32

Al doblar la esquina, Rachel casi se empotró contra las piernas de un hombre, que caminaba tan silenciosamente que no lo había oído. La niña recorrió con la mirada la larga túnica plateada hasta llegar a una faz. El mago tenía las manos metidas en las mangas del brazo opuesto.

—¡Giller! ¡Me has asustado!

—Lo siento, Rachel. No era ésa mi intención. —El mago escudriñó el pasillo en ambas direcciones, tras lo cual se inclinó hacia el suelo—. ¿Qué estás haciendo?

—Recados —contestó la niña con un profundo suspiro—. La princesa Violeta me ha ordenado que vaya a echar una bronca a los cocineros, y después tengo que decir a las lavanderas que la princesa ha encontrado una mancha de salsa en uno de sus vestidos y que, como ella nunca se mancha, tienen que haber sido ellas las responsables, y que, si vuelven a hacerlo, les hará cortar la cabeza. Yo no quiero decirles eso; las lavanderas son amables. —La niña tocó el bonito trenzado plateado que adornaba la manga de la túnica del mago—. Pero la princesa dice que, si no se lo digo, me arrepentiré.

Giller asintió.

—Bueno, pues haz lo que ella dice. Estoy seguro de que las lavanderas sabrán que esas palabras no son tuyas.

—Todo el mundo sabe que es ella misma quien se mancha los vestidos con salsa —declaró la niña, mirando fijamente los grandes ojos oscuros del mago.

Giller soltó una queda carcajada.

—Tienes razón. Lo he visto con mis propios ojos. Pero ¿quién va a ponerle el cascabel al gato mientras duerme? —La niña hizo una mueca de incomprensión, por lo que el mago le explicó—: Eso significa que te meterías en un lío si se lo dijeras. Es mejor callar.

Rachel hizo un gesto de asentimiento; sabía que el mago estaba en lo cierto. Giller volvió a escrutar el pasillo para comprobar que estaban solos. Entonces se inclinó más hacia la niña y le susurró:

—Lo siento. No he podido hablar contigo antes para preguntarte si todo iba bien. ¿Encontraste la muñeca mágica?

Rachel asintió con una sonrisa.

—Muchas gracias, Giller. Es maravillosa. Desde que me la regalaste, la princesa me ha echado del castillo dos veces. La muñeca me ha dicho que no debo hablar contigo a menos que tú me digas que es seguro, así que esperé, como ella me dijo. Ella y yo hablamos mucho y me hace sentir mucho mejor.

—Me alegro mucho, pequeña.

—Le he puesto por nombre Sara. Una muñeca debe tener un nombre, ¿sabes?

—¿De veras? —Giller enarcó una ceja—. Pues no lo sabía. Sara es un nombre muy bonito.

Rachel sonrió de oreja a oreja. ¡Qué bien que a Giller le hubiera gustado el nombre! La niña le rodeó el cuello con un brazo y le susurró al oído:

—Sara también me ha contado sus problemas. Le he prometido que te ayudaría. No tenía ni idea de que también tú quisieras escapar. ¿Cuándo podremos marcharnos, Giller? Cada día que pasa la princesa Violeta me da más miedo.

La niña se abrazó a él, y el mago le palmeó cariñosamente la espalda.

—Pronto, pequeña. Pero antes tenemos que prepararnos para que no nos encuentren. No querrás que nos sigan, den con nosotros y nos obliguen a regresar, ¿verdad?

Rachel negó con la cabeza, que tenía apoyada en el hombro del hombre. Entonces oyó pasos. Giller se irguió y miró quién se acercaba.

—Rachel, no deben vernos hablando. Alguien podría averiguar… lo de la muñeca, que tienes a Sara.

—Mejor me marcho —se apresuró a replicar Rachel.

—Demasiado tarde. Quédate pegada al muro y demuéstrame lo valiente y lo callada que puedes ser.

La niña obedeció. Giller se colocó delante de ella, tapándola con la túnica. Rachel oyó el tintineo de unas armaduras y pensó que sólo serían unos soldados. Pero entonces oyó unos ladridos. ¡El perro de la reina! ¡Tenían que ser la reina y su guardia! Giller y ella se meterían en un buen lío si la reina la descubría escondida detrás de la túnica del mago. ¡Incluso podía descubrir lo de la muñeca! La niña intentó cubrirse aún mejor con los pliegues de la túnica. La prenda se movió ligeramente cuando Giller saludó a la reina con una leve reverencia.

—Majestad —dijo el mago, a la vez que se erguía.

—¡Giller! —contestó ella con su voz malévola—. ¿Qué haces merodeando por aquí?

—¿Merodeando, majestad? Creí que parte de mi trabajo consistía en asegurarme de que nadie merodea. Simplemente estaba comprobando el sello mágico que protege la cámara de las joyas, para asegurarme de que nadie ha intentado entrar. —Rachel oyó al perrito de la reina husmear por el borde de la túnica de Giller—. Si así lo deseáis, majestad, dejaré tales asuntos al azar y, aunque me sienta inquieto, no emprenderé ninguna investigación. —El chucho empezó a dar la vuelta al mago, acercándose a la niña; Rachel lo oía husmear. Ojalá se marchara antes de que la descubriera—. Así pues, todos nos acostaremos después de rezar a los buenos espíritus para que cuando el Padre Rahl llegue todo salga bien. Y si algo falla, bueno, le diremos que, como no queríamos que nadie merodeara por el castillo, no comprobamos nada. Tal vez incluso lo entienda.

El perro de la reina empezó a gruñir. A Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No hay por qué alterarse tanto, Giller, yo sólo preguntaba. —Rachel vio el pequeño hocico negro del perro que asomaba bajo la túnica—. Tesoro, ¿qué has encontrado ahí? ¿Qué hay, mi pequeño Tesoro?

El perro gruñó y lanzó un breve ladrido. Giller retrocedió un poco, obligando así a la niña a que se pegara aún más contra el muro. Rachel trató de pensar en Sara y deseó que estuviera con ella.

—¿Qué pasa, Tesoro? ¿Qué hueles?

—Me temo, majestad, que también he estado merodeando por los establos. Estoy seguro de que es eso lo que el perro huele. —Giller introdujo una mano en la túnica, junto a la cabeza de la niña.

—¿En los establos? —La voz de la reina aún no había perdido del todo su tono maligno—. ¿Qué puede haber en los establos que consideres necesario investigar? —Rachel percibía la voz cada vez más fuerte; la reina se inclinaba para coger al chucho—. Pero ¿qué haces, Tesoro?

