Richard entreabrió los ojos. La cabeza le daba vueltas. Estaba tumbado boca abajo sobre un frío suelo de piedra. La única iluminación era la parpadeante luz de unas antorchas. No había ventanas en los muros de piedra, por lo que no había modo de saber si era de día o de noche. Notaba un gusto como metálico en la boca; sangre. El joven trató de recordar dónde se encontraba y por qué. Al intentar inspirar demasiado profundamente, notó un agudo dolor en el costado que lo dejó sin respiración. Sentía en todo el cuerpo un dolor punzante. Era como si le hubieran dado una paliza.
Poco a poco fue recuperando la memoria de la pesadilla. Al pensar en Denna se encolerizó e, instantáneamente, el dolor de la magia le cortó la respiración. Fue un dolor tan intenso e inesperado, que dobló las rodillas y emitió un gemido de agonía, al mismo tiempo que trataba de apartar la ira de su mente. Para ello pensó en Kahlan y en el beso de despedida. El dolor desapareció. Richard trató desesperadamente de seguir pensando en Kahlan para no sentir de nuevo aquel dolor. No podría soportarlo; ya había sufrido demasiado.
Tenía que hallar el modo de salir de aquella situación. Pero si no controlaba su cólera no tendría ninguna oportunidad. Entonces recordó que su padre le había enseñado que debía hacer caso omiso de la ira y que, durante la mayor parte de su vida, había logrado controlarla. Zedd le había dicho que, en ocasiones, era más peligroso dar rienda suelta a la ira que contenerla. Y ésa era una de ellas. Había llegado el momento de aprovechar toda una vida de experiencia en controlar la ira. Este pensamiento le dio un hálito de esperanza.
Con mucho cuidado, procurando no moverse demasiado, evaluó su situación. La Espada de la Verdad volvía a estar en su vaina y todavía conservaba el cuchillo y la piedra noche en el bolsillo. Su mochila estaba en el suelo, al lado de una pared, fuera de su alcance. Tenía el lado izquierdo de la camisa endurecido por la sangre reseca, y sentía la cabeza a punto de estallar, aunque el resto de su cuerpo no estaba en mejor estado.
Al volver un poco la cabeza vio a Denna. La mujer estaba cómodamente sentada en una silla de madera, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados. Había apoyado el codo izquierdo encima de una sencilla mesa de madera y comía algo de un cuenco que sostenía con la otra mano. Lo estaba observando.
—¿Y tus hombres? —le preguntó Richard, pensando que debía decir algo.
Denna dejó de comer por un instante mientras lo miraba. Finalmente, dejó el cuenco en la mesa y señaló un punto en el suelo, cerca de ella.
—Ven y ponte aquí —le ordenó con voz casi amable.
Con gran dificultad, Richard se puso de pie y fue hasta el lugar que la mujer había señalado. Ésta lo contempló sin expresar emoción alguna mientras él se quedaba mirándola. Richard esperó en silencio. Denna se levantó y apartó la silla con la bota. Era casi tan alta como él. Entonces le dio la espalda, cogió un guante de la mesa y se lo puso en la mano derecha, ajustándoselo bien.
De pronto, dio media vuelta y golpeó a Richard en la boca con el dorso de la mano. El guante estaba reforzado y le partió el labio.
Inmediatamente, antes de que la ira lo invadiera, Richard pensó en un paraje muy hermoso del bosque del Corzo. Los ojos se le llenaron de lágrimas por el dolor que le producía el corte.
—No te has dirigido a mí de forma correcta, cielito —le dijo Denna con una cálida sonrisa—. Ya te lo dije: tienes que llamarme ama o ama Denna. Tienes suerte de que yo sea tu entrenadora; la mayoría de las mord-sith no son tan indulgentes como yo. Ellas hubieran usado el agiel a la primera ofensa. Pero yo siento una cierta debilidad por los hombres apuestos y, además, aunque el guante no sea un instrumento de castigo demasiado efectivo, debo admitir que me gusta usarlo. Me gusta sentir el contacto. El agiel me produce una sensación de euforia, pero no puede compararse con usar las propias manos y sentir lo que una hace. Aparta esa mano —ordenó con voz súbitamente severa.
Richard apartó la mano de la boca y la dejó caer al lado del cuerpo. Sentía cómo la sangre le goteaba del mentón. Denna lo miraba, satisfecha. Inesperadamente, se inclinó hacia él y le lamió parte de la sangre, sonriendo al notar el sabor. Aquello pareció excitarla, pues se apretó contra el joven, aunque esta vez le chupó el labio y le mordió con fuerza en el corte. Richard apretó los ojos, cerró los puños y contuvo la respiración hasta que la mujer se apartó de él, lamiéndose la sangre de los labios con una sonrisa. Richard temblaba de dolor, pero siguió evocando en su mente la imagen de aquel paraje del bosque del Corzo.
—Esto no ha sido más que un aviso. Pronto te darás cuenta. Ahora repite la pregunta como es debido.
Richard decidió instantáneamente que iba a llamarla ama Denna, aunque lo consideraría un término irrespetuoso, y que nunca la llamaría simplemente ama. Sería un modo de luchar contra ella o de conservar el respeto por sí mismo. Al menos en su mente. Así pues, hizo una profunda inspiración y trató de que su voz sonara firme para preguntar:
—¿Y vuestros hombres, ama Denna?
—Mucho mejor —lo alabó ella—. La mayoría de las mord-sith no permiten que sus mascotas hablen ni les hagan preguntas, pero a mí eso me resulta aburrido. Yo prefiero hablar con mi mascota. Como ya he dicho, tienes suerte de que te entrene yo. —La mujer le lanzó una fría sonrisa y prosiguió—: He despedido a mis hombres. Ya no los necesito. Sólo me sirven para capturar y retener al cautivo hasta que éste usa su magia contra mí; después ya no los necesito. No hay nada que puedas hacer para escaparte ni para luchar contra mí. Absolutamente nada.
—¿Por qué conservo mi espada y mi cuchillo?
Demasiado tarde recordó que no la había llamado «ama». El joven alzó un brazo para detener el puñetazo que iba dirigido a su cara. Pero el acto de detener a Denna desató el dolor de la magia. La mujer le hundió el agiel en el estómago. Richard rodó por el suelo, chillando por el dolor.
—¡Levántate!
Richard reprimió la ira para dejar de sentir el dolor de la magia. Pero el dolor que le producía el agiel no se esfumó tan rápidamente. El joven se puso en pie a duras penas.
—Ahora, ponte de rodillas y pídeme perdón.
La mujer consideró que no obedecía con la premura necesaria, por lo que le aplicó el agiel sobre un hombro, empujándolo hacia abajo. El dolor fue tan intenso que Richard perdió la sensibilidad en el brazo derecho.
—Por favor, ama Denna, perdonadme.
—Muy bien. —Finalmente, la mujer sonrió—. Levántate. —Denna lo miró mientras se ponía en pie—. Te he permitido conservar tus armas porque no representan ningún peligro para mí y es posible que algún día las uses para proteger a tu ama. Yo prefiero que mis mascotas conserven sus armas, para que recuerden en todo momento que están indefensos ante mí.
La mujer le dio la espalda y empezó a despojarse del guante. Richard sabía que estaba en lo cierto respecto a la espada —poseía una magia que ella controlaba—, pero se preguntó si ésa era la única forma. Tenía que saberlo. Lentamente alargó las manos hacia la garganta de la mujer.
Denna siguió quitándose el guante tranquilamente, mientras Richard caía de rodillas, chillando por el dolor de la magia. Desesperado, conjuró en su mente la imagen del bosque del Corzo. El dolor remitió y Richard pudo ponerse de pie cuando Denna se lo ordenó.
—Me lo vas a poner difícil, ¿verdad? —le espetó la mujer, lanzándole una mirada impaciente. Pero entonces dulcificó el gesto y esbozó de nuevo una suave sonrisa—. Claro que a mí me gusta que un hombre me lo ponga difícil. Mira, lo estás haciendo mal. Te dije que para que el dolor cesara tenías que pensar algo agradable sobre mí, y no es eso lo que estás haciendo. Estás pensando en unos estúpidos árboles. Éste es mi último aviso: o piensas algo agradable sobre mí y así detienes el dolor de la magia, o dejaré que sufras toda la noche. ¿Entendido?
—Sí, ama Denna.
