20

La luz verde relucía a su alrededor mientras ellos avanzaban con prudencia y dificultosamente entre la colina de escombros, saltando por encima o pasando por debajo de troncos de árboles y apartando ramos de un puntapié cuando era necesario. La iridiscente cortina verde del Límite presionaba sus cuerpos desde ambos lados. A su alrededor, una densa oscuridad, sólo rota por la extraña iluminación. Todo ello hacía que se sintieran como dentro de una cueva.

Richard y Kahlan habían tomado la misma decisión al mismo tiempo. No tenían elección; no podían dar media vuelta y tampoco podían quedarse en la roca partida, con las lapas chupasangre y las sombras pisándoles los talones, no. Así pues, debían seguir adelante y atravesar el Embudo.

Richard guardó la piedra noche; era inútil tratar de seguir la vereda, pues no había ninguna y costaba discernir dónde comenzaban los muros verdes del Límite. Pero, por si acaso, no la guardó en la bolsa de piel, sino que se limitó a metérsela en el bolsillo.

—Vamos a dejarnos guiar por los muros del Límite —dijo Richard con su voz tranquila que resonó en la oscuridad—. Ve despacio. Si un muro se pone negro, no sigas avanzando y desvíate un poco al otro lado. Así estaremos siempre en medio y podremos pasar.

Kahlan no vaciló. Las lapas chupasangre y las sombras eran una muerte segura. Tomó a Richard por la mano y juntos se internaron en el resplandor verde. Así, hombro con hombro, penetraron en el pasaje invisible. A Richard le latía el corazón con fuerza; trataba de no pensar en lo que estaban haciendo, en que avanzaban a ciegas entre los muros del Límite.

Sabía reconocer el Límite porque se había acercado una vez con Chase y otra cuando aquella cosa negra había intentado arrastrar a Kahlan. Sabía que si penetraban en el muro negro ya no podrían regresar, pero que si conseguían mantenerse en el resplandor verde, que marcaba el borde del Límite, al menos tendrían una oportunidad.

Kahlan se paró y lo empujó a la derecha; el muro había aparecido a su izquierda. Después lo hizo a la derecha. Se centraron y siguieron adelante. Descubrieron que, si avanzaban poco a poco y con cuidado, podían andar sobre la delgada línea que separaba la vida de la muerte. Sus años de guía no servían a Richard para nada, por lo que finalmente desistió de tratar de hallar un rastro del camino y dejó que la presión de los muros contra su cuerpo fuesen su guía. Avanzaban muy lentamente, sin ver el camino ni la colina que los rodeaba, sólo el agobiante mundo de la luminosa luz verde, como una burbuja de vida que flotara a la deriva en un inmenso mar de oscuridad y muerte.

El barro se adhería a sus botas y el miedo lo hacía a su mente. Si se topaban con un obstáculo, fuera cual fuese, no podrían esquivarlo; tendrían que enfrentarse con él. Los muros del Límite dictaban por dónde debían ir. A veces era por encima de árboles caídos, otras sobre rocas, otras a través de tramos inundados —que debían cruzar ayudándose con raíces que sobresalían del suelo—. Se ayudaban mutuamente en silencio, apretándose la mano para darse ánimos. Nunca podían dar más de dos pasos en una dirección sin que apareciera el muro negro. Cada vez que lo que parecía el camino giraba el muro se materializaba, en ocasiones varias veces hasta que lograban descubrir por dónde discurría. Cada vez que el alto muro se materializaba ante ellos retrocedían lo más rápidamente posible, y cada vez les daba un buen susto.

Richard se dio cuenta de que los hombros le dolían. La tensión le agarrotaba los músculos y respiraba entrecortadamente. El joven se relajó, hizo una inhalación profunda, dejó los brazos sueltos, sacudió las muñecas para aliviar el estrés, tomó de nuevo a Kahlan por la mano, y le sonrió. La inquietante luz verde iluminaba el rostro de la mujer. Ésta le devolvió la sonrisa, pero Richard leyó en sus ojos un terror controlado. «Al menos —pensó—, los huesos mantienen lejos a las sombras y a las bestias», y cuando se topaban accidentalmente con el muro nada los atacaba.

Richard sentía como si, a cada cauteloso paso que daba, la voluntad de vivir se le escurriera del alma. El tiempo se convirtió en una dimensión abstracta, sin significado. Podría haber estado en el Embudo horas o días; era incapaz de decirlo. Lo único que deseaba era estar en paz, que todo hubiera acabado y estar a salvo otra vez. A medida que avanzaban la insoportable tensión fue dando paso a un embotado temor.

Un movimiento le llamó la atención. Miró atrás y vio sombras, todas ellas inmersas en la luz verde, que flotaban en línea de a uno entre los muros y los seguían de cerca. Las sombras rozaban el suelo y tuvieron que elevarse para salvar un tronco caído. Richard y Kahlan se detuvieron, paralizados, mirando. Las sombras no se detuvieron.

