Fue un día frustrante. Escarlata sobrevoló a baja altura densos bosques, y ambos examinaban con atención los caminos y senderos. No hallaron ni rastro de sus amigos. Richard se sentía descorazonado. Estaba tan exhausto que apenas podía seguir asido a las púas del dragón, pero no quería descansar; tenía que encontrar a Zedd y a Kahlan. Por si el cansancio no fuera suficiente, tenía un terrible dolor de cabeza de tanto forzar la vista. Cada vez que avistaban gente, olvidaba la fatiga y la falta de sueño, pero cada vez tenía que decirle a Escarlata que no eran sus amigos.
El dragón descendió y pasó casi rozando las copas de unos pinos que crecían en la linde de un campo, a la vez que lanzaba un grito tan penetrante que Richard se sobresaltó. El dragón se ladeó y describió una curva tan brusca que el joven se mareó. El rugido del dragón había levantado un ciervo, que ahora corría por el alto pasto marrón. Escarlata se lanzó en picado hacia el campo, ganando cada vez más velocidad. Sin ningún esfuerzo, agarró al ciervo y le rompió el cuello. Le había resultado tan sencillo conseguir una presa que Richard se sintió intimidado.
Escarlata se remontó más y más atravesando algodonosas nubes hacia la dorada luz del atardecer. Richard se sentía como si la esperanza abandonara su corazón de igual modo que la luz abandonaba el día. Sabía que Escarlata volvía a su nido. Quería pedirle que prolongaran la busca un poco más, mientras aún había luz, pero sabía que el dragón tenía que regresar al nido para ocuparse del huevo.
Era casi de noche cuando Escarlata aterrizó sobre el saliente rocoso. El dragón esperó a que Richard se apeara, deslizándose sobre sus escamas rojas, antes de correr hacia el huevo. El joven se apartó a un lado y se arrebujó en la capa.
Después de revisar el huevo, arrullarlo y calentarlo con su aliento, Escarlata se ocupó del ciervo, no sin antes decirle a Richard:
—Diría que no comes demasiado. Supongo que podría darte un poco.
—¿Me lo asarás? Yo no como carne cruda.
Escarlata contestó afirmativamente, por lo que Richard se cortó un buen pedazo, lo clavó en la punta de la espada y sostuvo ésta en alto, a la vez que ladeaba la cabeza para protegerse del calor. El dragón envolvió el pedazo de carne en una suave lengua de fuego. Richard volvió a apartarse a un lado y comió la carne tratando de no mirar cómo el dragón despedazaba el ciervo con los colmillos y las garras, lanzando al aire grandes pedazos y tragando sin apenas masticar.
—¿Qué vas a hacer si no encontramos a tus amigos?
Richard tragó antes de contestar:
—Tenemos que encontrarlos.
—Sólo faltan cuatro días para el invierno.
—Lo sé. —Con los dedos pulgar e índice, el joven separó una pequeña tira de carne.
—Un dragón prefiere morir antes que someterse —declaró Escarlata, agitando la cola.
—Si uno elige solamente por sí mismo, es posible, pero ¿y los demás? —replicó Richard, alzando la mirada hacia el leviatán—. Tú decidiste someterte para salvar tu huevo, para dar a tu cría la oportunidad de vivir.
En vez de responder, Escarlata gruñó y regresó de nuevo junto a su huevo, al que acarició con las garras.
Richard sabía que si no conseguía dar con la última caja y detener a Rahl, tendría que salvar la vida de todos los demás, tendría que salvar a Kahlan de caer en manos de una mord-sith y, para ello, debería ayudar a Rahl a abrir la caja correcta. De ese modo Kahlan podría llevar el tipo de vida a la que estaba acostumbrada una Confesora.
La idea de ayudar a Rahl el Oscuro a hacerse con el poder absoluto lo deprimía y lo desesperaba. Pero ¿es que acaso tenía elección? Tal vez Shota no se había equivocado. Zedd y Kahlan iban a intentar matarlo. Tal vez merecía que lo mataran por pensar en ayudar a Rahl el Oscuro. En caso de poder elegir, prefería evitar que una mord-sith hiciera daño a Kahlan. Tendría que ayudar a Rahl.
El joven se recostó contra la roca, demasiado trastornado por las elecciones que tenía para acabarse la carne. Apoyó la cabeza en la mochila, se abrigó con la capa y pensó en Kahlan. Inmediatamente se quedó dormido.
Al día siguiente Escarlata se internó en D’Hara y voló encima de donde antes se alzaba El Límite, inspeccionando caminos y sendas. Unas nubes altas y delgadas filtraban la luz del sol. Richard deseaba que sus amigos no estuvieran tan cerca de Rahl el Oscuro, pero si Zedd había localizado la piedra noche antes de que Rahl la destruyera y había averiguado que se hallaba en el Palacio del Pueblo, seguro que se dirigían hacia allí. El dragón planeaba a baja altura sobre todos los que veía, dándoles un buen susto, pero nunca eran quienes buscaban.
