3

Michael vivía en una enorme estructura de piedra blanca, bastante apartada del camino. Los tejados de pizarra, colocados en ángulos e inclinaciones muy diversas, se unían en caprichosas formas, rematadas por una claraboya emplomada que dejaba pasar la luz al salón principal. El acceso a la casa, flanqueado por imponentes robles blancos que lo resguardaban del brillante sol de la tarde, atravesaba una buena extensión de prados antes de llegar a los jardines de diseño simétrico, dispuestos a ambos lados. Los jardines estaban en plena floración. Estaba tan avanzado el año que Richard supuso que las flores se habrían criado en invernaderos para aquella ocasión tan especial.

Los invitados, vestidos de punta en blanco, paseaban por los prados y jardines e hicieron que Richard se sintiera fuera de lugar. Era consciente que debía de presentar un aspecto desastroso, con el atuendo que se ponía para ir al bosque, sucio y manchado de sudor, pero no quería perder tiempo pasando por su casa y aseándose. Además, estaba de un humor sombrío y no le importaba su aspecto. Tenía cosas más importantes en que pensar.

Kahlan, por su parte, no desentonaba tanto. Viéndola en su insólito pero llamativo vestido, nadie diría que también ella acababa de salir del bosque. Teniendo en cuenta la cantidad de sangre que se había vertido en el Despeñadero Mocho, era sorprendente que no se hubiera manchado.

En vista de lo mucho que había alterado a Richard saber que había llegado de la Tierra Central atravesando el Límite, Kahlan no había dicho ni media palabra más sobre el tema. Richard necesitaba tiempo para reflexionar sobre ello, y ella no insistió. En vez de eso, la mujer le hizo preguntas sobre la Tierra Occidental, sobre cómo eran sus gentes y dónde vivían. El joven le describió la casa que habitaba en el bosque del Corzo y le contó que trabajaba como guía para los viajeros que se dirigían a la ciudad del Corzo, o salían de ella, y debían cruzar el bosque.

—¿Tienes chimenea en tu casa? —quiso saber la mujer.

—Sí.

—¿Y enciendes el fuego?

—Pues claro, para cocinar. ¿Por qué?

Kahlan simplemente se encogió de hombros y su mirada se posó en los campos.

—Echo de menos sentarme frente al fuego, eso es todo.

Por perturbadores que hubieran sido los acontecimientos de ese día, que habían venido a añadirse a su pena, era agradable poder hablar con alguien, aunque ese alguien se mostrara tan reservado.

—¿Me muestra su invitación, señor? —pidió una voz grave situada a la sombra de la entrada.

¿Invitación? Richard giró sobre sus talones para ver quién le había hablado y se encontró con una mueca maliciosa. Era su amigo Chase, guardián del Límite. Ambos se saludaron cordialmente con un fuerte apretón de manos.

Chase era un hombre fornido, sin barba ni bigote y con una mata de pelo castaño claro que seguía siendo tan espesa como cuando era joven. Sólo los cabellos grises de las patillas delataban el paso del tiempo. Sus pobladas cejas sombreaban unos ojos de intenso color marrón que lanzaban lentas miradas de soslayo mientras hablaba y que no perdían detalle. Esa costumbre daba a la gente la impresión —totalmente equivocada— de que no prestaba atención. Pese a su corpulencia, Richard sabía que Chase era temiblemente rápido cuando era preciso. El guardián del Límite llevaba un par de cuchillos a un lado del cinturón y una maza de guerra de seis puntas al otro. La empuñadura de una espada corta sobresalía de su hombro derecho y a la izquierda llevaba una ballesta con un juego de flechas con punta de acero y lengüeta que colgaba de una correa de cuero.

—Parece que no quieres perderte la ocasión de comer gratis —comentó Richard, enarcando una ceja.

—No será aquí, como invitado —replicó Chase poniéndose serio y mirando a Kahlan.

Richard se apercibió de lo embarazoso de la situación, cogió a la mujer por el brazo y la hizo avanzar. Ella se aproximó a Chase sin ningún temor.

—Chase, ésta es mi amiga Kahlan —la presentó, al tiempo que le dirigía una sonrisa—. Kahlan, te presento a Dell Marcafierro, aunque todo el mundo lo llama Chase. Es un viejo amigo mío. Con él estamos totalmente seguros. —Y volviéndose hacia Chase añadió—: Puedes confiar en ella.

Kahlan miró al hombretón, le sonrió y lo saludó con una inclinación de cabeza.

Chase la imitó, y así quedaron hechas las presentaciones. La palabra de Richard era toda la garantía que necesitaban. Los ojos del guardián recorrieron la multitud y se detuvieron en varios invitados. Deseoso de sustraerse del interés que despertaban, empujó a sus amigos a un lado, hacia las sombras, apartándolos de los escalones iluminados por el sol.

—Tu hermano ha convocado a todos los guardianes del Límite. —Chase hizo una pausa y volvió a mirar alrededor—. Quiere que nos convirtamos en su guardia personal.

—¡¿Qué?! ¡Pero eso es absurdo! —Richard no daba crédito a lo que había oído—. Ya tiene a la milicia local y al ejército. ¿Para qué necesita a un puñado de guardianes del Límite?