—Muy bien, muy bien. —La sonrisa de la mord-sith se hizo más amplia—. ¿Lo ves? Eres una buena mascota. Pero recuerda, piensa algo agradable sobre mí. —La mujer le cogió las manos y clavó los ojos en los de Richard al mismo tiempo que presionaba las manos del joven contra sus pechos—. He descubierto que la mayoría de los hombres centran aquí sus pensamientos agradables. —Denna se inclinó hacia él, sin apartar las manos de Richard de sus pechos, y añadió en tono displicente—: Pero si hay alguna otra cosa que te inspire más, por favor, no dudes en pensar en ella.
Richard decidió que el cabello de Denna le parecía bonito y que eso era en lo único agradable de la mord-sith en lo que iba a pensar. Súbitamente, el dolor lo atenazó y lo obligó a ponerse de rodillas, haciéndose más y más intenso hasta que no pudo respirar. Abrió la boca, pero no pudo coger aire. Los ojos se le querían salir de las órbitas.
—Vamos, demuéstrame que puedes hacer lo que te dicen. Puedes detener el dolor siempre que quieras, pero debes hacerlo como yo te digo.
El joven alzó la vista hacia ella, hacia su cabello. Lo veía todo borroso. Se concentró en pensar lo atractiva que le parecía la trenza de Denna. El dolor desapareció de inmediato y Richard se desplomó en el suelo, jadeando.
—Levántate. —El joven hizo lo que la mord-sith le ordenaba, aún pugnando por respirar—. Muy bien, así es como debes hacerlo. A partir de ahora, será mejor que únicamente trates de eliminar el dolor de este modo, o modificaré la magia y tendrás que sufrirlo continuamente. ¿Entendido?
—Sí, ama Denna. —Richard todavía trataba de recuperar el resuello—. Ama Denna, dijisteis que alguien me traicionó. ¿Quién?
—Uno de los tuyos.
—Ninguno de mis amigos haría algo así, ama Denna.
—Entonces diría que no son realmente amigos, ¿no? —le espetó la mord-sith, mirándolo con desdén.
Richard clavó los ojos en el suelo, sintiendo un nudo en la garganta.
—Tenéis razón, ama Denna. Pero ¿quién fue?
—El amo Rahl no lo consideró de suficiente importancia para comunicármelo —contestó la mujer, encogiéndose de hombros—. La única cosa importante que debes saber es que nadie va a rescatarte. Nunca volverás a ser libre. Cuando antes lo asimiles, más sencillo te resultará, y más fácil será tu entrenamiento.
—¿Y cuál es el objetivo de mi entrenamiento, ama Denna?
—Enseñarte qué significa el dolor —repuso la mord-sith, nuevamente con una sonrisa en los labios—. Enseñarte que tu vida ya no te pertenece, que es mía y que puedo hacer con ella lo que me plazca. Cualquier cosa. Puedo hacerte daño en la forma que elija, durante tanto tiempo como guste, y nadie va a ayudarte, excepto yo. Voy a enseñarte que solamente yo puedo concederte un instante sin dolor. Vas a aprender a obedecerme, en todo, sin preguntas ni vacilaciones. Vas a aprender a suplicar por todo lo que necesites.
»Primero te entrenaré aquí unos días y, cuando considere que ya has progresado lo suficiente, te llevaré a otro lugar donde viven más mord-sith. Allí continuaremos el entrenamiento hasta el final, por mucho tiempo que me lleve. Dejaré que otras mord-sith jueguen contigo para demostrarte lo afortunado que eres de que yo sea tu entrenadora. A mí no me caen del todo mal los hombres, pero algunas de mis compañeras los odian. Te dejaré que otras te tengan un rato para que entiendas lo amable que estoy siendo contigo.
—¿Y cuál es el objetivo de este entrenamiento, ama Denna? ¿Qué propósito perseguís? ¿Qué queréis?
La mord-sith parecía disfrutar respondiendo a esas preguntas.
—Tú eres alguien especial. Fue el mismo amo Rahl quien decidió que te sometieras al entrenamiento. —La sonrisa de Denna se hizo más amplia para añadir—: Quiso que yo fuese tu entrenadora. Supongo que quiere preguntarte algo. No permitiré que me dejes mal delante de él. Cuando acabe contigo, me estarás suplicando que te lleve ante él para decirle todo lo que quiera saber. Y, cuando él acabe contigo, serás mi esclavo por el resto de tu vida, dure lo que dure ésta.
Richard tenía que concentrarse en su cabello mientras se esforzaba por no dejarse llevar por la cólera. Sabía qué quería saber Rahl el Oscuro: el paradero del Libro de las Sombras Contadas. El libro estaba a salvo, al igual que Kahlan. Eso era lo único importante. Por él, Denna podía matarlo. Le haría un favor.
Denna caminó a su alrededor, mirándolo de arriba abajo.
—Si demuestras que eres una buena mascota, es posible que te tome como compañero. —La mord-sith se detuvo frente a él, acercó su rostro al de Richard y le dirigió una sonrisa tímida y coqueta—. Las mord-sith somos monógamas. Yo he tenido muchos compañeros. —Ahora sonreía mostrando los dientes—. Pero no te dejes llevar por el entusiasmo, cielito —musitó—. Dudo que para ti sea una experiencia agradable, en caso de sobrevivir, claro está. Ninguno de los demás lo consiguió; todos ellos murieron poco después de convertirse en mis compañeros.
A Richard no le pareció un motivo de preocupación. Rahl el Oscuro quería el libro y, si no hallaba el modo de escaparse, lo mataría como había matado a su padre y a Giller. Pero lo único que averiguaría leyendo sus entrañas era dónde se encontraba el libro: dentro de su cabeza. Por mucho que leyera sus entrañas, nunca averiguaría el contenido del Libro de las Sombras Contadas. Richard solamente esperaba poder vivir lo suficiente para ver la expresión de sorpresa en la faz de Rahl el Oscuro cuando se diera cuenta de que acababa de cometer un error fatal.
Si no había libro, no había caja. Rahl el Oscuro podía darse por muerto. Eso era lo único importante.
En cuanto a que había sido traicionado, Richard decidió que no se lo creía. Rahl el Oscuro conocía las normas de los magos y estaba poniendo en práctica la Primera Norma para tratar de asustarlo. Era el primer paso que lleva a creer. Richard decidió que no pensaba dejarse engañar por la Primera Norma de un mago. Conocía a Zedd, a Chase y a Kahlan, y no iba a creer a Rahl el Oscuro antes que a sus amigos.
—Por cierto, ¿dónde conseguiste la Espada de la Verdad?
—Se la compré al último Buscador, ama Denna —contestó Richard, mirándola directamente a los ojos.
—¿De veras? ¿Qué le diste a cambio?
El joven le sostuvo la mirada.
—Todo lo que tenía. Al parecer, va a costarme la libertad y, probablemente, también la vida.
La mord-sith se echó a reír.
—Tienes mucho carácter. Me encanta quebrar a un hombre con mucho carácter. ¿Sabes por qué Rahl el Oscuro me eligió a mí?
—No, ama Denna.
—Porque soy implacable. Es posible que no sea tan cruel como algunas de mis compañeras, pero disfruto quebrando a un hombre mucho más que ninguna de ellas. Me encanta dar dolor a mis mascotas; vivo para ello. —Denna arqueó una ceja y sonrió—. Yo nunca abandono, no me canso y nunca aflojo. Jamás.
—Es un honor estar en manos de la mejor, ama Denna.
La mujer le aplicó el agiel sobre el corte en el labio y lo sostuvo allí hasta que Richard cayó de rodillas, llorando.
—Que sea el último comentario frívolo que oigo de tus labios. —La mujer retiró el agiel y se lo introdujo en la boca, haciéndolo caer al suelo de espaldas, despatarrado. Entonces, presionó el instrumento de tortura contra el estómago del joven. Justo antes de desmayarse, Denna lo retiró—. ¿Qué dices a eso?
—Por favor, ama Denna —logró decir Richard a duras penas—. Perdonadme.
—Muy bien, levántate. Ya es hora de que empecemos tu entrenamiento.
La mujer fue hasta la mesa y cogió algo. Entonces, señaló un punto en el suelo y ordenó:
—Ponte ahí. Deprisa.
Richard se movió lo más rápido que pudo. El dolor le impedía enderezar la espalda. Se quedó en el lugar indicado por la mord-sith, jadeando y sudando. La mujer le tendió algo que tenía una delgada cadena. Era un collar de cuero, del mismo color que la ropa de la mord-sith.
—Póntelo —le ordenó desabridamente.
