Con una bota, Richard echó tierra sobre los rescoldos del fuego, apagando así la única fuente de calor en el amanecer de un nuevo día. El cielo empezaba a iluminarse y a teñirse de un azul gélido, y del oeste soplaba un viento helado. «Bueno, al menos tendremos el viento a nuestras espaldas», pensó. Cerca de su otra bota estaba el palo que Kahlan había usado para asar el conejo, que había atrapado ella misma con una trampa que él le había enseñado a hacer.
Richard se sonrojó al recordarlo, al pensar en que él, un simple guía de bosque, había enseñado a cazar conejos a ella, a la Madre Confesora, a alguien que era más que una reina. Las reinas se inclinan ante las Confesoras, había dicho Kahlan. Richard nunca se había sentido tan estúpido. La Madre Confesora. ¿Quién se creía él que era? Zedd había tratado de advertírselo. Ojalá lo hubiera escuchado.
El joven se sentía consumirse en una sensación de vacío. Pensaba en su hermano, y en sus amigos Zedd y Chase. Mientras contemplaba cómo Kahlan se echaba la mochila al hombro, se dijo que, aunque no llenaban el vacío, al menos él tenía a alguien. Pero ella no tenía a nadie. Sus únicos amigos —las demás Confesoras— habían muerto. Kahlan estaba completamente sola en el mundo, sola en la Tierra Central, rodeada por gente a la que ella trataba de salvar pero que la temían y la odiaban, y por enemigos que querían matarla, o algo peor. Ni siquiera contaba con la protección de un mago.
Comprendía que Kahlan hubiera tenido miedo de contarle quién era. Él era su único amigo. Richard se sintió más estúpido que nunca por pensar sólo en sí mismo. Si Kahlan no podía ser más que una amiga, pues no sería más que eso. Aunque eso acabara por matarlo.
—Supongo que habrá sido muy duro para ti decírmelo —comentó, mientras se ceñía la espada.
Kahlan se arropó con la capa para protegerse de las ráfagas de viento helado. Su faz mostraba de nuevo esa expresión serena que no dejaba traslucir nada. No obstante, ahora que la conocía tan bien, Richard era capaz de leer las líneas de dolor.
—Me hubiera resultado más fácil matarme —respondió, y acto seguido dio media vuelta y echó a andar.
Richard la siguió. Si Kahlan le hubiera dicho quién era de buen principio, ¿se hubiera quedado con ella? ¿Le habría tenido miedo como todos los demás? Tal vez Kahlan tenía motivos para ocultarle la verdad. Pero si hubiera sido sincera le hubiera ahorrado lo que ahora sentía.
Era casi mediodía cuando llegaron a una bifurcación de caminos marcada por una piedra la mitad de alta que Richard. El joven se detuvo y estudió los símbolos grabados en las caras pulidas de la roca.
—¿Qué significan? —preguntó.
—Indican qué dirección seguir para llegar a diferentes ciudades y aldeas, y a qué distancia se encuentran. —Kahlan se había colocado las manos en las axilas para calentarlas. Con un gesto de la cabeza indicó un sendero—. Si queremos evitar a la gente, debemos ir por ahí.
—¿Cuánto queda?
—Normalmente tomo los caminos que unen las ciudades —contestó Kahlan tras estudiar otra vez la piedra—, no estos senderos menos concurridos. La piedra sólo indica las distancias relativas a los caminos, no las de los senderos, pero supongo que unos pocos días.
Richard tamborileó con los dedos sobre la empuñadura de la espada.
—¿Hay alguna ciudad cerca?
—Sí. Estamos a una o dos horas de distancia del Molino de Horner. ¿Por qué?
—Porque ahorraríamos tiempo si tuviéramos caballos.
Kahlan miró hacia la senda que conducía a la ciudad como si fuera capaz de divisarla.
—El Molino de Horner es una ciudad maderera, un aserradero. Supongo que habrá muchos caballos, pero quizá no sea una buena idea. He oído que están del lado de D’Hara.
—¿Por qué no vamos y echamos un vistazo? Con caballos nos ahorraríamos un día, al menos. Tengo unas cuantas monedas de plata y una o dos de oro. Tal vez podríamos comprarlos.
—Podríamos echar un vistazo, si somos cuidadosos. Pero no saques ninguna de tus monedas, ni de plata ni de oro. Llevan la marca de la Tierra Occidental y la gente de por aquí considera una amenaza a cualquiera que venga del Límite occidental. Es cosa de historias y supersticiones.
—¿Pues cómo vamos a conseguir caballos entonces? ¿Robándolos?
—¿Ya has olvidado con quién viajas? —inquirió ella, enarcando una ceja—. Soy la Madre Confesora y, si quiero algo, sólo tengo que pedirlo.
Richard disimuló su desagrado lo mejor que pudo adoptando una expresión imperturbable.
—Vamos pues.
El Molino de Horner se alzaba en la misma orilla del río Callisidrin, y las aguas turbias y lodosas de éste proporcionaban energía para los aserraderos y transportaban los troncos. En las zonas de trabajo serpenteaban aliviaderos, y destartalados molinos descollaban por encima de las demás estructuras. En cobertizos sin paredes se amontonaban pilas y más pilas de madera, mientras que otras esperaban cubiertas por lonas impermeables a que las transportaran en barcazas río abajo o a que las cargaran en carros. Las casas se apiñaban en la ladera de la colina, más arriba del molino, como si hubieran surgido como refugio temporal y, con el transcurso de los años, se hubieran convertido, para su desgracia, en refugio permanente.
