45

Muerto de miedo, Richard se aferró a las púas de los hombros de Escarlata cuando ésta se volvió hacia la izquierda. Para su asombro, Richard había aprendido que cuando el dragón se inclinaba en un giro, él no resbalaba por el costado sino que notaba cómo se pegaba al cuerpo del animal. La experiencia de volar era al mismo tiempo estimulante y aterradora, como pararse al borde de un impresionante precipicio con el suelo moviéndose bajo sus pies. La sensación del cuerpo del dragón elevándose en el aire bajo él le pintó una amplia sonrisa en el rostro. Cada vez que Escarlata batía el aire con sus poderosas alas, elevándose más y más, Richard sentía cómo los músculos del dragón se tensaban. Cuando el leviatán dobló las alas hacia atrás y se lanzó en picado, el viento hizo que se le saltaran las lágrimas. La vertiginosa caída dejó a Richard sin aliento. Tenía la impresión de que el estómago se le iba a salir por la boca. Todavía no podía creerse que montara un dragón.

—¿Los ves? —gritó a Escarlata con todas sus fuerzas, para que su voz se oyera por encima del viento.

El dragón gruñó afirmativamente. A la luz del atardecer los gars aparecían como puntos negros que se movían por el pedregoso terreno. De las Fuentes Ígneas se desprendían volutas de humo e, incluso a aquella altura, el joven percibía el acre olor de los vapores. Escarlata se elevó verticalmente, haciendo que las piernas de Richard se apretaran contra ella, tras lo cual giró a la derecha.

—Son demasiados —gritó el dragón.

Escarlata volvió la cabeza y uno de sus ojos amarillos se clavó en el joven. Richard señaló.

—Baja allí, detrás de aquellas colinas, y procura que no nos vean.

Escarlata se elevó con poderosos aleteos. Después de subir más, planeó para alejarse de las Fuentes Ígneas. El dragón fue bajando en picado entre las rocosas laderas, retrocediendo hacia donde Richard le había indicado que aterrizara. Con un silencioso batir de alas se posó suavemente en el suelo, cerca de la entrada de una cueva, y agachó el cuello para que su pasajero pudiera bajar. Richard era consciente de que Escarlata no quería tenerlo montado sobre su lomo ni un segundo más del estrictamente necesario.

—Hay demasiados gars —le espetó el dragón, volviendo la cabeza hacia él y mirándolo impaciente—. Rahl el Oscuro sabe que no puedo luchar contra tantos. Por eso los ha reunido; para el caso de que encontrara mi huevo. Dijiste que pensarías en un plan. ¿Cuál es?

Richard echó un vistazo a la entrada de la cueva. Kahlan le había dicho que era la cueva del shadrin.

—Tenemos que distraerlos para quitarles el huevo.

—Tú les quitarás el huevo —lo corrigió Escarlata, respaldando sus palabras con una pequeña lengua de fuego.

—Una amiga me dijo que la cueva atraviesa toda la montaña, hasta donde se encuentra el huevo. Tal vez podría seguirla, coger el huevo y regresar con él.

—Pues ya estás haciéndolo.

—¿No deberíamos discutir antes si es una buena idea? Tal vez se nos ocurrirá algo mejor. También he oído que podría haber algo dentro de la cueva.

Escarlata acercó al joven un ojo de airada mirada.

—¿Algo? —El dragón volvió la cabeza hacia la entrada de la cueva con movimientos sinuosos y lanzó una terrible llamarada hacia la oscuridad. A continuación, retrajo de nuevo la cabeza y anunció—: Ahora ya no hay nada ahí dentro. Ve a buscar mi huevo.

La cueva medía muchos kilómetros, y Richard sabía que el fuego no podría haber hecho ningún daño a los seres que se ocultaran un poco más allá. Pero había dado su palabra. Así pues, recogió tallos de carrizo que crecían cerca de la gruta y los ató en varios haces con la ayuda de una nervuda planta trepadora. Entonces alzó uno de los haces hacia Escarlata, que lo observaba.

