19

Las antorchas colocadas en ornamentados hacheros dorados iluminaban los muros de la cripta con su parpadeante luz, que se reflejaba en el pulido granito rosa de la enorme sala abovedada. El olor de la brea se mezclaba con el aroma de las rosas en el aire quieto y sin vida. Las rosas blancas —que se reemplazaban cada mañana sin falta desde hacía tres décadas— llenaban cada uno de los cincuenta y siete jarrones de oro colocados en los muros, bajo cada una de las cincuenta y siete antorchas que representaban cada año de vida del difunto. El suelo era de mármol blanco, de modo que si un pétalo caía no se veía hasta que era retirado. Muchas personas se encargaban de que ninguna antorcha dejara de arder más de unos minutos, o de que los pétalos de rosa no reposaran largo rato en el suelo. Todos ponían los cinco sentidos en su tarea y se entregaban por completo a ella, ya que cualquier fallo podía hacerles perder su cabeza. Los guardianes, que custodiaban la tumba noche y día, se aseguraban de que las antorchas ardieran, que las flores fuesen frescas y que ningún pétalo de rosa mancillara largo rato el suelo. Y, desde luego, también se encargaban de las ejecuciones.

Los cuidadores de la cripta se reclutaban entre los campesinos de la zona y serlo se consideraba un honor. Este honor conllevaba la promesa de una muerte rápida si eran ejecutados. En D’Hara una muerte lenta era muy temida y también cosa habitual. A los cuidadores se les cortaba la lengua para que no pudieran hablar mal del rey difunto mientras estuvieran en la cripta.

Cuando estaba en casa, en el Palacio del Pueblo, el Amo solía visitar la tumba al caer la tarde. Durante esas visitas no podía estar presente ningún cuidador ni guardia de la tumba. Ese día los cuidadores habían tenido una tarde muy ajetreada, sustituyendo las antorchas por otras nuevas para que ninguna se apagara durante la visita y comprobando los centenares de rosas blancas, sacudiéndolas suavemente para asegurarse de que ningún pétalo estaba flojo, pues en ese caso rodarían cabezas.

Un bajo pilar en el centro de la inmensa sala sostenía el ataúd, dando la impresión de que flotaba en el aire. El ataúd, cubierto de oro, relucía a la luz de las teas. A los lados de éste se veían símbolos grabados, así como en las paredes de granito de la cripta, bajo antorchas y jarrones. Eran instrucciones escritas en una antigua lengua en las que un padre indicaba a su hijo cómo penetrar en el inframundo y regresar. Aparte del hijo sólo un puñado de gente entendía esa lengua y ninguna de ellas vivía en D’Hara. Todos los habitantes de D’Hara que la comprendían hacía tiempo que habían sido eliminados. Algún día lo sería el resto.

Los guardianes de la tumba y sus cuidadores se habían retirado. El Amo visitaba la tumba de su padre. Sólo dos guardias personales, situados uno a cada lado de la maciza puerta exquisitamente tallada y pulida, velaban por él. Sus uniformes de cuero y malla, sin mangas, ponían de relieve sus corpulentos cuerpos y el marcado contorno de sus poderosos músculos. Alrededor de los brazos, justo por encima del codo, llevaban guardabrazos de púas mortalmente afiladas, que usaban en combate para hacer pedazos al adversario.

Rahl el Oscuro rozó con sus delicados dedos los símbolos grabados en la tumba de su padre. Una inmaculada túnica blanca, adornada únicamente con una estrecha franja de bordados en oro alrededor del cuello y en el centro del pecho, cubría su delgado cuerpo casi hasta tocar el suelo. No llevaba joyas; tan sólo un cuchillo curvo enfundado en una vaina de oro, repujada con símbolos de advertencia para que los espíritus se apartaran. El cinturón del que colgaba estaba entrelazado con hilo de oro. El cabello, fino, liso y rubio, le llegaba casi a los hombros. Sus ojos presentaban una tonalidad azul increíblemente hermosa, y sus facciones los hacían resaltar.