—Ve tú delante —le susurró Richard—, y no me sueltes la mano. Yo las vigilaré.

El joven se fijó en que Kahlan tenía la camisa empapada de sudor, como la suya, aunque no era una noche cálida. La mujer asintió y se puso en marcha. Él caminaba hacia atrás, con la espalda pegada a la de Kahlan, la vista clavada en las sombras y completamente aterrorizado. Kahlan caminaba tan aprisa como podía, tirando de su mano, aunque debía detenerse y cambiar de dirección casi continuamente.

Cuando el invisible sendero torció de repente para empezar a descender, Kahlan se detuvo otra vez y finalmente fue a la derecha. Era complicado bajar la colina de espaldas; Richard tenía que pisar con cuidado para no caerse. Las sombras, que los seguían en fila india, también torcieron a la derecha. Richard resistió el impulso de decirle a Kahlan que fuera más rápido, pues no quería que cometiera un error. Pero las sombras se acercaban y sólo sería cuestión de minutos que los alcanzaran.

Con los músculos tensos, aferró la empuñadura de la espada, tratando de decidir si desenvainarla o no. No sabía si eso los ayudaría o todo lo contrario. Incluso si laEspada de la Verdadfuncionaba contra las sombras, luchar dentro del Embudo sería muy arriesgado, por no decir suicida. Pero si no le quedaba otra elección, si se acercaban demasiado, tendría que usarla.

Parecía que ahora las sombras tenían rostro. Richard trató de recordar si antes también lo tenían, pero no pudo. Sus dedos aferraron con más fuerza la empuñadura de la espada, caminando hacia atrás, cogido a la suave y cálida mano de Kahlan. Los rostros tenían una expresión triste y dulce en el resplandor verde. Lo miraban con gesto amable y suplicante. Las letras de la palabraVerdadcinceladas en la espada le quemaban la mano, que la asía aún con más fuerza. La furia de la espada se abrió paso hacia su mente, buscando la propia furia de Richard pero sólo encontró miedo y confusión, por lo que se desvaneció. Las formas ya no se le echaban encima, sino que avanzaban calmosas, haciéndole compañía en la solitaria oscuridad. De algún modo con ellas allí se sentía menos asustado, menos tenso.

Sus susurros lo calmaban. La mano que asía la espada se relajó, al tiempo que trababa de entender qué decían. Las dulces sonrisas que florecían lentamente en los rostros de las sombras lo tranquilizaban, desvaneciendo su cautela, su alarma, y le despertaban el deseo de oír más, de comprender sus murmullos. La luz verde que envolvía las tenues formas brillaba de manera reconfortante. El corazón del joven palpitaba, ansiando el descanso, la paz y su compañía.

Al igual que las sombras su mente empezó a flotar suavemente, en silencio, delicadamente. Richard pensó en su padre; lo echaba de menos. Rememoró los ratos felices que habían pasado juntos, los momentos de amor, de cariño, de compartir cosas cuando se sentía seguro, cuando nada lo amenazaba y nada lo asustaba. Richard echaba de menos esos tiempos. Entonces se dio cuenta de que eso era lo que susurraban las sombras, que podía ser así de nuevo. Lo único que querían era ayudarlo a recuperarlo.

En lo más profundo de su mente saltaron señales de alarma, que fueron haciéndose menos intensas y enmudecieron. Su mano había soltado la espada.

Había estado tan equivocado, tan ciego, que no lo había visto antes. Ellas no estaban allí para hacerle daño sino para ayudarlo a alcanzar la paz que deseaba. Lo que le ofrecían no era lo que ellas querían, sino lo que él mismo deseaba. Ellas sólo pretendían ayudarlo a librarse de su soledad. Sus labios esbozaron una nostálgica sonrisa. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo había podido estar tan ciego? Los susurros, tan dulces como la música, lo invadían delicadamente, calmando sus temores, iluminando suavemente los lugares oscuros de su mente. Finalmente dejó de caminar para no alejarse de la calidez de los encantadores susurros que se derramaban sobre él; el aliento de la música.

Una irritante mano fría no dejaba de tirar de la suya, tratando de alejarlo de allí, por lo que se soltó. La mano dejó de molestarlo.

Las sombras se acercaron flotando. Richard las esperaba, contemplaba sus dulces rostros, escuchaba sus suaves susurros. Cuando pronunciaron su nombre el joven se estremeció de placer. Les dio la bienvenida cuando lo rodearon en un reconfortante círculo, flotando cada vez más cerca, tendiendo las manos hacia él. Unas manos se alzaron hacia su cara y casi la rozaron, como para acariciarla. Los ojos de Richard iban de un rostro a otro, buscando la mirada de sus salvadores. Cada uno de ellos le sostenía la mirada y le prometía maravillas.

