te ha dado permiso para que me mires! —Richard clavó los ojos en las botas de la mujer—. ¡Se te acaba el tiempo! ¡Responde mi pregunta!
Richard tosió de nuevo, expulsando más sangre, que le corrió por el mentón. Tenía que hacer esfuerzos para no devolver.
—Porque sé que usar el agiel os causa dolor, ama Denna —respondió con voz ronca—. Sé que sufrís al entrenarme. Quería que lo hiciese el ama Constance para evitaros a vos el dolor. No quiero que sufráis. Sé el dolor que produce el agiel, vos misma me lo habéis enseñado. Ya os han hecho suficiente daño y no quiero que os hagan más. Prefiero que me castigue el ama Constance a que vos sufráis.
De rodillas, Richard pugnó por mantener el equilibrio. Sobrevino un largo silencio. El joven mantuvo la vista fija en las botas y tosió levemente, tratando de respirar pese al dolor que sentía en los hombros. Parecía que el silencio iba a ser eterno. Richard no sabía qué hacer.
—No te comprendo, Richard Cypher —dijo al fin Denna, suavemente. Ahora su voz ya no sonaba airada—. Que los espíritus me lleven si te entiendo.
La mujer soltó el dispositivo que le mantenía los brazos atrás y, sin decir ni media palabra más, abandonó el cuarto. Richard no pudo extender del todo los brazos y cayó de cara. Luego no trató de ponerse de pie, sino que se quedó tirado en el suelo, llorando.
Transcurrido un rato, oyó la campana que llamaba para los rezos de la noche. Denna regresó, se agachó junto a él, lo rodeó cariñosamente con un brazo y lo ayudó a levantarse.
—No podemos perdernos los rezos —le explicó suavemente, al mismo tiempo que se enganchaba la cadena al cinturón.
Era impresionante ver toda la sangre que le cubría las prendas de piel blanca, así como el rostro y el cabello. Mientras se dirigían al patio de oración, personas que normalmente le dirigían la palabra desviaban la mirada y se apartaban para dejarla pasar. Arrodillado con la cabeza tocando el suelo, Richard sentía tal dolor en las costillas que apenas podía respirar y mucho menos cantar. No tenía ni idea de qué estaba diciendo, pero Denna no lo corrigió y él siguió cantando. El joven no podía explicarse cómo era capaz de mantenerse erguido tanto tiempo, sin caer hacia un lado.
Cuando la campana repicó dos veces, Denna se puso en pie, pero no lo ayudó. Constance se acercó a ellos con una peculiar sonrisa en los labios.
—Caramba, Denna, parece que te has divertido de lo lindo —comentó, propinando un bofetón a Richard. Pero éste logró mantenerse en pie—. Has sido un niño malo, ¿verdad?
—Sí, ama Constance.
—Pero muy, muy malo. Qué delicia. —La mord-sith tornó sus hambrientos ojos hacia Denna—. Estoy libre. Vamos a enseñarle qué son capaces de hacer dos mord-sith juntas.
—No. Esta noche no, Constance.
—¿No? ¿Qué quieres decir con no?
—¡No es que no! —estalló Denna—. ¡Él es mi compañero y pienso entrenarlo como tal! ¿Quieres venir y mirar cómo nos acostamos? ¿Quieres mirar lo que le hago mientras tengo el agiel entre los dientes?
Richard se encogió. De modo que era eso lo que Denna planeaba. Si se lo hacía esa noche, con lo malherido que ya estaba…
Unas personas ataviadas con túnicas blancas —según Denna misioneros— contemplaban la escena con gran interés. Constance las miró a su vez con dureza y ellas se alejaron precipitadamente. Ambas mord-sith estaban coloradas, Denna de rabia y Constance de vergüenza.
—Claro que no, Denna —respondió Constance, bajando la voz—. Lo siento. No lo sabía. Dejaré que lo entrenes sola. —Entonces dirigió a Richard una mueca burlona—. Parece que ya tienes suficientes problemas, chico. Espero que estés a la altura.