Cerca del mediodía, Richard los divisó. Zedd, Chase y Kahlan cabalgaban por una senda próxima al camino principal. El joven gritó a Escarlata que aterrizara. El dragón se ladeó para trazar una rápida curva de descenso. Era como una flecha roja. Al ver al dragón, los tres jinetes se detuvieron y desmontaron.
Escarlata extendió sus alas de color carmesí para frenar el descenso y se posó en un claro próximo a la senda. Richard saltó al suelo e inmediatamente echó a correr hacia sus amigos. Éstos aguardaban de pie, agarrando las riendas de sus caballos. Chase sostenía una maza en la otra mano. Ver a Kahlan llenó a Richard de júbilo. De pronto, todos los recuerdos que tenía de la mujer habían cobrado vida delante de él. El joven corrió hacia las tres figuras inmóviles, bajando por una pronunciada pendiente, con la mirada en el suelo para no tropezar con las raíces.
Al alzar la mirada, vio una bola de fuego mágico que iba directamente hacia él, emitiendo un sonido semejante a un chillido. El joven se quedó paralizado. ¿Qué hacía Zedd? La bola de fuego líquido era mayor que ninguna que hubiera visto antes e iluminaba todos los árboles del entorno con sus llamas azules y amarillas. Richard contempló boquiabierto cómo avanzaba dando volteretas, retorciéndose y expandiéndose.
Temeroso por lo que estaba a punto a ocurrir, se llevó una mano a la empuñadura de la espada y sintió cómo la palabra Verdad se le clavaba en la palma de la mano. Entonces tiró de ella con fuerza y la desenvainó, lanzando al aire un resonante sonido metálico. Una vez liberada, la magia fluyó inmediatamente por él. Ya tenía la bola de fuego casi encima. Igual que hizo en el cubil de Shota, Richard sostuvo la espada en el aire con una mano en la empuñadura y la otra en la punta, y los brazos cruzados, como si el acero fuese un escudo. La idea de que Zedd fuese el traidor alimentó su furia. No era posible.
El impacto lo hizo retroceder un paso. A su alrededor, todo era fuego y calor. La ira del fuego mágico estalló, se dispersó en el aire hacia donde había venido y, finalmente, se disipó.
—¡Zedd! Pero ¿qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco? ¡Soy yo, Richard! —El joven avanzó, enfadado. Estaba enfadado con Zedd por haberlo atacado y también estaba enfadado por la magia de la espada. Sentía latir en sus venas el ardor de la cólera.
Zedd, ataviado con una sencilla túnica, se mantuvo firme. Se veía tan delgado y frágil como siempre. Lo mismo sucedía con Chase, armado hasta los dientes y con su habitual aspecto amenazador. El mago cogió a Kahlan del brazo con una de sus enjutas manos y se colocó delante de ella en actitud protectora. Chase empezó a avanzar con una mirada tan sombría en los ojos como oscura era su ropa.
—Chase —le advirtió Zedd en voz baja—, no seas tonto. Quédate donde estás.
Richard miraba alternativamente los hoscos rostros de sus amigos.
—Pero ¿qué os pasa a vosotros tres? ¿Qué estáis haciendo aquí? ¡Os dije que no fuerais a buscarme! Rahl el Oscuro ha enviado a hombres para capturaros. Debéis regresar.
Zedd, con los cabellos blancos alborotados, como de costumbre, se volvió ligeramente hacia Kahlan, aunque sin apartar los ojos de Richard.
—¿Entiendes lo que dice?
Kahlan negó con la cabeza y se apartó de la cara algunos mechones.
—No. Creo que es d’haraniano culto, un idioma que no hablo.
—¿D’haraniano culto? Pero ¿qué estás diciendo? ¿Qué…
De pronto se quedó helado al recordar. Era la red hostil que Rahl el Oscuro había tejido a su alrededor. Sus amigos no lo reconocían; creían que él era su peor enemigo. Creían que él era Rahl el Oscuro.
Entonces pensó otra cosa que le puso la carne de gallina. Zedd lo había tomado por Rahl el Oscuro y le había lanzado una bola de fuego. Así pues, él no podía ser el traidor. Solamente quedaba Kahlan. ¿Era posible que ella lo viera como quien realmente no era?
Esa posibilidad lo aterraba. Atenazado por el temor, Richard avanzó hacia Kahlan con la mirada prendida de los ojos verdes de la mujer. Kahlan tensó la espalda, colocó ambas manos a los lados y alzó la cabeza. Richard se dio cuenta de que era una posición de advertencia, de seria advertencia. Era perfectamente consciente de qué le ocurriría si la mujer lo tocaba y recordó que Shota le había advertido que podría vencer a Zedd, pero que Kahlan no fallaría.