Rachel se llevó a la boca el dobladillo de su vestido para evitar hacer ningún ruido mientras temblaba. Giller sacó la mano de la túnica, y Rachel vio que tenía una pizca de algo entre los dedos pulgar e índice. El perro metió la cabeza bajo la túnica y empezó a ladrar. El mago abrió los dedos y dejó caer sobre la cabeza del chucho un polvo que centelleaba. Tesoro estornudó. Entonces Rachel vio que la mano de la reina se introducía bajo la túnica y cogía al perro.

—Vamos, vamos, mi Tesoro. No pasa nada. Pobrecito mío. —Rachel oyó cómo la reina le besaba la trufa, algo que le encantaba hacer. Acto seguido ella también empezó a estornudar—. ¿Qué decías, Giller? ¿Qué asuntos puede tener un mago en un establo?

—Como os decía, majestad, si fueseis un asesino y quisierais introduciros en el castillo de la reina con la idea de dispararle una flecha larga y gruesa, ¿creéis que trataríais de entrar por la puerta principal, como si nada? ¿O preferiríais entrar con vuestro largo arco en un carromato, acaso escondido bajo una pila de heno, o detrás de unos sacos? Luego, una vez en los establos, podríais salir aprovechando la oscuridad. —Giller podía hacer que su voz también sonara malvada, pero a Rachel le pareció divertido que esa voz se dirigiera a la reina.

—Bueno… yo…, pero, ¿hay… crees que… has encontrado algo?

—¡Pero ya que me prohibís que merodee por los establos, pues también los tacharé de mi lista! No obstante, si no os importa, a partir de ahora cuando aparezcáis en público, preferiría no estar cerca de vos. No quiero estar en medio si uno de vuestros súbditos decide enviaros desde lejos una prueba de su amor.

—Mago Giller, por favor, perdóname. —Ahora la voz de la reina era verdaderamente amable, como cuando se dirigía al perro—. Últimamente tengo los nervios destrozados por la inminente visita del Padre Rahl. Quiero que todo salga a la perfección, para que todos obtengamos lo que queremos. Sé que sólo te preocupas por mi bienestar. Por favor, sigue con lo que hacías y olvida el momento de necedad de una dama.

—Como deseéis, majestad —respondió el mago, haciendo otra reverencia.

La reina se alejó a toda prisa por el pasillo, estornudando, pero entonces Rachel oyó que los pasos de los soldados y el tintineo de las armaduras enmudecía.

—Por cierto, mago Giller —dijo la reina—. ¿No te lo he dicho? He recibido el mensaje de que recibiremos la visita de Padre Rahl antes de lo que esperábamos. Mucho antes. Mañana. Prepara la caja que sellará nuestra alianza.

La pierna del mago dio tal sacudida que estuvo a punto de derribar a Rachel.

—Como ordenéis, majestad —contestó, e hizo otra reverencia.

Giller esperó hasta que la reina se hubo marchado para levantar a Rachel, cogiéndola por la cintura con sus grandes manos y luego sostenerla contra su cadera con un brazo. Las mejillas del mago no presentaban su rubicundo tono habitual, sino que se veían pálidas. Giller puso un dedo sobre los labios de la niña, y ésta supo que debía guardar silencio. Entonces el mago estiró el cuello y escrutó de nuevo el pasillo en ambas direcciones.

—¡Mañana! —masculló entre dientes—. ¡Maldita sea! Aún no estoy listo.

—¿Qué te pasa, Giller?

—Rachel, ¿está la princesa en su alcoba ahora mismo? —le preguntó el mago en un susurro, acercando su nariz aguileña a la de la pequeña.

—No —contestó Rachel, también en susurros—. Ha ido a elegir la tela del vestido que lucirá durante la visita del Padre Rahl.

—¿Sabes dónde guarda la princesa su llave de la cámara de las joyas?

—Sí. Cuando no la lleva encima, la guarda en el escritorio, en el cajón del lado de la ventana.

El mago echó a andar por el pasillo en dirección a los aposentos de la princesa Violeta, llevando en brazos a Rachel. Caminaba tan silenciosamente sobre las alfombras que la niña ni siquiera oía sus pasos.

—Cambio de planes, pequeña. ¿Crees que podrás ser valiente por mí y por Sara?

La niña indicó sí con la cabeza y rodeó con sus bracitos el cuello del mago para sujetarse, pues éste había acelerado el paso. Después de atravesar un buen número de puertas ojivales de oscura madera, llegaron ante la mayor de ellas: una de dos batientes situada en un pequeño pasillo, con piedra labrada alrededor. Eran los aposentos de la princesa. Giller la abrazó con fuerza.

—Muy bien —susurró—, ve dentro y coge la llave. Yo me quedaré aquí fuera para vigilar. —Con estas palabras la dejó en el suelo—. Vamos, deprisa —la apremió, y cerró la puerta tras ella.

Al estar las cortinas descorridas, la luz del sol entraba en la estancia, por lo que Rachel vio inmediatamente que no había nadie. No había ningún sirviente limpiando ni arreglando cosas. El fuego estaba apagado, y los criados aún no habían ido a encenderlo para la noche. La cama con dosel de la princesa ya estaba hecha, cubierta con el florido cobertor que a Rachel tanto le gustaba. El dosel, ahora recogido, y las cortinas mostraban el mismo motivo ornamental. Rachel siempre se preguntaba por qué la princesa necesitaba una cama tan grande, en la que hubieran cabido diez personas. Allí de donde ella venía, seis niñas dormían juntas en una cama que era la mitad de aquélla, y el cubrecama no era nada bonito. Rachel se preguntó qué se sentiría durmiendo en el lecho de la princesa. Nunca se había sentado en ninguno igual.

Pero sabía que Giller quería que se diera prisa, por lo que cruzó la alcoba, caminando sobre la alfombra de piel, hasta el escritorio de hermosa madera de raíz. La niña tiró del asa dorada del cajón para abrirlo. Estaba muy nerviosa, aunque era algo que había hecho muchas veces, cuando la princesa la mandaba buscar la llave. Pero nunca había abierto aquel cajón sin permiso de la princesa. La gran llave que abría la cámara de las joyas descansaba en una bolsa de terciopelo rojo, justo al lado de la pequeña llave que cerraba el arcón donde la princesa la obligaba a dormir. Tras meterse la llave en el bolsillo, Rachel volvió a cerrar el cajón, asegurándose de que quedaba como lo había encontrado.