Una mano casi le rozó la cara y a Richard le pareció que sentía un dolor punzante, aunque no estaba del todo seguro. El propietario de la mano le prometió que cuando se uniera a ellas ya no sentiría más dolor. El joven quería hablar, preguntarles muchas cosas, pero de pronto se le antojaron triviales y sin ninguna importancia. Lo único que debía hacer era entregarse a sus cuidados y todo estaría bien. Richard se volvió hacia cada una de las sombras, ofreciéndose, esperando que lo tomaran.

Mientras se volvía buscaba a Kahlan con el deseo de llevársela con él y que también ella compartiera aquella paz. Recuerdos de la mujer inundaron de pronto su mente, distrayendo su atención, aunque las voces le susurraban que no hiciera caso. Richard escudriñó la ladera, intentando penetrar con la mirada los oscuros escombros. En el cielo se adivinaba ya la luz del amanecer. Ante él los negros vacíos de los árboles resaltaban contra el tono rosáceo del cielo. Richard casi había completado el descenso. No veía a Kahlan por ninguna parte. Las sombras le susurraban con insistencia, lo llamaban por su nombre. Pero en la mente del joven los recuerdos de Kahlan brillaban con fuerza. De pronto, en su interior empezó a arder un miedo asfixiante que convirtió en cenizas los susurros que oía dentro de la cabeza.

—¡Kahlan! —gritó.

No hubo respuesta.

Unas manos negras y muertas fueron hacia él. Los rostros de las sombras temblaron como vapores que surgieran de un veneno en ebullición. Voces desagradablemente ásperas lo llamaban por su nombre. El joven retrocedió un paso, alejándose de ellas, confundido.

—¡Kahlan! —gritó de nuevo.

Las manos volvían a acercarse y, aunque no llegaron a tocarlo, le causaron un punzante dolor. Nuevamente reculó, apartándose de las sombras, pero esta vez el muro oscuro estaba ahí justo a su espalda. Las manos se extendieron y trataron de empujarlo. Richard miró a su alrededor en busca de Kahlan, desconcertado. Esta vez el dolor lo despertó completamente. El terror se apoderó de él al darse cuenta de dónde estaba y qué sucedía.

Y entonces su rabia explotó.

Desenvainó la espada y una llamarada de furia creada por la magia recorrió su cuerpo. El joven trazó un arco con el acero contra las sombras. Cuando la hoja las tocaba su forma se convertía en humo que giraba sobre sí mismo, como si estuviera atrapado en un remolino de viento, antes de estallar y desvanecerse con un aullido. Pero seguían atacándolo. La espada las atravesaba pero siempre había más y más. Mientras diezmaba a las de un lado, las del otro tendían las manos hacia él quemándolo antes de tocarlo, hasta que el joven se volvía y las liquidaba con la espada. Por un instante Richard se preguntó qué sentiría si esas manos conseguían tocarlo, si sentiría dolor o simplemente caería muerto en el acto. Se apartó del muro sin dejar de propinar tajos. Dio otro paso adelante, blandiendo la espada con furia. La hoja silbaba al hendir el aire.

Con los pies firmemente asentados en el suelo fue destruyendo sombras a medida que lo atacaban. Los brazos le dolían, la espalda también y la cabeza estaba a punto de estallarle. Se sentía exhausto. Sin lugar adonde correr no le quedaba otro remedio que mantenerse firme, pero sabía que no podría resistir eternamente. Las sombras parecían ansiosas de ser atravesadas por la espada y en el aire de la noche resonaban sus gritos y aullidos. De pronto un grupo de ellas lo atacó, obligándolo a retroceder antes de poder reaccionar. Nuevamente el muro oscuro se materializó a su espalda. Unas formas negras tendían las manos hacía él desde el otro lado, al tiempo que lanzaban agónicos gritos. No podía apartarse del muro; demasiadas sombras lo atacaban a la vez. Todo lo que podía hacer era resistir donde estaba. El dolor que notaba en las manos lo dejaba sin fuerzas. Richard sabía que si lo atacaban en número suficiente y con rapidez lo empujarían al otro lado del muro, hacia el inframundo. Pese a sentirse como entumecido, siguió luchando sin descanso.

Paulatinamente la furia dejó paso al pánico. Los músculos del brazo le ardían por el esfuerzo de manejar la espada. Al parecer, lo que pretendían las sombras era agotarlo por su superioridad numérica. El joven se dio cuenta de que había hecho bien en no usar antes la espada, pues no le era de gran ayuda. No obstante, no había tenido elección; tenía que usarla si querían salvarse.

¿«Querían» en plural? Kahlan no se veía por ninguna parte. Richard estaba solo. Mientras esgrimía la espada el joven se preguntó si ella habría pasado por lo mismo, si las sombras la habrían seducido con sus susurros y después empujado hacia el muro. Kahlan no tenía espada para protegerse; era él quien había dicho que lo haría. Richard montó de nuevo en cólera. La idea de que las sombras hubieran atrapado a Kahlan y se la hubiesen llevado al inframundo atizó de nuevo el fuego de su rabia, y la magia de laEspada de la Verdadrespondió a su llamada. Richard atravesó a las sombras con saña. El odio, que se convertía en necesidad imperiosa, lo impulsó hacia adelante, abriéndose paso entre las formas, blandiendo la espada con mayor rapidez de la que se movían ellas. Así las atacó. Los aullidos que marcaban su final formaron un coro de gritos de angustia. La furia que Richard sentía por lo que le habían hecho a Kahlan lo lanzaba hacia adelante en un paroxismo de violencia.

