Hubo un sonido débil y breve, como un chisporroteo.
Aún envuelto en ese nebuloso estado que media entre el sueño y el despertar, Richard no supo a qué atribuirlo por mucho que su mente se empeñara en averiguarlo. Primero con lentitud, y luego con una sensación de alarma, fue despertándose y siendo consciente del aroma de carne asada. Inmediatamente lamentó haber despertado, pues le sobrevinieron los recuerdos y la añoranza de Kahlan. Tenía las rodillas dobladas contra el pecho y la cabeza apoyada en ellas. La corteza del árbol contra el que se recostaba se le clavaba en la espalda y tenía los músculos tan entumecidos por haber dormido en la misma posición toda la noche, que apenas podía moverse. Con la cabeza contra las rodillas, apenas veía nada; sólo que empezaba a amanecer.
Había alguien, o algo, cerca de él.
Fingiéndose dormido, evaluó la posición respectiva de manos y armas. La espada, envainada, estaba a considerable distancia, pero el cuchillo lo tenía cerca. Con las yemas tocaba el mango de madera de nogal. Lenta y cuidadosamente, flexionó los dedos, fue aproximando el mango a la palma de la mano y lo agarró con fuerza. Fuera lo que fuese que estaba cerca de él, se encontraba a su izquierda. Sólo tenía que levantarse de un salto y atacar.
Cautelosamente echó una mirada y comprobó, sobresaltado, que se trataba de Kahlan. La mujer lo contemplaba sentada, recostada contra un tronco. En el fuego se estaba asando un conejo. Richard se incorporó.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó cautelosamente.
—¿Podemos hablar?
Richard metió de nuevo el cuchillo en la funda, estiró las piernas y se las frotó para disipar los calambres.
—Creía que anoche quedó todo claro —repuso, pero inmediatamente lamentó sus palabras. Kahlan le lanzó una mirada inescrutable—. Lo siento —se disculpó, suavizando el tono—. Pues claro que podemos hablar. ¿Qué quieres decirme?
Kahlan se encogió de hombros en la débil luz del amanecer.
—He estado pensando mucho —confesó. La mujer se dedicaba a arrancar la corteza blanca de una rama de abedul que había cortado la noche anterior para alimentar el fuego—. Anoche, después de dejarte, bueno… me di cuenta de que tenías dolor de cabeza.
—¿Cómo lo sabías?
Nuevo encogimiento de hombros.
—Me doy cuenta por la expresión de tus ojos. —Kahlan hablaba con voz suave y dulce—. Sabía que últimamente apenas has dormido, por mi culpa. Así pues decidí que antes de… antes de marcharme velaría tu sueño. Entonces me instalé allí —dijo, señalando con la rama—, entre esos árboles, desde donde podía vigilarte. Quería asegurarme de que dormías un poco —añadió, clavando la vista en la vara de abedul que estaba pelando.
—¿Has pasado allí toda la noche? —Richard temía depositar sus esperanzas en lo que eso significaba.
Kahlan hizo un gesto de asentimiento, pero sin levantar la mirada.
—Mientras vigilaba, decidí preparar una trampa, como tú me enseñaste, para ver si atrapaba algo para el desayuno. Mientras estuve sentada ahí pensé mucho y, sobre todo, lloré. No podía soportar que pensaras esas cosas de mí. Me dolía que me tuvieras en tan mal concepto, y también estaba enfadada.
Mientras Kahlan trataba de encontrar las palabras adecuadas, Richard decidió que era mejor no intervenir. No sabía qué decir y temía decir algo que la impulsara a marcharse otra vez. La mujer arrancó un pedazo curvo de corteza de abedul y lo arrojó al fuego, donde chisporroteó y se encendió.
—Entonces reflexioné sobre lo que habías dicho y decidí que era preciso que te diera algunas indicaciones sobre cómo comportarte con la reina. Luego recordé que debía decirte qué caminos debías evitar y adónde podías ir. No podía quitarme de la cabeza todas las cosas que debía decirte, cosas que tienes que saber. Antes de darme cuenta, comprendí que tenías razón. En todo.
A Richard le pareció que Kahlan estaba a punto de echarse a llorar, pero, finalmente, logró reprimir las lágrimas. En vez de eso rascó la rama con una uña, evitando mirarlo a los ojos. Richard seguía sin abrir la boca. Lo que no se esperaba era que Kahlan le preguntara:
—¿Te parece guapa Shota?
—Sí —contestó el joven, risueño—. Pero no tanto como tú.
Kahlan también sonrió y se retiró el cabello de la cara.
—Muy pocos se atreverían a piropear a una… —La mujer se interrumpió. Su secreto se interponía entre ellos dos como un extraño—. Un viejo proverbio de la Tierra Central dice: «Nunca dejes que una mujer hermosa elija el camino por ti cuando tiene un hombre a la vista». ¿Lo habías oído antes?
Richard lanzó una breve carcajada y se levantó para estirar las piernas.
—No. Nunca lo había oído. —El joven se apoyó en el tronco, a medio incorporar, mientras se cruzaba de brazos. Kahlan no tenía que preocuparse de que Shota le robara el corazón. Después de todo, la bruja había dicho que lo mataría si volvía a verlo. Incluso sin esa amenaza, Kahlan podía estar completamente tranquila.
La mujer desechó la rama y se acercó a él, apoyando la cadera contra el tronco. Por fin lo miró a los ojos, con ceño de preocupación.
—Richard —dijo apenas en un susurro—, anoche me di cuenta de que estaba siendo muy estúpida. Había temido que la bruja me matara y, de repente, vi que estaba a punto de conseguirlo. Yo misma iba a hacerlo por ella, estaba dejando que me eligiera el camino.
»Tenías razón en todo lo que dijiste. Debería haber sabido que una no puede tomarse a la ligera las palabras de un Buscador. —Kahlan bajó la vista al suelo antes de que sus ojos verdes buscaran nuevamente los del joven—. Si… si aún no es demasiado tarde, me gustaría ser de nuevo tu guía.
Richard no podía creer que todo se hubiera arreglado. Nunca, en toda su vida, se había sentido más feliz y aliviado. En lugar de contestar abrió los brazos y estrechó a la mujer con fuerza contra sí. Kahlan le devolvió el abrazo y apoyó la cabeza contra su pecho, aunque sólo brevemente. Inmediatamente se apartó.
—Richard, hay otra cosa. Antes de que me aceptes de nuevo, debes oír el resto. No puedo seguir ocultándote quién soy, qué soy. Esto me está matando porque se supone que soy tu amiga. Debería habértelo dicho desde el principio. Yo nunca había tenido un amigo como tú y no quería que nuestra amistad se acabara. Pero ahora debo hablar —añadió débilmente, desviando la mirada.
—Kahlan, ya te lo he dicho otras veces: eres mi amiga, y nada podrá cambiar eso.