Incluso desde lejos, Richard y Kahlan supieron que algo andaba mal. El molino estaba silencioso y las calles vacías cuando la ciudad tenía que bullir de actividad. Debería haber gente en las tiendas, en los muelles, en el molino y en las calles, pero no se veía rastro de ningún humano ni animal. En el manto de silencio que había caído sobre el Molino de Horner únicamente se oía el sonido de algunas lonas que ondeaban al viento, así como algunos crujidos y golpeteos de los paneles de hojalata en los edificios del molino.
Cuando se acercaron más, el viento les llevó algo; el pútrido olor de la muerte. Richard comprobó que tenía la Espada de la Verdad presta para desenvainarla.
Los cuerpos hinchados, tanto que casi reventaban las ropas, rezumaban fluidos que atraían nubes de insectos. Los muertos yacían en las esquinas y contra los edificios, como hojas de otoño que el viento hubiera arrastrado en pilas. La mayoría presentaba horrendas heridas; algunos tenían clavadas aún lanzas rotas. El silencio parecía estar vivo. Las puertas, hechas añicos, colgaban de una única bisagra en extraños ángulos, o yacían en la calle junto con efectos personales y pedazos de muebles. En toda la ciudad no quedaba ni una sola ventana intacta. Algunos edificios no eran más que fríos montones de vigas y restos carbonizados. Tanto Richard como Kahlan procuraban cubrirse boca y nariz con las respectivas capas, tratando de protegerse del hedor, mientras sus ojos se veían irremisiblemente atraídos hacia los cadáveres.
—¿Rahl? —le preguntó el joven.
La mujer estudió desde la distancia un grupo de cuerpos caídos en diferentes posiciones antes de contestar:
—No. Rahl no mata de este modo. Aquí ha habido una batalla.
—A mí más bien me parece una matanza.
Kahlan hizo un gesto de asentimiento.
—¿Recuerdas a la gente barro muerta? Ése es el aspecto de las víctimas de Rahl. Siempre es igual. Esto es distinto.
Ambos continuaron recorriendo la ciudad, manteniéndose cerca de los edificios y evitando el centro de la calle. De vez en cuando, tenían que pasar por encima de cadáveres. Todas las tiendas de la ciudad habían sido saqueadas, y los atacantes habían destruido todo lo que no habían podido llevarse. De una tienda salía un rollo de tela color azul pálido que se había desplegado por la calle, con manchas oscuras diseminadas por ella, como si hubiera sido desechada porque su dueño la hubiera estropeado con su sangre. Kahlan tiró a Richard de la manga y señaló la pared del edificio, donde se veía escrito con sangre: MUERTE A TODOS LOS QUE SE RESISTAN A LA TIERRA OCCIDENTAL.
—¿Qué crees que significa? —contestó la mujer, como si temiera que los muertos pudieran oírla.
—No tengo ni idea —repuso él, contemplando las sangrantes palabras. Siguió adelante, aunque se volvió dos veces para observar, ceñudo, el mensaje escrito en la pared.
Un carro estacionado frente a un granero le llamó la atención. El vehículo estaba cargado hasta la mitad con pequeños muebles y telas; el viento agitaba las mangas de pequeños vestidos. Richard y Kahlan intercambiaron una mirada. Había algún superviviente y, al parecer, se disponía a marcharse.
Richard cruzó con cautela el marco roto de la puerta del granero, seguido de cerca por Kahlan. Los rayos del sol que penetraban por el hueco de la puerta y por la ventana lanzaban sus luminosas saetas, que caían sobre sacos de grano derramados y barriles rotos. Richard se detuvo en el quicio de la puerta, con Kahlan a un lado, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. En el polvo se veían huellas frescas, la mayoría de ellas de pequeño tamaño, que conducían a un mostrador. Richard aferró la empuñadura de su espada y fue hacia el mostrador. Detrás se acurrucaban unas temblorosas personas.
—Salid. No voy a haceros ningún daño —les dijo en su tono más suave.
—¿Eres un soldado del Ejército Pacificador del Pueblo que ha venido a ayudarnos? —preguntó una voz de mujer.
Richard y Kahlan se miraron con el entrecejo fruncido.
—No —repuso ella—. Somos… sólo somos unos viajeros que pasábamos por aquí.
Una mujer con el rostro sucio y manchado de lágrimas, de cabello corto, oscuro y sin vida asomó la cabeza. Llevaba un feo vestido marrón, harapiento y desgarrado. Richard apartó la mano de la espada para no asustarla. A la tenue luz Richard y Kahlan vieron que el labio de la mujer le temblaba y que los miraba pestañeando, mientras indicaba por señas a los demás que salieran. Eran en total seis niños —cinco niñas y un niño—, otra mujer y un anciano. Los niños se aferraban a las faldas de las mujeres, mientras que los tres adultos miraron primero a Richard fugazmente y después clavaron la vista en Kahlan. Todos ellos abrieron mucho los ojos y se encogieron contra la pared. Richard frunció el entrecejo, desconcertado, hasta que se dio cuenta de que miraban el pelo de Kahlan.
Los tres adultos se hincaron de rodillas, con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo; los niños hundieron su carita en las faldas de las mujeres, sin proferir palabra. Mirando de soslayo a Richard, Kahlan les indicó rápidamente con un ademán que se levantaran. Pero ellos tenían la cabeza baja y no veían sus gestos.