Al principio no reparó en que las sombras ya no se movían, sino que simplemente se sostenían en al aire mientras Richard continuaba avanzando por el sendero delimitado a ambos lados por los muros, atravesándolas con su espada. Durante unos minutos no trataron de esquivar el acero y simplemente flotaban inmóviles. Entonces empezaron a deslizarse como volutas de humo en un aire en calma. Atravesaron los muros del Límite perdiendo el resplandor verde. Al otro lado se convertían en cosas oscuras. Al fin Richard se detuvo, jadeante, tan sumamente agotado que percibía los latidos del corazón incluso en los brazos.

Esto era lo que eran, no seres de sombra sino las cosas del otro lado del muro, las cosas que salían del Límite para cazar a gente, como habían intentado hacer con él. Como habían hecho con Kahlan.

El dolor que sentía en lo más profundo de sí fue creciendo y los ojos se le anegaron de lágrimas.

—Kahlan —susurró al frío aire de la mañana.

Un insoportable dolor le atenazaba el corazón. Kahlan había muerto y era culpa suya; él había bajado la guardia; él le había fallado; él no la había protegido. ¿Cómo podía haber pasado tan rápidamente? ¿Tan fácilmente? Adie lo había avisado, lo había advertido que las cosas del Límite lo llamarían. ¿Por qué no había sido más prudente? ¿Por qué no había prestado más atención a sus advertencias? Una y otra vez se imaginaba el miedo que debía de haber sentido Kahlan, su confusión al darse cuenta que Richard no estaba a su lado, sus súplicas de ayuda. Su dolor. Su muerte. Los pensamientos se le agolpaban en la cabeza mientras lloraba, tratando de que el tiempo retrocediera para hacerlo de otro modo. Esta vez haría oídos sordos a las voces, no soltaría su mano, la salvaría. Abundantes lágrimas le corrían por la mejilla al tiempo que bajaba la punta de la espada y la arrastraba por el suelo, demasiado cansado para guardarla en la funda, y avanzaba aturdido. La ladera ya no estaba cubierta por escombros. La luz verde fue perdiendo intensidad y se apagó, al tiempo que Richard se internaba en el bosque y hallaba de nuevo el sendero.

Alguien susurró su nombre; era una voz de hombre. El joven se detuvo y miró hacia atrás.

Era su padre, rodeado por la luz del Límite.

—Hijo, deja que te ayude —le susurró.

Richard clavó en él una mirada inexpresiva. El día había amanecido cubierto y todo aparecía bañado en una húmeda luz grisácea. La única nota de color era el reluciente verde alrededor de su padre, que le tendía las manos con las palmas hacia afuera.

—Tú no puedes ayudarme —susurró a su vez Richard, secamente.

—Sí, sí puedo. Ella está con nosotros. Ahora está a salvo.

—¿A salvo? —El joven avanzó unos pasos hacia su padre.

—Sí, está a salvo. Ven, te llevaré junto a ella.

Richard avanzó unos cuantos pasos más, arrastrando tras de sí la punta de la espada por el suelo. Estaba llorando y respiraba agitadamente.

—¿Realmente puedes llevarme junto a ella? —preguntó.

—Sí, hijo —contestó su padre dulcemente—. Ven. Te está esperando. Yo te llevaré a ella.

—¿Y podré estar con ella? ¿Para siempre? —Richard, sintiéndose como entumecido, caminaba hacia su padre.

—Para siempre —respondió aquella voz tranquilizadora y familiar.

Richard penetró de nuevo en la luz verde y fue hacia su padre, que le sonreía con calidez.

Al llegar junto a él alzó laEspada de la Verdady se la hundió en el corazón. Su padre abrió desmesuradamente los ojos y lo miró mientras Richard lo ensartaba.

—¿Cuántas veces, querido padre, tendré que matar a tu sombra? —preguntó Richard entre lágrimas y apretando con fuerza los dientes.

Su padre simplemente titiló y luego se disolvió en el oscuro aire de la mañana.

Un sentimiento de amarga satisfacción reemplazó a la furia, pero también ésta desapareció cuando se dirigió otra vez al camino. Las lágrimas abrían surcos entre la suciedad y el sudor que le cubrían el rostro. El joven se las enjugó con una manga de la camisa y tragó el nudo que se le había formado en la garganta. El bosque lo envolvió de nuevo, indiferente, al reemprender el camino.