A modo de despedida, la mujer le hundió el agiel en el estómago. Sintiéndose mareado, Richard gimió y se llevó una mano al estómago. Denna lo sostuvo poniéndole una mano debajo del brazo. Después de lanzar una airada mirada a Constance, la mord-sith echó a andar, esperando que su compañero la siguiera, cosa que hizo.
Una vez de vuelta en las habitaciones de la mujer, ésta le tendió el cubo. Richard a punto estuvo de derrumbarse al pensar en el esfuerzo que debería realizar.
—Ve a buscar un cubo de agua caliente —le ordenó Denna.
Richard sintió un tremendo alivio al saber que no tendría que llenar toda la bañera. Un tanto confundido, fue a buscar el agua. Denna parecía estar enfadada, pero no con él. Después de dejar el cubo en el suelo, Richard esperó con la cabeza inclinada. Denna acercó la silla, y el joven se sorprendió de que lo hubiera hecho ella misma.
—Siéntate —le dijo. Entonces, fue hasta la mesilla de noche y regresó con una pera. Denna miró y remiró la fruta durante un momento, dándole vueltas en la mano y frotándola un poco con el pulgar, tras lo cual se la ofreció, diciéndole—: He traído esto de la cena, pero ya no tengo hambre. Cómetela; tú no has cenado.
Richard miró la pera que la mujer le ofrecía y declinó.
—No, ama Denna, es vuestra.
—Sé de quién es, Richard —contestó ella con voz aún tranquila—. Haz lo que te digo.
El joven cogió la pera y se la comió entera, incluso las semillas. Denna se arrodilló y empezó a lavarlo. Richard no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, pero le dolía, aunque no era nada comparado con el agiel. Se preguntaba por qué Denna hacía aquello, cuando lo que tocaba era más entrenamiento. Denna pareció percibir sus pensamientos.
—Me duele la espalda —explicó.
—Lo lamento, ama Denna. Es culpa mía, por haberme portado mal.
—Estate quieto —le pidió Denna—. Hoy quiero dormir sobre una superficie dura, por la espalda. Así pues, dormiré en el suelo y tú dormirás en mi cama. Pero antes tengo que limpiarte porque no quiero que me la manches con sangre.
Richard se quedó perplejo. En el suelo cabían los dos, de sobra, y no sería la primera vez que él manchaba con su sangre la cama de Denna. En el pasado, a ella no le había importado. Pero el joven decidió que no era asunto suyo y no preguntó.
—Muy bien —dijo la mujer al acabar—, ahora métete en la cama.
Richard se tumbó en el lecho bajo la mirada de Denna. Entonces, con gesto resignado, cogió el agiel de la mesilla de noche, lo que le causó dolor en el brazo, y se lo tendió, deseando que esa noche no le hiciera sufrir más.
Denna cogió el agiel y lo dejó de nuevo en la mesilla.
—Esta noche no. Ya te he dicho que me duele la espalda. Ahora, duerme —añadió, apagando la lámpara.
El joven oyó cómo se tendía en el suelo, mascullando en voz baja una maldición. Richard estaba demasiado agotado para pensar y se quedó dormido inmediatamente.
Cuando el repique de la campana lo despertó, Denna ya se había levantado. Se había limpiado la sangre de su blanco atuendo y se había peinado. Mientras se dirigían al patio de oración, no le dijo nada. Arrodillarse le dolía, por lo que Richard se alegró cuando los rezos se acabaron. No vio a Constance. Caminando detrás de la mujer, giró hacia la sala de entrenamientos, pero Denna siguió adelante y la cadena se tensó. El dolor lo hizo detenerse de golpe.
—Por ahí no —dijo Denna.
—Como digáis, ama Denna.
Después de recorrer durante un rato pasillos que parecían interminables, la mord-sith le lanzó una mirada de impaciencia y le ordenó:
—Camina a mi lado. Vamos a dar un paseo. A veces me gusta dar paseos. Cuando me duele la espalda, eso me alivia.
—Lo siento, ama Denna. Confiaba en que hoy estuvierais mejor.
La mujer le echó una rápida mirada y luego volvió la vista al frente.
—No lo estoy. Así pues, daremos un paseo.