El mago trataba de interponerse entre ellos. Richard apenas paró mientes en él mientras lo apartaba a un lado. El anciano se le acercó por la espalda y le colocó los dedos en la nuca, causándole un dolor semejante al del agiel. Todos los nervios de los brazos le ardieron por el dolor, que luego le fue bajando por las piernas. Antes de pasar por las manos de Denna, los dedos del mago lo habrían paralizado. Pero Denna había invertido mucho tiempo en su entrenamiento, en enseñarle a soportar el dolor, para que fuera capaz de sobreponerse a aquel y a otros sufrimientos peores. Los dedos de Zedd no desmerecían en nada al agiel, pero Richard sacó fuerzas de flaqueza de su interior y apartó el dolor de su mente, reemplazándolo por la cólera de la espada. El joven lanzó a Zedd una mirada de advertencia, pero el mago no retrocedió. Richard lo empujó con más fuerza de la que pretendía, y Zedd cayó al suelo. Kahlan estaba paralizada frente a él.
—¿Quién soy yo? —le susurró el Buscador—. ¿Rahl el Oscuro o Richard?
Kahlan temblaba un poco y parecía incapaz de moverse. Algo llamó la atención de Richard, que bajó los ojos por un instante y se dio cuenta de que estaba amenazando a la mujer con la punta de la Espada de la Verdad sobre la garganta, justo en el hoyo situado en la base del cuello. Richard no recordaba haberla puesto allí; era como si la magia hubiera actuado por su propia cuenta. Pero él sabía que no era cierto, que había sido él mismo. Por eso temblaba Kahlan. La punta de la espada hizo brotar una gota de sangre. Si ella era la traidora, tenía que matarla. La hoja se puso blanca, al igual que la faz de Kahlan.
—¿A quién ves? —susurró de nuevo.
—¿Qué le has hecho a Richard? —preguntó la mujer con un áspero susurro—. Si le has hecho algún daño, juro que te mataré.
Richard recordó cómo lo había besado. Aquél no había sido un beso de Judas, sino un beso de amor. Entonces se dio cuenta de que no sería capaz de matarla, ni siquiera si sus temores eran ciertos, aunque eso era imposible. Con ojos anegados en lágrimas, guardó de nuevo la espada en la vaina.
—Lo siento, Kahlan. Que los espíritus me perdonen por lo que he estado a punto de hacer. Sé que no puedes entenderme, pero lo siento. Rahl el Oscuro está usando conmigo la Primera Norma de un mago, tratando de volvernos los unos contra los otros. Está tratando de que me crea una mentira y casi lo consigue. Sé que tú y Zedd nunca me traicionaríais. Perdóname por dudar.
—¿Qué es lo que quieres? —le espetó Zedd—. No entendemos lo que dices.
—Zedd… —Richard se pasó los dedos por el pelo, sintiéndose frustrado—. ¿Cómo puedo hacértelo entender? —Bruscamente agarró al mago por la túnica—. Zedd, ¿dónde está la caja? ¡Tengo que encontrar la caja antes de que Rahl lo haga! ¡No podemos permitir que la consiga!
Zedd frunció el entrecejo. Richard se dio cuenta de que sus palabras no servían para nada, pues ninguno de ellos podía entenderlas. Así pues, se acercó a los caballos y empezó a rebuscar en las alforjas.
—Busca tanto como quieras. Nunca la encontrarás —se mofó el mago—. Nosotros no tenemos la caja. Dentro de cuatro días morirás.
Richard percibió un movimiento a su espalda y se volvió bruscamente. Chase lo amenazaba con la maza alzada. Una lengua de fuego se interpuso entre ambos. Escarlata la mantuvo hasta que Chase retrocedió.
—Vaya amigos tienes —refunfuñó el dragón.
—Rahl el Oscuro ha tejido una red mágica a mi alrededor y no me reconocen.
—Bueno, pues si te quedas aquí, te van a matar.
Richard se dio cuenta de que no llevaban la caja. No se habían arriesgado a llevar la caja a Rahl. Los tres se quedaron mirando en silencio al joven y al dragón.
—Escarlata, diles algo para ver si te entienden.
El dragón inclinó la cabeza hacia los tres humanos y habló.
—Éste no es Rahl el Oscuro sino vuestro amigo, pero lo rodea una red de mago. ¿Me entendéis?
Los tres guardaban silencio. Exasperado, Richard dio un paso hacia Zedd.
—Zedd, te lo ruego, trata de entenderme. No busques la piedra noche. Rahl te ha tendido una trampa para que quedes atrapado en el inframundo. ¡Trata de comprenderme!