—Mi secreto sí. Tiene que ver con la magia —replicó muy abatida.
Richard ya no estaba seguro de querer conocer el secreto. Kahlan acababa de volver junto a él y no quería volverla a perder. En cuclillas frente al fuego, cogió el asador que atravesaba el conejo. Las chispas revolotearon hacia arriba en la cada vez menos densa oscuridad. Richard se sintió orgulloso de Kahlan por haber sido capaz de atrapar ella sola el conejo, como él le había enseñado.
—Kahlan, no me importa cuál es tu secreto. Tú eres quien me importa; no necesito saber más. No tienes por qué contarme nada. El conejo está listo. Ven y come un poco.
La mujer fue a sentarse en el suelo, junto a él, se apartó el pelo de la cara y aceptó el pedazo de conejo que Richard había cortado con el cuchillo. La carne quemaba, por lo que la sostuvo con las yemas de los dedos y sopló para enfriarla. Richard cortó otro trozo para él y se sentó.
—Richard, la primera vez que viste a Shota, ¿de verdad creíste que era tu madre?
El joven miró el rostro de su compañera, iluminado por las llamas, e hizo un gesto de asentimiento antes de morder el conejo.
—Tu madre era muy hermosa. Tú has heredado sus ojos y también su boca.
El joven esbozó una ligera sonrisa al revivir el recuerdo.
—Pero no era realmente ella.
—¿Y te enfadaste porque fingió ser quien no era? ¿Porque te estaba engañando? —Kahlan dio un bocado a la carne, pero aún quemaba y tuvo que soplar. Sus ojos taladraban a Richard.
El joven se encogió de hombros, sintiendo una punzada de dolor.
—Supongo que sí. No era justo.
Kahlan masticó un momento y tragó.
—Por eso debo decirte quién soy, incluso si me odias por ello, porque has sido mi amigo. Yo no he sido la amiga que tú mereces. Ésta es la otra razón por la que he vuelto; porque no quería que fuese otro quien te lo dijera. Quería que lo oyeras de mis labios. Después de decírtelo, si quieres, me iré.
Richard alzó la vista hacia el cielo, que, lentamente, perdía su negrura. De pronto deseó que Kahlan no estuviera allí, que no estuviera a punto de revelarle quién era; deseó que las cosas siguieran siendo como hasta entonces.
—No te preocupes. No pienso apartarte de mi lado. Tenemos algo que hacer. ¿Recuerdas lo que dijo Shota? La reina no tendrá la caja mucho tiempo más. Esto sólo puede significar que alguien va a arrebatársela. Mejor nosotros que Rahl el Oscuro.
—No decidas hasta que oigas lo que tengo que decirte, hasta que oigas qué soy. Entonces, si quieres que me vaya, lo comprenderé. —Kahlan lo miró fijamente a los ojos y posó una mano en su brazo—. Richard, quiero que sepas que nunca nadie me ha importado tanto como me importas tú y que jamás nadie será como tú. Pero entre nosotros no puede haber nada más profundo que eso. Nada bueno podría salir de otro tipo de relación.
Richard se negaba a creerlo. Había un modo. Tenía que haberlo. El joven inspiró hondo y soltó el aire lentamente antes de decir:
—Muy bien, dispara.
—¿Recuerdas que te dije que en la Tierra Central viven algunas criaturas mágicas? ¿Y que no pueden renunciar a la magia porque está en su misma naturaleza? —Richard asintió—. Bueno, pues yo soy una de esas criaturas. No soy una mujer como las demás.
—¿Qué eres?
—Una Confesora.
Confesora. Richard conocía aquella palabra. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron tensos. El Libro de las Sombras Contadas fluyó de pronto por su mente: «La verificación de la autenticidad de las palabras del Libro de las Sombras Contadas en caso de no ser leídas por quien controla las cajas, sino pronunciadas por otra persona, sólo podrá ser realizada con garantías mediante el uso de una Confesora…».
La cabeza le daba vueltas, como si mentalmente pasara a toda prisa las páginas del libro, examinándolas, tratando de recordarlo todo y de comprobar si la palabra «Confesora» volvía a aparecer. No, sólo esa vez. Richard conocía todas y cada una de las palabras, y «Confesora» sólo se mencionaba al principio. Siempre le había intrigado aquella palabra, ni siquiera había sabido con seguridad que se tratara de una persona. De pronto, fue consciente del colmillo que llevaba colgado al cuello.
Al percatarse de su expresión, Kahlan frunció el entrecejo y preguntó:
—¿Sabes ya qué es una Confesora?
—No —logró contestar él—. Es que he oído antes esa palabra… de labios de mi padre. Pero no sé qué significa. ¿Qué es una Confesora? —inquirió a su vez, tratando de serenarse.
Kahlan flexionó las rodillas hacia el pecho y se las abrazó. Su actitud era ahora más reservada.
—Es una mujer que posee un poder mágico, que se transmite de madre a hija desde la Época de Tinieblas, casi desde el momento en que surgieron las tierras.
Richard no sabía qué era esa «Época de Tinieblas», pero no interrumpió.
—Es algo con lo que nacemos, un tipo de magia innata que es parte de nosotras y de la que no podemos separarnos, del mismo modo que uno no puede separarse de su corazón. Las Confesoras engendran otras Confesoras. Siempre. Pero el poder no es el mismo en todas nosotras; en algunas es más débil y en otras más fuerte.
—De modo que no puedes renunciar a él ni aunque quisieras. ¿En qué consiste?
—Es un poder que se libera a través del contacto —respondió Kahlan, desviando la mirada hacia las llamas—. Siempre está ahí, dentro de nosotras. No es que lo generemos nosotras para usarlo, sino que, más bien, debemos contenerlo siempre. Cuando queremos usarlo lo liberamos relajándonos y dejando de contenerlo.
—¿Como cuando uno mete la barriga?
—Más o menos —respondió Kahlan, sonriendo ante la analogía.
—¿Y qué hace ese poder?
La mujer retorció el orillo de la capa.
—Es difícil expresarlo con palabras. Nunca creí que me costara tanto explicarlo. Sería mucho más sencillo si fueras de la Tierra Central. Es la primera vez que tengo que hacerlo y no estoy segura de que me salga bien. Es como tratar de explicar a un ciego qué es la niebla.
—Tú inténtalo.
Kahlan hizo un gesto de asentimiento y lo miró por el rabillo del ojo, a la vez que respondía:
—Es el poder del amor.
Richard estuvo en un tris de echarse a reír.
—¿Y se supone que debo temer el poder del amor?