Penosamente, el joven guardó de nuevo la espada en su vaina. Al hacerlo reparó en el brillo de la piedra noche que llevaba en el bolsillo; aún no había amanecido del todo y la piedra refulgía débilmente. Richard se detuvo, sacó la piedra y la metió en la bolsa de piel, apagando así la tenue luz amarilla.

Con un gesto de determinación el joven se puso en marcha trabajosamente y sus dedos buscaron el colmillo que llevaba al cuello. Richard hundió los hombros, abrumado por una sensación de completa soledad. Había perdido a todos sus amigos. Ahora sabía que su propia vida no le pertenecía a él sino a su deber, a su tarea. Él era el Buscador, nada más y nada menos. No era un hombre libre, sino un peón que otros usaban. Al igual que su espada, era una herramienta para ayudar a los demás, para que ellos tuvieran la vida que Richard sólo había podido entrever por un segundo.

Él no era tan distinto de los seres oscuros del Límite; también él era portador de la muerte.

Y ahora sabía perfectamente a quién iba a llevarla.

El Amo estaba sentado en el césped delante del niño dormido, con las piernas cruzadas, la espalda erguida y las palmas de las manos apoyadas en las rodillas. Al pensar en lo ocurrido a la Confesora Kahlan en el Límite sus labios se curvaron en una sonrisa. Los rayos del sol de la mañana atravesaban las ventanas diagonalmente, acentuando los colores de las flores del jardín. Lentamente se llevó los dedos de la mano derecha a los labios, se humedeció las yemas y se alisó las cejas, antes de volver a apoyar cuidadosamente la mano en la rodilla. Al pensar en lo que le haría a la Madre Confesora se le había acelerado la respiración. Ahora la normalizó y sus pensamientos regresaron al asunto que tenía entre manos. Movió los dedos y Carl abrió los ojos de golpe.

—Buenos días, hijo mío. Me alegra verte de nuevo —lo saludó con su voz más amistosa. Sus labios esbozaban una sonrisa que nada tenía que ver con Carl.

El niño parpadeó y entrecerró los ojos para protegerlos de la brillante luz.

—Buenos días —gruñó—. Sus ojos miraron alrededor y añadió—: Padre Rahl.

—Has dormido bien —aseguró Rahl al niño.

—¿Has estado aquí toda la noche?

—Toda la noche. Te prometí que me quedaría contigo. Yo nunca te mentiría, Carl.

—Gracias. —El niño sonrió y entonces bajó la mirada con timidez—. Supongo que fui un poco tonto por asustarme.

—Yo no creo que fueses tonto. Me alegro de haber podido estar aquí para tranquilizarte.

—Mi padre dice que soy un tonto cuando tengo miedo de la oscuridad.

—En la oscuridad se esconden cosas que esperan para atraparte —declaró Rahl solemnemente—. Tú eres listo, porque lo sabes, y porque estás en guardia contra ellos. Tu padre haría bien en escucharte y aprender de ti.

—¿De veras? —A Carl se le iluminaron los ojos. Rahl asintió—. Bueno, yo también lo he creído siempre.

—Si quieres de verdad a alguien, entonces lo escuchas.

—Mi padre siempre me dice que cierre el pico.

—Me sorprende oír algo así —comentó Rahl en tono de desaprobación al tiempo que sacudía la cabeza—. Pensaba que tus padres te querían mucho.

—Y me quieren. Bueno, casi siempre.

—Estoy seguro de que tienes razón. Tú los conoces mejor que yo.

El largo cabello rubio del Amo brillaba a la luz de la mañana, al igual que la túnica blanca que llevaba. Esperó. Durante un largo momento reinó un silencio incómodo.

—Pero me molesta que siempre me digan lo que tengo que hacer.

—A mí me parece que ya estás en la edad de pensar y decidir por ti mismo —comentó Rahl, enarcando las cejas—. Un chico tan estupendo como tú, ya casi un hombre, y ellos te dicen qué debes hacer —añadió a media voz sacudiendo de nuevo la cabeza como si no pudiera creer lo que Carl le estaba diciendo—. ¿Quieres decir que te tratan como a un niño pequeño?

Carl asintió muy serio pero inmediatamente trató de corregir esa impresión.

—Pero la mayor parte del tiempo son muy buenos conmigo.

Rahl asintió, pero parecía receloso.

—Me alegra oír eso. Es un alivio.

—Se van a poner hechos una furia cuando vean que he faltado de casa tanto tiempo —confesó Carl al Amo, levantando la vista hacia la luz del sol.

—¿Se ponen hechos una furia cuando llegas tarde a casa?

—Oh, sí. Una vez estaba jugando con un amigo, volví tarde y mi madre estaba como loca. Mi padre me pegó con el cinturón. Dijo que me pegaba porque los había preocupado mucho.

—¿Con el cinturón? ¿Tu padre te pegó con el cinturón? —Rahl el Oscuro inclinó la cabeza y después se puso en pie, de espaldas al chico—. Lo siento, Carl, no tenía ni idea de que te trataran así.