—Sí, ¿para qué? —Chase llevó la mano izquierda a uno de los cuchillos. Como de costumbre, su rostro no dejaba traslucir ninguna emoción—. Tal vez nos quiere a su alrededor para aparentar. La gente nos teme. Desde que tu padre fue asesinado no has salido del bosque. No es ningún reproche; seguramente yo habría hecho lo mismo. Lo único que digo es que no has estado por aquí. Han sucedido cosas muy extrañas, Richard. Hay gente que llega y se va en plena noche. Michael los llama «ciudadanos preocupados» y dice disparates sobre conspiraciones contra el gobierno. Tiene a los guardianes en pie de guerra.

Richard miró alrededor y no vio a ninguno, aunque sabía que eso no quería decir nada. Si un guardián del Límite no quería ser visto, uno podría tenerlo ante sus narices y no verlo.

Chase tamborileó con los dedos en el mango del cuchillo mientras contemplaba cómo Richard escudriñaba a su alrededor.

—Créeme, mis chicos están ahí fuera.

—¿Y cómo sabes que Michael no tiene razón? Después de todo, el padre del nuevo Primer Consejero ha sido asesinado.

—Conozco la Tierra Occidental como la palma de mi mano —replicó Chase con su más cumplida mirada de desdén—. No hay ninguna conspiración. Si la hubiera, quizás incluso resultara divertido, pero creo que no soy más que una pieza más de la decoración. Michael me dijo que «estuviera visible». —El rostro del guardián se endureció—. Y en cuanto al asesinato de tu padre, bueno, George Cypher y yo nos conocíamos desde hacía mucho tiempo, antes de que tú nacieras, antes incluso del Límite. George era un buen hombre y yo me enorgullecía de poder llamarlo «amigo». —Sus ojos ardieron de rabia. El guardián se apoyó sobre la otra pierna y echó otro vistazo alrededor antes de fijar de nuevo su fiera expresión en Richard—. He retorcido algunos dedos con la fuerza suficiente para lograr que ciertas personas revelaran el nombre del culpable, aunque fuera su propia madre. Créeme, nadie sabe nada, y a más de uno le hubiera gustado poder decirme algo para abreviar nuestra... charla. Es la primera vez que persigo a alguien y no encuentro la más mínima pista. —Chase cruzó los brazos y su mueca burlona reapareció mientras estudiaba a Richard de la cabeza a los pies—. Y cambiando de tema, ¿de dónde sales con esa pinta? Pareces uno de mis clientes.

—Hemos estado en el Alto Ven —respondió Richard tras lanzar una mirada a Kahlan—. Nos atacaron cuatro hombres.

—¿Algún conocido? —inquirió Chase enarcando una ceja.

Richard negó con la cabeza.

—¿Y adónde se fueron esos tipos después de asaltaros? —preguntó el guardián con el entrecejo fruncido.

—¿Conoces la vereda que cruza el Despeñadero Mocho?

—Pues claro.

—Los encontrarás en las rocas del fondo. Tenemos que hablar.

Chase descruzó los brazos y miró fijamente a la pareja.

—Iré a echar un vistazo. —Sus cejas formaron una uve—. ¿Cómo lo hicisteis?

—Supongo que los buenos espíritus nos ampararon —repuso Richard tras intercambiar una fugaz mirada con Kahlan.

—¿De veras? —Chase los miró con suspicacia—. Bueno, será mejor que esperes un poco antes de decírselo a Michael. Dudo que él crea en los buenos espíritus. Si lo consideráis necesario —añadió, estudiando ambos rostros—, os podéis quedar en mi casa. Allí estaréis seguros.

Richard pensó en la caterva de hijos de Chase y supo que no quería ponerlos en peligro. Pero, como tampoco deseaba discutir con su amigo, simplemente asintió.

—Será mejor que entremos. Seguro que Michael me echa en falta.

—Una cosa más —apuntó Chase—. Zedd quiere verte. Está muy preocupado por algo. Dice que es muy importante.

Richard miró por encima del hombro y volvió a ver la extraña nube con forma de serpiente.

—Yo también debo verlo —dijo, dándose media vuelta y disponiéndose a marcharse.

—Richard —Chase lo detuvo con una mirada que hubiera dejado fulminado a cualquier otro—, dime qué hacías en el Alto Ven.

—Lo mismo que tú —contestó el joven sin amilanarse—. Buscar una pista.

—¿Y la encontraste? —Chase suavizó el gesto y volvió a esbozar una media sonrisa.

—Sí —asintió Richard al tiempo que alzaba la mano derecha roja y herida—, y muerde.

Ambos se dieron media vuelta y se mezclaron con la multitud. Cruzaron la entrada y se encaminaron al elegante salón central por un suelo de mármol blanco. Las paredes y las columnas, asimismo de mármol, emitían un frío e inquietante resplandor a la luz de los rayos del sol que entraban por la claraboya. Richard siempre había preferido la calidez de la madera, pero Michael afirmaba que cualquiera podía hacer cualquier cosa con madera, pero que si uno quería mármol tenía que contratar a un montón de personas que vivían en casas de madera para que hicieran el trabajo. Richard recordaba que antes de que muriera su madre, él y Michael solían jugar en el barro a construir casas y fuertes con ramitas. Entonces Michael lo ayudaba, y ahora Richard volvía a necesitar su ayuda, desesperadamente.