Kahlan se irguió y en sus ojos relampagueó la indignación así como una mirada de intemporalidad que ya había visto en Adie y en Shota. Era esa mirada que calificaba sus palabras de irrespetuosas y que decía que incluso su amago de sonrisa era insolente. Richard no estaba acostumbrado a que Kahlan lo mirara con esa expresión. Con un escalofrío se dio cuenta de que ella tampoco estaba acostumbrada a que nadie sonriera ante su poder, y ante lo que era. La mirada de Kahlan le dijo más acerca del poder que poseía que todas las palabras del mundo. Fuera cual fuese su magia, no se podía bromear sobre ella. La leve sonrisa del joven se borró de su faz. Cuando Kahlan pareció segura de que el joven no iba a decir nada frívolo, prosiguió:
—Tú no lo entiendes. No te lo tomes a broma. —Kahlan entrecerró los ojos y continuó explicando—: Una vez el poder te toca, ya no eres la persona que eras; te cambia para siempre. Desde ese instante te consagras por entero a quien te ha tocado con ese poder, con exclusión de cualquier otra cosa. Lo que querías, lo que eras, quién eras deja de importarte. Tu vida ya no es tuya, sino de la Confesora. Tu alma ya no es tuya, sino de ella. La persona que eras ya no existe.
Richard notó que se le ponía la carne de gallina en los brazos.
—¿Cuánto tiempo dura esa… esta magia, o poder, o lo que sea?
—Toda la vida —contestó Kahlan serenamente.
El joven sintió un escalofrío que le recorría el resto del cuerpo.
—¿O sea, que es como si hechizaras a alguien?
Kahlan suspiró en silencio.
—No exactamente, pero supongo que podrías decirlo así si te ayuda a entenderlo. La magia de una Confesora es más poderosa. Más poderosa y definitiva. Un hechizo puede anularse, pero el efecto de mi poder no. Aunque tú no te dieras cuenta, Shota te estaba hechizando. Es algo que va en incremento. Las brujas no pueden evitarlo; es su manera de ser. Pero tu cólera, la cólera de la espada, te protegió.
»El efecto de mi poder es repentino y definitivo. Nada podría protegerte. La persona a la que toco ya no puede regresar porque, una vez libero mi poder, ella ya no está allí. Esa persona desaparece para siempre. Nunca más tiene una voluntad propia. Una de las razones por las que me daba miedo ir a ver a Shota es que las brujas odian a las Confesoras. Nos envidian nuestro poder porque, cuando lo liberamos en alguien, esa persona es nuestra esclava y hará cualquier cosa que le pidamos. Cualquier cosa —repitió, lanzándole una dura mirada.
Richard notó la boca seca y mientras sus pensamientos se desperdigaban en todas direcciones, él se aferraba desesperadamente a sus esperanzas y sus sueños. El único modo de conseguirlo y ganar tiempo para pensar era haciendo preguntas.
—¿Funciona siempre? —inquirió.
—Con los humanos, sí. Excepto con Rahl el Oscuro. Los magos me advirtieron que la magia del Destino lo protege del poder de las Confesoras. No tiene nada que temer de mí. En los que no son humanos no suele funcionar porque no poseen la capacidad de compasión que la magia necesita para tener efecto. Un gar, por ejemplo, no cambiaría aunque lo tocara. Con algunas criaturas no humanas funciona, pero no exactamente de la misma manera.
—¿Con Shar, por ejemplo? ¿A ella la tocaste, verdad?
Kahlan asintió y se recostó ligeramente, volviendo a hundir de nuevo los hombros.
—Sí. Estaba muriendo y se sentía muy sola. Sufría el dolor de estar lejos de sus iguales, el dolor de morir en soledad. Ella me pidió que la tocara. Mi poder sustituyó su miedo y su dolor por un sentimiento de amor por mí. Ya no se sentía sola. No quedaba nada de ella excepto su amor por mí.
—¿Y qué me dices de cuando nos conocimos, cuando la cuadrilla nos dio caza? Tocaste a uno de los hombres, ¿no es cierto?
Kahlan asintió de nuevo y se recostó completamente contra el tronco, envolviéndose con la capa.
—Aunque hayan jurado matarme, cuando toco a uno están perdidos —dijo de modo terminante, clavando la vista en el fuego—. Lucharían hasta la muerte para protegerme. Por esto Rahl envía a sus hombres de cuatro en cuatro para matar a las Confesoras. Aunque toque a uno, todavía quedan tres para matar a su compañero y a ella. Se necesitan tres para lograrlo porque el que ha sido tocado por la Confesora lucha tan ferozmente que, por lo general, mata a uno o a dos de sus compañeros. Pero incluso así queda todavía uno para acabar con ella. En raras ocasiones, el que ha sido tocado consigue matar a sus tres compañeros. Así sucedió con la escuadra que Rahl lanzó tras de mí antes de que los magos me hicieran cruzar el Límite. Cuatro es el número ideal para matar a una Confesora. Casi siempre tienen éxito. Y, si no, Rahl envía otra cuadrilla.
»En el despeñadero no nos mataron porque tú los separaste. El que toqué mató a su compañero mientras tú luchabas con los otros dos. Luego, fue a por los dos restantes, pero como tú ya habías tirado a uno por el barranco, sacrificó su propia vida para hacer él lo mismo con el líder. Tomó esta difícil decisión porque, si se batía con la espada, podría perder. Dio su vida, pero, después de que yo lo tocara, eso no le importaba. Era la única manera que tenía de asegurarse que me protegía.
—¿No podías tocar a los cuatro?
—No. Cada vez que lo uso el poder se agota y necesito tiempo para recuperarme.
Al sentir la empuñadura de la espada contra su codo, a Richard se le ocurrió una idea.
—Cuando estábamos atravesando el Límite y el último hombre de la cuadrilla te atacó y yo lo maté… No te salvé la vida, ¿verdad?
Kahlan se quedó unos instantes silenciosa antes de responder:
—Un hombre solo, por grande o fuerte que sea, no representa ninguna amenaza para una Confesora. No lo sería para una Confesora débil y mucho menos para mí. Si no hubieras aparecido entonces… yo misma me hubiera encargado de él. Lo siento, Richard —susurró—, pero no era necesario que lo mataras. Yo misma lo habría hecho.
—Bueno —repuso él secamente—, al menos te ahorré la molestia.
Kahlan no respondió. Se limitó a mirarlo con expresión triste. Al parecer, no tenía palabras de consuelo para él.
—¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo necesita una Confesora para recuperarse después de usar el poder?
—En cada Confesora el poder es distinto. En algunas es más débil y necesitan varios días con sus noches, pero la mayoría necesita aproximadamente un día y una noche.
—¿Y tú?
Kahlan lo miró a los ojos como si deseara que Richard no le hubiera preguntado eso.
—Aproximadamente dos horas.
Richard fijó de nuevo la vista en el fuego. No le había gustado cómo había sonado su respuesta.
—¿Es algo poco habitual?
—Eso tengo entendido —contestó Kahlan con un suspiro quizá de cansancio—. Cuanto menos tiempo necesita la Confesora para recuperarse, más fuerte es su poder; actúa con más intensidad en la persona a la que toca. Por eso algunos de los componentes de las cuadrillas a los que toco pueden matar a sus compañeros. Si mi poder fuese más débil, sería imposible.