Richard nunca se había alejado tanto de las habitaciones de Denna. Los ojos se le iban hacia cosas nunca vistas. De vez en cuando, encontraban patios semejantes al que solían acudir para rezar. Eran lugares abiertos, con una roca en el centro y una campana. En algunos había hierba en lugar de arena, y otros tenían incluso un pequeño estanque de aguas transparentes por las que se deslizaban grupos de peces, y una roca en el centro. A veces, los corredores eran tan anchos como salas, tenían el suelo cubierto de baldosas decoradas, profusión de arcos y columnas, y altísimos techos. Eran pasillos luminosos y la luz entraba a raudales por las ventanas.
Se veían personas por todas partes, la mayoría de ellas ataviadas con túnicas blancas o de algún otro color pálido. Nadie parecía tener prisa, pero casi todo el mundo se movía como si supiera adónde ir, aunque también había gente, poca, sentada en bancos de mármol. Richard apenas vio soldados. La mayoría de la gente pasaba al lado de Denna y Richard como si fueran invisibles, aunque algunas personas sonreían y saludaban a la mord-sith.
El palacio era increíblemente grande; las salas y pasillos se extendían hasta perderse de vista. Había anchas escaleras que conducían arriba o abajo, hacia partes desconocidas del enorme edificio. En una sala se exhibían estatuas de desnudo en actitud arrogante. Casi todas las esculturas, de piedra tallada y pulida, eran blancas, aunque algunas mostraban vetas doradas, y todas ellas medían el doble que Richard. El joven no vio ni un solo rincón oscuro, feo o que estuviera sucio; todo lo que vio era muy hermoso. Los pasos de la gente resonaban en los pasillos como reverentes susurros. Richard se extrañaba de que un lugar de tales dimensiones hubiera sido concebido y, sobre todo, construido. Debía de haber costado generaciones.
Denna lo condujo a un amplio patio a cielo abierto. El musgoso suelo estaba cubierto por árboles adultos, y un sendero de losas de arcilla marrones serpenteaba por el corazón de un bosquecillo. Ambos pasearon por ese sendero. Richard contemplaba los árboles, que eran hermosos aunque no tuvieran hojas. Denna lo observaba.
—Te gustan los árboles, ¿verdad?
—Mucho, ama Denna —respondió el joven en un susurro, mirando a su alrededor.
—¿Por qué te gustan?
—Me parece que forman parte de mi pasado —contestó Richard, después de un instante de reflexión—. Creo recordar que yo antes era guía en un bosque. Pero apenas recuerdo nada de eso, ama Denna, excepto que me gustaba mucho el bosque.
—Cuando a uno lo han quebrado, olvida cosas de su pasado —le explicó la mord-sith en voz baja—. Cuanto más te entrene, más te olvidarás de tu vida anterior, excepto las cosas específicas que yo te pregunte. Muy pronto lo olvidarás todo.
—Sí, ama Denna. Ama Denna, ¿qué lugar es éste?
—Es el Palacio del Pueblo. Es la sede del poder en D’Hara, el hogar del amo Rahl.
Almorzaron en un lugar distinto al acostumbrado. Por alguna razón que Richard no entendía, Denna lo hizo sentarse en una silla. Asistieron a los rezos de la tarde en uno de los patios con un estanque en vez de arena y, después, continuaron recorriendo más pasillos hasta que, a la hora de la cena, ya se encontraban en su ala del palacio. El paseo sentó bien a Richard; necesitaba estirar los músculos.
Tras las plegarias de la noche, regresaron a los aposentos de Denna, donde la mujer le ató los brazos a la espalda con la soga y lo alzó en el aire, aunque los pies todavía podían tocar el suelo. El joven aún sentía dolor en sus maltrechos hombros, pero apenas se estremeció ligeramente.
—¿Os duele menos la espalda, ama Denna? ¿Os ha sentado bien el paseo?
—Lo puedo aguantar.
La mujer caminó lentamente a su alrededor, contemplando el suelo. Finalmente, se detuvo frente a él y durante un rato hizo rodar el agiel entre los dedos, examinando el instrumento.