—Bueno, sólo lo hacen porque me quieren —se apresuró a añadir Carl—. Eso es lo que me dijeron, que me querían y también que los preocupé mucho. —Rahl seguía dándole la espalda al niño. Carl frunció el entrecejo—. ¿Tú no crees que eso demuestre que se preocupan por mí?

Rahl se humedeció las yemas de los dedos y se los pasó por cejas y labios antes de volverse hacia el chico y sentarse una vez más frente a su inquieto rostro.

—Carl. —Hablaba en voz era tan baja que el chico tuvo que esforzarse para oírlo—. ¿Tú tienes perro?

—Sí. Se llama Tinker. Es una perra estupenda. La tengo desde que era un cachorro.

—Tinker. —Rahl repitió el nombre en tono agradable—. ¿Y alguna vez Tinker se ha perdido o se ha escapado?

—Bueno, sí. —Carl arrugó las cejas, pensando—. Algunas veces cuando era pequeña. Pero volvía al día siguiente.

—¿Y tú te preocupabas por ella cuando eso pasaba?

—Pues claro.

—¿Por qué?

—Porque la quiero.

—Ya veo. Y cuando Tinker regresaba al día siguiente, ¿tú qué hacías?

—La cogía en brazos y la abrazaba muy, muy fuerte.

—¿No la pegabas con el cinturón?

—¡No!

—¿Por qué no?

—¡Porque la quiero!

—¿Pero estabas preocupado?

—Sí.

—Así que cuando Tinker volvía la abrazabas porque la quieres y estabas preocupado por ella.

—Sí.

—Ya veo. —Rahl se echó un poco hacia atrás con una intensa mirada en sus ojos azules—. Y si hubieras pegado a Tinker con el cinturón cuando volvía a casa, ¿qué crees que habría hecho ella?

—Supongo que la próxima vez no habría vuelto. No querría volver para que no la pegara. Se habría ido a algún otro sitio, con gente que la quisiera.

—Ya veo —dijo Rahl.

A Carl las lágrimas le rodaban por las mejillas. El chico desvió la mirada de los ojos de Rahl. Finalmente, éste alargó una mano y le acarició el pelo hacia atrás.

—Lo siento, Carl. No era mi intención disgustarte. Pero quiero que sepas que cuando todo esto acabe y tú regreses a tu casa, si alguna vez necesitas un hogar aquí siempre serás bienvenido. Eres un chico estupendo, todo un hombre, y me sentiría orgulloso de tenerte aquí conmigo. A ti y también a Tinker. Y quiero que sepas que yo te creo capaz de pensar por ti mismo y que siempre podrías entrar y salir como te apeteciera.

—Gracias, Padre Rahl —dijo Carl, levantando unos ojos anegados en lágrimas.

—Vamos, vamos. —Rahl sonrió con calidez al niño—. ¿Qué tal si comes algo?

Carl asintió.

—¿Qué te gustaría? Tenemos cualquier cosa que pidas.

—Me encanta la tarta de arándanos —contestó Carl después de pensárselo un minuto, y una sonrisa afloró a sus labios—. Es mi favorita. Pero no me dejan comerla para desayunar —añadió, poniéndose serio y bajando la vista.

—Pues hoy desayunarás tarta de arándanos. —Con una amplia sonrisa se puso de pie—. Voy a buscarla y ahora mismo vuelvo.

El Amo atravesó el jardín y se encaminó hacia una pequeña puerta cubierta por una enredadera. Al aproximarse la puerta se abrió para dejarlo pasar, y el fuerte brazo de Demmin Nass la sostuvo mientras Rahl entraba en una oscura habitación. Una papilla maloliente hervía en un caldero de hierro colgado sobre el fuego de una pequeña forja. Dos guardias permanecían de pie,ensilencio, contra la pared más alejada, bañados en sudor.

—Amo Rahl. —Demmin inclinó la cabeza—. Confío en que el chico cuente con vuestra aprobación.

—Es perfecto. —Rahl el Oscuro se humedeció las yemas de los dedos y se alisó las cejas—. Sírveme un cuenco de esa bazofia para que se enfríe.

Demmin cogió un cuenco de peltre y empezó a llenarlo con la papilla sirviéndose de un cucharón de madera.

—Si todo está en orden... —En su cara picada de viruela apareció una malvada mueca—, partiré a presentar nuestros respetos a la reina Milena.

—Bien. De camino, pasa por la guarida de la dragona y dile que la necesito.

—No le caigo bien —protestó Demmin, dejando de servir papilla.

—Nadie le cae bien —replicó Rahl secamente—. Pero no te apures, Demmin, no va a comerte. Sabe qué haría si pone a prueba mi paciencia.

—Me preguntará cuándo la necesitaréis. —Demmin continuó sirviendo papilla.

—Eso no es asunto suyo y quiero que así se lo digas. —Rahl lo miraba por el rabillo del ojo—. Vendrá cuando yo le diga y esperará hasta que esté listo. Quiero que estés de vuelta en dos semanas —añadió, espiando el perfil del chico entre el follaje.