—Levantaos —dijo Kahlan—, no tenéis por qué humillaros. Levantaos.
Las dos mujeres y el anciano alzaron la cabeza, confundidos. Entonces vieron las manos de la Confesora, que los invitaban a ponerse en pie. Obedecieron con renuencia.
—Como ordenéis, Madre Confesora —dijo una de las mujeres con voz temblorosa—. Perdonadnos, Madre Confesora, nosotros no… no os habíamos reconocido… con esas ropas que lleváis. Perdonadnos, no somos más que unos pobres humanos. Perdonadnos por…
—¿Cómo te llamas? —la interrumpió amablemente Kahlan.
La mujer le hizo una profunda reverencia y, sin erguirse, contestó:
—Regina Clark, Madre Confesora.
Kahlan la cogió por los hombros y la obligó a erguirse, al mismo tiempo que le preguntaba:
—Regina, ¿qué ha sucedido aquí?
Los ojos de la mujer se arrasaron en lágrimas y miró asustada a Richard con labios temblorosos. Kahlan también miró a Richard.
—Richard ¿por qué no te llevas al anciano y a los niños afuera?
El joven comprendió; las mujeres tenían demasiado miedo a hablar delante de él. Así pues, ofreció el brazo al encorvado anciano y condujo a cuatro de los niños fuera del granero. Las dos niñas más pequeñas se negaron a soltarse de las faldas de las mujeres, pero Kahlan le indicó con la cabeza que no pasaba nada.
Los cuatro niños se apiñaron en el escalón exterior. Tenían una mirada vacía y distante. Ninguno de ellos respondió cuando Richard les preguntó sus nombres; únicamente alzaban sus ojos hacia él con actitud temerosa para asegurarse de que se mantenía a distancia. El anciano tampoco le contestó cuando le preguntó su nombre, se limitó a mirar hacia adelante con mirada vacua.
—¿Puedes decirme qué ha pasado aquí? —inquirió Richard.
—Los hombres de la Tierra Occidental… —respondió el anciano. Sus ojos desorbitados recorrieron la calle. Pero entonces las lágrimas le inundaron los ojos y no pudo seguir.
Richard decidió no forzarlo y dejar al pobre anciano en paz. Le ofreció un pedazo de carne seca que sacó de la mochila, pero el anciano hizo caso omiso. Los niños se encogieron, temerosos, cuando Richard les ofreció la carne, en vista de lo cual, Richard decidió volver a guardarla en la mochila. La niña de más edad, una adolescente, lo miraba como si creyera que iba a matarlos o a comérselos allí mismo. Richard no había visto nunca a nadie tan aterrorizado. Como no quería asustar a los otros niños más de lo que ya estaban, se mantuvo a distancia, sonriéndolos de manera tranquilizadora, y les prometió que no iba a hacerles daño, ni siquiera a tocarlos. Pero ellos lo miraron como si no lo creyeran. Richard se volvía con frecuencia hacia la puerta; se sentía muy incómodo y deseaba que Kahlan saliera pronto.
Cuando, finalmente lo hizo, su rostro era una máscara de serenidad, aunque se notaba que era fingida. Richard se puso de pie y los niños corrieron hacia el granero. El anciano se quedó donde estaba. Kahlan cogió a Richard del brazo y se lo llevó en un aparte.
—En la ciudad no quedan caballos —le dijo con la mirada fija al frente, mientras echaba a andar por donde habían llegado—. Creo que lo mejor será que evitemos el camino principal y vayamos por senderos poco transitados.
—Kahlan, ¿qué sucede? —inquirió él, mirando por encima del hombro—. ¿Qué ha pasado aquí?
Kahlan contempló con fijeza el sangrante mensaje escrito en la pared al pasar por delante. MUERTE A TODOS LOS QUE SE RESISTAN A LA TIERRA OCCIDENTAL.
—Llegaron misioneros que predicaban la gloria de Rahl el Oscuro. Venían bastante a menudo y hablaban al consejo de la ciudad de todas las cosas que tendrían cuando D’Hara se hiciera con el control del territorio. Decían a todo el mundo que Rahl ama a todas las personas.
—Qué locura —susurró Richard.
—Sea como fuere, los habitantes del Molino de Horner se lo creyeron y decidieron declarar la ciudad territorio de D’Hara. El Ejército Pacificador del Pueblo desfiló por las calles. Los soldados trataban a todo el mundo con extremo respeto, compraban mercancías a los comerciantes y gastaban a espuertas oro y plata. Las promesas de los misioneros se cumplieron —continuó contando la mujer, señalando los montones de madera cubiertos por lona—; llegaron muchos pedidos de madera. Debían destinarse a construir nuevas ciudades, donde la gente viviría con prosperidad gobernados por el bondadoso Padre Rahl.
Richard sacudió la cabeza, asombrado.
—¿Y luego qué?
—Se corrió la voz de que los habitantes del Molino de Horner no daban abasto con todo el trabajo que proporcionaba el Padre Rahl. Así pues, llegó más gente para cumplir con los encargos de madera. Mientras tanto, los misioneros convencieron a la gente de que la Tierra Occidental era una amenaza para ellos, de que la Tierra Occidental amenazaba al Padre Rahl.
—¿La Tierra Occidental, una amenaza? —preguntó Richard incrédulamente.