»Las Confesoras ocupan una posición acorde con su poder, pues las más fuertes engendran hijas con más posibilidades de poseer asimismo un poder fuerte. Entre las Confesoras no existen los celos, sino que, en tiempos de conflicto, las más fuertes reciben más afecto y devoción por parte de las otras. Así ha ocurrido desde que Rahl cruzó el Límite. Las más débiles protegen a las más poderosas con su vida, si es preciso.
Consciente de que Kahlan no iba a añadir nada a menos que él preguntase, Richard inquirió:
—¿Y qué posición ocupas tú?
La mujer miró el fuego, sin pestañear.
—Yo soy su líder. Muchas dieron la vida para protegerme… —La voz le falló, pero enseguida añadió—:… para que yo pudiera sobrevivir y, de algún modo, usar mi poder para detener a Rahl. Ahora ya no queda ninguna que pueda seguirme; Rahl el Oscuro las ha matado a todas.
—Lo siento, Kahlan —dijo Richard en tono suave. Empezaba a comprender la importancia de quién era su compañera—. ¿Tienes algún título? ¿Cómo te llama la gente?
—Madre Confesora.
Richard se puso tenso y sintió un escalofrío provocado por la terrible autoridad que emanaba de aquellas palabras. El joven se sentía un tanto abrumado. Desde el principio había sabido que Kahlan era alguien importante, pero durante su etapa como guía ya había tratado con muchas personalidades y había aprendido a no sentirse intimidado. Sin embargo, nunca hubiera imaginado que pudiera tratarse de alguien tan prominente. Madre Confesora. Pero aunque él no fuera más que un guía y ella alguien tan importante, no le importaba, podía aceptarlo. Y ella también, sin duda. No estaba dispuesto a perderla ni a alejarla de su lado por ser quien era.
—No sé qué significa. ¿Es algo así como ser una princesa o una reina?
—Las reinas se inclinan ante la Madre Confesora —declaró Kahlan, enarcando una ceja.
Ahora Richard sí que se sentía intimidado.
—¿Eres más que una reina? —inquirió con una mueca.
—¿Recuerdas el vestido que llevaba cuando nos conocimos? Es mi vestido de Confesora. Es el que todas llevamos para que no haya duda de quiénes somos, aunque la mayoría de los habitantes de la Tierra Central nos reconocerían de todos modos. Todas las Confesoras, independientemente de la edad que tengan, llevan un vestido de Confesora negro, a excepción de la Madre Confesora, que va de blanco. —Kahlan parecía un poco enojada por tener que hablar de su importancia—. Me resulta extraño explicar todo esto. En la Tierra Central todo el mundo sabe quién soy, por lo que nunca he tenido que expresarlo en palabras. Suena tan… no sé, tan arrogante cuando se dice.
—Pero yo no soy de la Tierra Central. Inténtalo, por favor, necesito entenderlo.
Con un gesto de asentimiento, Kahlan volvió a alzar la vista hacia él.
—Los reyes y las reinas son los amos de sus países; todos ellos poseen sus propios dominios. En la Tierra Central hay unos cuantos. Otros países poseen otras formas de gobierno, por ejemplo, consejos. Algunos son lugares habitados por criaturas mágicas. Los geniecillos nocturnos, por ejemplo, no comparten su tierra con ningún humano.
»La patria de las Confesoras, mi hogar, se llama Aydindril. En él viven asimismo los magos, y está el Consejo Supremo de la Tierra Central. Es un lugar muy hermoso. Hace mucho tiempo que falto de mi hogar —dijo con añoranza—. Las Confesoras y los magos están unidos por un estrecho vínculo, de modo muy semejante a como el Anciano, Zedd, está unido al Buscador.
»Nadie reivindica Aydindril como propio. Ningún gobernante osaría hacerlo, pues todos temen a las Confesoras y a los magos. Todos los territorios de la Tierra Central pagan un tributo a Aydindril. A las Confesoras no les afectan las leyes de ningún país, del mismo modo que el Buscador, en última instancia, sólo está sujeto a su propia ley. Pero, al mismo tiempo, servimos a todos los habitantes de la Tierra Central a través del Consejo Supremo.
»En el pasado, algunos gobernantes, envanecidos, trataron de someter a las Confesoras. Pero las Confesoras de esa época eran mujeres clarividentes, que ahora son reverenciadas como leyendas, y sabían que, o establecían las bases de su independencia, o estarían siempre sometidas al yugo de otros. Así pues, la Madre Confesora tocó a esos gobernantes con su poder y fueron reemplazados por nuevos soberanos, que entendieron que era mejor dejar a las Confesoras en paz. Los antiguos gobernantes vivieron desde entonces en Aydindril casi como esclavos. Cuando viajaban por la Tierra Central, las Confesoras los llevaban consigo para que transportaran las provisiones y las comodidades. Por aquel entonces las Confesoras estaban rodeadas de mucha más ceremonia que ahora. Sea como fuere, esa costumbre tuvo el efecto deseado.
—No lo entiendo —la interrumpió Richard—. Los reyes y las reinas deben ser líderes muy poderosos. ¿Acaso no tenían protección? ¿No contaban con soldados que los mantuvieran a salvo? ¿Cómo podía una Confesora llegar a acercarse lo suficiente a un rey o una reina?
—Sí, tenían protección. De hecho, estaban muy bien protegidos, pero no es tan difícil como parece. Una Confesora toca a alguien, por ejemplo a un guardia, y ya tiene un aliado. Luego toca a otro y a otro más hasta que logra introducirse en el castillo. Así va subiendo escalafones y ganando aliados. Tocando a los hombres y mujeres de confianza del soberano, por ejemplo a sus consejeros, logra llegar al rey o a la reina más rápidamente de lo que crees, y muchas veces antes de que nadie alce una ceja y mucho menos dé la alarma. Cualquier Confesora sería capaz de hacerlo. Imagínate, pues, la Madre Confesora.
»La Madre Confesora, junto con un grupo de sus hermanas, podría causar más estragos en un castillo que una plaga. Desde luego es una empresa peligrosa. Muchas Confesoras murieron, pero el objetivo valía la pena. Ésta es la razón por la que, aunque un territorio viva completamente aislado respecto a todos los demás, una Confesora encuentra siempre las puertas abiertas.
»Cerrar un país a una Confesora equivaldría a una confesión de culpabilidad y esto se consideraría razón suficiente para derrocar al gobernante de turno. Por eso la gente barro me permite el acceso a su aldea, aunque, por lo general, no acogen a los forasteros. Negar el acceso a una Confesora suscitaría preguntas y sospechas. Cualquier líder que tramara algo turbio recibiría a una Confesora con los brazos abiertos, para tratar de ocultar sus planes.