Pero ninguno de los tres entendió ni palabra de lo que decía. Tendría que hacerse primero con la caja y luego regresar y protegerlos de los hombres de Rahl. De mala gana, se montó en el lomo del dragón. Escarlata vigilaba a los tres humanos con recelo, lanzando un poco de humo y un hilo de fuego en señal de advertencia. Richard deseaba con todo su corazón quedarse junto a Kahlan, pero no podía. Primero debía encontrar la caja.
—Vámonos de aquí. Tengo que encontrar a mi hermano.
Escarlata alzó el vuelo con un llameante rugido, con el que pretendía disuadir a los tres humanos de que avanzaran. Richard se agarró a las púas. El dragón estiró su cuello cubierto por escamas rojas, mientras remontaba el vuelo, abriéndose paso entre las nubes blancas que flotaban en el cielo. El Buscador contempló cómo sus tres amigos los observaban hasta que ya no los vio más. Sentía una desesperada impotencia. «Ojalá hubiera visto a Kahlan sonreír, sólo una vez», pensó.
—¿Y ahora qué? —le preguntó Escarlata, volviendo el cuello.
—Tengo que encontrar a mi hermano. Se encuentra junto a un ejército de unos mil soldados en algún lugar entre aquí y las montañas Rang’Shada. Supongo que no será difícil localizarlo.
—No me entendían. Supongo que la red también me afecta a mí por ir contigo. Pero debe de tratarse de una red tejida para los humanos, no para dragones, pues yo veo la verdad. Si esos tres querían matarte debido a una red mágica, otros también tratarán de hacerlo. No podré protegerte contra mil soldados.
—Debo intentarlo. Ya se me ocurrirá algo. Michael es mi hermano. Ya se me ocurrirá la manera de hacerle ver la verdad. Ha venido con un ejército a ayudarme. Necesito desesperadamente su ayuda.
Puesto que un ejército debería de ser fácil de divisar, volaban bastante alto para así cubrir más terreno. Escarlata trazaba amplios y suaves giros entre las inmensas nubes algodonosas. Richard nunca se había dado cuenta de lo grandes que eran las nubes vistas tan de cerca. Cuando varias de ellas se reunían, surgía un país maravilloso formado por blancas montañas y valles. El dragón pasaba rozando las negras bases de las nubes y, a veces, atravesaba jirones de vapor de agua que colgaban de ellas. En esos casos, tanto la cabeza como los extremos de las alas se desvanecían en la blancura. Las nubes eran tan inmensas que a su lado incluso Escarlata parecía insignificante.
Buscaron durante horas sin hallar ni rastro de un ejército. Como ya estaba más acostumbrado a volar, ahora Richard ya no tenía que agarrarse todo el tiempo a las púas del dragón, sino que se recostaba contra dos de ellas, se relajaba y contemplaba el paisaje.
Mientras volaban, Richard pensaba en cómo iba a convencer a Michael de quién era él. El joven estaba casi seguro de que Zedd había confiado la caja a Michael. Seguramente, el mago la había ocultado de Rahl con medios mágicos y la había dejado bajo la protección de todo un ejército. Tenía que hallar la forma de demostrarle a su hermano que él era Richard. Cuando tuviera la caja, haría que Escarlata la llevara a la cueva, con el huevo. Allí estaría a salvo de Rahl.
Luego podría ir en busca de Kahlan y protegerla de los hombres de Rahl. Tal vez podría convencerla de que se ocultara en la cueva de Escarlata, donde estaría a salvo de las cuadrillas.
Sólo quedaban tres días y medio, y Rahl el Oscuro moriría. Luego Kahlan estaría segura. Para siempre. Él regresaría a la Tierra Occidental y nunca más tendría nada que ver con la magia. Ni con Kahlan. La idea de no volver a verla nunca más lo angustiaba.
A última hora de la tarde, Escarlata divisó el ejército. El dragón tenía una vista más aguda que la de Richard a aquella altura. Todavía se encontraba a bastante distancia, por lo que durante un buen rato el joven no vio nada. Primero sólo vio una tenue columna de polvo y luego pudo distinguir las filas de soldados avanzando por el camino.
—Bueno, ¿tienes ya un plan? ¿Qué vas a hacer? —le gritó Escarlata.
—¿Crees que podrías aterrizar delante de ellos, pero sin que nos vieran?
Un gran ojo amarillo lo fulminó.
—Soy un dragón rojo. Podría aterrizar en medio de los soldados y no me verían, si yo no quisiera. ¿A qué distancia quieres que me pose?
—No quiero que me vean a mí. Tengo que llegar hasta Michael sin que sus hombres intenten detenerme. No quiero líos. Déjame a unas horas de marcha por delante de ellos —pidió al dragón tras unos momentos de reflexión—. Que sean ellos quienes vengan a nosotros. Pronto oscurecerá y entonces podré llegar hasta mi hermano.