Cuando ya se encaminaba hacia la puerta, echó un vistazo a la esquina donde se encontraba el arcón. Sabía que Giller quería que se apresurara, pero no pudo evitar el impulso de comprobar algo. Corrió hacia el arcón, se arrastró adentro y fue hacia la manta, que estaba amontonada. Cuidadosamente la alzó. Sara la miró. La muñeca seguía donde la había dejado.

—Ahora tengo que marcharme —le susurró—. Pero volveré más tarde.

Rachel besó a la muñeca en la cabeza y volvió a cubrirla con la manta, tras lo cual la escondió en un rincón, donde nadie pudiera encontrarla. Sabía que era arriesgado tener a Sara en el castillo, pero no podía soportar la idea de dejarla sola en el pino, en un lugar tan solitario y estremecedor.

Al acabar, corrió hacia la puerta, la abrió apenas y alzó la vista hacia la cara de Giller. El mago asintió y le hizo señas de que podía salir.

—¿Tienes la llave?

Rachel se la sacó del mismo bolsillo en el que guardaba la cerilla mágica, para enseñársela. El mago sonrió y le dijo que era una buena chica. Nadie le había dicho eso antes, o al menos, desde hacía mucho tiempo. Entonces, Giller la volvió a coger en brazos y juntos recorrieron rápidamente el pasillo y bajaron la oscura y estrecha escalera que usaba la servidumbre. Rachel apenas oía el ruido de las pisadas del mago sobre la piedra. Los mostachos de Giller le hacían cosquillas en la cara. Al llegar al pie de la escalera, la dejó en el suelo.

—Rachel, escucha atentamente, esto es muy importante, no es ningún juego —dijo el mago, agachándose para ponerse a la misma altura que la niña—. Tenemos que irnos del castillo o nos cortarán la cabeza a ambos, tal como te dijo Sara. Pero debemos ser listos, o nos cogerán. Si nos escapamos demasiado pronto, sin hacer primero lo que debemos, nos encontrarán. Y si tardamos demasiado, bueno…, será mejor que no tardemos demasiado.

—Giller, tengo miedo de que me corten la cabeza —respondió Rachel, próxima a las lágrimas—. La gente dice que duele muchísimo.

Giller la apretó contra sí.

—Lo sé, pequeña. Yo también tengo miedo. —El mago posó ambas manos sobre los hombros de la niña y la obligó a mantenerse bien erguida mientras le decía, mirándola fijamente a los ojos—: Confía en mí, haz exactamente lo que te diga y sé valiente. Si lo haces, nos marcharemos de aquí a un lugar donde nadie corta la cabeza a nadie ni los encierran en cajas, donde podrás tener a tu muñeca sin que nadie te la quite ni la arroje al fuego. ¿De acuerdo?

—Eso sería maravilloso, Giller —contestó Rachel más calmada.

—Pero debes ser valiente y hacer lo que te diga. No todo te será fácil.

—Lo haré, lo prometo.

—Y yo te prometo que haré todo lo necesario para que no te pase nada, Rachel. Tú y yo formamos un equipo. Muchas otras personas dependen de nosotros. Si hacemos un buen trabajo, evitaremos que a mucha gente, gente inocente, le corten la cabeza.

—Oh, Giller, me encantaría. Odio que corten cabezas. Me pone la carne de gallina.

—Muy bien. Lo primero que quiero es que eches la bronca a los cocineros tal como te han ordenado y, mientras estés abajo en la cocina, cojas un pan pequeño. No me importa cómo lo consigas; róbalo si es necesario, pero cógelo. Luego tráelo a la cámara de las joyas. Usa la llave y espérame dentro. Antes debo ocuparme de otros asuntos. Ya te diré más cuando nos encontremos. ¿Podrás hacerlo?

—Pues claro. Es fácil.

—En marcha, pues.

La niña cruzó la puerta que conducía al gran corredor de la planta baja, mientras Giller desaparecía ascendiendo silenciosamente por los escalones. La escalera que llevaba a la cocina se encontraba en el otro extremo, al otro lado de la majestuosa escalinata, situada en el centro, que solía usar la reina. A Rachel le encantaba subirla con la princesa porque estaba alfombrada y los peldaños no se notaban tan fríos como los de la escalera de piedra que debía usar cuando hacía recados. La escalinata daba a una gran sala con el suelo cubierto por un tablero de baldosas blancas y negras. El frío que desprendían le subía por los pies.

Mientras trataba de imaginarse cómo conseguir un pan sin robarlo vio que la princesa Violeta cruzaba la sala en dirección a la escalinata. La seguían la costurera real y dos de sus ayudantes, portando rollos de una bonita tela rosa. Rápidamente, Rachel buscó dónde esconderse pero la princesa ya la había visto.

—Oh, Rachel —dijo la princesa—. Ven aquí.

—¿Sí, princesa Violeta? —repuso la niña, haciendo una reverencia.

—¿Qué estás haciendo?

—Lo que me ordenasteis, princesa. Ahora mismo iba a la cocina.

—Mmm… Olvídate de eso.

—¡Pero princesa Violeta, tengo que ir!

—¿Por qué? —inquirió la princesa, ceñuda—. Te acabo de ordenar que no vayas.

Rachel se mordió el labio; la ceñuda expresión de la princesa la asustaba. Trató de pensar qué respondería Giller.

—Bueno, si no queréis que vaya, no iré. Pero vuestro almuerzo era espantoso, y odiaría que os sirvieran otra vez una comida tan horrible. Estoy segura de que os morís de ganas por comer algo realmente bueno. Pero, si no queréis que vaya, no iré.

La princesa se quedó pensativa un momento, y luego declaró:

—Pensándolo mejor, ve. La comida era realmente espantosa. ¡No te olvides de decirles lo enfadada que estoy con ellos!

—Sí, princesa Violeta. —Rachel hizo una reverencia y se volvió, dispuesta a marcharse.

—Voy a que me prueben un vestido —añadió la princesa, y Rachel se volvió hacia ella—. Luego iré a la cámara de las joyas y me probaré algunas, para ver cómo quedan con mi nuevo vestido. Cuando acabes de reñir a los cocineros, ve a por la llave y espérame en la cámara de las joyas.

Rachel sintió la boca seca.

—Pero princesa Violeta, ¿no preferís esperar hasta mañana, cuando el vestido ya esté terminado, para ver lo bien que os sientan las joyas con el vestido?

La princesa pareció sorprendida.