—¿Me lo podrías encender?

El dragón frunció los labios y lanzó un hilo de fuego hacia el extremo de la improvisada antorcha.

—Tú esperas aquí —le indicó Richard—. A veces, ser pequeño tiene sus ventajas. A mí no me verán tan fácilmente. Pensaré en algo para recuperar el huevo y volveré a traerlo aquí. Es un largo camino y es posible que no esté de regreso hasta mañana por la mañana. No sé si los gars me perseguirán, por lo que es posible que debamos salir de aquí a toda prisa. Tú estate alerta, ¿de acuerdo? —El joven colgó su mochila de una de las púas del lomo—. Guárdame esto. No quiero llevar más peso del necesario.

Richard no sabía si un dragón podía mostrar preocupación, pero Escarlata parecía realmente inquieta.

—Ten mucho cuidado con el huevo. Mi cría saldrá pronto, pero si la cáscara se rompe antes de tiempo…

—No te apures, Escarlata. —Richard trató de tranquilizarla con una sonrisa—. Recuperaremos tu huevo.

El dragón se acercó con andares de pato a la entrada de la cueva y asomó adentro la cabeza para mirar cómo Richard se alejaba.

—Richard Cypher —le gritó, y su voz reverberó en la cueva—, si tratas de huir, te encontraré y, si vuelves sin mi huevo, desearás que los gars te hubieran matado porque te asaré a fuego lento, empezando por los pies.

Richard volvió la vista hacia la mole que tapaba la entrada de la cueva.

—Te he dado mi palabra. Si los gars me capturan, procuraré matar el mayor número posible para que puedas recuperar el huevo y escapar.

Escarlata lanzó un gruñido.

—Procura que eso no pase. Todavía tengo intención de comerte cuando todo esto acabe.

Richard sonrió y se internó en la oscuridad. Ésta era tan densa que absorbía la luz de la antorcha. El joven se sentía como si estuviera caminando hacia la nada. Sólo veía una pequeña porción de suelo delante de él. A medida que fue avanzando, el suelo de la cueva empezó a descender, y el aire se hizo más frío. La cueva se convirtió en un serpenteante túnel con techo y paredes de roca, que se introducía más y más en las profundidades de la tierra. De pronto, el túnel desembocó en una enorme sala con un lago de mansas aguas verdes. El sendero discurría por una estrecha cornisa al borde del lago. La titilante luz de la antorcha mostró un techo recortado y paredes de piedra lisa. Siguiendo el sendero, Richard se introdujo en un corredor ancho pero muy bajo, por el que únicamente podía avanzar agachándose. Después de caminar así durante más de una hora, el cuello empezó a dolerle. De vez en cuando presionaba la antorcha contra el techo de roca para que la ceniza se desprendiera e iluminara con más fuerza.

La oscuridad era opresora; lo rodeaba, lo seguía, lo arrastraba y lo impulsaba a seguir adelante con maravillas ocultas: delicadas y coloridas formaciones rocosas, semejantes a flores, brotaban de la roca sólida; y resplandecientes cristales destellaban al paso de la tea. El único sonido era el crepitar de la antorcha, que el eco le devolvía desde la oscuridad.

Richard atravesó salas de asombrosa belleza. En la oscuridad crecían inmensas estalagmitas, algunas de las cuales se encontraban con sus compañeras estalactitas antes de alcanzar el techo. En algunos lugares las paredes aparecían cubiertas por láminas de cristales semejantes a joyas fundidas.