—Sí. Entonces el Ejército Pacificador del Pueblo se marchó, diciendo que iba a luchar contra las fuerzas de la Tierra Occidental y proteger a las otras ciudades que también habían jurado fidelidad a D’Hara. La gente suplicó que se quedaran algunos soldados para protegerlos. En recompensa por su lealtad, un pequeño destacamento se quedó en la ciudad.
Con un gesto, Richard animó a Kahlan a avanzar por el sendero mientras él echaba la última mirada de desconcierto por encima del hombro.
—¿Así que no fue el ejército de Rahl el responsable de todo esto?
La senda era lo suficientemente ancha para los dos, por lo que Kahlan esperó que llegase a su altura para continuar.
—No. Según las mujeres, todo se mantuvo tranquilo por un tiempo. Pero hace aproximadamente una semana, al amanecer, tropas del ejército de la Tierra Occidental arrasaron la ciudad y mataron a todo el destacamento de D’Hara. Después de eso, iniciaron el saqueo y la matanza indiscriminada. Mientras mataban, los soldados de la Tierra Occidental gritaban que eso era lo que les ocurriría a todos los que siguieran a Rahl y se resistieran a la Tierra Occidental. Antes de que cayera la tarde se habían ido.
Richard agarró a Kahlan por la blusa, a la altura del hombro, y la obligó a dar media vuelta.
—¡Eso es mentira! ¡Los occidentales no harían algo así! ¡No fueron ellos! ¡Es imposible!
—Richard, yo no digo que sea cierto —respondió Kahlan, parpadeando—. Yo me limito a decirte lo que me contaron, lo que esas mujeres creen.
El joven la soltó y se sonrojó por más de una razón. Sin poderlo evitar, insistió:
—El ejército de la Tierra Occidental no cometió esa carnicería. —Richard dio media vuelta para seguir caminando, pero Kahlan lo detuvo cogiéndolo del brazo.
—Espera. Hay más.
Por la expresión de sus ojos, Richard supo que no quería oírlo. No obstante, le indicó con un gesto de la cabeza que prosiguiera.
—Los supervivientes se dispusieron a huir de inmediato, llevándose con ellos todo lo que podían cargar. Al día siguiente del ataque, después de enterrar a sus familias, se marcharon más personas. Esa noche regresó un destacamento del ejército de la Tierra Occidental, formado aproximadamente por cincuenta soldados. En la ciudad sólo quedaba un puñado de gente. Los soldados occidentales les dijeron que aquellos que se resisten a la Tierra Occidental no merecen ser enterrados, que deben dejarse a la merced de los carroñeros para que sirva de ejemplo a los demás. Para no dejar lugar a la duda, los soldados reunieron a todos los supervivientes varones, incluso a los niños, y los ejecutaron. —Por el modo de pronunciar la palabra «ejecutaron», sin mencionar cómo, Richard supo que era mejor no preguntar cómo murieron—. El niño y el anciano que hemos visto se salvaron porque pasaron inadvertidos. A las mujeres las obligaron a mirar.
—¿Cuántas mujeres quedaban?
—No lo sé. No demasiadas. —Kahlan lanzó un vistazo hacia la senda que se abría a su paso y que los alejaba de la ciudad, antes de que su furibunda mirada se posara en Richard—. Los soldados violaron a las mujeres y también a las niñas. —La ardiente mirada de Kahlan le quemaba los ojos—. Todas las niñas que viste en la ciudad fueron violadas por al menos…
—¡Los occidentales no comenten tales atrocidades!
La mujer estudió el rostro del joven.
—Lo sé —replicó—. Pero entonces ¿quién fue? ¿Y por qué? —Su rostro estaba recuperando la calma.
—¿Hay algo que podamos hacer por ellos? —inquirió Richard, dirigiendo a su compañera una mirada de frustración.
—Nuestro trabajo no consiste en proteger a unos cuantos supervivientes, ni a los muertos, sino detener a Rahl el Oscuro y así proteger a los vivos. No podemos perder ni un minuto; es preciso que lleguemos a Tamarang. Por si acaso, será mejor que evitemos los caminos principales.
—Tienes razón —admitió Richard de mala gana—. Pero no me gusta.
—A mí tampoco. —La mujer dulcificó el gesto—. Richard, no creo que les ocurra nada más. Fueran de donde fuesen los soldados que arrasaron la ciudad, no es probable que regresen para eliminar a un puñado de mujeres y niños; estoy convencida de que buscarán presas más importantes.
Pues qué consuelo pensar que los asesinos estaban buscando grupos más numerosos de personas para hacerles daño en el nombre de su patria, pensó Richard, y se dijo una vez más cuánto odiaba todo aquello. Qué diferente era cuando vivía aún en el bosque del Corzo y su mayor preocupación era que su hermano siempre le dijera qué debía hacer.
—Un grupo de soldados tan numeroso no se moverá por una senda flanqueada por un espeso bosque, viajará por los amplios caminos. No obstante, será mejor que empecemos a buscar algún pino hueco para pasar la noche. Alguien puede estar vigilando.
—Tienes razón. Richard, muchos de mis compatriotas se han unido a Rahl y han cometido crímenes atroces. ¿Cambia eso la opinión que tienes de mí?
—Claro que no.