»En el pasado, hubo algunas Confesoras que usaron a su antojo el poder que poseían, para castigar lo que a ellas les parecían injusticias. Los magos hacían todo lo posible para controlarlas, pero el celo de aquellas mujeres demostró a la gente lo que era capaz de hacer una Confesora. Pero ésos eran otros tiempos.
Derrocar a un gobernante. Fueran o no otros tiempos, a Richard le costaba aceptar todo eso y mucho más justificarlo.
—¿Y quién daba a las Confesoras ese derecho?
Kahlan meneó la cabeza lentamente.
—Lo que tú y yo estamos haciendo ahora es algo muy parecido; tratar de derrocar a alguien que ostenta el poder. Todos hacemos lo que debemos, lo que creemos que está bien.
El joven rebulló, sintiéndose incómodo.
—Entiendo tu postura —tuvo que admitir—. ¿Tú lo has hecho? ¿Me refiero a apartar a alguien del poder?
—No. No obstante, todos los soberanos tratan por todos los medios de no atraer mi atención. Algo parecido ocurre con el Buscador. Al menos, así solía ser antes de que tú y yo naciéramos. En aquel tiempo, los Buscadores eran más temidos y más respetados que las Confesoras. Ellos también derrocaban a reyes y a reinas —añadió, lanzándole una mirada muy elocuente—. Pero cuando se empezó a hacer caso omiso del Anciano y la Espada de la Verdad se convirtió en un favor político, la figura del Buscador se fue devaluando hasta el punto de pasar a ser considerado un mero peón, incluso un ladrón.
—No estoy seguro de que las cosas hayan cambiado desde entonces —dijo Richard, hablando más para sí que para Kahlan—. Casi todo el tiempo me siento como un peón que otros mueven. Incluso Zedd y… —El joven enmudeció.
—Y yo —acabó Kahlan por él.
—No quería decir eso. Es sólo que, a veces, desearía no haber oído hablar nunca de la Espada de la Verdad. Pero, al mismo tiempo, no puedo permitir que Rahl gane, por lo que no puedo eludir mi deber. Supongo que no tengo elección y eso es algo que no soporto.
Kahlan sonrió con tristeza, mientras cruzaba las piernas.
—Richard, cuando comprendas qué soy, te darás cuenta que tampoco yo tengo elección. Pero, en mi caso, es aún peor porque yo nací con este poder. Al menos tú, cuando todo acabe, puedes devolver la espada, si quieres, mientras que yo seré una Confesora toda mi vida. —Kahlan hizo una pausa y añadió—: Ahora que te conozco daría cualquier cosa por ser capaz de renunciar a mi poder y ser una mujer como las otras.
Como no sabía qué hacer con las manos, Richard cogió una ramita y se puso a trazar figuras en el suelo.
—Todavía no entiendo por qué os llamáis Confesoras. ¿Por qué Confesora? —El joven tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mirarla.
Kahlan puso tal cara de dolor que Richard sintió lástima por ella.
—Es lo que hacemos. Somos los últimos árbitros de la verdad. Ésta es la razón por la que los magos nos otorgaron nuestro poder en un pasado muy remoto. Así es como servimos a la gente.
—Los últimos árbitros de la verdad —repitió Richard, frunciendo el entrecejo—. Algo así como un Buscador.
—Sí. Buscadores y Confesoras persiguen el mismo objetivo. Somos como la cara y la cruz de la misma magia. Los magos del pasado eran casi como gobernantes y se sentían frustrados por la corrupción que observaban a su alrededor. Odiaban las mentiras y los engaños. Así pues, buscaron un modo para impedir que los líderes corruptos usaran su poder para engañar y subvertir al pueblo. Esos dirigentes acusaban a sus adversarios políticos de un crimen y los hacían ejecutar, con lo que mataban dos pájaros de un tiro: los desacreditaban y los eliminaban.
»Los magos buscaban el modo de poner fin a esto. Necesitaban algo que no dejara lugar a dudas. Por esa razón crearon una magia y le dieron vida propia. Crearon a las Confesoras a partir de un grupo de mujeres elegidas. Esas mujeres fueron cuidadosamente seleccionadas, pues, una vez la magia cobrara vida en ellas, el poder poseería vida propia y se transmitiría a sus descendientes para siempre. —La mujer bajó la mirada hacia la ramita con la que Richard trazaba líneas sin darse cuenta—. Las Confesoras usamos nuestro poder para descubrir la verdad en los casos en los que la verdad es importante. En la actualidad, se utiliza, sobre todo, para garantizar que los condenados a muerte son realmente culpables. Cuando alguien es condenado a muerte, lo tocamos y, una vez es nuestro, lo hacemos confesar.
Involuntariamente Richard se inclinó hacia adelante; el movimiento de la ramita quedó interrumpido. El joven se forzó a seguir trazando líneas mientras la mujer proseguía:
—Después de tocarlos, incluso los asesinos más inmundos obedecen nuestras órdenes y confiesan sus crímenes. A veces, un tribunal no está seguro de estar juzgando al hombre correcto, por lo que solicita el concurso de una Confesora a fin de averiguar la verdad. En muchos países nadie puede ser ejecutado sin antes confesar. De este modo se evitan ejecuciones de inocentes y se impide que los culpables se salgan con la suya.
»Algunos pueblos que habitan la Tierra Central no usan los servicios de las Confesoras, como la gente barro, por ejemplo. No las aceptan porque las consideran una injerencia en sus asuntos. No obstante, nos temen porque saben qué somos capaces de hacer. Nosotras respetamos los deseos de esos pueblos; no hay ninguna ley que los obligue a aceptar nuestros servicios. Pero sí que los obligaríamos en caso de sospechar que hay algún tipo de engaño. La mayoría de los países usan a las Confesoras; lo encuentran conveniente.
»Fueron las Confesoras quienes descubrieron la conspiración y la subversión instigadas por Rahl el Oscuro. Para eso nos crearon los magos: para descubrir verdades tan importantes como ésa, y también a los Buscadores. Rahl se enojó muchísimo cuando descubrimos sus planes.
»Muy de vez en cuando, un condenado a muerte que no se ha confesado con una de nosotras pide hacerlo para demostrar su inocencia. En la Tierra Central, todos los condenados gozan de este derecho.
La voz de Kahlan se hizo más suave y más débil para seguir explicando:
—Es lo que más odio. Ningún culpable pediría una Confesora, pues de este modo únicamente probaría su culpabilidad. Incluso antes de tocarlos, sé que son inocentes, pero de todos modos debo hacerlos míos. Si vieras la expresión de sus ojos cuando los toco, lo comprenderías. Así que, cuando nos llaman, aunque sean inocentes, no…
—¿Cuántas confesiones has… oído?