Richard no estaba en condiciones de preguntar. Empezaba a creer que sería capaz de hacer cualquier cosa para evitar el suplicio del agiel. Así pues, se puso el collar en el cuello. Denna cogió la cadena, en cuyo extremo había una anilla de metal, que deslizó por una de las maderas del respaldo de la silla.
—La magia te castigará por oponerte a mis deseos. Cuando coloque la cadena en algún sitio, mi deseo será que te quedes ahí hasta que la quite. Quiero que aprendas que tú eres incapaz de quitarla. —La mord-sith señaló hacia la puerta, que estaba abierta—. Quiero que durante la próxima hora hagas lo posible por llegar a esa puerta. Si no lo intentas con todas tus fuerzas, esto es lo que te haré durante el resto de esa hora. —Denna le aplicó el agiel a un lado del cuello, hasta que Richard cayó de rodillas, gritando agónicamente y suplicándole que parara. La mujer retiró el instrumento y le ordenó que empezara, tras lo cual fue a recostarse contra un muro, de brazos cruzados.
El primer intento de Richard consistió, simplemente, en tratar de caminar hasta la puerta. Pero las piernas le fallaron por el dolor antes de que hubiera llegado a tensar la cadena y tuvo que regresar hacia la silla.
Entonces trató de alcanzar la anilla, pero el dolor de la magia le produjo intensos calambres en los brazos. Tembloroso y con el rostro bañado en sudor, el joven no cejó en su intento por alcanzar la anilla. Trató de conseguirlo retrocediendo hasta la silla y girando, pero antes de que sus dedos tocaran la cadena, el dolor lo arrojó de nuevo al suelo. Richard luchó contra el dolor, tratando de llegar a la silla, pero éste era demasiado intenso, por lo que cayó al suelo, vomitando sangre. Cuando el dolor por fin cesó, Richard se puso de pie apoyándose sobre una mano, mientras que con la otra se agarraba el estómago. Temblaba y le caían lágrimas de la cara. Por el rabillo del ojo vio cómo Denna descruzaba los brazos y se ponía derecha. Inmediatamente reanudó sus esfuerzos.
Era evidente que lo que estaba haciendo no iba a servir de nada. Tenía que pensar en otra cosa. Desenvainó la espada y probó de levantar la cadena. Por un breve instante, y con un supremo esfuerzo, logró tocar la cadena con la hoja del arma. Pero el dolor fue tal que tuvo que soltarla. El suplicio no cesó hasta que volvió a guardar la Espada de la Verdad en su vaina.
Entonces se le ocurrió algo. Se tumbó en el suelo y, con un rápido movimiento, dio un puntapié a la silla antes de que el dolor lo paralizara. La silla resbaló por el suelo, chocó contra la mesa y se volcó. La cadena se soltó.
La victoria fue muy breve. Tan pronto como la cadena dejó de estar en contacto con la silla, el dolor subió a cotas nunca antes alcanzadas. Richard se ahogaba y jadeaba con la cara pegada al suelo. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se fue arrastrando por el suelo, clavando las uñas en la piedra. A cada centímetro que avanzaba, el dolor se hacía más y más intenso, hasta que todo lo demás dejó de existir. Sentía que los ojos le iban a salir disparados de las órbitas. No había logrado avanzar ni un metro. No sabía qué hacer; el dolor lo tenía paralizado y le impedía pensar.
—Por favor, ama Denna —susurró con gran esfuerzo—, ayudadme. Os lo suplico. —Richard se dio cuenta de que estaba llorando, pero no le importaba. Sólo quería que la cadena volviera a estar sujeta a la silla para que ese dolor cesara.
Entonces oyó unas botas que caminaban hacia él. La mord-sith se inclinó, puso de pie la silla y colocó de nuevo la anilla. El dolor desapareció, pero él no podía dejar de llorar mientras rodaba sobre la espalda.
Denna se quedó en jarras junto a él, mirándolo.
—Han pasado quince minutos, pero, como he tenido que ayudarte, la hora empieza a contar de nuevo. La próxima vez que tenga que ayudarte, serán dos horas más. —La mujer se inclinó y le apretó el agiel contra el estómago, causándole una explosión de dolor en el interior de su cuerpo—. ¿Entendido?
—Sí, ama Denna —gimió Richard. Lo asustaba que hubiera un modo de llegar a la puerta y de lo que podría ocurrirle si lo encontraba, y también lo asustaba no intentarlo. Pero, si había un modo, al cabo de una hora no lo había descubierto.
La mord-sith se acercó a él, que descansaba con las manos sobre las rodillas.
—¿Te parece que ya lo entiendes? ¿Entiendes lo que te ocurrirá si tratas de escapar?
—Sí, ama Denna. —Y era cierto. Nunca podría escapar. Una nube de desesperanza se abatió sobre él, amenazando con sofocarlo. Quería morirse. Pensó en el cuchillo que llevaba al cinto.
—Levántate. —Como si pudiera leerle la mente, agregó suavemente—: Yo que tú no pensaría en tratar de poner fin a tus servicios como mi mascota. La magia te lo impediría, tal como te ha impedido mover la cadena de donde yo la he dejado. —Richard, atontado, parpadeó hacia la mujer—. No hay ningún modo de que puedas escaparte de mí, ni siquiera la muerte. Serás mi esclavo mientras yo quiera que vivas.
—Eso no será mucho, ama Denna. Rahl el Oscuro me matará.
—Es posible. Pero antes le dirás lo que quiere saber. Lo que yo quiero es que respondas a sus preguntas, y lo harás sin dudar. —Los ojos color avellana de la mujer poseían la dureza del acero—. Tal vez ahora mismo te cueste creerlo, pero ni te imaginas lo buena que soy como entrenadora. Nunca he fallado en la tarea de quebrar a un hombre. No creas que eres el primero. Muy pronto me suplicarás para complacerme.
Aún no había transcurrido el primer día junto a la mord-sith y Richard sabía ya que estaba dispuesto a obedecerla casi en todo. Y todavía quedaban varias semanas de entrenamiento. De ser capaz de hacerlo, el joven hubiera deseado morir allí y entonces. Lo peor de todo era que la mord-sith tenía razón: él no podía hacer nada contra ella. Estaba enteramente a su merced, y Richard dudaba que Denna conociera el significado de la palabra piedad.
—Lo entiendo, ama Denna, y os creo. —La agradable sonrisa de la mujer obligó a Richard a pensar en lo hermosa que era su trenza.
—Bien. Ahora, quítate la camisa. —Al ver que, pese a su expresión de desconcierto, Richard inmediatamente empezaba a desabrocharse la prenda, Denna sonrió de oreja a oreja. La mord-sith sostuvo el agiel frente a los ojos de su mascota—. Ya es hora de que aprendas todo lo que puede hacer el agiel. Si no te quitaras la camisa, se mancharía tanto de sangre que no podría encontrar ningún punto indemne en ti. Vas a comprobar por qué llevo ropa roja.
Mientras se sacaba de los pantalones el faldón de la camisa, el joven osó preguntar, casi sin aliento:
—Pero, ama Denna, ¿qué he hecho mal?
La mujer le acarició una mejilla en un gesto de fingida preocupación.
—Vaya, vaya. ¿Es que no lo sabes? —Richard negó con la cabeza y tragó saliva—. Te has dejado capturar por una mord-sith. Deberías haber matado a todos mis hombres con tu espada. Creo que habrías sido capaz. Lo poco que hiciste fue realmente impresionante. Después, deberías haber usado el cuchillo o tus propias manos para matarme mientras era vulnerable, antes de que me hiciera con el control de tu magia. Nunca deberías haberme dado la oportunidad de arrebatarte el control de tu magia. Nunca deberías haber intentado usarla en mi contra.
—Pero ¿por qué debéis usar ahora el agiel conmigo?
La mujer se echó a reír.
—Porque quiero que aprendas. Debes aprender que puedo hacerte lo que se me antoje, sin que tú puedas hacer absolutamente nada para detenerme. Debes aprender que estás totalmente indefenso y que, si disfrutas de un instante sin sentir dolor, es porque yo así lo quiero, no tú. —La sonrisa se borró de la faz de la mord-sith, mientras se dirigía a la mesa y regresaba con unas esposas—. Ven. Tienes un problema que me fastidia; no dejas de caerte al suelo. Ahora mismo vamos a arreglarlo. Toma, póntelas.
La mujer le arrojó las esposas. Richard pugnó por controlar la respiración mientras se sujetaba las manillas a las muñecas, que le temblaban. Denna arrastró la silla bajo una viga e indicó a Richard que se colocara allí. Entonces, se subió a la silla y enganchó la cadena a una clavija de hierro.