—Pues mi opinión de ti tampoco cambiaría aunque los responsables hubieran sido soldados de la Tierra Occidental. Tú no tienes ninguna culpa de que tus compatriotas cometan crímenes aborrecibles. Estamos en guerra y tratamos de hacer lo mismo que hicieron nuestros antepasados, tanto Buscadores como Confesoras: derrocar a un gobernante. Para lograrlo, sólo podemos contar el uno con el otro. —Kahlan lo estudió con una intensa expresión de intemporalidad. Richard se dio cuenta de que estaba agarrando con fuerza la empuñadura de la espada—. Es posible que llegue el día en el que únicamente puedas contar contigo mismo. Todos hacemos lo que debemos. —No era Kahlan quien había pronunciado esas palabras, sino la Madre Confesora.
Sobrevino un momento de incomodidad y dureza hasta que la mujer desvió la mirada, finalmente dio media vuelta y echó a andar. Richard se abrigó con la capa para protegerse del frío, tanto interior como exterior.
—No fueron soldados de la Tierra Occidental —masculló para sí mientras se disponía a seguirla.
—Luz para mí —dijo Rachel. El pequeño montón de ramas rodeado por piedras prendió, bañando el interior del pino hueco con un brillante resplandor rojo. La niña se volvió a guardar la cerilla en el bolsillo y, estremeciéndose, acercó las manos al fuego para calentarse, al mismo tiempo que bajaba la vista hacia Sara, sentada en su regazo.
—Aquí estaremos a salvo esta noche —le dijo. Sara no respondió. No había vuelto a hablar desde la noche que habían huido del castillo. Así pues, Rachel se imaginó que Sara le decía que la quería. En respuesta, abrazó con fuerza a la muñeca.
A continuación, se sacó del bolsillo unas bayas. Se comía una baya, se calentaba las manos en el fuego y comía otra. Sara no quiso ninguna. Rachel mordisqueó el pedazo de queso. Ya se había comido todas las provisiones que se llevara del castillo, excepto el pan, por supuesto. Pero no se lo podía comer; la caja estaba dentro.
Rachel echaba de menos a Giller con toda su alma, pero tenía que hacer lo que el mago había dicho: seguir huyendo y dormir en un pino hueco distinto cada noche. La niña no sabía cuánto se había alejado del castillo; simplemente caminaba durante el día, con el sol a la espalda por la mañana y de cara por la tarde. Brophy se lo había enseñado. Él lo llamaba viajar con el sol. Rachel supuso que eso era lo que estaba haciendo: viajar.
Una rama de pino se movió, sobresaltando a la niña. Rachel vio una manaza que retiraba la rama y luego la reluciente hoja de una espada larga. La niña se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, incapaz de moverse.
Un hombre asomó la cabeza.
—Vaya. ¿Qué tenemos aquí? —inquirió risueño.
Rachel oyó un gemido y se dio cuenta de que había salido de su propia garganta. Seguía sin poder moverse. Una mujer también asomó la cabeza junto al hombre y tiró de su compañero para entrar ella primero. Rachel apretó con fuerza a Sara contra el pecho.
—Envaina la espada. La estás asustando —dijo la mujer en tono de reproche.
La niña se acercó hacia sí la hogaza de pan, que el hatillo sólo cubría en parte. Quería correr, pero las piernas no la obedecían. La mujer entró en el interior del pino, se aproximó a Rachel y se arrodilló, apoyándose sobre rodillas y talones. Luego entró el hombre. Rachel alzó la vista hacia la faz de la mujer y vio su larga melena iluminada por la luz del fuego. Abrió los ojos aún más y lanzó otro grito. Por fin sus piernas reaccionaron, al menos un poco. Rachel retrocedió apresuradamente hacia el tronco del árbol, sin olvidar el pan. Las mujeres de pelo largo siempre traían complicaciones. La niña mordió un pie de Sara; jadeaba y no cesaba de gemir, apretando la muñeca con todas sus fuerzas. Entonces apartó la mirada del pelo de la mujer y buscó desesperadamente una vía de escape.
—No voy a hacerte ningún daño —dijo la mujer. Su voz sonaba agradable, pero la princesa Violeta a veces decía eso mismo justo antes de abofetearla.
La mujer alargó una mano y la posó en un brazo de Rachel. La niña lanzó un grito y retrocedió de un salto, lejos de esa mano.
—Por favor, no quemes a Sara —suplicó, con los ojos anegados en lágrimas.
—¿Quién es Sara? —preguntó el hombre.
La mujer se volvió y lo hizo callar. Al volverse hacia Rachel, el pelo le cayó hacia adelante. Los ojos de la niña quedaron prendidos en ese cabello.
—No pienso quemar a Sara —le aseguró con la misma voz agradable. Pero Rachel sabía que cuando una mujer de pelo largo hablaba con voz amable es que, probablemente, mentía. Sin embargo, por la voz parecía una mujer realmente amable.
—Por favor —gimió la niña—, marchaos. Dejadnos solas.
—¿Dejadnos? —La mujer recorrió el interior del pino con la mirada, hasta que vio la muñeca—. Oh, ya veo. De modo que ésta es Sara. —Rachel hizo un gesto de asentimiento y mordió con más fuerza aún el pie de la muñeca. Sabía que si no respondía a la mujer de pelo largo, se ganaría un bofetón—. Es una muñeca muy bonita —dijo la mujer y sonrió. Rachel deseó que no sonriera. Cuando una mujer de pelo largo sonreía es que, probablemente, se avecinaban problemas.