Algunos conocidos lo saludaron, pero Richard sólo respondía con una sonrisa inexpresiva o un rápido apretón de manos. Al joven le sorprendió que Kahlan, siendo como era de una tierra extraña, se sintiera tan cómoda entre tanta gente bien. Ya se le había ocurrido que ella debía de ser alguien importante, pues las bandas de asesinos no se toman tantas molestias por alguien insignificante.

A Richard le costaba sonreír a todo el mundo. Si los rumores de que había unos seres que provenían del Límite eran ciertos, toda la Tierra Occidental corría grave peligro. Los campesinos que habitaban las zonas aisladas del valle del Corzo ya no se atrevían a salir de noche y contaban historias de personas que habían sido devoradas. Richard había tratado de convencerlos de que esas personas habían muerto de muerte natural y luego los animales salvajes habían comido de los cuerpos. Era algo corriente. Pero los campesinos arguyeron que se trataba de bestias del cielo. Richard le quitó importancia diciendo que eran tontas supersticiones.

Hasta ahora.

Incluso rodeado de tanta gente, Richard sentía una abrumadora soledad. Estaba confuso y no sabía qué hacer. No sabía a quién recurrir. La única persona que le hacía sentir mejor era Kahlan, pero también lo asustaba. Lo sucedido en el precipicio lo asustaba. Richard tenía ganas de cogerla y abandonar la fiesta.

Zedd sabría qué hacer. Él vivía en la Tierra Central antes del Límite, aunque nunca hablaba sobre ello. Y luego estaba esa perturbadora intuición de que todo esto tenía algo que ver con la muerte de su padre, y que la muerte de su padre tenía algo que ver con sus propios secretos, los secretos que su padre le confiara a él y sólo a él.

—Lo siento, Richard —dijo Kahlan, poniéndole una mano sobre el brazo—. No sabía... lo de tu padre. Lo siento.

—Gracias. —Los aterradores acontecimientos de ese día casi se lo habían hecho olvidar, hasta que Chase volvió a mencionarlo. Pero sólo casi. El joven se encogió ligeramente de hombros. Esperó un momento a que pasara una mujer ataviada con un vestido azul de seda con volantes de encaje blanco alrededor del cuello, los puños y la pechera. El joven mantuvo la mirada gacha para no tener que responder a una eventual sonrisa—. Ocurrió hace tres semanas—. Contó brevemente a Kahlan lo sucedido y ésta lo escuchó.

—Lo siento, Richard. Quizá prefieras estar solo.

—No, está bien así —repuso él, obligándose a sonreír—. Ya he estado solo el tiempo suficiente y siempre ayuda hablar con un amigo.

La mujer le dedicó una fugaz sonrisa y un asentimiento, tras lo cual ambos se abrieron paso entre la multitud. Richard se preguntó dónde se habría metido Michael. Era extraño que todavía no hubiera hecho acto de presencia.

Aunque él había perdido el apetito sabía que Kahlan llevaba dos días sin comer. Debía de poseer un extraordinario dominio de sí misma, decidió Richard, pues estaba rodeada de sabrosos manjares que despedían un aroma tan delicioso que empezaba a cambiar de idea sobre lo de su apetito.

—¿Hambrienta? —le preguntó, inclinándose hacia ella.

—Mucho.

El joven la condujo hacia una larga mesa repleta de manjares. Había grandes fuentes humeantes de salchichas y carne, patatas cocidas, diversos tipos de pescado en salazón así como asado a la parrilla, pavo, montones de hortalizas crudas cortadas a tiras, enormes soperas con sopa de calabaza, cebolla y sopa picante. Tampoco faltaba el pan, el queso, la fruta, las tartas y los pasteles así como barriles de vino y cerveza. Los criados se encargaban de que las fuentes estuvieran siempre llenas. Kahlan los estudió.

—Algunas criadas llevan el pelo largo —comentó—. ¿Está permitido?

—Pues claro —respondió Richard, un tanto perplejo—. Todo el mundo puede llevar el pelo como prefiera. Mira —añadió señalando con disimulo al tiempo que se inclinaba hacia ella—. Esas mujeres de allí son consejeras. Algunas llevan el pelo corto; y otras largo, como deseen. ¿Acaso alguien te ha dicho alguna vez que te cortes el pelo? —inquirió, mirándola de soslayo.

—No. —La mujer enarcó una ceja—. Nadie me lo ha pedido nunca. Pero allí de donde vengo, la longitud del cabello de una mujer indica su posición social.

—¿Significa eso que eres una mujer importante? —Una sonrisa traviesa suavizó la pregunta—. Lo digo porque tienes una mata de pelo muy larga, y también hermosa.

—Algunas personas me creen importante —repuso Kahlan con una sonrisa triste—. Supongo que, después de lo de esta mañana, es inevitable que lo pienses. Sólo podemos ser lo que somos, nada más y nada menos.

—Bueno, si te hago alguna pregunta impropia de un amigo, te doy permiso para que me des un puntapié.

El rostro de Kahlan se iluminó con la misma sonrisa cómplice que le había dedicado antes. Richard sonrió nervioso.

Entonces se fijó en la comida y encontró uno de sus platos favoritos: costillas con salsa picante. Sirvió un poco en un plato y lo ofreció a la mujer.

—Prueba esto primero. Es un plato muy apreciado.

—¿Qué tipo de carne es? —preguntó Kahlan recelosa, manteniéndose a distancia del plato.

—Cerdo —contestó Richard un poco sorprendido—. Pruébalo. Es lo mejor que hay aquí, te lo aseguro.