—Dime que te parezco fea —dijo al fin, su voz apenas un susurro y sin alzar los ojos.
Richard la miró hasta que los ojos de Denna buscaron los suyos.
—No —replicó—. Eso sería una mentira.
—Has cometido un error, amor mío —dijo la mord-sith con una triste sonrisa—. Has desobedecido una orden directa y has olvidado el tratamiento que me corresponde.
—Lo sé, ama Denna.
Denna cerró los ojos, pero al hablar su voz había recuperado parte de su energía.
—No me causas más que problemas. No sé por qué el amo Rahl me ha cargado con la responsabilidad de entrenarte. Acabas de ganarte dos horas de castigo.
La mord-sith lo torturó durante dos horas. No lo hizo tan duramente como de costumbre, aunque sí lo suficiente para arrancarle gritos de dolor. Después del entrenamiento, le dijo que la espalda todavía le dolía, por lo que volvió a dormir en el suelo mientras que él ocupó la cama.
En los siguientes días volvieron a la rutina, aunque el entrenamiento no era tan largo ni duro como antes, excepto cuando Constance estaba presente. Denna vigilaba muy de cerca a su hermana mord-sith y se entremetía más que en el pasado. A Constance no le gustaba y, en ocasiones, lanzaba a Denna miradas furibundas. Cuando Constance se mostraba más severa de lo que Denna deseaba, no la invitaba a participar en la próxima sesión.
Gracias a que el entrenamiento era más suave, Richard empezó a recuperar la claridad mental y a recordar cosas sobre su pasado. Unas pocas veces, cuando a Denna le dolía la espalda, daban largos paseos por el asombroso y hermoso palacio.
Un día, tras las plegarias de la tarde, Constance quiso asistir al entrenamiento. Denna accedió, sonriente. Constance pidió permiso para llevar ella el entrenamiento y Denna se lo dio. Constance torturó a Richard con saña, hasta el punto de que el joven lloraba lágrimas de sufrimiento. Richard esperaba que Denna pusiera fin a aquello, pues ya no podía aguantar más. Cuando, finalmente, Denna se levantó de la silla, un hombre entró en la sala.
—Ama Denna, el amo Rahl quiere veros.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
Denna suspiró.
—Constance, ¿acabarás tú la sesión?
Constance miró a Richard a los ojos y sonrió.
—Por supuesto, Denna.
Richard estaba aterrorizado, pero no osaba decir palabra.
—Ya casi habíamos acabado. Llévalo a mis habitaciones y déjalo allí. No tardaré.
—Será un placer, Denna. Confía en mí.
Denna se dispuso a marcharse. Constance se acercó mucho a Richard y le dirigió una sonrisa perversa. Lo agarró por el cinturón y se lo soltó. El joven no podía ni respirar.
—Constance —dijo Denna, volviendo sobre sus pasos y cogiendo a la otra mord-sith por sorpresa—, no le hagas eso.
—En tu ausencia, yo estoy a cargo de él, y haré lo que me plazca.
Denna se aproximó a Constance y le habló con el rostro casi pegado al de la otra.
—Es mi compañero y no quiero que le hagas eso. Y tampoco quiero que le introduzcas el agiel en la oreja.
—Haré lo que me…
—No, no lo harás. —Denna apretó con fuerza los dientes mientras miraba fijamente a la otra mujer, más baja que ella—. Fui yo quien cargó con el castigo cuando matamos a Rastin. Yo, no las dos, sino sólo yo. Hasta ahora nunca te lo había recordado, pero ahora lo hago. Ya sabes cómo me castigaron, y yo nunca les revelé que tú también habías participado. Él es mi compañero y yo soy su mord-sith. Tú no, yo. Respetarás mis deseos o tendremos problemas.
—Muy bien, Denna —resopló Constance—. Muy bien. Respetaré tus deseos.
—Eso espero, hermana Constance —repuso Denna, sin dejar de fulminarla con la mirada.