—Dos semanas, de acuerdo. —Demmin dejó el cuenco con la papilla—. ¿Es necesario invertir tanto tiempo en el chico?

—Sí, si es que quiero regresar del inframundo. —Rahl continuaba espiando al niño—. Tal vez más. Da igual el tiempo que tarde, pero debo ganarme su total confianza, debe jurarme lealtad absoluta por propia voluntad.

—Tenemos otro problema —dijo Demmin, metiendo el pulgar bajo el cinturón.

—¿Es eso todo lo que haces, Demmin? ¿Buscar problemas? —Rahl le miraba por encima del hombro.

—Me ayuda a no perder la cabeza.

—Cierto, amigo, muy cierto. —Ahora Rahl sonreía—. Vamos —agregó con un suspiro—, suéltalo ya.

Demmin apoyó el peso en la otra pierna.

—Anoche me comunicaron que la nube localizadora ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Bueno, no desaparecido sino escondido. —Se rascó la mejilla—. Al parecer otras nubes la ocultaron.

Rahl soltó una carcajada. Demmin frunció el entrecejo, confundido.

—Nuestro amigo, el viejo mago. Yo diría que vio la nube y ha recurrido a uno de sus estúpidos trucos para sacarme de quicio. Era de esperar. Eso no es un problema, amigo mío. No es importante.

—Pero Amo Rahl, así es como esperabais hallar el libro. Aparte de la última caja, ¿qué puede haber más importante?

—Yo no he dicho que el libro no sea importante, sino que la nube no es importante. El libro lo es y mucho. Por ello, para encontrarlo, no confío únicamente en una nube localizadora. Demmin, ¿cómo supones que conseguí que la nube siguiera al mocoso Cypher?

—Ya sabéis que no tengo talento para la magia, Amo Rahl.

—Muy cierto, amigo. —Rahl se lamió las yemas de los dedos—. Hace muchos años, antes de que mi padre fuera asesinado por ese pérfido mago, me habló de las cajas del Destino y delLibro de las Sombras Contadas.Él trató de hacerse con ellos pero no era un erudito, él era un hombre de acción y lo suyo eran las batallas. —Rahl alzó la vista hacia Demmin—. Como tú, mi fornido amigo. No poseía los conocimientos necesarios. Pero fue lo suficientemente sabio para enseñarme que la cabeza vale más que la espada; que usando la cabeza se puede derrotar a todos los enemigos. Mi padre me proporcionó los mejores maestros. Y entonces fue asesinado. —Rahl descargó el puño sobre la mesa y su rostro se encendió. Casi inmediatamente recuperó la compostura—. Yo seguí estudiando sin descanso muchos años más, para triunfar donde mi padre había fracasado y devolver a la casa de Rahl el lugar que le corresponde como soberana de todas las tierras.

—Habéis superado las expectativas más ambiciosas de vuestro padre, Amo Rahl.

Rahl esbozó su típica media sonrisa. Echó otro vistazo al chico entre el follaje antes de proseguir.

—Gracias a mis estudios descubrí dónde se ocultaba elLibro de las Sombras Contadas;en la Tierra Central, al otro lado del Límite. Sin embargo, todavía no era capaz de viajar por el inframundo e ir a recuperarlo. Así pues, envié una bestia para que lo custodiara hasta el día que yo personalmente pudiera ir a recogerlo.

»Pero antes de que eso fuera posible —añadió, volviéndose hacia Demmin con un gesto sombrío en el rostro y manteniéndose muy erguido—, un hombre llamado George Cypher mató a la bestia y robó el libro. Mi libro. Pero cometió un error al llevarse un colmillo de la bestia a modo de trofeo, pues fue mi magia la que la había enviado allí. Y —agregó enarcando una ceja—, yo puedo encontrar mi magia.

Rahl se humedeció las puntas de los dedos y se los pasó por los labios, con mirada ausente.

—Después de poner en juego las cajas del Destino, fui a por el libro. Pero había sido robado. Me costó, pero al fin averigüé quién había sido. Por desgracia, él ya no tenía el libro y se negó a decirme dónde estaba. —Rahl dirigió una sonrisa a Demmin—. Le hice pagar muy caro su silencio—. Demmin sonrió a su vez—. Pero averigüé que había entregado el colmillo a su hijo.

—De modo que por eso sabéis que el joven Cypher tiene el libro.

—Sí, Richard tiene elLibro de las Sombras Contadasy también lleva el colmillo. Así fue como conseguí que lo siguiera la nube localizadora, vinculándola al colmillo que su padre le dio, el colmillo que lleva mi magia. Hubiera recuperado el libro antes, pero tenía muchas cosas que hacer. Por esa razón recurrí a la nube, para tenerlo localizado mientras tanto. Sólo por comodidad. Pero ese asunto ya está casi resuelto; puedo recuperar el libro cuando me plazca. La nube no tiene importancia; gracias al colmillo puedo encontrarlo.