Kahlan se relajó, cogió el plato y comió. Richard devoró media docena de costillas, saboreando cada bocado.

—Prueba esto también —sugirió el joven, sirviendo a ambos unas salchichas.

—¿De qué están hechas estas salchichas? —quiso saber Kahlan, nuevamente recelosa.

—De cerdo, ternera y especias de no sé qué tipo. ¿Por qué? ¿Hay cosas que no puedes comer?

—Sí, algunas —contestó la mujer, sin comprometerse, antes de hincar el diente a una salchicha—. ¿Puedes servirme un poco de sopa picante, por favor?

Richard le sirvió la sopa en un precioso cuenco blanco con reborde dorado y se lo cambió por el plato. La mujer asió el cuenco con ambas manos y probó la sopa.

—Está buena, justo como yo la hago —comentó con una sonrisa—. Me parece que nuestras tierras no son tan distintas.

Mientras Kahlan apuraba la sopa, Richard, sintiéndose mejor después de lo que había dicho Kahlan, cogió una gruesa rebanada de pan, puso encima tiras de carne de pollo y, cuando acabó la sopa, le cambió el cuenco por el pan. Kahlan aceptó la rebanada y, mientras comía, se fue retirando hacia un lado del salón. El joven dejó sobre la mesa el cuenco vacío y la siguió, estrechando de vez en cuando alguna mano que le tendían. Las personas que lo hacían criticaban con la mirada su aspecto. Al llegar a un lugar despejado cerca de una columna, la mujer se volvió hacia él.

—¿Podrías traerme un pedazo de queso?

—Por supuesto. ¿De qué clase?

—Cualquiera —respondió Kahlan, escrutando la multitud.

Richard volvió a abrirse paso hacia la mesa entre los muchos invitados y cogió dos pedazos de queso, de los cuales se zampó uno mientras regresaba junto a ella. Kahlan aceptó el otro pedazo pero, en lugar de comérselo, deslizó el brazo hacia el costado y lo dejó caer al suelo, como si hubiera olvidado que lo sostenía.

—¿No te gusta esta clase?

—Odio el queso —dijo la mujer en tono distante. No lo miraba a él, sino al otro lado del salón.

—¿Entonces por qué me lo has pedido? —Richard arrugó el ceño y su voz tenía un cierto deje de irritación.

—No dejes de mirarme —le dijo Kahlan, clavando en él los ojos—. Hay dos hombres detrás de ti, al otro lado del salón. Nos están vigilando. Quería saber si me vigilaban a mí o a ti. Cuando te mandé a por el queso, observaron cómo te marchabas y volvías. A mí no me prestaron ninguna atención. Es a ti a quien vigilan.

Richard le colocó las manos sobre los hombros y dio la vuelta a la mujer para ver a los hombres. Entonces clavó la mirada en el otro extremo de la sala atestada de invitados.

—No son más que dos ayudantes de Michael. Me conocen. Probablemente se estarán preguntando dónde me he metido y por qué tengo este aspecto tan desastroso. —Y, mirándola a los ojos, añadió en voz baja para que nadie más lo oyera—: No pasa nada, Kahlan, relájate. Los hombres que te perseguían están muertos. No tienes nada que temer.

Pero ella negó con la cabeza.

—Vendrán más. No debería estar contigo. No quiero seguir poniendo tu vida en peligro. Tú eres mi amigo.

—Es imposible que otra cuadrilla te encuentre ahora que estás aquí, en la ciudad del Corzo. Es del todo imposible. —Richard sabía lo suficiente sobre seguir pistas para estar seguro de que lo que decía era cierto.

Kahlan enganchó un dedo en el cuello de la camisa del joven y lo atrajo hacia sí. En sus ojos verdes se encendió un destello de intolerancia.

—Cuando abandoné mi patria, cinco magos lanzaron hechizos sobre mi rastro para que nadie supiera adónde había ido ni pudiera seguirme. ¡Y después se mataron para que nadie los obligara a hablar! —susurró lentamente. La ira le hacía apretar los dientes y tenía los ojos húmedos. Empezaba a temblar.

¡Magos! Richard se puso rígido. Finalmente soltó aire, desasió suavemente la mano de la mujer de su camisa, la sostuvo entre las suyas y en una voz apenas audible en el barullo, dijo:

—Lo siento.

—¡Richard, estoy muy asustada! —Ahora se estremecía visiblemente—. Si no hubiera sido por ti, no sabes qué me hubiera ocurrido hoy. Morir hubiera sido lo de menos. No sé nada acerca de esos hombres. —Kahlan temblaba incontroladamente, totalmente presa de sus miedos.

Al joven se le puso la carne de gallina en los brazos y se la llevó detrás de la columna, donde nadie podría verlos.

—Lo siento, Kahlan. No sé qué está pasando. Al menos tú sabes algo, pero yo estoy totalmente a oscuras. Y también tengo miedo. Hoy en el precipicio... Nunca he estado tan asustado en toda mi vida. Y, de hecho, no hice nada que pudiera salvarnos. —El estado de la mujer hacía que Richard tuviera ánimos para tranquilizarla.

—Lo que hiciste fue más que suficiente —dijo ella, haciendo un esfuerzo por hablar—. Fue suficiente para salvarnos. Si no me hubieras ayudado... No quiero quedarme aquí y que te hagan daño.