Por su cama habían pasado muchas mujeres. Debido a su atractivo físico y a su poder algunas se le entregaban de buen grado. Otras lo hacían pese a su atractivo, solamente por su poder. A él tanto le daba que se mostraran o no bien dispuestas. Y si cometían la imprudencia de mostrar repulsión cuando veían las cicatrices, le proporcionaban un entretenimiento que no podían haber previsto.

Rahl el Oscuro, como su padre antes de él, consideraba a las mujeres meros recipientes para la simiente masculina, la tierra en la que crecer, e indignas de recibir mayor reconocimiento. Rahl el Oscuro, al igual que su padre, nunca tomaría esposa. Su propia madre no fue nada más que la primera en la que la maravillosa simiente de su padre germinó y, después, fue descartada, como debía ser. Si tenía hermanos no lo sabía ni le importaba; él era el primogénito, en quien recaía toda la gloria. Él había heredado el don, y su padre le había transmitido a él el conocimiento. Si tenía hermanastros, sólo eran malas hierbas que arrancar, si las descubría.

Rahl el Oscuro recitó mentalmente las palabras mientras reseguía los símbolos con los dedos. Era imprescindible seguir las instrucciones al pie de la letra, aunque no temía cometer ningún error; las instrucciones estaban grabadas a fuego en su memoria. No obstante, le agradaba liberar la emoción del tránsito, flotar entre la vida y la muerte. Le encantaba penetrar en el inframundo e imponer su poder a los muertos. No podía esperar hasta el siguiente viaje.

El eco de unas pisadas anunciaron la llegada de alguien. Rahl el Oscuro no mostró ni preocupación ni interés, pero sus guardias desenvainaron la espada. Nadie podía entrar en la cripta cuando el Amo estaba allí. Cuando vieron quién era se relajaron y envainaron de nuevo las espadas. Demmin Nass era la excepción.

Demmin Nass, mano derecha de Rahl y ejecutor de los pensamientos más oscuros del Amo, era tan fornido como los hombres que tenía a su mando. Entró como si los guardias no estuvieran y sus músculos nítidamente perfilados se destacaron a la luz que emitían las antorchas. La piel de su pecho era tan tersa como la de los mocitos por los que tenía debilidad, contrastando con un rostro picado por la viruela. Llevaba el cabello, rubio, tan corto que se le ponía de punta y se le erizaba. En la mitad de la ceja derecha le nacía un mechón de pelo negro que continuaba hacia atrás, hasta la nuca. Esto permitía reconocerlo a distancia; un hecho que sabían valorar quienes tenían motivo para conocerlo.

Rahl el Oscuro leía los símbolos totalmente absorto y no miró ni cuando sus guardias sacaron las armas ni cuando las volvieron a envainar. Aunque eran unos guardias formidables, resultaban innecesarios. Con sus poderes él solo se bastaba para neutralizar cualquier amenaza. Demmin Nass esperó con tranquilidad a que el Amo acabara. Cuando, finalmente, Rahl el Oscuro se volvió hacia él, su cabello rubio y su nívea túnica flotaron a su alrededor. Demmin inclinó la cabeza respetuosamente.

—Lord Rahl. —Demmin poseía una voz grave y tosca. Continuaba inclinando la cabeza.

—Demmin, viejo amigo, qué alegría verte de nuevo. —Por el contrario, la serena voz de Rahl era clara, casi transparente.

—Lord Rahl, la reina Milena ha entregado su lista de exigencias —dijo Demmin al tiempo que se erguía y mostraba un rostro ceñudo.

Los ojos de Rahl el Oscuro atravesaron a su hombre de confianza como si no estuviera allí. Lentamente se humedeció las yemas de los tres primeros dedos de la mano derecha con la lengua y cuidadosamente se los pasó por labios y cejas.

—¿Me has traído un chico? —preguntó Rahl, expectante.

—Sí, lord Rahl. Os aguarda en el Jardín de la Vida.

—Bien. —En su bello rostro se pintó una amplia sonrisa—. Bien. ¿No es demasiado mayor? ¿Es aún un niño?

—Sí, lord Rahl, no es más que un niño. —Demmin eludió los ojos azules de Rahl.