—Bueno, sí. Me gustaría ver las joyas junto con el vestido. —Tras un instante de reflexión, empezó a subir la escalinata—. Tienes razón. No se me había ocurrido.

Rachel lanzó un hondo suspiro y ya se encaminaba a la escalera de servicio cuando la princesa la llamó.

—Pensándolo bien, Rachel, tengo que ir de todos modos a la cámara de las joyas para elegir algo para la cena de esta noche. Reúnete conmigo allí dentro de un rato.

—Pero, princesa…

—Pero nada. Después de transmitir mi mensaje a los cocineros, ve a buscar la llave y espérame en la cámara de las joyas. Me reuniré contigo cuando acabe de probarme el vestido.

La princesa subió la escalinata y desapareció.

¿Qué iba a hacer ahora? Giller también se reuniría con ella en la cámara de las joyas. La niña respiraba entrecortadamente, al borde de las lágrimas. ¿Qué iba a hacer?

Haría exactamente lo que Giller le había dicho, sí señor. Sería valiente para que a nadie más le cortaran la cabeza. La niña contuvo a duras penas las lágrimas y, decidida, bajó la escalera en dirección a la cocina, mientras se preguntaba para qué querría Giller una hogaza de pan.

—¿Bueno, qué te parece? —susurró Richard—. ¿Alguna idea?

Kahlan, tendida en el suelo junto a él, contemplaba con el entrecejo fruncido la escena, ocultos ambos entre los raquíticos árboles que crecían en la elevada cresta.

—No tengo ni idea —respondió, también en un susurro—. Nunca había visto tantos gars de cola corta congregados en un mismo lugar.

—¿Qué pueden estar quemando?

—No están quemando nada. El humo proviene del suelo. A este lugar se lo conoce como Fuentes Ígneas. Por algunas grietas en el suelo sale vapor del interior de la tierra; por otras agua hirviendo; y hay algunas más que emanan un hediondo líquido amarillo y barro espeso. Nadie se acerca aquí debido a los gases. No tenía ni idea de que hubiera gars.

—Bueno, mira allí al fondo. Donde la colina asciende hay la grieta más grande. Veo algo encima, algo con forma oval, envuelto en vapor. No dejan de acercarse a esa cosa para mirarla y tocarla.

La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Tienes mejor vista que yo. No distingo qué es, ni siquiera la forma.

Richard oía y sentía ruidos sordos procedentes del suelo, algunos de ellos seguidos por erupciones de vapor que emanaba de las grietas. Hasta ellos llegaba el olor, espantosamente sofocante, de azufre.

—Tal vez deberíamos bajar a echar un vistazo —susurró Richard casi como si hablara para sus adentros, sin dejar de vigilar los movimientos de los gars.

—Sería más que insensato —replicó duramente la mujer—; una auténtica estupidez. ¿Has olvidado ya lo mal que nos lo hizo pasar uno solo? Allí abajo debe de haber docenas.

—Supongo que tienes razón. ¿Qué hay detrás de ellos, justo arriba, en un lado de la colina? ¿Es una cueva?

Los ojos de Kahlan se fijaron en el oscuro agujero.

—Sí. Lo llaman la cueva del shadrin. Algunos afirman que atraviesa toda la montaña y va a salir al valle del otro lado. Pero no conozco a nadie que lo sepa con seguridad, ni que desee comprobarlo.

Richard contemplaba cómo los gars se disputaban una presa, desgarrándola.

—¿Qué es un shadrin?

—El shadrin es una bestia que se supone que vive en las cuevas. Algunos dicen que no es más que un ser mitológico, pero otros juran que es real. No hay nadie dispuesto a averiguarlo.

—¿Y tú qué crees? —inquirió Richard, mirando a Kahlan.

Ésta se encogió de hombros, observando a los gars.

—No lo sé —confesó—. Hay muchos lugares en la Tierra Central donde se dice que viven bestias mitológicas, pero yo he estado en muchos de esos lugares y no he encontrado nada. La mayoría de esas historias no son más que eso, historias. Pero no todas.

Richard se alegró de que su compañera hablara, pues hacía días que no abría la boca. El extraño comportamiento de los gars parecía haber despertado su curiosidad y conseguido sacarla de su mutismo, al menos de momento. Pero no podían quedarse allí hablando; estaban perdiendo tiempo y, además, si se quedaban demasiado rato, las moscas de los gars acabarían por localizarlos. Así pues, ambos se alejaron a rastras del borde, procurando no levantar la cabeza y moviéndose en silencio. Kahlan volvió a retraerse.

Una vez lejos de los gars, reanudaron la marcha hacia Tamarang, el reino limítrofe con la Tierra Salvaje, gobernado por la reina Milena. Apenas habían avanzado cuando se hallaron ante una bifurcación. Richard supuso que cogerían el camino de la derecha, pues Kahlan le había dicho que Tamarang se encontraba al este, mientras que los gars y las Fuentes Ígneas quedaban a su izquierda. Pero la mujer tomó el camino de la izquierda.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Richard. Desde que se alejaran de las Fuentes del Agaden había tenido que vigilarla con ojos de águila. Ya no podía confiar en ella. Kahlan estaba empeñada en morir y Richard sabía que, si no vigilaba todos y cada uno de sus movimientos, lograría su propósito.

Kahlan volvió la vista hacia él. Mostraba la misma expresión impasible que había exhibido durante días.

—Es una bifurcación invertida. Más adelante, cuando el terreno y el bosque impiden gozar de una buena perspectiva, los caminos se cruzan y cambian de dirección. El bosque es tan frondoso que apenas se ve el sol y uno no sabe en qué dirección camina. Si tomamos el desvío de la derecha, acabaremos por toparnos con los gars. Pero el de la izquierda conduce a Tamarang.

—¿Por qué se tomaría alguien la molestia de hacer algo así? —inquirió el Buscador, perplejo.

—Era un truco que los antiguos soberanos de Tamarang usaban para tratar de confundir a los invasores del sur. A veces, retrasaba un poco su avance y los defensores tenían tiempo para retirarse y volverse a agrupar, si era necesario, y caer de nuevo sobre los invasores.

Richard escrutó la faz de la mujer un momento, tratando de decidir si le decía la verdad. Lo ponía furioso tener que preocuparse de si Kahlan le mentía o no.

—Tú eres la guía —dijo al fin—. Adelante.