—No me pasará nada —la tranquilizó Richard, apretándole la mano con más fuerza—. Tengo un amigo, Zedd, que sabrá qué hacer para que estés a salvo. Zedd resulta un poco extraño pero es el hombre más inteligente que conozco. Si hay alguien que pueda decirnos qué hacer, ése es Zedd. Si esos hombres son capaces de seguirte a cualquier parte, no hay ningún lugar al que puedas huir, porque te encontrarán. Ven conmigo a ver a Zedd. Tan pronto como Michael pronuncie su discurso, nos marcharemos a mi casa. Podrás sentarte frente al fuego y por la mañana iremos a ver a Zedd. —Richard sonrió y señaló con el mentón una ventana próxima—. Mira allí.

Kahlan se volvió y vio a Chase al otro lado de una alta ventana con la parte superior arqueada. El guardián del Límite echó un vistazo a sus espaldas y dirigió a la mujer un guiño tranquilizador y una sonrisa de ánimo, antes de seguir con su vigilancia.

—A Chase le encantaría enfrentarse a una cuadrilla. Y mientras se ocupara de ella te contaría las situaciones realmente peligrosas que ha vivido. Ha estado vigilando fuera desde que le contaste lo de los hombres.

Kahlan esbozó una leve sonrisa, que pronto desapareció.

—No es tan sencillo, Richard. Creí que en la Tierra Occidental estaría segura. Crucé el Límite gracias a la magia. —Seguía temblando, pero empezaba a recuperar el control, alimentándose de la fuerza del hombre—. No sé cómo lograron pasar. Se suponía que era imposible. Ni siquiera debían saber que había abandonado la Tierra Central. De algún modo, las reglas han cambiado.

—Ya nos ocuparemos de eso mañana. Por ahora estás segura. Además, a otra cuadrilla le costaría unos cuantos días llegar hasta aquí, ¿verdad? Eso nos da tiempo para hacer nuestros planes.

Kahlan asintió.

—Gracias, Richard Cypher, amigo. Pero si sé que te pongo en peligro, me marcharé antes de que pueda ocurrirte nada malo. —La mujer desasió su mano y se enjugó las lágrimas de los párpados—. Aún tengo hambre. ¿Puedo comer algo más?

—Por supuesto. ¿Qué te apetece? —preguntó Richard con una sonrisa.

—Las costillas que me recomendaste eran exquisitas.

Ambos regresaron a la mesa y comieron mientras esperaban a Michael. Richard se sentía mejor, no por las cosas que Kahlan le había contado, sino porque, al menos, ahora sabía algo más y porque había conseguido que ella se sintiera segura a su lado. Hallaría la respuesta al problema de Kahlan y averiguaría qué estaba sucediendo en el Límite. Lo averiguaría por mucho que temiera las respuestas.

La multitud empezó a cuchichear, y todas las cabezas se volvieron hacia el extremo más alejado del salón. Era Michael. Richard cogió a Kahlan de la mano y la condujo hacia ese lado de la habitación, más cerca de su hermano, para que pudiera verlo.

Cuando se subió a una plataforma, Richard supo por qué su hermano había tardado tanto en aparecer. Había esperado hasta que la luz del sol cayera sobre la plataforma, para así situarse bajo ella y lucir su gloria ante todos.

Michael no sólo era más bajo que Richard sino también más grueso y menos musculoso. Los rayos del sol iluminaban una mata de pelo rebelde, y sobre el labio superior lucía un orgulloso bigote. Iba vestido con pantalones blancos holgados y una túnica, asimismo blanca, con mangas abullonadas y ceñida a la cintura con un cinturón dorado. Allí, a plena luz del sol, Michael emitía el mismo frío e inquietante resplandor que el mármol cuando era alcanzado por el sol. Su figura se destacaba poderosamente contra las sombras del fondo.

Richard alzó una mano para llamarle la atención. Michael lo vio y sonrió a su hermano, sosteniéndole la mirada un segundo antes de empezar el discurso y dejar que sus ojos se posaran en la multitud.

—Damas y caballeros, hoy he aceptado el cargo de Primer Consejero de la Tierra Occidental. —La multitud lo aclamó. Michael escuchó la reacción inmóvil y, súbitamente, alzó los brazos pidiendo silencio. Esperó hasta que no se oyó ni una mosca antes de proseguir—. Todos los consejeros de la Tierra Occidental me han elegido para que os lidere en estos tiempos de desafío, porque yo poseo el coraje y la visión de futuro que nos llevará a una nueva era. ¡Hace demasiado tiempo que vivimos mirando al pasado y no al futuro! ¡Hace demasiado tiempo que perseguimos viejos fantasmas y estamos ciegos a los nuevos retos! ¡Hace demasiado tiempo que escuchamos a aquellos que pretenden arrastrarnos a una guerra y hacemos oídos sordos a aquellos que quieren guiarnos hacia el camino de la paz!

La concurrencia enloqueció. Richard estaba atónito. ¿De qué diablos hablaba Michael? ¿De qué guerra? ¡No había nadie contra quien combatir!

Michael volvió a alzar las manos, pero esta vez no esperó a que se hiciera el silencio para continuar.

—¡Yo no pienso quedarme de brazos cruzados mientras esos traidores ponen en peligro a la Tierra Occidental! —gritó con la cara roja de rabia. La multitud lo aclamó de nuevo y esta vez alzó los puños al aire. Richard y Kahlan se miraron.