—¿Estás seguro Demmin? —inquirió Rahl con una sonrisa aún más ancha—. ¿Le has bajado los pantalones para comprobarlo?

—Sí, lord Rahl —contestó Demmin, incómodo.

—No lo habrás tocado, ¿verdad? —Rahl escrutó la faz de su lugarteniente y su sonrisa se desvaneció—. Debe estar intacto.

—¡No, lord Rahl! —insistió Demmin, mirando de nuevo al Amo, con los ojos muy abiertos—. ¡Yo jamás tocaría a vuestro espíritu guía! ¡Me lo habéis prohibido!

Rahl el Oscuro se volvió a humedecer los dedos y se alisó las cejas, dando un paso hacia Demmin.

—Sé que lo deseabas, Demmin. ¿Te costó mucho? ¿Mirar pero no tocar? —Volvió a sonreír brevemente, burlón—. Tu debilidad ya me ha causado dificultades en el pasado.

—¡De eso ya me ocupé! —protestó Demmin con su voz grave, aunque sin demasiada energía—. Hice que arrestaran a ese mercader, a Brophy, por matar a ese chico.

—Sí —replicó bruscamente Rahl—, y se sometió a una Confesora para demostrar su inocencia.

—¿Cómo iba a saber yo que haría algo así? —La faz de Demmin se arrugó por la frustración—. ¿Quién podía esperar que un hombre hiciera eso voluntariamente?

Rahl alzó una mano, y Demmin se calló.

—Deberías haber sido más cuidadoso. Deberías haber tenido en cuenta a las Confesoras. ¿Te has ocupado ya de ellas?

—De todas menos de una —admitió Demmin—. La cuadrilla que envié tras Kahlan, la Madre Confesora, falló y tuve que enviar otra.

—La Confesora Kahlan fue quien confesó al mercader Brophy y lo encontró inocente, ¿verdad? —preguntó Rahl ceñudo.

Demmin asintió lentamente, con el rostro contraído por la rabia.

—Debe de haber encontrado ayuda o la cuadrilla no habría fallado.

Rahl permaneció en silencio mientras lo observaba. Al fin Demmin rompió el silencio.

—Es un asunto insignificante que no merece que malgastéis ni vuestro tiempo ni vuestros pensamientos en él, lord Rahl.

—Yo decido qué asuntos merecen mi atención. —Rahl el Oscuro arqueó una ceja. Su voz sonaba suave, casi amable.

—Por supuesto, lord Rahl. Os ruego que me perdonéis. —Demmin Nass no necesitaba oírlo enojado para saber que pisaba terreno resbaladizo.

Rahl volvió a humedecerse los dedos y se frotó los labios. Bruscamente clavó sus ojos en los de su lugarteniente.

—Demmin, si has tocado al chico, lo sabré.

—Lord Rahl —susurró el hombre con voz ronca. Una gota de sudor le resbaló hasta un ojo y parpadeó para alejarla—. Daría con gusto la vida por vos. Jamás tocaría a vuestro espíritu guía, lo juro.

—Como ya he dicho —repuso Rahl el Oscuro con un cabeceo, después de estudiar a Demmin Nass un momento—, de todos modos lo sabría. Y ya sabes lo que te haría si algún día descubro que me mientes. No pienso tolerar que nadie me mienta. Mentir está mal.

—Lord Rahl, ¿qué hacemos con las exigencias de la reina Milena? —preguntó Demmin, ansioso por cambiar de tema. Rahl se encogió de hombros.

—Dile que accedo a todas sus exigencias, a cambio de la caja.

—Pero lord Rahl, si ni siquiera las habéis leído. —Demmin miraba a su señor incrédulamente.

—Eso sí que no merece que malgaste mi tiempo ni mis pensamientos —afirmó Rahl, encogiéndose de hombros con aire de inocencia.

Demmin volvió a cambiar el peso de pierna y el cuero crujió.

—Lord Rahl, no comprendo por qué jugáis a esto con la reina. Es humillante que nos presente una lista con sus exigencias. Podríamos aplastarla fácilmente como el insecto que es. Dadme vuestro permiso, permitidme que presente nuestras propias exigencias. Lamentará no haberse inclinado ante vos, como debería haber hecho.