Constance acabó la sesión con todo el entusiasmo del que fue capaz, aunque casi nunca le aplicó el agiel donde Denna no quería. Richard era consciente de que el entrenamiento se estaba prolongando demasiado. De regreso a las habitaciones de Denna, Constance se pasó toda una hora golpeándolo, tras lo cual sujetó la cadena a los pies de la cama y le ordenó que esperara a Denna de pie.
La mord-sith acercó su rostro al de Richard tanto como pudo, considerando la diferencia de altura, y le agarró la entrepierna.
—Procura que no le pase nada a esto —le espetó desdeñosa—. No lo conservarás durante mucho tiempo. Tengo razones para creer que el amo Rahl me asignará a mí como tu entrenadora y, cuando lo haga, pienso modificar tu anatomía. Y me parece que no va a gustarte nada —añadió con una amplia sonrisa.
Richard montó en cólera, lo que desató el dolor de la magia. El joven cayó de rodillas. Constance abandonó la habitación riéndose. Richard logró controlar la cólera, pero el dolor no desapareció hasta que se puso de pie.
Por la ventana entraban los cálidos rayos del sol. Richard deseó que Denna regresara pronto. El sol se puso. La hora de la cena llegó y pasó, y Denna no regresaba. El joven empezó a preocuparse; tenía la sensación de que algo andaba mal. Entonces, oyó la campana que llamaba para los rezos de la noche, pero él no podía moverse, encadenado como estaba a la cama. Tal vez debía arrodillarse allí mismo, pero tampoco eso podía hacerlo pues le habían ordenado que esperara de pie. Tal vez debería entonar las plegarias, pero decidió que no importaba, pues no había nadie para oírlo.
Hacía rato que había anochecido, pero, por fortuna, las lámparas estaban encendidas y así, al menos, no tenía que esperar a oscuras. Los dos repiques de campana anunciaron el fin de los rezos. Denna no volvía. Llegó su hora de entrenamiento y pasó. Ni rastro de Denna. A Richard le consumía la preocupación.
Por fin, oyó la puerta que se abría. Denna mantenía la cabeza inclinada y se movía como si estuviera agarrotada. Iba despeinada y con la trenza deshecha. Cerró la puerta penosamente. Richard vio que tenía el rostro ceniciento y los ojos húmedos. La mujer no lo miró.
—Richard —dijo con apenas un hilo de voz—, lléname la bañera, ¿quieres? Necesito un baño. Me siento muy sucia.
—Claro que sí, ama Denna.
El joven arrastró la bañera y corrió tan rápido como pudo para llenarla. Nunca antes se había dado tanta prisa. La mujer esperaba de pie, mirando cómo Richard acarreaba un cubo tras otro. Al acabar, el joven se quedó de pie, jadeando.
—¿Me ayudas? —le pidió Denna, tratando de desabrocharse las prendas de piel con dedos temblorosos—. Me parece que sola no puedo.
Richard le quitó la ropa, mientras ella temblaba. El joven se estremeció, pues tuvo que arrancársela de la espalda, arrastrando con ella parte de la piel. El corazón le latía aceleradamente. La piel de Denna se veía cubierta de verdugones desde la nuca a los tobillos. Richard estaba asustado y sufría por el dolor de la mujer. El poder afloró en su interior con enorme fuerza, pero Richard no le prestó atención.
—Ama Denna, ¿quién os ha hecho esto?
—El amo Rahl. Me lo merecía.
El joven le sostuvo las manos y la ayudó a meterse en la tina. Denna lanzó un débil quejido al sumergirse lentamente en el agua caliente y se sentó rígidamente.
—Ama Denna, ¿por qué os ha hecho esto?
Denna se estremeció cuando el joven empezó a pasarle por la espalda un paño húmedo con jabón.
—Constance le dijo que estaba siendo demasiado blanda contigo. Me merezco el castigo. No he sido lo suficientemente dura en tu entrenamiento. Soy una mord-sith y debería haberme esforzado más. He recibido lo que me merecía.
—Vos no os merecéis esto, ama Denna, soy yo quien debería haber sido castigado.