—Unos ciudadanos preocupados se han presentado para identificar a esos cobardes y traidores. En estos mismos instantes, mientras nosotros unimos nuestros corazones para alcanzar un objetivo común, los guardianes del Límite nos protegen y el ejército rodea a los conspiradores que intrigan contra el gobierno. ¡No son criminales de baja estofa, como podríais pensar, sino hombres respetados que ocupan posiciones de poder!

Los murmullos se extendieron entre la multitud. Richard se había quedado sin habla. ¿Podía ser cierto eso? ¿Una conspiración? Su hermano no había llegado tan alto sin saber qué ocurría. «Hombres que ocupan posiciones de poder.» Eso explicaría por qué Chase no sabía nada del asunto.

Michael, bañado por un rayo de sol, esperó a que los susurros enmudecieran. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz baja y cálida.

—Pero eso es historia. Hoy miramos hacia el nuevo rumbo que tomaremos. Una de las razones por las he sido elegido Primer Consejero es porque soy un hombre del valle del Corzo pero he vivido toda mi vida a la sombra del Límite, una sombra que ha oscurecido las vidas de todos nosotros. Pero eso es el pasado. La luz del alba disipa las sombras de la noche y nos muestra que nuestros temores no son más que una ilusión de nuestras mentes.

»Debemos confiar en que un día el Límite desaparecerá, pues nada es para siempre. Y cuando ese día llegue, debemos estar preparados para tender nuestra mano en signo de amistad y no empuñar las espadas, tal como algunos querrían. Eso sólo nos conduciría a la futilidad de la guerra y a muertes inútiles.

»¿Debemos malgastar nuestros recursos en prepararnos para combatir contra unas personas de las que llevamos separados mucho tiempo, unas personas de las que muchos de aquí descendemos? ¿Debemos prepararnos para hacer uso de la violencia contra nuestros hermanos y hermanas, simplemente porque no los conocemos? ¡Qué desperdicio! Nuestros recursos estarían mejor empleados si los destináramos a eliminar el sufrimiento que nos rodea. Es posible que los que ahora estamos aquí no lo vivamos, pero cuando llegue el momento deberíamos estar preparados para dar la bienvenida a nuestros hermanos. ¡No solamente debemos unir nuestras dos tierras, sino las tres! ¡Pues un día, cuando el Límite que divide la Tierra Occidental de la Central desaparezca, también desaparecerá el Límite entre la Tierra Central y D’Hara, y las tres tierras se unirán! ¡Alegrémonos, porque llegará el día en que viviremos el gozo del reencuentro, si tenemos el suficiente coraje! ¡Y ese gozo se extenderá desde aquí y hoy, en el valle del Corzo!

»Por esta razón he tomado medidas para detener a aquellos que desean lanzarnos a una guerra contra nuestros hermanos sólo porque algún día los Límites desaparecerán. ¡Esto no significa que no necesitemos el ejército, puesto que no sabemos qué peligros nos acechan en el camino hacia la paz, pero sí sabemos que no es preciso inventar peligros!

»Los que estamos reunidos aquí —prosiguió Michael, abarcando la multitud con un ademán— somos el futuro. ¡Vuestra responsabilidad como consejeros del valle del Corzo es extender el mensaje por todo el país! Llevad nuestro mensaje de paz al pueblo. Ellos leerán la verdad en vuestros corazones. Por favor, ayudadme. Quiero que nuestros hijos y nietos se beneficien de lo que decidamos hoy aquí. Quiero que establezcamos un rumbo de paz que nos lleve al futuro, de modo que, cuando llegue el momento, las generaciones futuras puedan beneficiarse y nos den las gracias.

Michael inclinó la cabeza y apretó ambos puños contra el pecho. La luz del sol relucía a su alrededor. El público se sentía tan conmovido que se mantenía en absoluto silencio. Richard vio algunos hombres con lágrimas en los ojos y mujeres que sollozaban sin recato. Todas las miradas estaban fijas en el orador, que permanecía inmóvil como una estatua.

Richard se había quedado pasmado. Nunca había oído a su hermano hablar con tal elocuencia ni convicción. Lo que decía tenía sentido. Después de todo, allí estaba él, con una mujer de la Tierra Central, del otro lado del Límite, y ya eran amigos.

No obstante, otros cuatro habían tratado de matarlo. No, no exactamente, pensó, lo que querían era matar a la mujer; él sólo se había metido en medio. Le habían ofrecido la oportunidad de marcharse, pero él había preferido quedarse y luchar. Richard siempre había temido a los habitantes del otro lado del Límite, pero ahora era amigo de uno de ellos, tal como Michael decía.

El joven empezaba a ver a su hermano con nuevos ojos. Nunca había visto a nadie capaz de conmover a una muchedumbre de tal modo con un discurso. Michael abogaba por la paz y la amistad con otros pueblos. ¿Qué podía haber de malo en eso?

Pero entonces, ¿por qué se sentía tan intranquilo?

—Pasemos ahora a la otra parte —continuó Michael—, al sufrimiento real que nos rodea. Mientras nos preocupábamos por los Límites, que no han hecho daño a ninguno de nosotros, las familias, los amigos y los vecinos de muchos de nosotros han sufrido y han muerto. Han sido muertes trágicas e inútiles en accidentes con fuego. Sí, habéis oído bien, con fuego.