Escarlata extendió las alas y planeó dibujando una espiral hacia las colinas situadas delante del ejército en marcha. Tras salvar el terreno elevado, sobrevoló los valles procurando que no pudieran verla desde los caminos y aterrizó en un pequeño claro de alta hierba marrón. Sus brillantes y lustrosas escamas rojas relucían a la luz del atardecer. Richard se deslizó por el costado.
—¿Y ahora? —inquirió el dragón.
—Voy a esperar hasta que anochezca y monten el campamento. Mientras estén cenando, podré deslizarme hasta la tienda de Michael y hablar con él a solas. Ya se me ocurrirá cómo convencerlo de quién soy realmente.
El dragón gruñó, alzó la mirada hacia el cielo y luego se fijó en el camino. A continuación, describió con la cabeza en un amplio arco y lanzó una penetrante mirada amarilla al joven.
—Pronto anochecerá. Tengo que regresar junto a mi huevo para calentarlo.
—Lo comprendo, Escarlata. —Richard soltó aire mientras pensaba—. Ven a recogerme por la mañana. Te estaré esperando aquí, al amanecer.
—El cielo empieza a encapotarse —comentó Escarlata—. Cuando hay nubes no puedo volar.
—¿Por qué?
Escarlata gruñó y exhaló humo por los orificios nasales.
—Porque las nubes ocultan las rocas.
—¿Las rocas?
El dragón agitó la cola con impaciencia.
—Las nubes ocultan cosas. Es como la niebla: no ves. Y, cuando no ves, puedes estrellarte contra colinas o montañas. Pese a lo fuerte que soy, si choco en pleno vuelo contra una roca, me rompería el cuello. Si la base de una nube está lo suficientemente alta, puedo volar por debajo de ella. Y, si la parte superior está lo suficientemente baja, puedo volar por encima. Pero entonces no veo el suelo y no podría dar contigo. ¿Qué haremos si hay nubes y no puedo encontrarte, o si otra cosa sale mal?
Richard fijó la vista en el camino, con la mano apoyada en la empuñadura de la espada.
—Si algo sale mal, tendré que ir a buscar a mis tres amigos. En ese caso viajaría por el camino principal para que pudieras verme. —El joven tragó con fuerza y añadió—: Si todo lo demás falla, tendré que regresar al Palacio del Pueblo. Por favor, Escarlata, si no consigo detener a Rahl con lo que voy a hacer aquí, debo estar en su palacio dentro de tres días, a contar desde mañana.
—Eso no es mucho tiempo.
—Lo sé.
—Tres días a contar desde mañana, y después tú y yo estaremos en paz.
—Ése era el trato —respondió Richard, sonriendo.
Escarlata alzó la vista hacia el cielo una vez más.
—Creo que hará mal tiempo. Buena suerte, Richard Cypher. Nos vemos mañana.
El dragón cogió un poco de carrerilla y se elevó en el aire. Richard observó cómo dibujaba un círculo alrededor de él, volando bajo, y luego iba ascendiendo hasta hacerse cada vez más pequeño y desaparecer entre las colinas. Entonces se le encendió una lucecita en la cabeza y recordó cuándo había visto a Escarlata. Fue el día que conoció a Kahlan, justo después de que lo mordiera la enredadera serpiente. La había visto volar muy alto, como ahora, y desaparecer detrás de las colinas. Richard se preguntó qué debía estar haciendo Escarlata en la Tierra Occidental ese día.
Después de caminar entre la hierba alta y seca, el joven ascendió una colina próxima escasamente arbolada, desde donde podría ver a quien se acercara por el oeste. Halló un buen escondrijo entre la maleza, se puso cómodo y sacó de la mochila carne y fruta seca. Incluso descubrió que aún le quedaban unas manzanas. Comió sin entusiasmo mientras aguardaba la llegada del ejército de la Tierra Occidental y de su hermano, sin dejar de preguntarse ni por un instante qué podía hacer para convencer a Michael de su verdadera identidad.
Se le ocurrió escribirlo o tal vez incluso hacer un dibujo o trazar un mapa, pero dudaba que eso funcionara. Si la red hostil que lo rodeaba alteraba lo que decía, probablemente también alteraría lo que escribiera. Entonces trató de recordar juegos que su hermano y él hubieran compartido de niños, pero no le vino ninguno a la mente. Michael apenas había jugado con él cuando eran niños. Richard recordó que lo único que realmente le gustaba a su hermano era luchar con espadas de juguete, pero no creyó que pudiera conseguir el efecto deseado desenvainando la Espada de la Verdad frente a él.