—Yo me llamo Richard —dijo el hombre, asomando la cabeza a un lado de la mujer—. ¿Cómo te llamas tú?
—Rachel. —A la niña le gustaron sus ojos.
—Rachel. Qué nombre tan bonito. Pero tengo que decirte algo, Rachel, tienes el pelo más feo que he visto nunca.
—¡Richard! —exclamó la mujer—. ¡Cómo puedes decir tal cosa!
—Porque es la verdad. ¿Quién te lo cortó a trasquilones, Rachel? ¿Una vieja bruja?
La niña soltó una risita.
—¡Richard! —exclamó la mujer de nuevo—. Vas a asustarla.
—Tonterías. Mira, Rachel, en la mochila llevo unas tijeras pequeñas y corto bastante bien el pelo. ¿Te gustaría que te lo arreglara un poco? Al menos, lo llevarías igualado. Con todas esas escalas asustarías incluso a un dragón.
La niña soltó otra risita.
—Sí, por favor. Me gustaría mucho que me igualaras el pelo.
—Muy bien. Pues ven aquí y siéntate en mi regazo mientras te lo arreglo.
Rachel se levantó, y, siempre con la vista baja rodeó a la mujer como pudo dentro del pino hueco. Richard la alzó colocando sus manazas una a cada lado de la cintura, y se la sentó en el regazo. Entonces examinó la situación.
—Vamos a ver qué tenemos aquí.
Rachel vigilaba disimuladamente a la mujer, temerosa aún de que le propinara un bofetón. Richard miró también a la mujer y la señaló con las tijeras.
—Ésa es Kahlan. Al principio también a mí me asustó. Es horrorosamente fea, ¿verdad?
—¡Richard! ¿Dónde has aprendido a hablar así a los niños?
—Creo recordar que lo aprendí de un guardián del Límite —repuso el joven con una sonrisa.
Rachel se rió por lo bajo no pudiendo evitarlo.
—A mí no me parece nada fea. Es la señora más guapa que he visto en mi vida —dijo la niña, y era verdad. Pero el largo cabello de Kahlan la aterrorizaba.
—Caray, gracias, Rachel. Tú también eres muy guapa. ¿Tienes hambre?
Rachel había aprendido a no decir nunca a nadie de pelo largo, ni hombre ni mujer, que tenía hambre. La princesa Violeta solía decir que era incorrecto y una vez la castigó por responder a alguien que sí, que tenía hambre. La niña buscó el rostro de Richard. El joven sonreía, pero ella seguía estando demasiado asustada para decirle a la mujer que tenía hambre.
Kahlan le dio unos cariñosos golpecitos en el brazo.
—Apuesto a que estás hambrienta. Antes hemos pescado algo y, si tú compartes con nosotros el fuego, nosotros compartiremos contigo el pescado. ¿Qué dices? —La sonrisa de Kahlan era realmente agradable.
La niña alzó de nuevo la mirada hacia Richard. Él le guiñó un ojo y suspiró.
—Me temo que hemos pescado demasiado. Si no nos ayudas, tendremos que tirar una parte.
—Bueno… si vais a tirarlos, os ayudaré a comerlos.
Mientras cogía la mochila, Kahlan preguntó:
—¿Dónde están tus padres?
—Están muertos. —Rachel dijo la verdad porque no se le ocurrió otra cosa.
Las manos de Richard se quedaron inmóviles por unos segundos, pero enseguida reemprendieron su tarea de cortar el pelo. Kahlan pareció ponerse triste, pero Rachel no sabía si era de verdad o fingía. La mujer le apretó cariñosamente el brazo y le dijo que lo sentía mucho por ella. Pero Rachel no se sentía abrumada por la pena; no recordaba a sus padres, sino solamente el lugar en el que vivía con los otros niños.
Mientras Richard le arreglaba el pelo, Kahlan sacó una sartén y empezó a freír el pescado. Richard estaba en lo cierto al decir que tenían de sobra. Kahlan les agregó algunas especias, tal como Rachel había visto hacer a los cocineros. El aroma del pescado era delicioso, y el estómago de la niña gruñía. A su alrededor iban cayendo pequeños mechones de pelo. Rachel sonrió para sí al pensar en la rabieta que cogería la princesa Violeta si supiera que le estaban cortando el pelo igualado. Richard le cortó uno de los rizos más largos y ató alrededor un delgado tallo de planta. Entonces lo puso en la mano de la niña, que lo miró, desconcertada.
—Quiero que lo guardes. Algún día, cuando te guste un chico, podrás darle un mechón de tus cabellos para que lo lleve en el bolsillo, cerca de su corazón. Así te recordará —añadió con un guiño.
—Eres el hombre más tontorrón que he conocido —dijo Rachel con una risita. Richard se echó a reír y Kahlan sonrió. Rachel se guardó el mechón de cabello en el bolsillo y preguntó—: ¿Eres un lord?
—No, lo siento, Rachel. Sólo soy un guía de bosque —contestó el joven, poniéndose un poco triste. Rachel se alegró de que no fuera un lord. Entonces, Richard sacó un espejito de la mochila y se lo tendió diciendo—: Mírate y dime qué te parece.
La niña sostuvo el espejo en alto, tratando de verse en él. Nunca había visto un espejo tan pequeño y le costó un poco sostenerlo en el ángulo correcto para ver su rostro a la luz de las llamas. Al verse, los ojos se le desorbitaron y se llenaron de lágrimas. Inmediatamente abrazó a Richard.