La gente farfulló confundida. La conexión entre Michael y el público empezaba a romperse. Pero él parecía esperarlo. Fue mirando un rostro tras otro, dejando que la confusión aumentara para, por fin, señalar con el dedo a alguien.

A Richard.

—¡Mirad! —gritó. Todos se volvieron hacia el joven. Cientos de ojos se posaron en Richard—. ¡Ahí está mi querido hermano! —Richard deseó que la tierra se lo tragara—. ¡Mi querido hermano, que comparte conmigo —aquí Michael se golpeó el pecho— la tragedia de perder a una madre a causa del fuego! El fuego nos arrebató a nuestra madre cuando éramos pequeños y tuvimos que crecer solos, sin su amor, sin sus cuidados y sin su guía. ¡No la mató un enemigo imaginario llegado del Límite, sino el fuego! Ella no estaba allí para consolarnos cuando llorábamos, ni cuando gritábamos por la noche. Y lo que más duele es que su muerte se pudo evitar.

»Lo siento, amigos míos, perdonadme. —Las lágrimas le corrían por las mejillas y brillaban a la luz del sol. Michael se las enjugó con un pañuelo que, curiosamente, tenía a mano—. Es que esta misma mañana me enteré de que el fuego ha segado la vida de dos jóvenes padres, que dejan una niña huérfana. Esto me ha hecho recordar mi dolor, y no podía permanecer callado. —Michael había reconquistado a la audiencia. Muchos lloraban. Una mujer pasó el brazo alrededor de los hombros de un petrificado Richard y le susurró cuánto sentía la muerte de su madre.

»Me pregunto cuántos de vosotros sentís el mismo dolor con el que mi hermano y yo vivimos cada día. Por favor, que levanten las manos aquellos que tengan un ser querido o un amigo que resultaron heridos por el fuego, o que murieron. —Unas cuantas manos se alzaron y alguien lanzó un lamento.

»Ya lo veis, amigos míos —dijo Michael con voz ronca, extendiendo los brazos a ambos lados—, hay sufrimiento entre nosotros. No necesitamos buscar más allá de esta habitación.

Richard sintió un nudo en la garganta al recordar aquella noche de horror. Un hombre que creía que su padre lo había estafado perdió los estribos y volcó un candil que había sobre una mesa. Richard y su hermano dormían en la habitación de atrás cuando ocurrió. Mientras el hombre arrastraba a su padre afuera, sin dejar de golpearlo, su madre los sacó a los dos de la casa en llamas y luego corrió adentro para salvar algo. Nunca supieron qué. La mujer se quemó viva. Sus gritos hicieron al hombre recuperar el buen juicio, y él y su padre trataron en vano de salvarla. Transido de culpa y repugnancia por lo que había hecho, el hombre se marchó corriendo y gritando que lo sentía.

Su padre les dijo un millón de veces que eso ocurría cuando un hombre perdía la cabeza. A Michael le entraba por una oreja y le salía por la otra, pero a Richard le imbuyó el temor de dejarse llevar por la cólera y cada vez que estaba a punto de pasar, la reprimía.

Michael se equivocaba; lo que había matado a su madre no había sido el fuego sino un arrebato de furia.

—¿Qué podemos hacer para proteger a nuestras familias del peligro del fuego? —preguntó Michael suavemente, con la cabeza gacha y los brazos colgándole inertes a ambos lados—. No lo sé, amigos míos —se respondió a sí mismo, meneando la cabeza tristemente.

»Pero estoy formando una comisión para tratar este problema y exhorto a cualquier ciudadano preocupado a que presente sus sugerencias. Mi puerta siempre está abierta. Juntos podemos hacer algo. Juntos haremos algo.

»Y ahora, amigos míos, perdonadme y permitid que vaya a consolar a mi hermano, pues me temo que no se esperaba que sacara a colación nuestra tragedia personal y debo pedirle perdón.

Michael bajó de la plataforma de un brinco. La muchedumbre se apartó para dejarlo pasar. Algunos tendieron la mano para tocarlo, pero él no les hizo caso.

Richard permaneció inmóvil, con la vista fija en su hermano, que se acercaba a él. La gente se apartó. Sólo Kahlan se quedó a su lado, rozándole el brazo con los dedos. Los invitados se lanzaron de nuevo sobre la comida y empezaron a hablar animadamente entre ellos y sobre ellos, olvidándose de él. Richard se mantuvo firme y se tragó la rabia que lo invadía.

—¡Vaya discurso, ¿eh?! —se felicitó a sí mismo Michael, dando a su hermano una palmada en el hombro—. ¿Qué te ha parecido?

Richard clavó la vista en el dibujo del suelo de mármol.

—¿Por qué has tenido que hablar de su muerte? ¿Por qué has tenido que contárselo a todo el mundo? ¿Por qué la has utilizado?

—Sé que duele y lo siento —replicó Michael, pasándole un brazo alrededor de los hombros—, pero es para bien. ¿Te fijaste en las lágrimas de sus ojos? Las cosas que he puesto en marcha nos conducirán a una vida mejor y ayudarán a la Tierra Occidental a ganar importancia. He sido sincero; tenemos que afrontar el reto del futuro con emoción y no con miedo.

—¿Y qué quisiste decir con lo de los Límites?