Al oír esta palabra, Kahlan dio media vuelta, sin decir más, y echó a andar. Richard dudaba que pudiera soportarlo mucho tiempo. Kahlan sólo hablaba cuando era estrictamente necesario, lo escuchaba cuando él trataba de entablar conversación, y se retraía cada vez que él intentaba acercarse a ella. En suma, lo trataba como si él fuese venenoso, aunque Richard sabía que lo que realmente quería evitar era tocarlo. Él había esperado que el encuentro con los gars hubiera cambiado las cosas, pero se equivocaba. Rápidamente había vuelto a caer en la apatía.

Kahlan se comportaba como una prisionera en una marcha forzada y a él lo había convertido, a la fuerza, en su carcelero. Richard llevaba en el cinto el cuchillo de la mujer. No podía devolvérselo, pues sabía qué sucedería. A cada paso que daba, Kahlan se alejaba más y más de él. Él era consciente de que la estaba perdiendo, pero no tenía ni idea de cómo impedirlo.

Por la noche, cuando era el turno de Kahlan de montar guardia, Richard tenía que atarla de pies y manos para evitar que se matara cuando él no la vigilaba. Kahlan se dejaba atar sin oponer resistencia, pero a él le rompía el corazón tener que hacerlo. Incluso cuando estaba atada, el joven dormía con un ojo abierto a los pies de la mujer, para que pudiera despertarlo si veía u oía algo. La tensión había acabado con la resistencia del joven.

Ojalá no hubiera ido a ver a Shota. La idea de que Zedd se volviera contra él era impensable, pero que Kahlan pudiera hacerlo le resultaba insoportable.

El joven sacó algo de comida y trató de hablar con voz alegre, esperando así animar a su compañera.

—Toma. ¿Quieres un poco de pescado seco? Está realmente asqueroso —añadió con una sonrisa.

Pero Kahlan no le rió la gracia.

—No gracias. No tengo hambre.

Richard se obligó a seguir sonriendo y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que su voz no reflejara la rabia que sentía. Tenía la cabeza a punto de estallar.

—Kahlan, apenas has probado bocado durante días. Tienes que comer algo.

—He dicho que no tengo hambre.

—Vamos, hazlo por mí —trató de convencerla Richard.

—¿Qué harás si me niego? ¿Obligarme a comer por la fuerza? —replicó ella con voz calmada.

Richard se enfureció, pero trató de disimularlo lo mejor que pudo con su tono de voz.

—Sí, si es necesario.

—¡Richard, por favor! —Kahlan giró sobre sus talones. Respiraba entrecortadamente—. Te lo suplico: déjame marchar. ¡No quiero estar contigo! ¡Déjame ir! —Era la primera emoción que había demostrado desde que abandonaran las Fuentes del Agaden.

—No. —Ahora era él quien debía ocultar sus emociones.

La mujer lo fulminó con sus ojos verdes.

—No puedes vigilarme constantemente. Más pronto o más tarde…

—Te vigilaré a cada momento… si es preciso.

Ambos se sostuvieron la mirada, enojados, hasta que toda emoción desapareció del rostro de Kahlan. La mujer dio media vuelta para proseguir la marcha.

Únicamente se habían detenido unos minutos, pero había bastado para que el ser que los seguía cometiera otro error. Había bajado la guardia brevemente y se había acercado demasiado, lo suficiente para que Richard vislumbrara su feroz mirada amarilla. Y no era la primera vez.

Hacía dos días que habían partido de las Fuentes del Agaden cuando, gracias a los años que había pasado solo en el bosque, Richard se había dado cuenta de que alguien les seguía el rastro. Era un juego que él y otros guías solían practicar en el bosque del Corzo: ver cuánto tiempo podían seguirse sin ser detectados. En cualquier caso, la criatura que ahora los seguía, lo hacía muy bien, pero no lo suficiente para engañar a Richard. Aquélla era la tercera vez que columbraba aquellos ojos, que a otros les hubieran pasado inadvertidos.

No era Samuel, pues el amarillo era distinto, más oscuro, y los ojos estaban más juntos y reflejaban más inteligencia. Tampoco podía tratarse de un can corazón, puesto que ya los hubiera atacado hacía días. Fuera lo que fuese, se limitaba a vigilarlos.

Richard estaba seguro de que Kahlan no lo había visto; su compañera de viaje estaba demasiado absorta en sombríos pensamientos. Más pronto o más tarde el ser se daría a conocer, y él estaría preparado. Pero, con Kahlan en el estado en el que se encontraba, lo último que necesitaba eran más complicaciones.

Así pues, evitó volverse para mirar —lo que hubiera alertado al ser—, no retrocedió y no caminó en círculo en una maniobra habitual de los guías en un caso como ése. Cuando los ojos amarillos se dejaban ver, él los miraba pero sin forzar la vista. El joven estaba razonablemente seguro de que quien los seguía no era consciente de que él lo había detectado. De momento, prefería dejar las cosas de ese modo, pues le daba ventaja.

Mientras observaba cómo Kahlan caminaba con los hombros hundidos, el joven se preguntó qué iba a hacer cuando, pocos días después, llegaran a Tamarang. Tanto si a él le gustaba como si no, Kahlan estaba ganando aquella lenta batalla porque las cosas no podían seguir de ese modo. Trataría de matarse una y otra vez, hasta que lo lograra. A ella le bastaba tener éxito una vez, pero él debía ganar todas. Un solo fallo por su parte y Kahlan pondría fin a su vida. Richard sabía que, a la larga, no podría ganar y no se le ocurría ningún modo de impedirlo.

Rachel esperaba a Giller sentada en el escabel situado delante de la alta silla tapizada con terciopelo rojo, adornada con botones y labrada en oro. Las rodillas le temblaban. «Deprisa, Giller —repetía una y otra vez para sí—. Date prisa antes de que la princesa venga». La niña alzó la mirada hacia la caja de la reina. Esperaba que cuando la princesa Violeta llegara para probarse joyas, no se le ocurriera volver a tocarla. Rachel detestaba que lo hiciera porque la aterrorizaba.

La puerta se entreabrió y Giller asomó la cabeza.

—Deprisa, Giller —susurró Rachel, alzando un poco la voz.

El mago entró, se asomó afuera para comprobar que nadie se acercaba y cerró la puerta. Entonces miró a la niña.

—¿Has traído el pan?

—Sí, toma. —Rachel sacó un bulto de debajo de la silla y lo puso encima del escabel—. Cogí un trapo y lo envolví para que nadie se diera cuenta.