—Demasiadas para poder ser contadas. Me he pasado media vida en cárceles y mazmorras con las bestias más crueles y odiosas que puedas imaginarte. En apariencia, son un amable tendero, un hermano, un padre o un vecino. Después de tocarlos me cuentan todo lo que han hecho. Durante mucho tiempo, al principio, sufría unas pesadillas tan terribles que me daba miedo dormir. No puedes ni imaginarte las historias que me han llegado a contar.
Richard arrojó a un lado la ramita, cogió la mano de Kahlan entre las suyas y la apretó con fuerza. La mujer empezó a llorar.
—Kahlan, no tienes que…
—Recuerdo al primer hombre que maté. —El labio le temblaba—. Aún sueño con él. Me confesó las cosas que había hecho a las tres hijas de su vecino… la mayor tenía sólo cinco años… después de confesar los crímenes más horrendos que puedas imaginarte me miró a los ojos y me dijo…: «¿Qué deseas de mí, ama?»… y, sin pensar, yo le respondí: «Mi deseo es que mueras». —La mujer se secó con manos temblorosas las lágrimas de las mejillas—. El hombre cayó muerto allí mismo.
—¿Y qué te dijeron los demás?
—¿Qué crees que osarían decir a una Confesora que acaba de matar a alguien delante de sus ojos sólo con ordenarlo? Todos retrocedieron y nos abrieron paso para dejarnos marchar. No todas las Confesoras serían capaces de hacer algo así. Incluso mi mago se quedó sin habla.
—¿Tu mago? —inquirió Richard con sorpresa.
Kahlan hizo un gesto de asentimiento mientras acababa de enjugarse las lágrimas.
—Todo el mundo teme y odia a las Confesoras, por lo que los magos consideran que es su deber protegernos. Las Confesoras casi siempre viajan con la protección de un mago. A cada una de nosotras se nos asigna uno cuando nos llaman para oír una confesión. Rahl consiguió separarnos de nuestros magos, y ahora todos han muerto. Sólo quedan Zedd y Giller.
Richard cogió el conejo, que empezaba a enfriarse. Cortó un pedazo, que ofreció a Kahlan, y después se cortó otro para él.
—¿Por qué todos temen y odian a las Confesoras? —quiso saber.
—Los familiares y amigos de los condenados a muerte nos odian porque, a menudo, no pueden creer que aquel a quien aman haya cometido los crímenes que confiesa. Prefieren creer que nosotras les hemos arrancado la confesión con engaños. —Kahlan picoteó trocitos de carne, que masticaba luego despaciosamente—. He aprendido que, muchas veces, la gente se niega a creer la verdad porque no les sirve de nada. Algunas personas han intentado matarme. Ésa es una de las razones por las que siempre llevamos un mago con nosotras: para protegernos hasta recuperar nuestro poder.
Richard se tragó el bocado de carne que tenía en la boca y comentó:
—A mí no me parece razón suficiente.
—No se trata sólo de lo que hacemos. Todo esto debe parecer muy extraño a alguien que no lo ha vivido desde siempre. Supongo que las costumbres de la Tierra Central, la magia, deben antojársete muy extrañas.
«Extrañas» no era la palabra exacta; Richard hubiera dicho más bien «aterradoras».
—La gente no nos perdona que las Confesoras seamos independientes —continuó explicando Kahlan—. Los hombres se toman a mal que no estemos sometidas a ningún varón y las mujeres se toman a mal que no llevemos el mismo tipo de vida que ellas, que no desempeñemos el papel tradicional femenino. Nosotras no nos ocupamos de ningún hombre, ni nos sometemos a ellos. Se nos considera unas privilegiadas. Llevamos el cabello largo como símbolo de nuestra autoridad, mientras que las demás mujeres deben llevarlo corto como símbolo de sumisión a su hombre y a cualquier otra persona que ocupe una posición más elevada. Tal vez te parezca un detalle sin importancia, pero para los habitantes de la Tierra Central todo lo que tiene que ver con el poder es importante. Si una mujer se deja crecer el pelo más largo de lo que le corresponde por su posición social, perderá parte de su posición como castigo. En la Tierra Central, el cabello largo en una mujer es símbolo de autoridad, casi de desafío. En nosotras es el símbolo de que poseemos poder para hacer lo que queramos y de que nadie nos manda, que somos una amenaza para todo el mundo. Es muy parecido a lo que dice tu espada a la gente. Una Confesora nunca llevaría el pelo corto, y a la gente le duele que nadie sea capaz de obligarnos a cortárnoslo por la fuerza. Paradójicamente, las Confesoras somos menos libres, pero ellos no se dan cuenta. Nosotras realizamos las tareas que son ingratas para ellos y no tenemos la libertad para elegir qué hacer con nuestras vidas. Somos prisioneras de nuestro poder.
Kahlan se comió el resto de carne que le quedaba, mientras él reflexionaba sobre lo irónico que era que las Confesoras pudieran despertar amor en los criminales más aborrecibles, pero no pudieran hacer lo mismo con quienes ellas desearan. El joven sabía que había algo más que Kahlan trataba de explicarle.
—Yo encuentro muy hermoso tu cabello largo. Me gusta tal como es —replicó Richard.
Kahlan sonrió y le dio las gracias. Entonces arrojó los huesos al fuego, se perdió unos minutos en la contemplación de las llamas para luego mirarse sus propias manos, haciendo sonar las uñas de los pulgares una contra la otra.
—Queda la cuestión de elegir pareja.
Richard se acabó su pedazo de carne y también arrojó el hueso al fuego. Entonces se reclinó contra el tronco. No le había gustado nada cómo habían sonado las palabras de Kahlan.
—¿Elegir pareja? ¿A qué te refieres?
La mujer se estudió las manos como si tratara de encontrar refugio en ellas.
—Cuando una Confesora llega a la edad en la que puede ser una buena madre, debe elegir pareja. Una Confesora puede elegir al hombre que desee, aunque esté ya casado. Si así lo desea, puede recorrer toda la Tierra Central en busca de un padre adecuado para sus hijas, un padre fuerte y, quizá también, apuesto a sus ojos. Puede elegir a quien quiera.
»Los hombres se sienten aterrorizados por una Confesora que busque pareja porque no quieren ser los elegidos, no quieren ser tocados por su poder. Las mujeres también se sienten aterrorizadas porque no quieren que su marido, su hermano o su hijo sea el elegido. Todos saben que no tienen ni voz ni voto en el asunto; la Confesora toma a cualquier persona que se interponga en su elección. La gente me teme porque soy la Madre Confesora y también porque ya hace mucho tiempo que debería haber elegido pareja.
Richard se seguía aferrando tenazmente a sus esperanzas y sus sueños.
—Pero ¿y si la Confesora siente afecto por un hombre y ese hombre le corresponde?
Kahlan negó tristemente con la cabeza.