—Estírate. Todavía no llega. —El joven tuvo que ponerse de puntillas y estirarse para que Denna lograra engancharla—. Perfecto —declaró con una sonrisa—. Ahora ya no tendremos que preocuparnos más de que te caigas.
Richard, colgado de la cadena, luchaba por controlar el terror que sentía. Las esposas de hierro se le hundían en la carne debido a su propio peso. Antes ya sabía que no había nada que pudiera hacer para detenerla, pero esto era diferente. Atado de aquel modo se sentía aún más indefenso y era más consciente de que no podía luchar contra ella. Denna se enfundó los guantes y dio varias vueltas alrededor del joven, dándose golpecitos con el agiel contra la palma de la mano, prolongando así la ansiedad de su víctima.
Si al menos hubiera muerto tratando de detener a Rahl el Oscuro… Hubiese sido un precio que Richard estaba dispuesto a pagar. Pero aquello era distinto. Era una muerte en vida. O una vida estando muerto. Ni siquiera le quedaba la dignidad de luchar. Ya conocía los efectos del agiel; no necesitaba que la mord-sith se los volviera a demostrar. Lo único que quería Denna era arrebatarle su orgullo, el respeto hacia sí mismo, quebrar su espíritu.
La mujer fue dándole golpecitos en el pecho con el agiel, mientras continuaba caminando a su alrededor. Cada vez que el instrumento lo tocaba, Richard sentía como si le clavaran una daga, y cada vez gritaba de dolor y se retorcía colgado de la cadena. El joven sabía que la mord-sith ni siquiera había empezado todavía. No era más que el primer día, aún no acabado, de muchos más por llegar. El joven gritó de impotencia.
Entonces se imaginó que su conciencia de sí mismo, su dignidad, era algo vivo, y lo vio en su mente. A continuación, imaginó una habitación inmune a todo, en la que ningún mal podía penetrar. Richard depositó su dignidad y el respeto por sí mismo en aquella habitación y cerró la puerta. Nadie tendría la llave de aquella habitación; ni Denna, ni Rahl el Oscuro. Sólo él. Soportaría lo que tuviera que soportar, durante todo el tiempo que fuese necesario, renunciando a su dignidad. Haría lo que tuviera que hacer y, un día, abriría aquella puerta y volvería a ser él mismo, aunque fuera en la muerte. Pero, por el momento, sería el esclavo de Denna. Sólo por el momento. Pero no para siempre. Algún día dejaría de serlo.
La mord-sith le cogió el rostro con ambas manos y lo besó con dureza, tanta que sintió un dolor punzante en el labio partido, y pinchazos. Denna parecía disfrutar más del beso cuando sabía que le hacía daño. Al alejarse de él, los ojos de la mujer brillaban de deleite.
—¿Quieres que empecemos ya, cielito? —susurró.
—Por favor, ama Denna —susurró también él—. No me hagáis daño.
—Eso es lo que quería escuchar —replicó su torturadora con una amplia sonrisa.
Denna empezó a demostrarle todos los efectos posibles de un agiel. Si se lo pasaba suavemente por encima de la piel, le causaba verdugones, y si presionaba un poco más, éstos sangraban. Cuando le hundía el instrumento en la carne, Richard sentía algo húmedo y cálido en su sudorosa piel. Denna era asimismo capaz de causarle exactamente el mismo dolor sin dejarle ninguna marca. Los dientes le dolían de tanto apretarlos. A veces, la mord-sith se colocaba detrás de él y esperaba que se relajara para aplicarle el agiel. Cuando se cansaba, le decía que cerrara los ojos y caminaba a su alrededor, mientras presionaba el agiel o se lo pasaba por el pecho.
La mujer se echaba a reír cuando Richard se preparaba para recibir un dolor que no llegaba. En un momento dado, el agiel le causó un dolor particularmente intenso, que le hizo abrir los ojos de golpe, lo que le dio a Denna una excusa para usar el guante. El joven tuvo que suplicarle perdón por haber abierto los ojos sin que ella se lo ordenase. Las manillas se le hundían en las muñecas y le hacían sangrar. Le resultaba imposible no descargar en ellas todo su peso.
Solamente una vez Richard tuvo un arrebato de cólera: cuando la mord-sith le presionó el agiel contra la axila. Denna se quedó mirándolo con una sonrisa de suficiencia, mientras él se retorcía y trataba de pensar en el hermoso pelo de la mujer. En vista de que al aplicarle el agiel en aquel punto lo encolerizaba, Denna se concentró en esa área mucho tiempo, pero él supo contenerse. Puesto que Richard no se infligía él solo el dolor de la magia, ella lo hizo por él, con la diferencia de que cuando era ella quien lo producía, Richard no podía hacerlo desaparecer por mucho que lo intentara, y tenía que suplicar. A veces, Denna se quedaba de pie frente a él, contemplando cómo el joven jadeaba. Otras, pocas, se apretaba contra él, abrazándole el pecho con mucha fuerza para que sus duras prendas de piel avivaran el dolor que sentía en las heridas.
Richard no supo cuánto tiempo duró la tortura. La mayor parte del tiempo no podía percibir nada más que el dolor, como si fuese algo vivo. Sólo fue consciente de que, a partir de un determinado momento, estuvo dispuesto a hacer cualquier cosa que la mord-sith le dijera, realmente cualquier cosa, para que dejara de hacerle daño. Ni siquiera podía mirar el agiel; sólo con verlo los ojos se le llenaban de lágrimas. Denna no había mentido sobre sí misma: nunca se cansaba ni se aburría de torturarlo. Parecía que no dejaba de fascinarla, de divertirla y de causarle satisfacción. Lo único que le gustaba más que hacerle daño era que Richard le suplicara que parara. Él hubiera suplicado más, para hacerla feliz, pero casi todo el tiempo era incapaz de pronunciar palabra. El mero acto de respirar le producía un dolor casi insoportable.
Ya hacía rato que se había resignado a cargar todo el peso del cuerpo sobre las muñecas, y ahora colgaba de la cadena sin vida, delirando. Le pareció que Denna se estaba tomando una breve pausa, pero todo lo que le había hecho le dolía tanto que no estaba seguro. El sudor le cegaba y le causaba ardor en las heridas.
Cuando su mente se aclaró un poco, Denna apareció de nuevo, a su espalda. Richard se preparó para resistir lo que sabía que pasaría, pero, en vez de lo que esperaba, la mord-sith le agarró un mechón de cabello y le tiró bruscamente la cabeza hacia atrás.
—Y, ahora, cielito, te voy a mostrar algo nuevo. Voy a demostrarte que soy realmente un ama muy amable. —Denna le tiró de la cabeza aún con más fuerza hasta que el dolor lo obligó a tensar los músculos del cuello para resistir la presión. La mujer le colocó el agiel sobre la garganta—. Deja de resistirte o no lo apartaré de ahí.
La boca se le estaba llenando de sangre. Richard relajó los músculos del cuello y permitió que la mord-sith le tirara de la cabeza tan fuerte como deseara.
—Escucha muy bien lo que voy a decirte, cielito. Voy a meterte el agiel en la oreja derecha. —Richard estuvo a punto de ahogarse en el terror, pero ella le echó la cabeza hacia atrás violentamente—. Notarás un dolor distinto a todos los demás; mucho más intenso. Debes hacer exactamente lo que voy a decirte. —La boca de la mujer le rozaba la oreja y le susurraba como si fuese una amante—. En el pasado, cuando tenía junto a mí a una hermana mord-sith, solíamos introducir el agiel en las orejas del hombre al mismo tiempo. Me encantaba oír cómo gritaba; era un sonido distinto a cualquier otro. Al recordarlo aún se me pone la carne de gallina.
»Pero de ese modo lo matábamos. Nunca conseguimos usar dos agieles al mismo tiempo sin matar al hombre. Lo intenté muchas veces sin éxito. Da gracias de que yo sea tu ama, pues otras siguen con esa práctica.
—Gracias, ama Denna. —Richard no sabía por qué le daba las gracias, pero quería impedir que le hiciera fuera lo que fuese que la mord-sith tuviera en mente.