Algunos corredores no eran más que hendiduras en la roca por las que Richard tenía que pasar pegado a las paredes, mientras que otros eran agujeros que tenía que recorrer andando a cuatro patas. Curiosamente, el aire no olía a nada. La cueva era un lugar de noche perpetua, que nunca había conocido ni la luz ni la vida. Mientras seguía avanzando, cada vez más sofocado por el esfuerzo, el aire se fue haciendo tan gélido que el sudor se le evaporaba. Al sostener la antorcha cerca de la otra mano, vio que cada uno de sus dedos desprendía vapor como si la energía vital se le escapara por los poros. Dentro de la cueva no reinaba el frío típico del invierno, sino que más bien era un tipo de frío capaz de arrebatar todo el calor de una persona si se quedaba allí el tiempo suficiente, matándola lentamente. Sin la luz, estaría perdido en cuestión de minutos. No era un lugar en el que los incautos o los desafortunados pudieran sobrevivir. Richard comprobaba a menudo la antorcha y los carrizos que llevaba.

La noche eterna transcurría muy lentamente. A Richard le dolían las piernas de tanto subir y bajar. Se sentía agotado y sólo deseaba que la cueva se acabara de una vez. Tenía la impresión de llevar andando toda la noche, aunque no tenía ni idea del tiempo transcurrido.

La roca se fue cerrando a su alrededor. El liso techo descendió hasta obligarlo a avanzar de nuevo encorvado, y siguió bajando hasta que tuvo que arrodillarse sobre el frío y húmedo suelo, cubierto por un viscoso lodo que olía a podrido. Era el primer olor que percibía en mucho tiempo. Las manos se le quedaron heladas con el hediondo y húmedo lodo.

El túnel se encogió hasta convertirse en una simple abertura, un agujero negro en la roca. A Richard no le atraía en absoluto la idea de meterse en una abertura tan estrecha. El aire gemía al atravesar el conducto, agitando y sacudiendo la llama de la antorcha. El joven introdujo la tea dentro del agujero, pero únicamente vio negrura. Mientras la sacaba, se preguntó qué debía hacer. Era un agujero terriblemente pequeño, con el techo y el suelo lisos, y no tenía ni idea de cuánto medía ni de qué se encontraría al otro lado. Desde luego, el aire pasaba por él, lo que indicaba que conducía al otro lado de la cueva —donde se encontraban los gars y el huevo—, pero a Richard le parecía demasiado pequeño.

Así pues, volvió sobre sus pasos. Seguramente había otras rutas que nacían de salas por las que ya había pasado, pero ¿cuánto tiempo podía permitirse perder? Richard regresó al agujero, que contempló con un miedo creciente.

Tratando de olvidar sus temores, se desciñó la espada, la sostuvo por delante de él junto con los carrizos, y se introdujo en el orificio. Se sintió aterrado al notarse encajonado en la roca. Extendió los brazos, volvió la cabeza y empezó a arrastrarse. El agujero se estrechó aún más, obligándolo a avanzar centímetro a centímetro imitando los movimientos de una serpiente. Notaba en la espalda y el pecho la frialdad de la roca, que le impedía respirar profundamente. El humo de la tea le picaba en los ojos.

Richard se fue introduciendo cada vez más adentro. Balanceaba los hombros adelante y atrás, adelantaba primero una pierna unos pocos centímetros y después la otra, sintiéndose como una serpiente que trata de mudar la piel. La antorcha no mostraba más que oscuridad delante de él. Una sensación de angustia se apoderó de él. «Sigue adelante —se animaba a sí mismo—. Sigue empujando y avanzando».