—Las cosas están cambiando, Richard, y yo debo adelantarme a ellas. —La sonrisa se había esfumado—. Sólo me refería a eso. Los Límites no durarán siempre. Ni siquiera creo que se establecieran para que fueran eternos. Todos debemos estar preparados para aceptarlo.

—¿Qué has averiguado acerca del asesinato de papá? —inquirió Richard cambiando de tema—. ¿Han encontrado algo los rastreadores?

—Crece un poco, Richard —respondió Michael, retirando el brazo—. George era un viejo loco. Andaba siempre por ahí recogiendo cosas que no eran suyas. Probablemente cogió algo que pertenecía a la persona equivocada. Alguien con muy malas pulgas y un cuchillo muy grande.

—¡Eso es mentira, y tú lo sabes! —Richard odiaba que Michael llamara a su padre «George»—. ¡Jamás en su vida robó nada!

—Sólo porque el dueño de algo haya muerto hace tiempo no significa que tengas derecho a llevártelo. Obviamente, alguien quería recuperarlo.

—¿Cómo sabes todo esto? ¿Qué has averiguado?

—¡Nada! No es más que sentido común. ¡La casa estaba totalmente revuelta! Alguien buscaba algo y no lo encontró. George se negó a decirle dónde estaba, y el otro lo mató. Tan simple como eso. Los rastreadores dijeron que no había huellas. Probablemente nunca sabremos quién lo hizo. —Michael lo miró desafiante—. Será mejor que aprendas a vivir con ello.

Richard suspiró. Tenía sentido; alguien buscaba algo. No debería enfadarse con Michael por no ser capaz de descubrir quién. Lo había intentado. No obstante, se preguntaba cómo era posible que no hubiera huellas.

—Lo siento. Quizá tengas razón, Michael. ¿De modo que no tuvo nada que ver con la conspiración? —preguntó en una súbita inspiración—. ¿No era nadie que tratara de atacarte a ti?

—No, no, no. —Michael desestimó la idea agitando una mano en el aire—. No tuvo nada que ver. Ya me he ocupado de ese problema. No te preocupes por mí. Estoy a salvo. Todo está bajo control.

Richard asintió. En el rostro de Michael apareció de nuevo una expresión de fastidio.

—Vaya, vaya, hermanito, ¿cómo se te ocurre presentarte con ese aspecto? ¿No podrías haberte limpiado un poco? No será porque no te lo avisara con tiempo. Hace semanas que sabías que hoy daría una fiesta.

Kahlan se le adelantó antes de que pudiera responder. Richard había olvidado que la mujer seguía a su lado.

—Por favor, perdona a tu hermano, no es culpa suya. Tenía que guiarme hasta la ciudad del Corzo y yo llegué tarde. Espero que no haya cometido ninguna falta a tus ojos por mi causa.

—¿Y tú eres...? —Michael la miró de arriba abajo antes de volver a posar sus ojos en el rostro de la mujer.

—Me llamo Kahlan Amnell —contestó ella, irguiéndose y sosteniéndole la mirada.

—Ah, entonces no eres la escolta de mi hermano, como creí —comentó Michael, dirigiéndole una ligera sonrisa y una leve inclinación de cabeza—. ¿De dónde vienes?

—De un lugar muy pequeño, muy lejos de aquí. Estoy segura de que no lo conoces.

Michael no rebatió estas palabras. En vez de eso, se volvió hacia su hermano y preguntó:

—¿Pasarás la noche aquí?

—No, tengo que ir a ver a Zedd. Me han dicho que me anda buscando.

La sonrisa de Michael desapareció como por ensalmo.

—Deberías buscarte mejores amistades. No sacarás nada pasando tu tiempo con ese viejo terco. Y tú, querida —añadió mirando a Kahlan—, serás mi invitada esta noche.

—Tengo otros planes —repuso la mujer con recelo.

Michael la rodeó con sus brazos, le puso ambas manos en el trasero y atrajo con fuerza la mitad inferior del cuerpo de la mujer hacia él. Encajó una pierna entre sus muslos y le dijo con una sonrisa tan fría como una noche invernal:

—Pues cámbialos.

—Quítame las manos de encima. —La voz de Kahlan sonaba dura y peligrosa. Ambos se aguantaron la mirada.

Richard estaba atónito. No podía creer lo que hacía su hermano.

—¡Michael! ¡Basta!

Hombre y mujer siguieron enfrentándose, con las caras muy juntas y las miradas prendidas, sin hacer caso de las palabras de Richard. El joven se sentía impotente. No obstante, todos los músculos de su cuerpo se tensaron.

—Me gustas mucho —susurró Michael—. Creo que podría enamorarme de ti.

Kahlan respiraba lentamente.

—No sabes de la misa la media —replicó la mujer con voz serena y controlada—. Ahora, aparta.

En vista de que sus palabras no surtían efecto, puso la uña del dedo índice en el pecho del hombre, justo debajo de la depresión en la base del cuello. Sin dejar de mirarlo a los ojos, empezó a arrastrar lentamente la uña hacia abajo, abriéndole la carne. La sangre brotó. Por un breve instante Michael no se movió, pero enseguida sus ojos reflejaron el dolor que sentía. Soltó de golpe a la mujer y a continuación retrocedió un paso.

Sin mirar atrás, Kahlan abandonó la casa precipitadamente.

Richard no pudo evitar lanzar a su hermano una furiosa mirada y la siguió.

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