—Presta atención —le susurró Denna con aspereza, aunque enseguida suavizó la voz para explicar—: Cuando lo haga, no debes moverte. Si lo haces, te produciré lesiones internas. No te mataría, pero quedarías inválido para siempre. Algunos hombres que se mueven se quedan ciegos, a otros se les paraliza un lado del cuerpo, otros no puedan hablar o andar. Todos los que se mueven sufren algún daño permanente. Yo te quiero en perfecto estado. Las mord-sith más crueles que yo no advierten a sus mascotas que no se muevan y se lo hacen sin más. ¿Ves? No soy tan cruel como tú crees. No obstante, son pocos los hombres capaces de estarse quietos. Aunque los avise, ellos se agitan y quedan lisiados.
—Por favor, ama Denna —suplicó Richard, sin poder contener las lágrimas—. Por favor, no lo hagáis.
El joven sintió el aliento de la sonrisa de la mujer. Denna le metió su húmeda lengua en una oreja y se la besó.
—Pero es que yo quiero, cielito. No lo olvides, estate quieto y no te muevas.
Richard apretó los dientes, pero nada podría haberlo preparado para aquel dolor. Era como si la cabeza se le hubiera transformado en cristal y se le rompiera en mil pedazos. El joven se clavó las uñas en las palmas de las manos. Toda noción del tiempo se hizo añicos junto a todo lo demás. Ahora se hallaba en un desierto de tormento sin principio ni final. Sentía cómo todos los nervios de su cuerpo le ardían con un sufrimiento agudísimo y abrasador. No sabía cuánto tiempo había tenido el agiel en el oído, pero cuando la mord-sith lo retiró, los chillidos de Richard resonaron en las paredes de piedra.
Finalmente se quedó inmóvil. La mujer le besó la oreja y le susurró sin aliento:
—Ha sido un chillido francamente encantador, cielito. El mejor que he oído en mi vida, excepto los de agonía, por supuesto. Lo has hecho muy bien; no te has movido ni un centímetro. —Denna le besó cariñosamente el cuello, luego la oreja, y preguntó—: ¿Probamos en el otro lado?
Richard quedó colgando de las manillas. Ni siquiera podía ya llorar. Denna le tiró la cabeza hacia atrás con dureza mientras se colocaba al otro lado del joven.
Cuando, finamente, hubo acabado con él y desenganchó la cadena, Richard se desplomó. No se creía capaz de moverse, pero cuando Denna le indicó con el agiel que se levantara, la mera visión del instrumento de tortura hizo que obedeciera.
—Por hoy hemos acabado, cielito. —Richard pensó que iba a morirse de felicidad—. Voy a dormir un poco. Hoy sólo hemos trabajado media jornada; mañana entrenaremos todo el día. Ya te darás cuenta de que es mucho más doloroso.
Pero Richard estaba demasiado agotado para preocuparse por el día siguiente. Lo único que deseaba era tumbarse. Incluso el suelo de piedra sería el mejor lecho en el que hubiera dormido. Richard lo contempló anhelante.
Denna acercó la silla, cogió la cadena que le colgaba del collar y la enganchó en la clavija de hierro clavada en la viga. El joven miraba la escena confundido, demasiado cansado para imaginarse qué se proponía la mord-sith. Al acabar, se encaminó a la puerta. Richard se dio cuenta de que la cadena era demasiado corta para que se pudiera tumbar en el suelo.
—¿Ama Denna, cómo voy a dormir?
—¿Dormir? —replicó la mujer, volviéndose hacia el joven con una sonrisa condescendiente—. No recuerdo haberte dicho que podías dormir. El sueño es un privilegio que tendrás que ganarte. ¿No te acuerdas de eso tan feo que te imaginaste esta mañana: que me matabas con tu espada? ¿Y no recuerdas que te dije que lo lamentarías? Buenas noches, cielito.
»Y ni se te ocurra soltar la cadena de la clavija para que el dolor te deje inconsciente —añadió cuando ya se marchaba—. He modificado la magia para que ya no te permita perder el sentido. Si desenganchas la cadena o caes al suelo sin querer y la arrastras, yo no estaré aquí para ayudarte. Estarás solo durante toda la noche con el dolor. Si acaso te vence el sueño, piensa en eso.
La mujer giró sobre sus talones y se marchó, llevándose la antorcha.
Richard se quedó de pie en la oscuridad, llorando. Al cabo de un rato, se forzó a dejar de llorar y pensó en Kahlan. Eso era una cosa agradable que Denna no le podría arrebatar. Al menos, aquella noche, no. Richard se sintió mejor al pensar que ella estaba a salvo y que tenía quien la protegiera —Zedd, Chase y muy pronto el ejército de Michael. Richard trató de imaginarse dónde debería estar; seguramente en un campamento, en alguna parte con Siddin y Rachel, cuidándolos, contándoles cuentos y haciéndolos reír.
El joven sonrió ante aquella imagen mental y, a continuación, se recreó en el recuerdo del beso que le había dado, en la sensación de sentirla contra él. Aunque ella no estuviera allí, con él, aún conseguía hacerlo sonreír y ponerlo de buen humor. Lo que le ocurriera a él no tenía ninguna importancia; lo realmente importante era que Kahlan se encontraba a salvo. Kahlan, Zedd y Chase tenían la última caja y no corrían peligro. Rahl el Oscuro iba a morir y Kahlan iba a vivir.
Cuando todo aquello acabara, ¿qué importaba lo que le ocurriera a él? Muy probablemente Denna o Rahl el Oscuro ya se encargarían de matarlo. Lo único que él debía y podía hacer era soportar el dolor hasta entonces. ¿Qué más daba? Nada de lo que Denna pudiera hacerle sería tan doloroso como saber que su amor por Kahlan era imposible. La mujer que amaba escogería a otro como pareja.
Richard se alegraba de estar muerto antes de que eso ocurriera. Tal vez podría hacer algo para precipitar su fin; desde luego, no costaba demasiado hacer enfadar a Denna. Si se movía la próxima vez que le introdujera el agiel en la oreja, sufriría daños permanentes y entonces, tal vez, ya no serviría para nada. Tal vez entonces la mord-sith lo mataría. Richard nunca se había sentido más solo en toda su vida.
—Te amo, Kahlan —susurró en la oscuridad.
Tal como Denna le había prometido, el día siguiente fue mucho peor. La mord-sith había descansado estupendamente y parecía deseosa de liberar parte de su energía en la tarea de quebrarlo. El joven sabía que aún tenía control sobre una cosa, tenía una elección. La próxima vez que Denna le introdujera el agiel en el oído, movería bruscamente la cabeza con toda su fuerza, para causarse importantes daños internos. Sin embargo, la mord-sith pareció intuir sus intenciones, porque ese día no lo hizo. Richard sintió nacer en su interior una pequeña llama de esperanza; había logrado influir en el comportamiento de su torturadora, había conseguido que no usara el agiel de esa forma. Denna no tenía el control absoluto que ella creía poseer; él todavía podía obligarla a hacer algo. La idea lo animó y, al recordar que el respeto hacia sí mismo, su dignidad, estaba a buen recaudo en su habitación secreta, se sintió capaz de hacer lo que debía. Haría lo que la mord-sith desease, cuando ella lo deseara.
Denna únicamente descansó para sentarse a la mesa a comer varias veces. La mujer lo observaba mientras saboreaba fruta y sonreía levemente cuando él gemía. Richard no recibió nada para comer, solamente una taza de agua, que Denna le ofreció al acabar su refrigerio.
Al final del día, la mujer enganchó de nuevo la cadena a la viga y Richard tuvo que pasar la noche de pie. Esta vez no se molestó en preguntar por qué; no importaba. Ella iba a hacer lo que deseara, sin que él pudiera evitarlo.
Por la mañana, cuando Denna regresó con la antorcha, Richard seguía de pie, pero apenas podía aguantarse. La mujer parecía estar de buen humor.
—Voy a darte un beso de buenos días y espero que me lo devuelvas —le dijo con una sonrisa—. Demuéstrame cuánto te alegras de ver a tu ama.
El joven hizo lo que pudo, pero tuvo que concentrarse en lo hermosa que era su trenza. Cuando la mujer se apretó contra él, Richard sintió oleadas de dolor en las heridas. Al acabar, el joven temblaba. Denna desenganchó la cadena y la arrojó al suelo.
—Estás aprendiendo a ser una buena mascota. Te has ganado dos horas de sueño.
Richard se desplomó en el suelo y se quedó dormido antes de que el sonido de los pasos de la mujer se desvaneciera.
Pasadas las dos horas, descubrió lo horroroso que era ser despertado por el agiel. El breve descanso apenas le había cundido; necesitaba mucho más. Richard se hizo la promesa de luchar con todas sus fuerzas aquel día para no cometer ni un solo error y cumplir exactamente los deseos de Denna. Quizá de ese modo la mord-sith le concedería toda una noche de descanso.