—Oh, gracias, Richard, muchas gracias. Nunca había tenido el pelo tan bonito. —Richard le devolvió el abrazo, y la niña se sintió tan bien como cuando Giller la abrazaba. Con una manaza, el joven le frotaba la espalda. Fue un abrazo muy largo, el más largo que le habían dado nunca, y Rachel deseó que nunca acabara. Pero acabó.
Kahlan sacudió la cabeza para sí y murmuró:
—Eres una persona excepcional, Richard Cypher.
La mujer ofreció a Rachel un gran pedazo de pescado ensartado en un palo y le dijo que soplara hasta que se enfriara lo suficiente para no quemarse la boca. Rachel sopló un poquito, pero estaba demasiado hambrienta para esperar. Era el pescado más sabroso que había probado en toda su vida, tan bueno como el pedazo de carne asada que el cocinero le dio una vez.
—¿Lista para otro trozo? —le preguntó Kahlan, y Rachel asintió con la cabeza. La mujer se sacó entonces un cuchillo del cinto e inquirió—: ¿Que te parece si acompañamos el pescado con una rebanada de ese pan que tienes?
La niña se abalanzó sobre el pan, justo a tiempo para impedir que Kahlan lo cogiera. Lo apretó contra sí, al mismo tiempo que gritaba «¡No!». Apoyándose en los talones retrocedió a toda prisa, alejándose de Kahlan.
Richard dejó de comer, y Kahlan frunció el ceño. Rachel metió una mano en el bolsillo y aferró la cerilla mágica que Giller le había regalado.
—Rachel, ¿qué te ocurre? —quiso saber Kahlan.
Giller le había dicho que no confiara en nadie, por lo que tenía que inventar algo. ¿Qué diría Giller?
—¡Es para mi abuela! —La niña notó que una lágrima le corría por la mejilla.
—Muy bien —dijo Richard—. Puesto que es para tu abuela, no lo tocaremos. Te lo prometemos, ¿verdad, Kahlan?
—Pues claro. Lo siento, Rachel, no lo sabíamos. Yo también lo prometo. ¿Me perdonas?
Rachel sacó la mano del bolsillo e hizo un gesto de asentimiento. Sentía tal nudo en la garganta que no podía hablar.
—Rachel, ¿dónde está tu abuela? —preguntó Richard.
La niña se quedó paralizada. En realidad, ella no tenía abuela. Trató de recordar el nombre de un lugar que hubiera oído, el nombre de lugares que hubiera oído mencionar a los consejeros de la reina. Entonces dijo el primero que se le pasó por la cabeza.
—El Molino de Horner.
Antes incluso de acabar de pronunciar estas palabras, supo que había sido un error. Tanto Richard como Kahlan pusieron cara de espanto e intercambiaron una mirada. Durante unos instantes reinó un absoluto silencio. Preguntándose qué pasaría a continuación, la niña dirigió la vista hacia los lados del pino hueco, a los espacios entre las ramas.
—Rachel, no vamos a tocar el pan para tu abuela —le aseguró Richard suavemente—. Lo prometemos.
—Ven y toma un poco más de pescado —dijo Kahlan—. Deja el pan allí. No lo tocaremos.
Rachel seguía sin moverse. Sentía deseos de salir corriendo, pero sabía que la mujer sería más rápida que ella y la atraparía. Tenía que hacer lo que Giller le había dicho: esconder la caja hasta el invierno, o cortarían la cabeza a mucha gente.
Richard cogió a Sara, se la puso en el regazo y fingió que le daba un pedazo de pescado.
—Sara se va a comer todo el pescado. Si quieres un poco más, será mejor que te acerques y lo cojas. Vamos, puedes sentarte en mi regazo y comer. ¿Qué te parece?
Rachel estudió las caras de ambos, tratando de decidir si decían la verdad. Las mujeres de pelo largo eran unas consumadas mentirosas. Pero, al mirar a Richard, no le pareció que estuviera mintiendo. Así pues, se levantó y corrió hacia él. El joven se la sentó en el regazo y le puso a Sara en la falda.
Rachel se acurrucó contra él y todos comieron pescado. La niña evitaba mirar a Kahlan. Según la princesa Violeta, a veces mirar a una mujer de pelo largo era algo incorrecto. Rachel no quería hacer nada que pudiera costarle una bofetada, ni que pudiera alejarla del regazo de Richard. Allí se estaba muy calentita y se sentía segura.
—Rachel, lo siento pero no podemos dejar que vayas al Molino de Horner —le dijo Richard—. Ya no queda nadie allí. No es seguro.
—Vale, pues entonces iré a otro sitio.
—Me temo que no hay ningún sitio seguro —intervino Kahlan—. Te llevaremos con nosotros y así estarás a salvo.
—¿Adónde?
—Nos dirigimos a Tamarang para ver a la reina —repuso Kahlan. Rachel dejó de masticar. Apenas podía respirar—. Te llevaremos con nosotros. Estoy segura de que le reina podrá encontrar a alguien que cuide de ti.
—Kahlan, ¿estás segura? —le susurró Richard—. ¿Qué hay del mago?
La mujer hizo un gesto de asentimiento y le respondió en voz baja:
—Primero nos ocuparemos de la niña y luego le arrancaré el pellejo a Giller.