Pero había algo. Cuando luchaban con las espadas de juguete, a Michael le gustaba que Richard lo saludara con una rodilla en el suelo. ¿Se acordaría Michael? A su hermano le gustaba hacerlo a menudo; lo hacía sonreír más que nada en el mundo. Michael lo llamaba el saludo del perdedor. Pero cuando era Richard quien vencía, Michael se negaba a darle ese saludo. En aquella época, Michael era más fuerte que él, por lo que Richard no podía obligarlo. Aunque a la inversa sí sucedía y con bastante frecuencia. El Buscador sonrió al recordarlo, aunque en aquellos días lo había pasado mal. Valía la pena intentarlo.
Antes del atardecer, Richard oyó que unos caballos se aproximaban, el repiqueteo de la impedimenta, el crujir de la piel, el ruido de metal así como el de muchos hombres en movimiento. Unos cincuenta jinetes, muy bien armados, pasaron al galope por delante de él, levantando polvo y tierra. En cabeza iba Michael, vestido de blanco. Richard reconoció los uniformes, el emblema de la Tierra Occidental en cada hombro y el estandarte amarillo con la silueta de un pino azul y unas espadas entrecruzadas debajo. Cada hombre llevaba una espada corta cruzada a la espalda, un hacha de guerra que colgaba de un ancho cinturón y una lanza corta. En medio del polvo, la luz arrancaba destellos, a la cota de malla. No eran soldados regulares de la Tierra Occidental, sino la guardia personal de Michael.
¿Dónde estaba el ejército? Desde el aire los había visto a todos juntos, jinetes y soldados de a pie. Pero aquellos jinetes iban demasiado rápidos para que los soldados pudieran seguirlos andando. Cuando pasaron, Richard se levantó y escrutó el camino para comprobar si el resto del ejército venía a continuación. Nadie más se acercaba.
Al principio se preocupó por lo que pudiera significar aquello, pero se relajó al pensar que Zedd, Chase y Kahlan habían confiado la caja a Michael y le habían dicho que se dirigían a D’Hara para buscarlo a él. Probablemente, Michael no había podido esperar más y había decidido ir él también. Pero, como los soldados de a pie no podían mantener el paso que se necesitaba para llegar al Palacio del Pueblo a tiempo, Michael se había adelantado junto con su guardia personal, dejando atrás al resto del ejército.
Pero cincuenta hombres, aunque fueran los duros soldados de la guardia personal de Michael, lo pasarían mal si se topaban con las fuerzas de Rahl. Richard supuso que Michael estaba anteponiendo los sentimientos a la razón.
El joven no los alcanzó hasta que ya fue noche cerrada. Habían cabalgado a buen ritmo y no se habían detenido hasta bastante tarde, por lo que se adelantaron a Richard más de lo que éste esperaba. Ya había pasado la hora de cenar cuando llegó al campamento. Los caballos ya habían sido atendidos y atados a estacas. Algunos hombres ya se habían retirado. El campamento estaba custodiado por guardias que se confundían con la oscuridad, pero, mientras oteaba desde la cima de una colina y contemplaba los pequeños fuegos del campamento, Richard sabía dónde habrían sido apostados.
Era una noche muy oscura. Las nubes ocultaban la luna. El joven descendió lenta y cuidadosamente la colina, y se deslizó con sigilo entre los guardias. Se sentía en su elemento. Para él era fácil; sabía dónde estaban los guardias y ellos no esperaban que nadie se introdujera en el campamento bajo sus narices. El joven observaba cómo vigilaban y se agachaba cuando miraban en su dirección. Tras superar el cerco de guardias, se fue aproximando al corazón del campamento. Michael se lo había puesto fácil, pues su tienda se encontraba algo apartada de sus hombres. Si hubiera ordenado que la montaran en medio de sus hombres, le habría resultado más difícil. Pero había soldados guardando la tienda. Richard los estudió durante un rato y analizó los puntos débiles, hasta descubrir por dónde podría internarse sin ser visto, manteniéndose a la sombra de la tienda y de las sombras que proyectaban los fuegos. Los guardias miraban hacia la zona iluminada, pues en la oscuridad no podían ver nada.
Richard se acercó con cautela a la tienda amparándose en la negrura de la noche. Al llegar junto a ella, se agachó silenciosamente y aguzó el oído un buen rato para descubrir si había alguien con Michael dentro de la tienda. Oyó el sonido de papeles que se removían y el rumor de la llama de una lámpara, pero no oyó a nadie dentro. Con mucho cuidado practicó un corte diminuto con el cuchillo, lo suficiente para permitirle mirar. Por el orificio vio el costado izquierdo de Michael, sentado a una pequeña mesa plegable, examinando papeles. Apoyaba en una mano su cabeza de rebeldes cabellos. No parecía que en los papeles hubiera nada escrito y, desde donde estaba Richard, le parecieron muy grandes. Probablemente eran mapas.