El joven se esforzó al máximo por hacer todo lo que Denna deseara, con la esperanza de complacerla. También esperaba que le diera algún alimento, pues no había comido nada desde el día en que fue capturado. Richard se preguntó qué deseaba más, si dormir o comer, y, a fin de cuentas, decidió que lo que más deseaba era dejar de sentir dolor. O, al menos, que Denna le permitiera morir.
Apenas le quedaban fuerzas y sentía cómo la vida se le escapaba. Anhelaba morir. Denna pareció sentir que la resistencia del joven tocaba a su fin, pues se mostró menos dura; le daba más tiempo para recuperarse y se tomaba descansos más largos. A Richard no le importaba. Sabía que la tortura nunca acabaría y que estaba perdido. Allí, colgado de las esposas, renunció a la voluntad de vivir, de seguir adelante, de resistir. Ella le susurraba palabras tranquilizadoras, mientras le acariciaba el rostro. Le animaba exhortándolo a que no abandonara y le prometía que, cuando lograra quebrarlo, todo sería mejor. Richard sólo escuchaba, pues ya ni siquiera podía llorar.
Cuando, finalmente, desenganchó las esposas de la viga, Richard creyó que de nuevo había anochecido. Había perdido toda noción del tiempo. Esperó que Denna sujetara la cadena a la viga o que la arrojara al suelo y le diera permiso para dormir. Pero Denna no hizo nada de eso, sino que colocó la cadena sobre la silla, le dijo que se quedara de pie y se marchó. Al volver, llevaba un cubo.
—Ponte de rodillas, cielito. —La mord-sith se sentó en la silla, junto a él, sacó un cepillo del agua jabonosa y empezó a limpiarlo. Las cerdas del cepillo eran duras y le dolían al tocar las heridas. —Tenemos una invitación para cenar y tengo que limpiarte. A mí me gusta el olor de tu sudor, de tu miedo, pero me temo que ofendería a los otros comensales.
Denna lo limpiaba con una extraña ternura, que a Richard le recordaba el modo en que un amo cuida de su perro. El joven cayó contra ella, incapaz de sostenerse solo en pie. De haber podido evitarlo, jamás se hubiera recostado contra ella en busca de apoyo, pero no tenía fuerzas. Denna lo sostuvo mientras continuaba limpiándolo con el cepillo. Richard se preguntó de quién sería la invitación para cenar, pero no preguntó. Denna le ofreció la información que deseaba de manera voluntaria.
—La reina Milena nos ha pedido personalmente que asistamos a una cena. Todo un honor para alguien tan insignificante como tú, ¿no te parece?
Richard se limitó a asentir con la cabeza, sin poder hablar.
La reina Milena. Así pues, se encontraban en su castillo. No le sorprendía en absoluto. ¿Adónde, si no, podría haberlo llevado Denna con tanta celeridad? Al acabar de limpiarlo, la mord-sith le concedió una hora de sueño para descansar antes de la cena. El joven durmió a los pies de la mujer.
Esta vez no lo despertó con el agiel sino con la bota. Richard estuvo a punto de echarse a llorar ante tal merced y se deshizo en agradecimientos por su amabilidad para con él. La mord-sith le instruyó sobre cuál debería ser su comportamiento. Denna llevaría la cadena sujeta al cinto, él no debería apartar los ojos de ella y no hablar con nadie a no ser que le dirigieran la palabra antes, y solamente si pedía permiso con la mirada a Denna para hablar. Él no podría sentarse a la mesa —debería hacerlo en el suelo— y, si se comportaba correctamente, podría comer algo.
Richard prometió seguir las instrucciones. La idea de poder sentarse en el suelo le parecía maravillosa. ¡Qué felicidad poder descansar sin tener que estar de pie y sin que le hicieran daño! Y, por fin, podría comer algo. Se cuidaría muy mucho de hacer algo que pudiera disgustar a Denna, o que pudiera inducirla a no darle comida.
El Buscador siguió como atontado a la mord-sith, sujeto a ella por la cadena del collar, procurando que nunca estuviera demasiado tensa. Ya no llevaba esposas, los cortes de las muñecas se veían rojos e hinchados y le causaban un dolor punzante. Algunas de las salas que atravesaron le resultaron vagamente familiares.
Denna deambulaba por las salas llenas de gente, deteniéndose para hablar con personajes elegantemente vestidos. Richard tenía la mirada fija en la trenza de la mujer. Era evidente que se la había peinado adrede para la cena, pues al usar el agiel solía despeinarse. Seguramente se había trenzado el pelo mientras él dormía.
Richard se encontró pensando que realmente Denna tenía un cabello muy hermoso y que era la más elegante de todas las mujeres presentes. El joven era consciente de que la gente lo observaba, así como a su espada, mientras Denna lo conducía por la sala tirando de la cadena y el collar. Tuvo que recordarse que, por el momento, había renunciado a su orgullo. Aquélla era una oportunidad para descansar, comer y no sufrir dolor.
Richard se inclinó y continuó del mismo modo mientras Denna hablaba con la reina. La soberana y la mord-sith se saludaron con una simple inclinación de cabeza. La princesa Violeta se encontraba al lado de su madre. Al recordar el tratamiento que la princesa había dado a Rachel, Richard tuvo que centrar de nuevo sus pensamientos en la trenza de Denna.
Cuando se sentó a la mesa, la mord-sith chasqueó los dedos y señaló el suelo, detrás de su silla. Richard sabía que debía sentarse allí, con las piernas cruzadas. Denna tenía a su izquierda a la reina y a su derecha a la princesa Violeta, la cual miraba fríamente a Richard. El Buscador reconoció a algunos de los consejeros de la soberana y sonrió para sí. El artista de la corte ya no se encontraba entre ellos. La mesa principal estaba un poco más elevada que las demás, pero sentado como estaba en el suelo, Richard no veía a la mayoría de los comensales.
—Como sé que no comes carne —dijo la reina a Denna—, he ordenado a los cocineros que te preparen una cena especial. Te gustará. Son unas maravillosas sopas y verduras, además de frutas exóticas.
Denna sonrió y le dio las gracias. Mientras comía, un criado le ofreció un sencillo cuenco sobre una bandeja. La mujer interrumpió brevemente lo que estaba diciendo para indicarle:
—Es para mi mascota.
El criado cogió el cuenco de la bandeja y se lo ofreció a Richard. Dentro había algo parecido a unas gachas, pero a Richard, que sostenía el cuenco entre sus manos temblorosas preparándose para beber su contenido, le pareció la mejor comida que había tomado en su vida.
—Si es tu mascota, ¿por qué le permites que coma de ese modo? —inquirió la princesa Violeta.
—¿A qué te refieres? —replicó la mord-sith.
—Bueno, si realmente es tu mascota, debería comer del suelo, sin manos —se explicó la princesa, sonriendo.
Denna sonrió de oreja a oreja y sus ojos brillaron.
—Haz lo que dice la princesa.
—Ponlo en el suelo y come como un perro para que todos lo veamos —ordenó la niña—. Demuestra a todo el mundo que un Buscador no es mejor que un perro.
Richard tenía demasiada hambre para arriesgarse a perder la comida. Así pues, pensó en la trenza de Denna y puso cuidadosamente el cuenco en el suelo. Lanzó una mirada a la princesa y vio que ésta sonreía, burlona. Richard se comió las gachas a lametones, oyendo las risotadas de la niña, hasta dejar el cuenco reluciente. El joven se dijo que necesitaba coger fuerzas, para el caso de que pudiera usarlas.
Después de que la reina y sus invitados acabaran de cenar, entró un hombre encadenado, que se quedó en el centro de la sala. Richard lo reconoció; era uno de los prisioneros de las mazmorras que Kahlan había liberado. Ambos intercambiaron una breve mirada de comprensión y desesperación.
A continuación se expusieron los crímenes y los malvados actos cometidos por el prisionero. Richard no prestó atención, pues sabía que no era más que un pretexto. La reina pronunció una breve reflexión sobre los crímenes del prisionero, tras lo cual se dirigió a la princesa con estas palabras:
—Tal vez la princesa quiera dictar el castigo que merecen estos crímenes.
La princesa se puso en pie para dictar sentencia.
—Por sus crímenes contra la corona, cien latigazos —declaró con una sonrisa radiante—. Y por sus crímenes contra las personas, que le corten la cabeza.