Rachel se forzó a tragar para así poder respirar. ¡Lo sabía! Sabía que no podía confiar en una mujer de pelo largo. Se sentía al borde de las lágrimas. Kahlan empezaba a gustarle y Richard era tan amable… ¿Por qué era amable con Kahlan? ¿Por qué iba con una mujer mala que quería hacer daño a Giller? Seguramente era amable con ella para que no le hiciese daño, como hacía ella con la princesa Violeta. Seguramente, Richard tenía miedo a Kahlan. La niña sintió lástima por él y deseó que pudiera escaparse de la mujer como ella había escapado de la princesa. Tal vez debería hablarle a Richard de la caja, y luego ambos podrían huir de Kahlan.
No. Giller había dicho que no confiara en nadie. Quizá Richard tenía tanto miedo a Kahlan que se lo contaría. Tenía que ser valiente por Giller, por toda la otra gente. Tenía que huir.
—Ya hablaremos de eso por la mañana —repuso Kahlan—. Si queremos partir al amanecer, será mejor que durmamos un poco.
Richard asintió y abrazó a la niña.
—Yo haré la primera guardia. Tú duerme.
El joven alzó a la niña y se la tendió a Kahlan. Rachel tuvo que morderse la lengua para no gritar. Kahlan la abrazaba con fuerza. La niña bajó la mirada hacia el cuchillo de la mujer; ni siquiera la princesa tenía un cuchillo. Entonces tendió los brazos hacia Richard con un gemido. Richard sonrió y le entregó a Sara. Aunque no era eso lo que ella quería, abrazó a la muñeca con fuerza y le mordió un pie para contener las lágrimas.
—Que duermas bien, pequeña —le deseó Richard, alborotándole el cabello con gesto cariñoso.
Entonces se marchó y ella se quedó a solas con Kahlan. Rachel apretó los ojos. Tenía que ser valiente, no podía llorar. Pero no pudo evitarlo.
Kahlan la apretaba y la niña temblaba. Rachel notaba los dedos de la mujer que le acariciaban el pelo. Mientras la mecía, Rachel se fijó en un hueco oscuro en las ramas, en el otro lado del pino hueco. El pecho de Kahlan se movía levemente de un modo muy curioso, y la niña se dio cuenta con gran sorpresa de que también ella lloraba. Entonces puso su mejilla sobre la coronilla de Rachel.
Rachel empezó a creer que… pero entonces se acordó de lo que decía a veces la princesa Violeta, que el castigo dolía más a quien lo daba que a quien lo recibía. Los ojos se le salieron de las órbitas al imaginarse qué maldad tan terrible estaba planeando Kahlan que lloraba. Ni siquiera la princesa Violeta lloraba cuando la castigaba. Rachel sollozaba y se agitaba.
Kahlan retiró las manos y le secó mejillas. A la niña las piernas le temblaban tanto que no podía correr.
—¿Tienes frío? —susurró Kahlan. Por su voz, parecía que aún lloraba.
Rachel temía que, dijera lo que dijese, se ganaría un bofetón. En respuesta hizo un gesto de asentimiento, lista para cualquier cosa. Pero Kahlan simplemente sacó una manta de su mochila y las cubrió a ambas. La niña supuso que era una manera de evitar que se escapara.
—Ven, tiéndete junto a mí y te contaré un cuento. Así estaremos las dos calentitas. ¿Vale?
Rachel se tendió al lado de Kahlan, con la espalda pegada a la mujer, la cual se hizo un ovillo contra la niña y la cubrió con un brazo. La sensación era agradable, pero Rachel sabía que no era más que un truco. La cara de Kahlan estaba muy cerca de su oreja y, así tendidas una junto a la otra, la mujer le contó el cuento de un pescador que se convertía en pez. Las palabras conjuraban imágenes en su mente y, durante un rato, la niña se olvidó de sus problemas. Una vez ella y Kahlan incluso se rieron juntas. Cuando el cuento acabó, Kahlan la besó en la cabeza y luego le acarició un lado de la frente.
Rachel fingió que Kahlan no era realmente mala. Fingir no podía hacerle ningún daño. Sintiendo la caricia de aquellos dedos y la canción que Kahlan le cantaba al oído, Rachel se sentía en el séptimo cielo. La niña se dijo que así debía de ser tener una madre.
Contra su voluntad, se durmió y tuvo unos sueños maravillosos.
Se despertó en plena noche, cuando Richard despertó a Kahlan, pero se fingió dormida.
—¿Quieres seguir durmiendo con ella? —susurró Richard en voz muy baja.
Rachel contuvo la respiración.
—No —susurró a su vez Kahlan—. Haré mi guardia.
La niña la oyó ponerse la capa y salir afuera. Entonces, se fijó en la dirección hacia la que se dirigían las pisadas. Después de echar unas ramas más al fuego, Richard se tendió, cerca de Rachel. Ahora la niña veía perfectamente el interior del pino. Sabía que Richard la miraba; sentía sus ojos en la espalda. Ansiaba decirle lo mala que realmente era Kahlan y pedirle que huyera con ella. Él era un hombre tan amable… y sus abrazos eran lo mejor de todo el mundo. Richard alargó los brazos y la arropó con la manta. A la niña se le saltaron las lágrimas.
Rachel oyó cómo se tendía de espaldas y se cubría con la manta. Esperó hasta que oyó su respiración regular, lo que indicaba que se había dormido. Sólo entonces se deslizó fuera de la manta.