Tenía que entrar, ponerse de pie ante Michael, hincar una rodilla en el suelo y hacer el saludo antes de que su hermano tuviera tiempo de dar la alarma. Dentro, por debajo de él, había un camastro. Era lo que necesitaba para entrar sin delatarse. Manteniendo la cuerda tensa para que la lona no diera una súbita sacudida hacia atrás, Richard cortó la atadura en un punto situado a la mitad de la altura del camastro, a continuación levantó ligeramente el borde de la lona y, cuidadosamente, rodó sobre sí mismo bajo ella, colocándose detrás del camastro.
Michael oyó algo y se volvió. Richard se levantó delante de una mesilla, mostrándose, con una sonrisa en los labios de felicidad por ver de nuevo a su hermano mayor. Michael volvió repentinamente la cabeza hacia él y sus suaves mejillas palidecieron. Entonces, se puso de pie de un brinco. Richard estaba a punto de ejecutar el saludo, cuando Michael habló:
—Richard… ¿Cómo…? ¿Qué estás haciendo aquí? Me… alegro mucho de verte de nuevo. Todos estábamos tan… preocupados…
La sonrisa murió en los labios de Richard.
Rahl le había dicho que aquellos que le honraban lo verían como quien era realmente. Y Michael, su hermano, lo veía.
Michael era el traidor. Michael era quien había permitido que Richard fuera capturado y sufriera tortura a manos de una mord-sith. Michael era quien iba a entregar a Kahlan y a Zedd a Rahl el Oscuro. Michael era quien iba a entregar a todo el mundo a Rahl el Oscuro. Richard se quedó helado y, al hablar, únicamente le salió un susurro.
—¿Dónde está la caja?
—Ah… pareces hambriento, Richard. Voy a pedir algo de cena para ti. Tenemos que hablar. Hace tanto tiempo que no nos veíamos…
Richard mantenía la mano apartada de la espada, por miedo a usarla. Se recordó a sí mismo que él era el Buscador y que nada más importaba en aquellos momentos. Él no era Richard, sino el Buscador. Tenía una misión. No podía permitirse ser Richard, ni ser el hermano de Michael. Había cosas más importantes en juego; mucho más importantes.
—¿Dónde está la caja? —repitió.
—La caja… bueno… —Michael recorrió la tienda con la mirada—. Zedd me habló de ella. Iba a dármela, pero… entonces, gracias a una especie de piedra creo, descubrió que estabas en D’Hara, y los tres partieron en tu busca. Yo me ofrecí a acompañarlos, pero tuve que quedarme para reunir a los hombres y prepararlos. Zedd se llevó la caja.
Entonces Richard lo supo con toda certeza: Rahl el Oscuro tenía la tercera caja del Destino. Rahl el Oscuro no había mentido.
El Buscador reprimió sus emociones y rápidamente evaluó la situación. Lo único que importaba ya era llegar junto a Kahlan. Si perdía la cabeza, ella sería quien sufriría las consecuencias; ella sería quien sufriría la tortura del agiel. Involuntariamente, surgió en su mente la imagen de la trenza de Denna, pero no le importó. Si eso funcionaba, pues adelante. No podía matar a Michael, no podía arriesgarse a ser capturado por su guardia personal. Ni siquiera podía permitir que Michael supiera que lo había descubierto. De ese modo no lograría nada y pondría en peligro a otros.
Así pues, inspiró profundamente y forzó una sonrisa.
—Bueno, lo importante es que la caja esté a salvo. Eso es lo que cuenta.
Michael recuperó un poco de color y también sonrió.
—Richard, ¿te encuentras bien? Pareces… no sé… distinto. Es como si hubieras… sufrido mucho.
—Más de lo que puedas imaginarte, Michael. —Richard se sentó en el camastro, mientras Michael tomaba de nuevo asiento en la silla, receloso. Vestido con aquellos holgados pantalones blancos y un cinturón dorado tenía todo el aspecto de un discípulo de Rahl el Oscuro. Richard se fijó en los mapas que su hermano estaba examinando. Eran mapas de la Tierra Occidental. Mapas destinados a Rahl el Oscuro—. Sí, estaba en D’Hara, tal como Zedd te dijo, pero escapé. Tenemos que alejarnos todo lo que podamos de D’Hara. Es preciso que encuentre a los demás para impedir que sigan buscándome allí. Tú puedes retirarte con el ejército, para proteger la Tierra Occidental. Gracias por venir en mi ayuda, Michael.
—Eres mi hermano. ¿Qué otra cosa podía hacer? —respondió Michael con una amplia sonrisa.
Con el ardiente dolor de la traición quemándole por dentro, Richard se obligó a sonreír cálidamente a su hermano. En algunos aspectos, eso era peor que si la traidora hubiese sido Kahlan. Michael y él habían crecido juntos y, como hermanos, habían compartido una buena parte de sus vidas. Él siempre había admirado a Michael, siempre lo había apoyado y le había dado su amor incondicional. Aún recordaba cómo solía presumir de hermano ante los otros chicos.