En la sala se oyeron murmullos generales de aquiescencia. Richard se sintió enfermo, pero al mismo tiempo deseó poderse cambiar por el prisionero; él solamente tendría que soportar cien latigazos y, después, el hacha del verdugo pondría fin a todo.
—Algún día me encantaría ver cómo castigas a tus mascotas —dijo la princesa a Denna, tomando de nuevo asiento.
—Ven a verme cuando lo desees —respondió Denna volviéndose—. Te dejaré mirar.
Al volver a la cámara de piedra, la mord-sith inmediatamente le quitó la camisa y lo colgó de nuevo de la viga. A continuación, le informó fríamente de que había mirado demasiado alrededor durante la velada. A Richard se le cayó el alma a los pies. Las esposas de hierro se le clavaban de nuevo en la carne. Denna era tan buena en lo que hacía que en pocos minutos ya tenía a su víctima bañada en sudor, jadeando y lanzando alaridos. La mord-sith le dijo que aún era muy pronto y que pensaba darle un buen entrenamiento antes del final de la jornada.
Cuando la mujer le aplicó el agiel en la espalda, los músculos de Richard se flexionaron y después se tensaron, levantándolo del suelo. Richard le suplicó que parara, pero fue en vano. Finalmente, cuando se dejó colgar de nuevo de las manillas, vio una silueta en la puerta.
—Me gusta cómo le haces que te suplique —dijo la princesa Violeta.
—Acércate más, querida —la animó la mord-sith con una sonrisa—. Te mostraré más cosas.
Denna lo rodeó con un brazo, apretándose contra las heridas del joven. Entonces le besó la oreja y le susurró al oído:
—Vamos a mostrar a la princesa lo bien que suplicas, ¿vale?
Richard se juró que no suplicaría, pero no pasó mucho tiempo antes de que rompiera su juramento. Denna hizo toda una demostración ante la princesa Violeta, mostrándole las diferentes formas que tenía de hacerle daño. Parecía orgullosa de exhibir su talento.
—¿Puedo probar yo? —pidió la princesa.
—Pues claro que sí, querida —contestó la mord-sith, tras mirar a la niña un momento—. Estoy seguro de que a mi mascota no le importará. ¿Verdad que no? —dijo, sonriendo a Richard.
—Por favor, ama Denna, no la dejéis. Os lo suplico. No es más que una niña. Haré lo que queráis, cualquier cosa, pero no la dejéis. Por favor —imploró el Buscador.
—¿Ves, querida? No le importa en absoluto.
Denna ofreció el agiel a la niña.
La princesa Violeta dirigió a Richard una amplia sonrisa mientras se familiarizaba con el agiel. Para probar, se lo aplicó al músculo de la pierna y se alegró al ver que el joven se estremecía de dolor. En vista de los buenos resultados, fue andando alrededor de Richard y dándole con el agiel.
—¡Qué fácil! —exclamó—. Nunca creí que fuese tan sencillo hacer sangrar a alguien.
Denna miraba a su víctima con las manos cruzadas sobre los pechos y una sonrisa en los labios, mientras la princesa se volvía más osada. Al poco rato afloró a la superficie toda la crueldad de la que era capaz la niña. La princesa estaba encantada con el nuevo juego.
—¿Recuerdas lo que me hiciste? —preguntó al Buscador, pinchándole el costado con el agiel—. ¿Recuerdas cómo me pusiste en ridículo? Ahora tienes lo que te mereces, ¿no crees? —Richard se mantenía silencio, con los dientes apretados—. ¡Respóndeme! ¿No crees que esto es lo que te mereces?
Richard mantenía los ojos cerrados, tratando de controlar el dolor.
—¡Respóndeme! Y luego suplícame que pare. Quiero hacerlo mientras suplicas.
—Será mejor que le respondas —intervino Denna—. Parece que aprende rápido.
—Por favor, ama Denna, no le enseñéis esto. Lo que le estáis haciendo a ella es peor que lo que me hacéis a mí. No es más que una niña. Por favor, no le hagáis esto. No dejéis que aprenda a torturar.
—Voy a aprender lo que me plazca. Será mejor que empieces a suplicar. ¡Vamos!
Aunque sabía que únicamente conseguía empeorar las cosas, Richard esperó hasta que no pudo soportarlo ni un segundo más antes de decir entre jadeos:
—Lo siento, princesa Violeta. Por favor, perdonadme. Estaba equivocado.
Pero Richard aprendió que responderle era un error, pues eso pareció excitarla aún más. La niña aprendió muy rápidamente cómo hacerlo suplicar y gritar, por mucho que él se resistiera. Era absurdo que una niña de aquella edad lo torturara y, sobre todo, disfrutara con ello. Era una locura.
—Pero esto es menos de lo que se merece la Confesora —dijo la princesa, hundiéndole el agiel en el estómago y mirándolo impúdicamente—. Un día será castigada por lo que hizo y seré yo quien se lo haga pagar. Mi madre me lo dijo. Quiero que me supliques que le haga daño. Quiero oírte suplicar que corte la cabeza a la Madre Confesora.
Algo, Richard no sabía qué, despertó de pronto en su interior. La princesa Violeta apretó los dientes y le aplicó el agiel en el abdomen con todas sus fuerzas, retorciéndolo.
—¡Suplícame! ¡Suplícame que mate a esa horrible Kahlan!
El insoportable dolor hizo que Richard chillara a grito pelado.
Denna se interpuso entre ambos y arrebató el agiel de manos de la princesa Violeta.
—¡Ya basta! Lo matarás si usas el agiel de ese modo.
—Gracias, ama Denna —dijo Richard jadeando. El joven sintió un singular cariño hacia Denna por haberlo defendido.
—¡Me da igual si lo mato! —replicó la princesa con cara de pocos amigos, retrocediendo un paso.
—Pues a mí no me da igual. —La voz de la mord-sith sonaba fría y autoritaria—. Es demasiado valioso para perderlo de este modo. —Era evidente que quien llevaba las riendas allí era Denna, ni la princesa ni la reina. Denna era una agente de Rahl el Oscuro.
—Mi madre dice que, cuando la Confesora Kahlan regrese, le tendremos preparada una sorpresa —declaró la niña, fulminando con la mirada a la mord-sith—. Sólo te lo digo porque mi madre dice que, para entonces, tú ya estarás muerto. Mi madre dice que seré yo quien decida qué hacer con la Confesora. Para empezar, le cortaré el pelo y luego dejaré que todos los guardias la violen, uno después de otro. —La niña tenía los puños cerrados y el rostro colorado—. ¡Después la encerraré en un calabozo durante unos cuantos años para que tengan a alguien con quien jugar! ¡Y, cuando me canse de hacerle daño, ordenaré que le corten la cabeza y la claven en una pica, donde pueda ver cómo se pudre!
Richard sintió lástima por la joven princesa. La niña le inspiraba un profundo sentimiento de tristeza. Pero le acompañaba otro de muy distinta naturaleza.
La princesa Violeta cerró los ojos con fuerza y sacó la lengua tanto como pudo. Era como una bandera roja.
La fuerza del poder que había surgido en él explotó en su interior.
Cuando su bota se estrelló contra la mandíbula de la princesa, Richard sintió que ésta se rompía como una copa de cristal contra un suelo de piedra. El impacto fue tal que lanzó a la princesa por el aire. Fueron sus propios dientes los que le cortaron la lengua antes de romperse ellos también. La princesa aterrizó de espaldas a bastante distancia, tratando de gritar entre el aflujo de sangre.
Denna miró a Richard totalmente perpleja y, por un instante, el joven vio el miedo reflejado en los ojos de la mujer. Él no tenía ni idea de cómo había podido hacer eso, de por qué la magia no lo había detenido. Por la cara de Denna, supo que no debería haber sido capaz de aquello.
—Se lo advertí —dijo Richard, sosteniendo la fulminante mirada de Denna—. He cumplido lo que prometí. Gracias por salvarme la vida, ama Denna —agregó con una sonrisa—. Estoy en deuda.
La mord-sith lo miró fijamente un instante antes de adoptar una inquietante expresión y salir sin decir palabra. Colgado como estaba de las esposas, Richard contempló cómo la princesa se retorcía en el suelo.
—Violeta, date la vuelta o te asfixiarás en tu propia sangre. ¡Vuélvete te digo!
La princesa logró darse la vuelta. Debajo de ella se había formado un charco de sangre. Entonces aparecieron unos hombres que corrieron a ayudarla. Denna se limitó a mirar. Los hombres levantaron cuidadosamente a la niña y se la llevaron. Richard podía oír sus apremiantes voces, que se iban apagando a medida que se alejaban por el pasillo.