»Pruébala para ver si se ha enfriado lo suficiente. —Rahl cogió el cuenco con la papilla y se lo tendió a Demmin—. No quisiera hacer daño al niño —añadió, enarcando una ceja.

Demmin lo olió y apartó la nariz, asqueado. Entonces se lo tendió a uno de los guardias, que, sin protestar, se llevó una cucharada a la boca, tras lo cual asintió.

—Cypher podría perder el colmillo o simplemente tirarlo. Entonces no podríais encontrarlo ni a él ni el libro. —Demmin inclinó sumisamente la cabeza mientras hablaba—. Por favor, perdonadme por decir esto, Amo Rahl, pero me parece que dejáis demasiadas cosas al azar.

—A veces, Demmin, dejo cosas en manos del destino, pero nunca al azar. Tengo otras maneras de encontrar a Richard Cypher.

Demmin respiró hondo y se relajó mientras reflexionaba sobre las palabras de Rahl.

—Ahora comprendo por qué no estáis preocupado. No sabía nada de esto.

—No hemos hecho sino asomarnos al pozo de tu ignorancia, Demmin. —Rahl miró ceñudo a su lugarteniente—. Por esto tú me sirves a mí y no a la inversa. Siempre has sido un buen amigo, Demmin, desde que éramos niños —añadió suavizando el gesto—, por lo que te tranquilizaré al respecto. Debo ocuparme de asuntos muy urgentes, asuntos relacionados con la magia que no pueden esperar. Como éste. —Con el brazo señaló al niño—. Sé dónde está el libro y soy consciente de mis propias capacidades. Puedo recuperarlo cuando lo crea oportuno. Por ahora, considero que Richard Cypher me lo está guardando. —Rahl se inclinó hacia Demmin—. ¿Satisfecho? —El lugarteniente clavó los ojos en el suelo.

—Sí, Amo Rahl —dijo el lugarteniente, y, levantando de nuevo la mirada, agregó—: Perdonadme, yo únicamente os hago partícipe de mis preocupaciones porque deseo que triunféis. Vos sois el legítimo soberano de todas las tierras. Todos necesitamos que nos guiéis. Yo sólo deseo ayudaros a conseguir la victoria. Mi único temor es que algún día os falle.

Rahl el Oscuro puso un brazo sobre los poderosos hombros de Demmin y alzó la vista hacia el rostro picado de viruela y al mechón de pelo negro que resaltaba entre el rubio.

—Ojalá tuviera a más como tú, amigo mío. —Dicho esto retiró el brazo y cogió el cuenco—. Ahora ve e informa a la reina Milena de nuestra alianza. No te olvides de emplazar a la dragona. Y no dejes que tus pequeñas diversiones demoren tu regreso —apostilló con su media sonrisa.

—Gracias, Amo Rahl, por concederme el honor de serviros. —Demmin hizo una reverencia.

El lugarteniente salió por una puerta trasera, mientras Rahl regresaba al jardín. Los guardias se quedaron en la pequeña y asfixiante forja.

Rahl regresó junto al niño, cogiendo por el camino el cuerno de comer. Se trataba de un largo tubo de latón con una boquilla estrecha que se iba ensanchando hacia el otro extremo. Dos patas sostenían el extremo ancho a la altura de los hombros para que la papilla se deslizara hacia abajo. Rahl lo colocó de forma que la boquilla quedara frente a Carl.

—¿Qué es esto? —inquirió el niño, mirándolo con ojos entrecerrados—. ¿Un cuerno?

—Sí, eso es. Muy bien, Carl. Es un cuerno para comer. Es parte de la ceremonia en la que vas a participar. A los otros jóvenes que en el pasado ayudaron a la gente les parecía una manera muy divertida de comer. Tienes que poner la boca ahí y yo echaré la comida por el otro extremo.

—¿De veras? —El niño no parecía muy convencido.

—Sí. —Rahl le sonrió de modo tranquilizador—. Y adivina qué hay para desayunar: tarta de arándanos recién salida del horno.

—¡Fantástico! —Los ojos de Carl se iluminaron y acercó ávidamente la boca al extremo del cuerno.

Después de describir tres círculos con la mano sobre el cuenco para modificar el sabor de la papilla, miró a Carl.

—He tenido que chafarla para que pudiera pasar por el cuerno. Espero que no te importe.

—Yo siempre la chafo con el tenedor —dijo Carl con una sonrisa, y cerró de nuevo los labios sobre la boquilla.

Rahl vertió un poco de papilla por arriba. Cuando le llegó, Carl comió ávidamente.

—¡Es fantástica! ¡La mejor que he comido en mi vida!

—Cuánto me alegro —dijo Rahl con una tímida sonrisa—. Es mi propia receta. Temía que no fuera tan buena como la que te prepara tu madre.

—Es mejor. ¿Puedo comer más?

—Pues claro, hijo. Con el Padre Rahl siempre se puede repetir.

Загрузка...