Rahl sonrió levemente, de modo impenetrable, mientras escrutaba la cara picada por la viruela de su leal lugarteniente.

—Tiene un mago, Demmin —susurró, con mirada penetrante.

—Lo sé. —Demmin apretó los puños—. Giller. Una palabra vuestra, milord, y os traeré su cabeza.

—Demmin, ¿por qué crees que la reina Milena ha reclutado a un mago? —En vista de que Demmin únicamente se encogía de hombros, Rahl contestó su propia pregunta—: Para proteger la caja, por eso. La reina cree que así también se protege ella. Si la matamos a ella o al mago, es posible que después nos encontremos con que Giller ha escondido la caja con medios mágicos, y entonces deberíamos perder tiempo buscándola. Así pues, ¿por qué precipitarnos? De momento el camino más fácil es darle todo lo que pide. Si me causa algún problema me ocuparé de ella y del mago. —Rahl rodeó lentamente el ataúd de su padre, pasando los dedos por los símbolos grabados sin apartar sus azules ojos de Demmin—. Y, de todas formas, una vez que tenga la última caja las exigencias de la reina no tendrán ninguna importancia. —Llegó otra vez junto al fornido soldado y se detuvo delante de él—. Pero hay otra razón, amigo mío.

—¿Otra razón? —preguntó Demmin, ladeando la cabeza.

Rahl el Oscuro asintió, se inclinó hacia él y bajó el tono de voz para decir:

—Demmin, ¿tú matas a tus muchachos antes... o después?

Demmin retrocedió un poco para alejarse de su amo y se metió un pulgar bajo el cinturón. Carraspeó y, finalmente, respondió:

—Después.

—¿Y por qué después? ¿Por qué no antes? —preguntó, frunciendo el entrecejo en gesto tímido e inquisitivo.

Sustrayéndose a la mirada del Amo, Demmin clavó los ojos en el suelo y cambió el peso a la otra pierna. Rahl el Oscuro lo vigilaba, manteniendo el rostro muy cerca. Con voz baja, para que los guardias no lo oyeran, Demmin respondió:

—Me gusta que se retuerzan.

—Ésa es la otra razón, amigo mío —dijo Rahl con una sonrisa—. A mí también me gusta que se retuerzan, por así decirlo. Quiero disfrutar contemplando cómo se retuerce antes de matarla. —Rahl se volvió a humedecer las yemas de los dedos antes de acariciarse los labios con ellos. En la marcada faz de Demmin apareció una mueca cómplice.

—Diré a la reina Milena que el Padre Rahl se ha dignado a aceptar sus condiciones.

—Excelente, amigo mío —lo felicitó Rahl, al tiempo que le ponía una mano sobre uno de sus musculosos hombros—. Y ahora muéstrame el niño que me has traído.

Ambos se encaminaron a la puerta, sonrientes. Pero antes de llegar a ella Rahl el Oscuro se detuvo de pronto y giró sobre sus talones, con la túnica volando a su alrededor.

—¿Qué ha sido ese ruido?

A excepción del silbido de las antorchas, la cripta estaba tan silenciosa como el rey muerto. Demmin y los guardias recorrieron lentamente la sala con la mirada.

—¡Allí! —exclamó Rahl, señalando con la mano.

Los otros tres miraron hacia donde señalaba. En el suelo había un único pétalo de rosa blanca. El rostro de Rahl el Oscuro se encendió, temblaba, apretaba los puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y lanzaba miradas furibundas. Estaba demasiado enfurecido para hablar y tenía los ojos llenos de lágrimas de rabia. Hizo un esfuerzo por recuperar la compostura y apuntó con un dedo el pétalo blanco que yacía en el frío suelo de mármol. Como si lo hubiera tocado una suave brisa, el pétalo se alzó en el aire y flotó por la sala, hasta depositarse en la palma extendida de Rahl. Éste lo lamió, se volvió hacia uno de los guardias y se lo pegó en la frente.