Con la puntera de las botas se apoyaba en la roca y se impulsaba hacia adelante. De pronto, quedó atascado. Empujó otra vez, pero no se movió. Muy enfadado, redobló sus esfuerzos, pero fue inútil. El pánico lo invadió. Definitivamente, estaba atascado. La roca le presionaba simultáneamente pecho y espalda, sin dejarlo apenas respirar. Richard se imaginó la impresionante montaña de roca sólida que descansaba sobre su espalda. Aterrorizado, se contoneó y se retorció, tratando de retroceder, pero tampoco pudo. Entonces buscó algún asidero contra el que empujar con las manos. Nada. Estaba atascado. Richard respiraba entrecortadamente. Se sentía como si se asfixiara, los pulmones le pedían aire a gritos, pero él se ahogaba, incapaz de respirar.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y el miedo le atenazó la garganta. Con la puntera de las botas arañaba la roca, tratando de moverse hacia adelante o hacia atrás. Era inútil. La postura en la que estaba, con los brazos inmovilizados delante de él, le recordaba a cuando Denna lo esposaba. Estaba indefenso. El hecho de no poder mover los brazos empeoraba aún más las cosas. El joven empezó a dar boqueadas, presa del pánico, mientras se imaginaba que la roca cada vez se apretaba más contra él. Estaba indefenso, necesitaba que alguien lo ayudara, pero allí no había nadie.

Haciendo un esfuerzo desesperado, avanzó unos centímetros. Pero fue aún peor, pues se atascó más. Richard se oyó a sí mismo gritar en un ataque de histeria. Se ahogaba y sentía que la roca lo aplastaba.

—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

Richard repitió la oración una y otra vez, pensando sólo en ella, hasta que la respiración se le normalizó y recuperó la calma. Seguía atascado pero, al menos, la mente le volvía a funcionar.

Algo le tocó una pierna. Los ojos se le abrieron exageradamente. Fue un pequeño roce como de tanteo. Richard dio un puntapié a la cosa, al menos lo intentó. Fue más bien una sacudida. El roce cesó.

Pero se repitió. Richard se quedó helado. Esta vez la cosa se le introdujo por la pernera del pantalón. Era algo frío, húmedo y viscoso, con una especie de aguijón. Aquello le fue subiendo por la pierna, haciéndole cosquillas en la piel, avanzando por la parte interna del muslo. Richard volvió a sacudir la pierna, pero esta vez la cosa no se marchó. El aguijón se movió suavemente, tanteando el terreno, y el joven sintió que algo se le clavaba. Richard estuvo a punto de dejarse llevar de nuevo por el pánico, pero se resistió.

Ahora no tenía elección. La idea ya se le había ocurrido antes, pero no se había atrevido a ponerla en práctica. Richard expelió todo el aire de los pulmones. Cuando éstos quedaron vacíos y él se había hecho lo más pequeño posible, empujó con la punta de los pies, tiró hacia adelante con los dedos y retorció el cuerpo. Así logró avanzar unos treinta centímetros.

La roca lo oprimía ahora todavía más. Ni siquiera podía tomar aire, pues le dolía. Richard trató de controlar el pánico. Sus dedos tocaron algo; quizá el borde de una abertura, quizá la salida del agujero en el que estaba metido. El joven vació aún más los pulmones. La cosa se le agarró con fuerza a la pierna, haciéndole daño. El joven oyó un airado chasquido. Con los dedos se aferró al borde y tiró, al mismo tiempo que empujaba con los pies. Ahora tenía ya los codos en el borde. Algo afilado, tan afilado como las garras de un gato, se le hundió en la carne. Richard no pudo gritar. Siguió arrastrándose hacia adelante. La pierna le ardía de dolor.

La antorcha, los carrizos y la espada cayeron. El joven oyó el repiqueteo de la espada contra la roca. Haciendo palanca con los codos, Richard extrajo del agujero la parte superior del cuerpo y respiró a grandes bocanadas. Las garras tiraban de su pierna. El joven se retorció para sacar el resto del cuerpo del agujero, hasta que se deslizó y cayó de cabeza por una lisa pendiente de roca.

La antorcha seguía ardiendo en el extremo curvo de una cámara de forma oval. La espada se encontraba justo detrás de la tea. Mientras se deslizaba, con los brazos estirados al frente, Richard trató de alcanzar el acero. Pero las garras semejantes a ganchos que tenía clavadas en la pierna se lo impidieron, manteniéndolo boca abajo. Richard gritó de dolor. Sus gritos resonaron en la cámara. No llegaba a la espada.