—Buena chica —la felicitó el mago con una sonrisa. Inmediatamente le dio la espalda.

Rachel le dirigió una sonrisa, pero enseguida frunció el entrecejo.

—He tenido que robarlo. Es la primera vez que robo algo.

—Te aseguro que es por una buena causa, Rachel. —Giller observaba la caja.

—Giller, la princesa Violeta vendrá pronto.

—¿Cuándo? —El mago se volvió y clavó en ella sus grandes ojos.

—Cuando acabe de probarse su nuevo vestido. Es muy caprichosa con la ropa; puede tardar mucho o estar al caer. Le gusta ponerse joyas y admirarse en los espejos.

—Maldición —susurró Giller—. No hay nada sencillo. —Nuevamente dio media vuelta y cogió rápidamente la caja, que descansaba en un pedestal de mármol; la caja de la reina.

—¡Giller! ¡No la toques! ¡Es de la reina!

Cuando la miró, el mago parecía furioso.

—¡No! ¡No es de la reina! Espera y te lo explicaré.

Entonces dejó la caja en el escabel, junto al pan, metió una mano dentro de la túnica y sacó otra caja.

—¿Qué te parece? —preguntó a la niña. El mago le mostró la caja con una leve sonrisa torcida.

—¡Es igual que la otra!

—Perfecto. —Giller la colocó sobre el pedestal y luego fue a sentarse en el suelo, cerca de la niña y el escabel—. Ahora escúchame con atención, Rachel. Tenemos poco tiempo y es muy importante que me entiendas.

Por la expresión de su cara, Rachel supo que Giller hablaba muy en serio. Así pues, hizo un gesto de asentimiento y le aseguró:

—Sí, Giller.

—Esta caja —dijo el mago, posando una mano sobre el objeto en cuestión— es mágica y no pertenece a la reina.

—¿Ah no? ¿Pues a quién, entonces? —inquirió la niña, perpleja.

—Ahora no tengo tiempo para explicártelo. Quizá cuando estemos lejos de aquí. Lo importante es que sepas que la reina es una mala persona. —Rachel asintió con la cabeza; eso ya lo sabía—. La reina hace cortar la cabeza a la gente sólo porque le apetece. Sólo se preocupa de sí misma. Tiene poder. Poder significa que puede hacer lo que le venga en gana. Esta caja contiene magia y le da parte de su poder. Por eso la robó.

—Entiendo. Es como la princesa Violeta; que tiene poder y puede abofetearme siempre que quiere, hacer que me corten el pelo a trasquilones y reírse de mí.

—Exactamente. Muy bien, Rachel. Pero escucha, hay un hombre aún más malo que la reina. Su nombre es Rahl el Oscuro.

—¿El Padre Rahl? —Rachel se sentía confusa—. Pero si todos dicen que es muy amable… La princesa dice que es el hombre más bueno del mundo.

—La princesa también dice que ella no se mancha los vestidos con salsa —replicó Giller, enarcando una ceja.

—Eso es mentira.

—Presta atención, Rachel. —El mago le puso dulcemente las manos en los hombros—. Rahl el Oscuro, el Padre Rahl, es el hombre más malvado que nunca ha existido. Hace daño a muchísima más gente que la reina. Es tan malvado que incluso mata a niños. ¿Sabes qué significa eso, matar a alguien?

Rachel respondió, sintiéndose triste y asustada:

—Significa que les cortan la cabeza o algo parecido, y luego están muertos.

—Sí. La princesa ríe cuando te abofetea, pero Rahl el Oscuro ríe cuando mata a personas. Cuando la princesa cena con todas las damas y los caballeros parece muy amable y educada, pero luego, cuando está sola contigo te pega, ¿verdad?

Rachel asintió. Tenía un nudo en la garganta.

—No quiere que sepan que es mala.

—¡Eso es! ¡Eres una niña muy inteligente! Pues bueno, el Padre Rahl hace lo mismo. Como no quiere que los demás sepan lo malo que es, parece muy educado y finge ser el hombre más amable del mundo. Hagas lo que hagas, Rachel, no te acerques a él, si puedes evitarlo.

—No lo haré.

—Pero si te dice algo, sé amable con él, para que no descubra que sabes cómo es en realidad. No debes permitir que los demás se den cuenta de todo lo que sabes. Así estarás segura.

—Como Sara —comentó la niña con una sonrisa—. No quiero que los demás sepan que la tengo porque me la quitarían. Así está segura.

El mago le dio un rápido abrazo.

—Gracias a los espíritus que eres una niña lista. —Rachel se sintió en el séptimo cielo. Nadie le había dicho nunca que fuera lista—. Ahora presta mucha atención a lo que voy a decirte; ahora viene lo más importante.

La niña volvió a asentir.

—Esta caja es mágica. Cuando la reina se la dé al Padre Rahl, éste la usará para hacer daño aún a más gente. Cortará la cabeza a un montón de personas. Como la reina es mala, quiere que Rahl el Oscuro haga eso y piensa darle la caja.

—¡Giller, tenemos que impedirlo! —exclamó la niña—. ¡No podemos permitir que corten la cabeza a tanta gente!

El mago esbozó una amplia sonrisa bajo su nariz aguileña.

—Rachel —le dijo, cogiéndola por el mentón—, eres la niña más lista que he conocido en mi vida. De veras.

—¡Tenemos que esconder la caja, como yo hago con Sara!

—Exactamente. —Giller señaló la caja que había puesto encima del pedestal y le explicó—: Es una imitación. Esto significa que no es la auténtica, pero lo parece. Así los tendremos engañados por un tiempo y podremos marcharnos antes de que descubran que la verdadera ha desaparecido.

La niña miró la caja falsa; era idéntica a la verdadera.

—Giller, eres el hombre más listo que he conocido.

La sonrisa del mago se hizo más débil.

—Ojalá lo fuera menos, pequeña. Mira, esto es lo que vamos a hacer.

De nuevo sonriente, Giller cogió el pan que Rachel había robado en la cocina y lo partió en dos. Con sus grandes manos sacó parte de la miga. Parte de ella se la metió en la boca y otra parte en la boca de la niña. Había tanta miga que los carrillos del mago se hincharon. Rachel masticó lo más aprisa que pudo. Sabía muy bien y todavía estaba calentita. Después de comerse la miga, Giller cogió la verdadera caja, la introdujo en una mitad del pan y juntó de nuevo las dos partes. Entonces le mostró la hogaza a Rachel, preguntándole:

—¿Qué te parece?