El fornido guardia lo miró impasible. Sabía qué quería el Amo, por lo que asintió una sola vez antes de traspasar la puerta y desenvainar la espada en un único y ágil movimiento.

Rahl el Oscuro se irguió, se alisó el cabello y después hizo lo propio con la túnica. Entonces respiró hondo, tratando de apaciguar la cólera que lo embargaba. Ceñudo, sus ojos azules buscaron a Demmin, que seguía tranquilo de pie junto a él.

—No les pido nada más; sólo que cuiden la tumba de mi padre. A cambio los alimento, los visto y me ocupo de ellos. No les pido nada extraordinario. —Su rostro adoptó una expresión dolida—. ¿Por qué se burlan de mí con su negligencia? —Rahl posó la mirada en el ataúd de su padre y luego en Demmin—. ¿Crees que soy demasiado duro con ellos?

—No lo suficiente —repuso el aludido, igualmente ceñudo—. Tal vez si no fuerais tan compasivo y no les concedierais un rápido castigo, los otros aprenderían a satisfacer vuestras sinceras demandas con más sentido de la responsabilidad. Yo no sería tan indulgente.

Rahl el Oscuro asintió distraído, con la mirada fija en el vacío. Al poco rato volvió a respirar hondo y cruzó la puerta, con Demmin a su lado y el guardia siguiéndolos a una respetuosa distancia. Recorrieron largos pasillos de granito pulido iluminados por antorchas, subieron escaleras de caracol de piedra blanca y avanzaron por más pasillos con ventanas por las que se filtraba luz al oscuro exterior. La piedra olía a humedad y a rancio. Unos pisos más arriba el aire volvía a ser fresco. Sobre las mesillas de brillante madera, dispuestas a intervalos en los corredores, se habían colocado jarrones con ramos de flores frescas que despedían un delicado aroma.

Al llegar a otra puerta de dos hojas, en la que había grabada en relieve una escena de colinas y bosques, el segundo guardia se unió al grupito tras cumplir la misión asignada. Demmin tiró de las argollas de hierro y las pesadas hojas se abrieron con facilidad y en silencio. Detrás había una habitación recubierta por paneles de madera de roble marrón oscuro, que relucían a la luz de las velas y de las lámparas colocadas sobre pesadas mesas. Dos paredes estaban cubiertas por libros, y una inmensa chimenea calentaba la habitación, que tenía una altura de dos plantas. Rahl se detuvo para consultar brevemente un viejo libro encuadernado en piel situado encima de un pedestal, tras lo cual él y su lugarteniente atravesaron un laberinto de habitaciones, la mayoría de ellas revestidas con cálidos paneles de madera. Unas pocas estaban estucadas y decoradas con escenas de la campiña de D’Hara, bosques y prados, juegos y niños. Los guardias los seguían a distancia prudencial, mirando en todas direcciones, alerta pero silenciosos; eran las sombras del Amo.

En una de las habitaciones por las que pasaron, un cuarto de pequeñas dimensiones, la leña crepitaba y estallaba en un hogar de ladrillos. En las paredes colgaban diversos trofeos de caza, cabezas de todo tipo de animales. Las astas, que sobresalían, eran iluminadas por la única luz, la que proporcionaban las fluctuantes llamas. Súbitamente Rahl el Oscuro se detuvo. Sus ropas aparecían de color rosa a la luz del fuego.

—Otra vez —murmuró.

Demmin, que también se había detenido cuando Rahl lo hizo, le lanzó una inquisitiva mirada.

—Se está acercando de nuevo al Límite, al inframundo. —Rahl se humedeció las yemas de los dedos y después se los pasó suavemente sobre labios y cejas, con mirada ausente.

—¿Quién? —preguntó Demmin.

—La Madre Confesora. Kahlan. Ahora la ayuda un mago.

—Giller está con la reina —insistió Demmin—, no con la Madre Confesora.

—No es Giller. —Los labios de Rahl el Oscuro esbozaron una fina sonrisa—. Es el Anciano. El que busco. El que mató a mi padre. Ella lo ha encontrado.