—Michael, necesito un caballo. Debo partir al instante.
—Te acompañaremos; yo y mis hombres. —La sonrisa se hizo más amplia—. Ahora que nos hemos reencontrado, no quiero volver a perderte.
—¡No! —exclamó el Buscador, poniéndose de pie de un salto. Pero inmediatamente se calmó—. No, ya me conoces. Estoy acostumbrado a viajar solo por el bosque. Vosotros sólo me retrasaríais y no tengo tiempo que perder.
—Ni hablar —objetó Michael, mirando subrepticiamente la entrada de la tienda—. Nosotros somos…
—No. Tú eres el Primer Consejero de la Tierra Occidental. Ésa es tu principal responsabilidad, y no cuidar de tu hermano pequeño. Por favor, Michael, regresa con el ejército a la Tierra Occidental. No te preocupes por mí.
—Bueno —contestó Michael, frotándose el mentón—, supongo que tienes razón. Nos dirigíamos a D’Hara únicamente para rescatarte, pero, puesto que ya estás a salvo…
—Gracias por acudir en mi ayuda, Michael. Voy a buscar yo mismo un caballo. Tú sigue con lo que estabas haciendo.
Richard se sentía como el mayor tonto del mundo. Debería haberlo sabido. Debería habérselo imaginado mucho tiempo atrás. Desde aquel discurso en el que Michael declaró que el fuego era enemigo del pueblo. Eso debería haberle abierto los ojos. Kahlan había tratado de advertirle la primera noche. Había tenido razón al sospechar que su hermano estaba de parte de Rahl. Si la hubiera escuchado a ella en lugar de a su corazón…
La Primera Norma de un mago dice que la gente es estúpida, que cree lo que quiere creer. Y él, Richard, había sido el más estúpido de todos. Estaba demasiado enfadado consigo mismo para estarlo con Michael.
Su negativa a aceptar la verdad iba a costarle todo. Ahora ya no le quedaba elección; merecía morir.
Con húmedos ojos prendidos en los de Michael, hincó lentamente una rodilla y le dirigió el saludo del perdedor. Michael puso los brazos en jarras y sonrió.
—Lo recuerdas. Eso fue hace mucho tiempo, hermanito.
—No tanto —replicó Richard, levantándose—. Algunas cosas nunca cambian. Siempre te he querido. Adiós, Michael.
El Buscador sopesó de nuevo la posibilidad de matar a su hermano. Sabía que tendría que hacerlo con la cólera de la espada, pues nunca sería capaz de perdonar a Michael y volver la hoja blanca. Podría perdonarle lo que le había hecho a él, pero lo que había hecho a Kahlan y a Zedd, eso nunca. Pero era más importante ayudar a Kahlan que matar a Michael; no podía correr aquel riesgo sólo para no sentirse tan estúpido. El Buscador atravesó la entrada de la tienda seguido por Michael.
—Al menos, quédate un poco más y come algo. Tenemos que hablar de otras cosas. Aún no estoy seguro de que…
Richard dio media vuelta y se quedó mirando a su hermano, que permanecía de pie delante de la tienda. El campamento estaba envuelto en una tenue neblina. Por la expresión de su hermano, Richard se dio cuenta de que no tenía ninguna intención de dejarlo marchar. Simplemente ganaba tiempo hasta que pudiera llamar a sus hombres y detenerlo.
—Hazlo a mi manera, Michael, por favor. Tengo que irme.
—Soldados, mi hermano va a quedarse con nosotros para que lo protejamos —dijo Michael a sus hombres.
Tres hombres armados se dirigieron hacia él. Richard saltó hacia la maleza y se internó en la negrura de la noche. Los guardias lo siguieron torpemente. No eran hombres de bosque, sino soldados. Richard no quería verse obligado a matarlos, pues, después de todo, eran compatriotas suyos. Así pues, se escabulló al amparo de la oscuridad, mientras el campamento se despertaba con órdenes que se impartían a voz en grito. Pudo oír cómo Michael gritaba que lo detuvieran pero que no lo mataran. Claro que no, quería entregarlo personalmente a Rahl el Oscuro.
Richard se deslizó entre los guardias, dando la vuelta al campamento hacia los caballos. Cortó todas las cuerdas que los sujetaban y montó uno a pelo. Entonces, espantó a los demás gritando y dándoles palmadas en las ancas. Los animales echaron a correr, presas del pánico. Hombres y caballos corrían en todas direcciones. Richard azuzó a su caballo.
El joven dejó atrás el sonido de los frenéticos gritos para internarse en la oscuridad con el rostro húmedo por la neblina y las lágrimas.