—Está roto —contestó con una mueca—. La gente se dará cuenta.

Pero el mago negó con la cabeza.

—Eres muy lista. Pero, quizá, siendo como soy mago, podría hacer algo para arreglarlo. ¿Qué te parece?

—Sí, tal vez.

El mago se colocó el pan en el regazo y con las manos hizo gestos en el aire abarcándolo todo. Entonces volvió a sostener el pan frente a la faz de la niña. ¡Volvía a estar intacto! ¡Como si nunca lo hubieran partido!

—Ahora nadie lo sabrá —dijo Rachel con una risita.

—Esperemos que tengas razón, pequeña. He tejido a su alrededor una telaraña mágica, un hechizo, para asegurarme de que nadie podrá ver la caja mágica de dentro.

El mago desplegó el trapo sobre el escabel, colocó el pan en medio e hizo un hatillo. Entonces, lo levantó por el nudo y se lo puso en la palma de la otra mano, frente al rostro de Rachel. Giller la miró a los ojos, sin sonreír; parecía casi triste.

—Veamos, ésta es la parte difícil, Rachel. Tenemos que sacar la caja de aquí. No podemos esconderla en el castillo porque podrían encontrarla. ¿Recuerdas dónde escondí la muñeca, en el jardín?

—Tercera urna de la derecha —declaró la niña, sonriendo, orgullosa de su buena memoria.

—Muy bien. Voy a esconder esto allí, como la muñeca. Quiero que lo cojas, como hiciste con Sara, y lo saques del castillo. Tiene que ser esta noche —añadió, inclinándose hacia ella.

La niña empezó a enroscar el dedo en el dobladillo del vestido. Los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas.

—Giller, me da miedo tocar la caja de la reina.

—Sé que te da miedo, pequeña. Pero recuerda que la caja no pertenece a la reina. Quieres impedir que corten la cabeza a un montón de gente, ¿verdad?

—Sí —lloriqueó la niña—. Pero ¿por qué no la sacas tú del castillo?

—Lo haría si pudiera, créeme, pero no puedo. Hay gente que me vigila y que no quiere que salga del castillo. Si me sorprenden con la caja, el Padre Rahl se quedará con ella. Y no queremos eso, ¿verdad?

—No… —Entonces la niña se asustó de verdad—. Giller, me dijiste que escaparíamos juntos. Lo prometiste.

—Y pienso cumplir esa promesa, créeme, Rachel. Pero puede que pasen un par de días antes de que tenga oportunidad de escabullirme de Tamarang. La caja no puede quedarse aquí ni un día más, es demasiado arriesgado, y no puedo ser yo quien la saque de aquí. Debes llevártela tú. Cógela y llévala a tu escondite, en el pino. Espérame allí. Me reuniré contigo.

—Supongo que podré hacerlo. Si dices que es importante, lo intentaré.

Giller se sentó en el escabel, levantó a la niña por la cintura y se la sentó sobre una rodilla.

—Rachel, escúchame bien. Aunque vivas cien años, nunca volverás a hacer algo tan importante como esto. Debes ser valiente, más valiente de lo que lo has sido nunca. No confíes en nadie. No permitas que nadie te arrebate la caja. Yo me reuniré contigo dentro de pocos días, pero, si algo sale mal y yo no puedo ir, debes esconderte en el bosque hasta el invierno. Cuando llegue el invierno, estarás segura. Si supiera de alguien, haría que te ayudara, pero no sé de nadie. Tú eres la única que puede hacerlo.

—Sólo soy una niña —respondió ella, mirándolo con ojos muy abiertos.

—Por esto estarás segura. Todo el mundo cree que no eres nadie, pero se equivocan. Eres la persona más importante del mundo, pero puedes engañarlos porque ellos no lo saben. Debes hacer esto, Rachel. Yo y todos los demás te necesitamos. Sé que lo lograrás porque eres lista e inteligente.

La niña se dio cuenta de que el mago tenía los ojos llorosos.

—Lo intentaré, Giller. Seré valiente y lo intentaré. Eres el hombre más bueno del mundo, y si tú me dices que lo haga, lo haré.

El mago sacudió la cabeza.

—No soy ni mucho menos el mejor hombre del mundo; he sido muy estúpido, Rachel. Si hubiera sido más sabio y hubiera recordado lo que me enseñó mi maestro, cuál es mi auténtico deber y por qué me hice mago, tal vez ahora no debería pedirte que me ayudaras. Pero debo hacerlo. Esto es lo más importante que tendrás que hacer en tu vida. No me falles, Rachel. Por favor. Pase lo que pase, no permitas que nadie te detenga. Nadie.

Giller le colocó sendos dedos en las sienes. La niña se vio invadida por un sentimiento de seguridad. Sabía que era capaz de hacerlo y que nunca más tendría que obedecer las órdenes de la princesa. Sería libre. De pronto, el mago retiró los dedos.

—Viene alguien —susurró Giller. Dicho esto, le estampó muy rápidamente un beso en la cabeza y le dijo—: Que los dioses te protejan, Rachel.

Entonces se levantó y se escondió detrás de la puerta, con la espalda pegada a la pared. Acto seguido, la puerta se abrió. Rachel se puso en pie de un salto. Era la princesa Violeta. Rachel la saludó con una reverencia. Cuando se enderezó, la princesa le propinó una bofetada y se echó a reír. Rachel clavó la vista en el suelo y, mientras se frotaba la mejilla, conteniendo a duras penas las lágrimas, vio un pedazo de miga entre los pies de la princesa. Rápidamente lanzó un vistazo a Giller, que seguía tras la puerta con la espalda pegada a la pared. Los ojos del mago se posaron en la miga. Más sigiloso que un gato, el hombre se inclinó, la recogió rápidamente y se la metió en la boca. Seguidamente, se escabulló por la puerta sin que la princesa Violeta se percatara de su presencia.

Obedientemente, Kahlan le ofreció los brazos unidos por las muñecas, con las manos cerradas, esperando que la atara con la cuerda. La mujer tenía la mirada extraviada. Había dicho que no estaba cansada, pero Richard sí lo estaba —la cabeza le martilleaba con tal fuerza que se sentía tremendamente enfermo—, por lo que ella se encargaría de la primera guardia. El joven prefería no pensar en el tipo de guardia que haría con aquella mirada vacía.

Richard tensó la cuerda entre sus temblorosos puños, sintiendo cómo la última brizna de esperanza lo abandonaba. Nada cambiaba, nada iba como él había esperado. La lucha entre ambos continuaba: ella quería morir y él trataba de impedirlo.