Demmin se quedó rígido por la sorpresa. Rahl se volvió y fue hacia la ventana, situada en el otro extremo de la habitación. Formada por pequeños paneles y redondeada en su parte superior, medía dos veces su estatura. La luz del fuego arrancaba reflejos al cuchillo curvo que portaba al cinto. Con las manos a la espalda observaba el campo en la noche y veía cosas que otros no podían ver. Al volver la cabeza hacia Demmin el cabello rubio le rozó los hombros.

—Por eso fue a la Tierra Occidental. No para huir de la cuadrilla, como tú creías, sino para buscar al gran mago. —Sus ojos azules chispeaban—. La Confesora me ha hecho un gran favor; ha hecho salir de su escondrijo al mago. Qué afortunado que lograra atravesar el inframundo. Verdaderamente, el destino está de nuestro lado. Ya ves Demmin, ¿comprendes ahora por qué te digo que no debes preocuparte? Mi destino es triunfar; de un modo u otro todas las cosas acaban por servir a mis propósitos.

—El que una cuadrilla haya fallado no significa que la Confesora haya encontrado al mago —protestó Demmin con el entrecejo fruncido—. No es la primera vez que una cuadrilla fracasa.

Lentamente Rahl se lamió las yemas de los dedos, se aproximó al corpulento servidor y susurró:

—El Anciano ha designado a un Buscador.

—¿Estáis seguro? —inquirió Demmin, tan sorprendido que separó las manos.

—Sí, lo estoy. El viejo mago juró que nunca más volvería a ayudarlos. Nadie lo ha visto durante años y nadie ha sido capaz de decirme su nombre, ni siquiera para salvar la vida. Pero ahora la Confesora cruza a la Tierra Occidental, la cuadrilla se desvanece y es designado un Buscador. —Rahl sonrió para sí—. Debe de haberlo tocado para obligarlo a que la ayudara. Imagínate su sorpresa cuando la vio. Estuve a punto de cazarlos. —La sonrisa de Rahl desapareció y apretó con fuerza los puños—. Casi los tenía a los tres, pero otros asuntos me distrajeron y se me escaparon. Por ahora. —Se quedó pensativo un momento, para después anunciar—: La segunda cuadrilla también fallará, lo sabes. No esperarán toparse con un mago.

—Entonces enviaré otra y esta vez sabrán lo del mago —prometió Demmin.

—No. —Rahl se humedeció las yemas de los dedos mientras cavilaba—. Todavía no. Esperaremos a ver qué pasa. Tal vez me ayudará de nuevo. ¿Es atractiva la Madre Confesora? —preguntó tras un momento de reflexión.

—Nunca la he visto —contestó Demmin con gesto agrio—. Pero algunos de mis hombres sí, y se pelearon para formar parte de las cuadrillas que iban acazarla.

—No envíes más cuadrillas, por ahora. —Rahl el Oscuro sonrió—. Ya es hora de que tenga un heredero. —Asintió con aire distraído y declaró—: La quiero para mí.

—Si trata de atravesar el Límite estará perdida —advirtió Demmin.

—Tal vez no sea tan tonta como eso —replicó Rahl, encogiéndose de hombros—. Ya ha demostrado que es inteligente. De un modo u otro será mía. De un modo u otro —añadió mirando a Demmin—, haré que se retuerza.

—Los dos son peligrosos; el mago y la Madre Confesora. Podrían causarnos dificultades. Las Confesoras subvierten la palabra de Rahl; son un tremendo fastidio. Creo que deberíamos ceñirnos al plan original y matarla.

—Te preocupas demasiado, Demmin —repuso Rahl, haciendo un ademán con las manos—. Como tú mismo has dicho, las Confesoras son un fastidio, pero nada más. Si resulta problemática yo mismo la mataré, pero no antes de que me dé un hijo. El hijo de una Confesora. El mago no puede hacerme lo mismo que le hizo a mi padre. Haré que se retuerza y después lo mataré. Lentamente.

—¿Y el Buscador? —En el rostro de Demmin aparecieron arrugas de preocupación.

—Ése no llega ni a ser un fastidio —afirmó el Amo con un encogimiento de hombros.

—Lord Rahl, permitid que os recuerde que el invierno está cerca.