La mujer se cogió a ambos lados de la bañera con manos temblorosas y Richard la fue lavando cuidadosamente. Con gran ternura le limpió el sudor de su nívea frente. Denna mantuvo la vista fija al frente durante todo el baño, aunque de vez en cuando se le escapaban algunas lágrimas.
—El amo Rahl quiere verte mañana —le dijo con voz trémula. Richard se interrumpió un segundo—. Lo siento, Richard. Mañana responderás a sus preguntas.
El joven alzó la vista hacia la faz de Denna, pero ésta no le devolvió la mirada.
—Sí, ama Denna —respondió Richard, que empezó a quitarle el jabón echándole agua, que cogía entre las manos a modo de cazoleta—. Dejad que os seque. —El joven lo hizo con infinito cuidado—. ¿Queréis sentaros, ama Denna?
—Creo que ahora mismo no sería capaz —contestó ella con una azorada sonrisa y volvió rígidamente la cabeza hacia el lecho—. Prefiero tenderme en la cama. —Denna cogió la mano que el joven le ofrecía—. Parece que no puedo dejar de temblar. ¿Por qué tiemblo así?
—Es por el dolor, ama Denna.
—He sufrido castigos mucho peores. Esto no ha sido más que un pequeño recordatorio de quién soy. Y, sin embargo, no puedo dejar de temblar.
La mujer se quedó tumbada boca abajo en la cama, mirando fijamente a Richard. El joven estaba tan preocupado que su mente empezó a funcionar de nuevo.
—Ama Denna, ¿sigue aquí mi mochila?
—En el armario. ¿Por qué?
—Quedaos tumbada, ama Denna. Voy a hacer algo, si es que me acuerdo cómo.
Richard sacó la mochila de uno de los estantes de arriba del armario, la dejó sobre la mesa y empezó a hurgar en el interior. Denna lo observaba con la cabeza ladeada y apoyada en el dorso de las manos. Debajo de un silbato consistente en un hueso tallado atravesado por una cinta de cuero, Richard halló el paquete que buscaba y que abrió sobre la mesa. A continuación, tomó un cuenco de hojalata, empuñó el cuchillo y dejó ambos objetos también encima de la mesa, mientras iba a buscar un tarro de crema del armario. Había visto cómo Denna se la untaba en la piel. Era justo lo que necesitaba.
—Ama Denna, ¿me permitís que use esto?
—¿Por qué?
—Por favor.
—Adelante.
Richard tomó todas las hojas de aum secas y cuidadosamente apiladas, y las puso dentro del cuenco de hojalata. Lugo seleccionó otras hierbas que recordaba por el olor, aunque había olvidado el nombre, y las añadió a las hojas de aum. Usando el mango del cuchillo machacó las hierbas. Entonces, tomó el tarro de crema, la agregó toda a las hierbas machacadas y lo mezcló usando dos dedos. Al acabar, cogió el cuenco y fue a sentarse junto a Denna.
—No os mováis —le dijo.
—El título, Richard, el título. ¿Es que nunca aprenderás?
—Lo siento, ama Denna —se excusó el joven con una sonrisa—. Ya me castigaréis más tarde. Os aseguro que, cuando termine, os sentiréis tan bien que podréis castigarme toda la noche.
Richard fue aplicando suavemente la pasta sobre los verdugones, dando un ligero masaje. Denna gimió y cerró los ojos. Al llegar a la parte posterior de los tobillos, se había quedado casi dormida. Richard le acarició el pelo mientras la crema de aum penetraba.
—¿Cómo os sentís, ama Denna? —le preguntó Richard, susurrando.
La mujer se puso de costado. Ahora tenía los ojos bien abiertos.
—¡El dolor ha desaparecido! ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo me has quitado el dolor?
—Me lo enseñó un viejo amigo llamado… —Richard puso ceño—. No recuerdo cómo se llamaba, pero era un viejo amigo y me enseñó. Estoy tan aliviado, ama Denna. No me gusta veros sufrir.
Denna le pasó cariñosamente los dedos por una mejilla.
—Eres una persona excepcional, Richard Cypher. Nunca había tenido un compañero como tú. Que los espíritus me lleven si había visto antes a alguien como tú. Yo maté a quien me hizo lo que yo te he hecho, pero tú, en lugar de matarme, me ayudas.