Se había quedado solo con Denna.
Los goznes de la puerta crujieron cuando la mujer la cerró, empujándola con uno de sus dedos de largas uñas. En el curso de los últimos días Richard había aprendido que Denna tenía un tipo de amabilidad que podría calificarse de perversa. Según cómo usaba el agiel, había aprendido a interpretar su estado de ánimo. A veces, mientras lo torturaba, Richard se daba cuenta de que la mujer se contenía porque, a su retorcida manera, él le importaba. Era una idea descabellada y él lo sabía, pero a veces se daba cuenta de que Denna pretendía demostrarle sus sentimientos infligiéndole la peor de las torturas. Y sabía que aquella noche sería una de ésas.
La mord-sith se quedó junto a la puerta, mirándolo. Cuando habló, su voz sonaba suave.
—Eres una persona excepcional, Richard Cypher. El amo Rahl ya me previno sobre ti. Me advirtió que tuviera cuidado porque las profecías hablan de ti. —El sonido de las botas de Denna contra la piedra resonó cuando ella se acercó lentamente hasta ponerse frente al Buscador, muy cerca de él. Entonces lo miró a los ojos con ligero ceño. Richard sentía la respiración de la mujer en el rostro, más rápida de lo habitual—. Lo que has hecho se sale de lo normal —susurró—. Ha sido muy excitante. —Los ojos de la mujer le recorrieron ávidamente el rostro y agregó casi sin resuello—: He decidido tomarte como compañero.
Richard, encadenado, nada podía contra tamaña locura. No sabía qué era ese poder que había surgido en su interior, ni cómo invocarlo de nuevo. Lo intentó, pero no funcionó.
Denna parecía estar paralizada por algo que Richard no comprendía, como si tratara de sacar fuerzas de flaqueza para hacer algo que temía y al mismo tiempo anhelaba. La respiración de la mujer era cada vez más rápida, el pecho le subía y le bajaba, y tenía la mirada prendida en la de Richard. Entonces el joven vio algo que no se esperaba, algo que la crueldad de la mord-sith le había impedido ver: Denna era una mujer atractiva. De hecho, era muy hermosa. El joven se dijo que debía de estar volviéndose loco.
Impresionado y extrañamente preocupado, Richard la miró mientras, lentamente, se colocaba el agiel entre los dientes. Por cómo de pronto las pupilas de la mujer se dilataron, Richard supo que debía de dolerle. Denna palideció, tomó aire y tembló ligeramente. Entonces hundió los dedos en el pelo del joven, en la zona de la nuca, y le sostuvo la cabeza. Muy lentamente fue acercando sus labios a los de él y lo besó con pasión, compartiendo con él el tremendo dolor del agiel. La mord-sith se ayudaba de la lengua para sostener el instrumento de tortura entre los dientes. El beso fue brutal y salvaje.
Todas las fibras del cuerpo de Richard ardían con el suplicio. El joven se ahogaba y chupaba aire de los pulmones de la mujer, y ella hacía otro tanto. Richard sólo podía respirar de la mujer y ella de él. El dolor, que hacía estragos en su mente, borró de su memoria todo lo que no fuese Denna. Por los sonidos de la mujer, Richard supo que compartían el mismo martirio. Tal era el dolor, que los dedos de Denna se cerraron en torno a los cabellos de Richard y gimió por el sufrimiento, al mismo tiempo que sus músculos se tensaban. El dolor los invadía a ambos.
Sin saber por qué, Richard se encontró devolviéndole el beso apasionada y salvajemente. El dolor le alteraba la percepción de todo. Nunca había besado a nadie con aquella lujuria. Por una parte deseaba desesperadamente que acabara y, por la otra, ansiaba que continuase.
El extraño poder despertó de nuevo en su interior. Richard trató de alcanzarlo, asirlo y no perderlo otra vez, pero se le escapó de entre las manos y se esfumó.
Denna continuaba apretando sus labios contra los de él, causándole un dolor insoportable. El agiel se interponía entre ellos, y los dientes de ambos estaban en contacto. La mujer se arrimó a él con fuerza, le rodeó una pierna con otra de las suyas y se aferró a él. Los gritos de angustia de Denna eran cada vez más desesperados. Richard anhelaba poder abrazarla.
Justo cuando estaba a punto de perder el conocimiento, Denna se alejó de él apenas unos centímetros, aunque sin soltarle el pelo. Cuando lo miró fijamente, la mord-sith tenía los ojos anegados en lágrimas. Entonces enrolló la lengua alrededor del agiel y se lo metió en la boca, lo sostuvo allí entre los dientes, mientras el dolor la hacía temblar, como para demostrarle que era más fuerte que él. A continuación, fue alzando la mano lentamente y se sacó el agiel de la boca. La mujer tenía la mirada perdida y jadeaba.
Denna frunció el entrecejo. Lágrimas de dolor y de algo más le manaban libremente de los ojos. Le dio un beso tan tierno y dulce que el joven se quedó sin habla.
—Ahora estamos unidos —susurró la mujer—. Unidos por el dolor del agiel. Richard, perdóname. —Denna le acarició una mejilla con dedos aún temblorosos y el dolor reflejado en su mirada—. Perdóname por lo que voy a hacerte. Serás mi compañero por el resto de tu vida.
La piedad que reflejaba la voz de la mord-sith dejó perplejo al Buscador.
—Por favor, ama Denna, por favor, dejadme ir. O, al menos, ayudadme a detener a Rahl el Oscuro. Os prometo que seré de buen grado vuestro compañero de por vida si me ayudáis a detenerlo. Lo juro por mi vida; si me ayudáis, me quedaré con vos voluntariamente, para siempre.
Denna apoyó una mano en el pecho del joven mientras se iba recuperando.
—¿Crees que no soy consciente de lo que te estoy haciendo? —Los ojos de la mujer tenían un brillo apagado—. Tu entrenamiento y tu servicio no durarán más que unas semanas, hasta que mueras. Pero el entrenamiento de una mord-sith dura años. Todo lo que te hago, y mucho más, a mí me lo han hecho miles de veces. Una mord-sith debe conocer su agiel mejor que a sí misma. Mi primer entrenador me hizo su compañera cuando yo tenía quince años, después de tres años de entrenarme. Yo jamás podré llegar a ser tan cruel como él, ni tampoco podría mantener por tanto tiempo a alguien en la frontera entre la vida y la muerte. Él me entrenó hasta que cumplí los dieciocho, que fue cuando lo maté. Por esa causa me castigaron con el agiel durante dos años. Con este agiel. El mismo que uso contigo fue el utilizado para entrenarme a mí. Me fue ofrecido al ser proclamada mord-sith. Sólo vivo para usarlo.
—Ama Denna, lo siento —musitó Richard.
La mujer hizo un gesto de asentimiento.
—Puedes estar seguro de que lo sentirás —le espetó, con la mirada otra vez de acero—. No hay nadie que vaya a ayudarte, ni siquiera yo. Ya te darás cuenta de que ser el compañero de una mord-sith no reporta ningún privilegio, sino solamente un montón de dolor añadido.
Colgado de las esposas, Richard se sintió abrumado por la enormidad de todo aquello. El hecho de entender un poquito a su torturadora no hacía más que aumentar su desesperanza. No había modo de huir. Era el compañero de por vida de una demente.
—¿Cómo pudiste ser tan estúpido para hacerle eso a la princesa? —inquirió Denna, frunciendo de nuevo el entrecejo y sonriendo—. Supongo que sabes que tendré que castigarte.
Richard la miró confuso por un momento.
—¿Es que eso cambia algo, ama Denna? Igualmente ibais a hacerme daño. No me imagino que podáis hacerme nada peor.
—Qué poca imaginación tienes, amor mío —replicó ella con una mueca burlona.
Richard sintió cómo la mord-sith le agarraba el cinturón y se lo desataba.
—Ya es hora de que encontremos otros lugares en los que causarte dolor —le dijo apretando los dientes—. Ya es hora de que comprobemos de qué pasta estás hecho. —La mirada de la mujer lo dejó paralizado—. Te doy las gracias por haberme dado la excusa para hacerte esto, amor mío. Nunca se lo he hecho antes a otro, pero yo sí lo he experimentado muchas veces. Así me quebraron cuando tenía catorce años. Esta noche —susurró—, me parece que ni tú ni yo dormiremos.