—Las Confesoras no tenemos más amigas que otras Confesoras. La situación que planteas no se da nunca; nadie puede sentir afecto por una Confesora. Todos los hombres nos temen. —Kahlan pasó por alto que, justamente, esa situación era la que se había dado entre ellos. La voz le fallaba de nuevo—. Desde muy jóvenes, aprendemos que debemos elegir a un hombre fuerte para que nuestras hijas sean también fuertes. Pero no debemos elegir a nadie que nos importe porque al convertirlo en nuestra pareja lo destruimos. Por eso entre nosotros nunca… podrá haber nada.
—Pero… ¿por qué? —Richard tenía que luchar contra las palabras de Kahlan, contra su poder.
—Porque… —La mujer desvió la mirada. Su rostro reveló el dolor que sentía y en sus ojos verdes asomaron las lágrimas—. Porque en plena pasión la Confesora se relaja tanto que no puede contener el poder e, involuntariamente, lo libera en el hombre. Entonces, el hombre deja de ser quien era. Es algo que una Confesora no puede evitar. Es imposible. Después de eso el hombre es suyo, pero no del mismo modo. El hombre que ella ama está a su lado, pero es debido a la magia, no por voluntad propia, no porque así lo desee. Él se convierte en una cáscara llena con lo que ella le ha dado. Ninguna Confesora desearía eso para un hombre que le importara.
»Ésta es la razón por la que, desde tiempos inmemoriales, las Confesoras viven alejadas de los hombres, por miedo a enamorarse. Aunque se nos considera crueles, no lo somos; todas tememos lo que nuestro poder podría hacer a un hombre por el que sintiéramos afecto. Algunas Confesoras eligen a hombres que no gustan a nadie, o incluso que son odiados, para no tener que destruir un corazón bondadoso. Sólo unas pocas actúan así, pero están en su derecho. Ninguna otra Confesora las critica; todas lo entendemos. —Los ojos anegados en lágrimas de Kahlan lo miraron, suplicándole que también él tratara de entender.
—Pero… yo podría… —A Richard no se le ocurría cómo podía hacer valer sus sentimientos.
—Yo no. Para mí sería lo mismo que tú sentiste cuando deseabas estar con tu madre, pero sólo era Shota, que fingía. No sería más que una ilusión, no amor de verdad. ¿Lo entiendes? —gritó—. ¿Te haría eso realmente feliz?
Richard sintió que sus esperanzas se consumían en el fuego de la razón y que el corazón se le convertía en cenizas.
—La casa de los espíritus. ¿Era eso a lo que Shota se refería? —preguntó secamente—. ¿Fue entonces cuando estuviste a punto de usar tu poder conmigo? —La voz le salió un poco más cortante de lo que era su intención.
—Sí. —La emoción le quebró la voz. Kahlan apenas podía contener las lágrimas y se retorcía los dedos—. Lo siento, Richard. Nunca antes había sentido por nadie lo que siento por ti. Te deseaba tanto que casi olvidé quién era. Casi ni me importaba. —Ahora las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¿Ves ahora lo peligroso que es mi poder? ¿Ves qué fácilmente podría destruirte? Si no me hubieras detenido cuando lo hiciste… nada te hubiera salvado.
Richard se sintió morir de piedad por ella, por lo que era y que nunca podría cambiar, y también por él mismo, por el dolor y la sensación de pérdida que lo embargaba, aunque ahora se daba cuenta de que no había nada que perder, que ella jamás podría ser suya o, para ser más exactos, que él jamás podría ser de ella. Todo había sido una fantasía.
Zedd había tratado de advertírselo, había tratado de evitarle tal dolor. ¿Por qué no lo había escuchado? ¿Cómo había podido ser tan estúpido para pensar que ya se le ocurriría una solución? Tenía la respuesta. Lentamente se puso de pie y dio un paso hacia el fuego, para que Kahlan no viera que lloraba. Tragaba saliva una y otra vez, pugnando por decir algo.
—¿Por qué hablas solamente de Confesoras y de hijas? ¿Por qué sólo mujeres? ¿Es que las Confesoras nunca tienen hijos varones? —Richard se dio cuenta de que la voz le sonaba como si la arrastrara sobre gravilla.
El joven escuchó largo rato el crepitar del fuego, pues Kahlan no respondía. Cuando la oyó llorar se volvió hacia ella. La mujer alzó la vista y le tendió una mano para que la ayudara a levantarse. Una vez de pie, se apoyó en el tronco, se apartó el largo cabello de la cara y cruzó los brazos por debajo de los pechos.
—Sí, las Confesoras también tienen hijos varones. No tan a menudo como en el pasado, pero todavía sucede. —Aquí carraspeó—. Pero el poder es más fuerte en los hombres; ellos no necesitan tiempo para recuperarse. A veces, el poder se convierte en todo para ellos y los corrompe. Ése es el error que cometieron los magos.
»Eligieron a mujeres precisamente por esa razón, pero no reflexionaron sobre qué pasaría cuando el poder tuviera vida propia. No previeron que ese poder pasaría a los descendientes masculinos de las mujeres elegidas y que sería diferente en los hombres.
»Hace mucho, un puñado de Confesores unió sus fuerzas e instauró un terrible y cruel reinado. Es lo que se conoce como Época de Tinieblas. Ellos fueron la causa. Fue una época parecida a la actual. Finalmente, los magos lograron darles caza a todos y los mataron. Muchos magos también murieron. Desde entonces desistieron de tratar de gobernar ningún país. De todos modos, habían muerto demasiados. En vez de eso, se dedicaron a ser de utilidad a los demás, pero evitando en lo posible inmiscuirse en la labor de los soberanos. Aprendieron una lección muy amarga.
Kahlan bajó la vista, evitando los ojos de Richard, y prosiguió:
—Por alguna razón, se necesita la especial compasión de una mujer para ser capaz de manejar el poder, para evitar que te corrompa. Ni siquiera los magos saben por qué. Con el Buscador ocurre algo similar: tiene que ser la persona adecuada, nombrada por un mago, o usará el poder de la espada para fines corruptos. Por eso Zedd se enfureció con el Consejo de la Tierra Central cuando le arrebataron la facultad de nombrar al Buscador. Los Confesores, no todos, pero sí la mayoría, son incapaces de mantener el sentido del equilibrio con el poder. No poseen la fuerza necesaria para reprimirlo cuando deben. —La mujer alzó los ojos hacia Richard y continuó explicando.
»Cuando deseaban una mujer, usaban el poder para conseguirla. Lo hicieron con muchas. No tenían ningún límite, ningún sentido de la responsabilidad. Por lo que me han contado, la Época de Tinieblas fue una larga noche de terror. El reinado de los Confesores duró muchos años. Los magos tuvieron que matar a muchos. Finalmente, acabaron con todos los descendientes corrompidos por el poder, para evitar que éste se propagara sin control. Decir que los magos estaban disgustados sería quedarse muy corto.
—¿Y ahora qué? —preguntó Richard cautelosamente—. ¿Qué sucede cuando una Confesora da a luz a un niño?
Kahlan carraspeó de nuevo y se reprimió las ganas de llorar.