El Amo enarcó una ceja y la luz de las llamas parpadeó en sus ojos.

—La reina tiene la última caja y pronto será mía. No hay por qué preocuparse.

—¿Y el libro? —Demmin inclinó hacia él su sombrío rostro.

Rahl respiró hondo.

—Cuando regrese del inframundo localizaré de nuevo al mocoso Cypher. No te preocupes más, amigo mío. El destino siempre está de nuestro lado.

Dicho esto dio media vuelta y salió. Demmin lo siguió, con los guardias detrás avanzando sigilosos en las sombras.

El Jardín de la Vida era una cavernosa sala ubicada en el corazón del Palacio del Pueblo. Por unas ventanas emplomadas situadas a gran altura entraba la luz que necesitaban las lozanas plantas. Por la noche dejaban pasar la luz de la luna. El perímetro exterior de la sala estaba plantado con arriates de flores y había senderos que serpenteaban entre ellos. Más allá de las flores podían verse pequeños árboles, muretes de piedra cubiertos por enredaderas así como plantas bien cuidadas, que completaban el paisaje. A excepción de las altas ventanas, era la imitación perfecta de un jardín al aire libre. Un remanso de belleza y de paz.

En el centro de la vasta sala podía verse una extensión de césped casi circular, sólo interrumpida por una cuña de piedra blanca sobre la que descansaba una losa de granito liso, salvo por unas estrías grabadas cerca del borde de la parte superior. En una esquina había un pequeño pozo. La losa se sostenía sobre dos columnas cortas y acanaladas. Más allá de la losa había un bloque de piedra pulida situado cerca de un hoyo en el suelo para encender fuego. El bloque sostenía un antiguo cuenco de hierro de base redonda repujado con figuras de bestias, que servían de apoyo. La tapa, también de hierro y con la misma forma semiesférica, mostraba una sola bestia —un shinga—, una criatura del inframundo de pie sobre las patas traseras, y que servía de asa. En el centro del césped había un área redonda de arena blanca de hechicero, rodeada por antorchas que ardían con llamas fluidas. Símbolos geométricos entrecruzaban la arena.

En el centro de la arena estaba el chico, enterrado hasta el cuello.

Rahl el Oscuro se acercó lentamente con las manos a la espalda. Demmin esperaba junto a los árboles, sin pisar el césped. El Amo se detuvo en el borde de la hierba y la arena blanca y bajó la vista hacia el niño. Rahl el Oscuro sonrió.

—¿Cómo te llamas, hijo mío?

El labio inferior del chico tembló cuando miró a Rahl. Sus ojos se posaron entonces con miedo en el hombre fornido que esperaba junto a los árboles. Rahl se volvió y miró a su lugarteniente.

—Vete y llévate a los guardias, por favor. No quiero ser molestado.

Demmin le dirigió una inclinación de cabeza y se marchó. Los guardias lo siguieron. Entonces Rahl el Oscuro se volvió de nuevo hacia el niño, lo miró y se sentó en el césped. Una vez en el suelo se arregló la túnica y sonrió de nuevo al muchacho.

—¿Mejor?

El niño sonrió pero el labio aún le temblaba.

—¿Tienes miedo de ese hombre grande? —El niño asintió—. ¿Te ha hecho daño? ¿Te tocó donde no debía?

El niño negó con la cabeza. Sus ojos, que reflejaban una mezcla de miedo y enfado, estaban prendidos en Rahl. Una hormiga que se arrastraba por la arena blanca le empezó a subir por el cuello.

—¿Cómo te llamas, hijo? —volvió a preguntar Rahl. El niño no contestó. El Amo estudió los ojos color avellana del muchacho—. ¿Sabes quién soy?

—Rahl el Oscuro —respondió el niño con voz débil.

—El Padre Rahl —le corrigió el Amo con una sonrisa indulgente.

—Quiero irme a casa —declaró el niño, mirándolo fijamente. La hormiga ya había llegado al mentón.