—Ya no puedo más —susurró, bajando la vista hacia las muñecas de la mujer a la luz del pequeño fuego—. Kahlan, tú quieres morir, pero es a mí a quien estás matando.

Los ojos verdes de la mujer buscaron los suyos. El resplandor de las llamas brillaba en ellos.

—Entonces, deja que me vaya, Richard. Te lo suplico. Si de verdad te importo, demuéstralo. Deja que me vaya.

El joven bajó la cuerda y la soltó. Con manos temblorosas se sacó lentamente el cuchillo de la mujer del cinto y lo miró durante un momento, allí, en la palma de la mano. Percibía de manera borrosa el destello de la hoja. Entonces, aferró con fuerza el mango y arrojó el arma, envainada, al regazo de Kahlan.

—Tú ganas. Vete. Fuera de mi vista.

—Richard…

—¡He dicho que te vayas! —El joven señaló hacia atrás—. Vuelve y deja que los gars hagan el trabajo. Podrías hacer una chapuza con ese cuchillo. Imagínate si fallas y no logras matarte. Después de todo esto, sería terrible que no lograras matarte.

Dicho esto, le dio la espalda y fue a sentarse sobre un pino caído que yacía delante del fuego. La mujer se quedó mirándolo en silencio y luego se alejó unos pasos.

—Richard… después de todo lo que hemos pasado juntos, no quiero que acabemos así.

—Me da igual lo que tú quieras. Has perdido ese derecho. —El joven tuvo que esforzarse para poder ordenarle—: Fuera de mi vista.

Kahlan hizo un gesto de asentimiento y bajó la mirada. Richard se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro hundido entre sus temblorosas manos. Sentía ganas de devolver.

—Richard. —Kahlan pronunció su nombre con suavidad—. Cuando todo esto acabe, confío en que pensarás bien de mí y que me recordarás con afecto.

El joven saltó. En un abrir y cerrar de ojos, estaba agarrando la blusa de ella con los puños.

—¡Sólo te recordaré por lo que eres! ¡Una traidora! ¡Estás traicionando a todos los que han muerto y a todos los que morirán! —Kahlan, con ojos desorbitados, intentaba retroceder, pero él la tenía bien cogida—. ¡Estás traicionando a todos los magos que dieron sus vidas por ti, a Shar, a Siddin y a toda la gente barro que tuvo que morir! ¡Y, sobre todo, estás traicionando a tu hermana!

—Eso no es cierto —protestó ella débilmente.

—¡Los estás traicionando a ellos y a un montón de personas! Si Rahl vence, todos, también Rahl el Oscuro, tendremos que agradecértelo a ti. ¡Lo estás ayudando!

—¡Estoy haciendo esto para ayudarte a ti! ¡Ya oíste lo que dijo Shota! —Kahlan empezaba a enfadarse, también.

—Eso no vale. No conmigo. Sí, oí perfectamente a Shota. Dijo que tanto tú como Zedd os volveríais contra mí de algún modo. ¡Pero no dijo que tuviera que ser un error!

—¿Qué quieres decir?

—¡No estamos haciendo todo esto por mí, sino para detener a Rahl! ¿Cómo sabes que, una vez tengamos la caja, no va a entregársela? ¿Y si soy yo quien os traiciona y la única oportunidad para evitar que la caja caiga en manos de Rahl es que tú y Zedd os volváis contra mí?

—Eso es absurdo.

—¿Y acaso no lo es que tú y Zedd tratéis de matarme? Para eso, sería preciso que dos se equivocaran, pero para lo otro sólo tendría que equivocarme yo. ¡No es más que la estúpida adivinanza de una bruja! ¡Estás dispuesta a morir por una estúpida adivinanza! No podemos saber qué pasará en el futuro. No podemos saber qué quiso decir Shota, ni si es verdad, ni si realmente pasará. No lo sabremos hasta que llegue el momento. Y entonces tendremos que enfrentarnos a ello.

—Yo sólo sé que no puedo permitirme seguir viviendo y arriesgarme a que se cumpla la profecía. Tú eres el hilo que nos mantiene unidos en la lucha.

—Sí, un hilo sin aguja. Tú eres mi aguja. Sin ti, no habría podido llegar tan lejos. A cada paso que doy, te necesito. Hoy mismo, sin ir más lejos, en la bifurcación inversa, sin ti me hubiera equivocado. Tú conoces a la reina y yo no. Incluso si consigo encontrar la caja sin ti, ¿qué voy a hacer con ella? ¿Adónde iré? No conozco la Tierra Central. ¿Adónde iré Kahlan? Dímelo. ¿Cómo saber dónde estaré a salvo? Podría ir directamente hacia el terreno de Rahl y llevarle la caja en bandeja.

—Shota dijo que tú eras el único que tenías una oportunidad. Sin ti, todo está perdido. Tú eres la esperanza, no yo. Shota dijo que si yo seguía con vida… Richard, no puedo permitirlo. Simplemente, no puedo.

—Eres una traidora a todos nosotros —susurró cruelmente Richard.

—Pienses lo que pienses, hago esto por ti.

Richard lanzó un grito y la empujó con todas sus fuerzas. Kahlan cayó al suelo de espaldas. Entonces, el joven se acercó a ella, levantando polvo con las botas, y se quedó mirándola fijamente con ojos furiosos.

—¡No te atrevas a decir algo así! —le gritó. Tenía ambos puños cerrados—. ¡Haces esto por ti misma, porque no tienes agallas para vencer y lo que eso implica! ¡No te atrevas a decir que haces esto por mí!

Kahlan se puso en pie, sin apartar la mirada de los ojos de Richard.

—Daría casi cualquier cosa por que no me recordaras de este modo, Richard. Pero hago lo que debo hacer. Por ti. Para que tengas una oportunidad. He jurado dar mi vida para proteger al Buscador. Ha llegado la hora de pagar. —Las lágrimas le corrían por su polvorienta cara.

Mientras contemplaba cómo su compañera daba media vuelta y desaparecía en la oscuridad, Richard sintió como si alguien acabara de tirar de un tapón en su interior y todo su ser se estuviera escurriendo por un desagüe.

El joven se acercó al fuego y fue deslizando la espalda por el tronco hasta quedarse sentado en el suelo. A continuación, dobló las rodillas contra el pecho, se abrazó las piernas y, apoyando el rostro en las rodillas, lloró como nunca lo había hecho.

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