—Sólo podemos ser lo que somos, nada más y nada menos, ama Denna. —Richard bajó la mirada hacia sus manos—. No me gusta lo que el amo Rahl os ha hecho.
—No comprendes la naturaleza de las mord-sith, amor mío. De niñas somos cuidadosamente seleccionadas. Las elegidas para ser mord-sith son las niñas más dulces y más bondadosas que pueden encontrarse. Se dice que la mayor crueldad surge de la mayor amabilidad. Agentes del amo Rahl recorren toda D’Hara en busca de candidatas, y cada año seleccionan media docena de niñas. Una mord-sith debe quebrarse tres veces.
—¿Tres veces? —inquirió Richard, sobrecogido.
La mujer asintió.
—La primera vez se le quiebra el espíritu, como yo he hecho contigo. La segunda vez se trata de anular nuestra empatía. Para ellos, debemos ver cómo nuestro entrenador quiebra a nuestra madre y la convierte en su mascota, y seguir mirando cómo la tortura hasta la muerte. La tercera vez se trata de eliminar nuestro temor a causar daño a otros y aprender a disfrutar dando dolor. Para ello debemos quebrar a nuestro padre, guiadas por el entrenador, convertirlo en nuestra mascota y después torturarlo hasta que muere.
—¿Os hicieron eso a vos? —Las lágrimas corrían a Richard por las mejillas.
—Lo que yo te he hecho, quebrarte el espíritu, no es nada comparado con lo que nos hacen a nosotras para quebrarnos una segunda y una tercera vez. Cuanto más bondadosa es la niña, mejor mord-sith es, pero también es más difícil quebrarla la segunda y la tercera vez. El amo Rahl me considera especial porque costó mucho quebrarme la segunda vez. Mi madre aguantó mucho tiempo para tratar de darme esperanza, pero con eso sólo logró empeorar las cosas para ambas. La tercera vez no lograron quebrarme. Ya habían arrojado la toalla y se disponían a matarme cuando el amo Rahl dijo que yo era especial y que él personalmente se encargaría de entrenarme. Él fue quien me quebró la tercera vez. El día que maté a mi padre me llevó a su lecho, a modo de recompensa. Esa recompensa me dejó estéril.
Richard notaba un nudo en la garganta que apenas le dejaba hablar. Con dedos temblorosos apartó del rostro de Denna unos mechones de pelo.
—No quiero que nadie más os haga daño, ama Denna. Nunca más.
—Es un honor —susurró Denna entre lágrimas— que el amo Rahl pierda su tiempo conmigo, que se digne a castigar a alguien tan despreciable como yo con mi propio agiel.
—Espero que mañana me mate, ama Denna, para que nunca más me entere de algo que me cause tanto dolor —declaró el joven, sintiéndose como atontado.
Denna tenía los ojos húmedos.
—Pese a que te he torturado como nunca había torturado a nadie antes, tú eres el primero, desde mi elección, que ha hecho algo para mitigar mi dolor. —La mujer se levantó y cogió el cuenco de hojalata—. Aún queda un poco. Deja que te lo ponga donde dije a Constance que no te tocara.
Denna le aplicó el ungüento sobre los verdugones de los hombros, del estómago y del pecho, y fue subiendo hasta el cuello. Los ojos de ambos se encontraron. La mano de Denna se interrumpió. El silencio en la alcoba era absoluto. La mujer se inclinó hacia él y lo besó con ternura. Le cogió la nuca con una mano embadurnada de crema y volvió a besarlo.
Denna se tendió en la cama, cogió una mano de Richard entre las suyas y se la llevó al abdomen, diciéndole:
—Ven a mí, amor mío. Te deseo.
Richard hizo un gesto de asentimiento y alargó un brazo hacia el agiel, situado sobre la mesilla de noche, pero Denna le tocó la muñeca.
—Esta noche te quiero sin el agiel. Por favor, enséñame cómo es amarse sin dolor.
Denna le colocó una mano en la nuca y lo atrajo suavemente hacia ella.