—Claro que sí. Por favor, créeme, no voy a hacerte ningún daño —le dijo Rahl con tono de simpatía y preocupación—. Simplemente estás aquí para ayudarme en una importante ceremonia. Eres un invitado de honor que representa la inocencia y la fuerza de la juventud. Fuiste elegido porque me dijeron lo buen chico que eres. Todos han hablado maravillas de ti. Me han dicho que eres listo y también fuerte. ¿Han dicho la verdad?

—Bueno... —el niño vaciló y sus tímidos ojos miraron a otra parte—, supongo que sí. —Sus ojos se posaron de nuevo en Rahl—. Pero echo de menos a mi madre y quiero volver a casa. —La hormiga le recorrió la mejilla en círculo.

—Lo comprendo. —Rahl el Oscuro adoptó una mirada nostálgica—. Yo también echo de menos a mi madre. Era una mujer tan maravillosa y yo la quería tanto... Cuidó muy bien de mí. Cuando hacía algo que la complacía me preparaba una cena especial, cualquier cosa que yo deseara.

—Mi madre también lo hace —dijo el niño abriendo mucho los ojos.

—Mis padres y yo pasábamos unos estupendos ratos juntos. Nos queríamos muchísimo y nos divertíamos. Mi madre tenía una risa muy alegre. Cada vez que mi padre fanfarroneaba, ella le tomaba le pelo, y los tres reíamos tanto que a veces se nos llenaban los ojos de lágrimas.

Los ojos del niño se iluminaron, y sonrió un poco.

—¿Por qué la echas de menos? ¿Se marchó?

—No. —Rahl suspiró—. Ella y mi padre murieron hace algunos años. Ambos eran ya ancianos. Tuvieron una buena vida juntos, pero yo los sigo echando de menos. Ya ves, comprendo perfectamente que tú eches de menos a los tuyos.

El niño asintió levemente. Los labios ya no le temblaban. La hormiga le empezó a trepar por el puente de la nariz y el niño contrajo el rostro para quitársela de encima.

—Vamos a tratar de pasarlo lo mejor posible juntos, por ahora, y volverás con ellos antes de que te des cuenta.

El niño asintió de nuevo.

—Me llamo Carl.

—Es un placer conocerte, Carl. —Rahl sonrió, alargó un brazo y cuidadosamente cogió la hormiga de la cara del niño.

—Gracias —le dijo éste, aliviado.

—Para eso estoy aquí, Carl; para ser tu amigo y ayudarte en todo lo que pueda.

—Si eres mi amigo sácame de este agujero y déjame ir a casa. —Sus ojos húmedos refulgían.

—Pronto, hijo mío, muy pronto. Ojalá pudiera hacerlo ahora mismo, pero todos esperan que los proteja de los malvados que quieren matarlos, por lo que debo hacer lo que pueda para ayudar. Y tú me ayudarás a mí. Los dos seremos una parte importante de la ceremonia que salvará a tus padres de los malvados que los matarían. No quieres que a tu madre le pase nada malo, ¿verdad?

Las antorchas parpadearon y silbaron mientras Carl pensaba.

—Bueno, no. Pero quiero ir a casa. —Los labios empezaron a temblarle de nuevo.

Rahl el Oscuro alargó una mano y le acarició el pelo de modo tranquilizador, echándoselo hacia atrás con los dedos y después alisándolo con cuidado.

—Lo sé, pero tienes que ser valiente. No voy a permitir que nadie te haga daño, lo prometo. Te protegeré del mal. ¿Tienes hambre? —preguntó con una cálida sonrisa—. Yo diría que sí.

Carl negó con la cabeza.

—Muy bien, entonces. Es tarde. Te dejaré para que descanses. —Rahl se puso en pie, se estiró la túnica y se quitó unas briznas de hierba.

—Padre Rahl.

—¿Sí, Carl? —Rahl se quedó quieto y lo miró.

—Tengo miedo de quedarme aquí solo. ¿Podrías quedarte conmigo? —Por la mejilla del niño se deslizaba una lágrima.

El Amo lo miró con expresión consoladora.

—Pues claro, hijo mío. —Rahl volvió a sentarse en la hierba—. Todo el tiempo que quieras, incluso toda la noche si es preciso.

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