—Cuando una Confesora tiene un hijo, el niño es llevado a un lugar especial, en el corazón de Aydindril, donde su madre lo coloca sobre la Piedra. —Al llegar a este punto la mujer rebulló. Era evidente que le costaba explicarlo. Richard le cogió su tersa mano entre las suyas y le acarició el dorso de la misma con los pulgares, aunque, por primera vez, sentía que no tenía derecho a tocarla con tal familiaridad—. Como ya te he dicho, un hombre que haya sido tocado por una Confesora hará cualquier cosa que ella le pida. —El joven notaba que la mano de la mujer temblaba—. La madre dice al marido lo que debe hacer, y éste… coloca una vara sobre el cuello del bebé… y… y se sube encima con los pies en ambos extremos.
Richard le soltó la mano. Entonces se pasó los dedos por el pelo, volviéndose hacia el fuego.
—¿Eso es lo que se hace con todos los hijos varones?
—Sí —respondió Kahlan con voz apenas audible—. No se puede correr el riesgo de dejar a ningún Confesor con vida porque es posible que no fuera capaz de controlar el poder y podría usarlo para someter a los demás. Si eso sucediera, podría regresar la Época de Tinieblas. Los magos y las demás Confesoras vigilan atentamente a todas las Confesoras que están embarazadas y hacen lo posible por consolarlas si resulta que es niño y, por tanto, deben… —Kahlan no pudo continuar.
De repente Richard se dio cuenta de que odiaba la Tierra Central, la odiaba con una intensidad sólo menor al odio que sentía por Rahl el Oscuro. Por primera vez entendió por qué los habitantes de la Tierra Occidental habían deseado vivir en un lugar sin magia y deseó encontrarse allí. Las lágrimas acudieron a sus ojos al recordar cuánto echaba de menos el bosque del Corzo. El joven se juró a sí mismo que, si lograba detener a Rahl, haría lo imposible por que el Límite volviera a levantarse. Zedd lo ayudaría, sin duda. También entendía ahora que Zedd hubiese deseado alejarse de la Tierra Central. Cuando el Límite volviera a levantarse, Richard estaría en el lado occidental y no lo abandonaría nunca jamás.
Pero primero tendría que hacer algo con la Espada de la Verdad, no la devolvería, la destruiría.
—Gracias por contarme todo esto, Kahlan —se forzó a decir—. No hubiera querido enterarme por otro. —El joven sentía que todas sus esperanzas se desvanecían. Había creído que, cuando detuviera a Rahl, empezaría su vida, que a partir de entonces todo sería posible. Pero ahora veía que cuando detuviera a Rahl sería el final. No sólo sería el fin de Rahl sino el suyo propio; más allá de frustrar los planes de Rahl, no había nada, todo estaba muerto. Cuando Rahl estuviera vencido y Kahlan a salvo, él regresaría al bosque del Corzo, solo, y su vida habría acabado. El joven oía cómo Kahlan lloraba a sus espaldas.
—Richard, si quieres que me vaya, dímelo. No temas decírmelo. Lo entenderé. Es algo a lo que una Confesora está acostumbrada.
El joven posó brevemente la mirada en los rescoldos del fuego y luego los cerró con fuerza, tragándose el nudo que sentía en la garganta, y también las lágrimas. Sentía en el pecho un dolor desgarrador y respiraba entrecortadamente.
—Por favor, Kahlan, si hay algún modo, el que sea, para que nosotros… pudiéramos…
—No lo hay —repuso ella con un gemido.
Richard se frotó las manos, que le temblaban. Así pues, todo estaba perdido.
—Kahlan —logró decir al fin—, ¿hay alguna ley o norma o algo que impida que podamos ser amigos?
—No —contestó ella con un quejido.
Sintiéndose aún aturdido, Richard se volvió hacia Kahlan y la abrazó, susurrándole:
—Ahora necesito una amiga.
—Yo también. —La mujer lloró contra el pecho de Richard y le devolvió el abrazo—. Pero sólo podemos ser amigos.
—Lo sé —contestó él, con lágrimas bañándole el rostro—. Pero Kahlan, yo te…
—No digas nada —lo interrumpió la mujer, mientras le ponía un dedo en los labios para que callara—. Por favor, Richard, no lo digas.
Kahlan podía impedirle decirlo en voz alta, pero no podía impedir que él lo repitiera mentalmente.
La mujer se aferró a él, sollozando, y Richard recordó cuando estaban en el pino hueco, la primera noche, y ella estuvo a punto de perderse en el inframundo. Entonces también se había aferrado a él y Richard había pensado que no estaba acostumbrada a que nadie la abrazara. Ahora sabía por qué. El joven apoyó la mejilla en la coronilla de Kahlan. Una pequeña llama de ira se inflamó entre las cenizas de sus sueños destruidos.
—¿Ya has elegido pareja?
—No. Ahora mismo hay asuntos mucho más graves. Pero si vencemos y… sigo viva, tendré que hacerlo.
—Prométeme algo.
—Lo intentaré.
Richard sentía tal ardor en la garganta que tuvo que tragar saliva dos veces antes de lograr decir:
—Prométeme que no elegirás pareja hasta que yo regrese a la Tierra Occidental. No quiero saber quién es.
Kahlan emitió unos sollozos más antes de responder, agarrándose a la camisa del joven con más fuerza:
—Te lo prometo.
Después de abrazarla un rato más, tratando de recuperar el control de sí mismo y luchar contra la desesperación que lo invadía, Richard forzó una sonrisa.
—Te equivocas en una cosa —le dijo, al fin.
—¿En qué?
—Has dicho que ningún hombre da órdenes a una Confesora. Te equivocas. La Madre Confesora en persona ha jurado protegerme, y yo le ordeno que cumpla el juramento y sea mi guía.
Kahlan soltó una breve y dolorosa carcajada, aún abrazada a Richard.
—Creo que tienes razón. Felicidades; eres el primer hombre que lo consigue. ¿Y qué ordena el señor a su guía?
—Que deje de darme quebraderos de cabeza con que quiere quitarse la vida. La necesito. Y que me conduzca hasta la reina y la caja antes que Rahl, y luego me guíe a un lugar seguro.
—Como ordenéis, mi señor. —La mujer se apartó de él, posó las manos sobre los bíceps de Richard y se los apretó, sonriendo pero sin dejar de derramar lágrimas—. ¿Cómo consigues hacerme que me sienta mejor, incluso en los peores momentos de mi vida?
Richard se encogió de hombros y se obligó a sonreír por ella, aunque por dentro se sentía morir.
—Soy el Buscador, ¿recuerdas? Puedo hacer cualquier cosa. —Quiso decir más, pero la voz le falló.
—Eres una persona excepcional, Richard Cypher —susurró Kahlan, sonriendo.
Pero Richard únicamente deseaba estar solo para poder dar rienda suelta a su llanto.