Lenta y dolorosamente, las garras lo fueron arrastrando hacia atrás, desgarrándole la carne. Richard volvió a gritar. Un segundo apéndice se le introdujo en la pernera de la otra pierna, y el duro aguijón le tanteó el músculo de la pantorrilla.

Richard sacó el cuchillo y se dobló por la cintura para llegar a aquello que lo tenía prisionero. Una y otra vez le hundió el cuchillo. En lo más profundo del agujero se oyó un agudo chillido. Las garras retrocedieron. Richard cayó, resbaló sobre la roca y fue a detenerse cerca de la antorcha. Cogiendo la funda de la espada con una mano, desenvainó justo cuando unos apéndices semejantes a serpientes salían del agujero y se agitaban en el aire, buscando. Fueron tanteando la roca, dirigiéndose hacia él. Richard trazó un arco con la espada y cercenó varios de ellos. Con un aullido, todos desaparecieron en el agujero. En la oscura profundidad resonó un sordo gruñido.

A la temblorosa luz de la antorcha, que descansaba en el suelo de piedra, Richard vio una gran forma que trataba de salir del agujero estrujándose y ensanchándose a medida que se arrastraba hacia afuera. Pese a que se encontraba fuera del alcance de su espada, Richard sabía que no podía permitir que ese ser acabara de salir.

Un brazo se le enrolló a la cintura y lo alzó en el aire. Richard se dejó. Un ojo lo miró desde arriba, reluciendo a la luz de la tea. El joven vio unos húmedos colmillos. Cuando el brazo lo atrajo hacia los colmillos, Richard le hundió la espada en el ojo. Resonó un aullido y el brazo lo soltó. Nuevamente el joven resbaló hasta el fondo. La bestia volvió a introducirse en el agujero, aunque los brazos se agitaban en el aire, buscándolo. Los aullidos se fueron perdiendo en la lejana oscuridad hasta que ya no se oyeron.

Richard se quedó sentado en el suelo, temblando y echándose para atrás el pelo con los dedos. Finalmente, recuperó el resuello y pudo controlar el miedo. Se tocó la pierna. Tenía los pantalones empapados de sangre. El joven decidió que no era el momento de curarse las heridas, sino de tratar de recuperar el huevo. Una débil luz, que no era la de la antorcha, iluminaba la cámara. Después de recorrer un largo túnel que se abría al otro lado, llegó, al fin, a la salida de la cueva.

La mortecina luz del amanecer y el gorjeo de los pájaros le dieron la bienvenida al mundo exterior. Abajo vio a docenas de gars merodeando. Richard se sentó detrás de una roca para descansar. Podía ver el huevo allí abajo, rodeado por vapor. Asimismo vio que era demasiado grande para atravesar con él la cueva. Además, no quería volver a ver una cueva ni en pintura. ¿Qué iba a hacer si no se lo podía llevar por la cueva? Pronto amanecería. Tenía que pensar en una solución.

Algo le picó en la pierna. Richard lo aplastó. Era una mosca de sangre.

¡Maldición! Ahora los gars lo encontrarían. La sangre los atraería. Tenía que pensar en algo.

Una segunda mosca lo picó, y entonces se le ocurrió una idea. Rápidamente, desenfundó el cuchillo e hizo pedazos la pernera del pantalón empapada de sangre. Usó las tiras para limpiarse primero la pierna de sangre y luego ató una piedra al extremo de cada una de ellas.

A continuación, se llevó a los labios el silbato del Hombre Pájaro y sopló con todas sus fuerzas. Sopló una y otra vez. Después, cogió una tira de tela con la piedra atada al extremo y la hizo girar sobre su cabeza, hasta que al final la lanzó. La piedra cayó entre los gars. Richard fue arrojando bien lejos las tiras de tela manchada de sangre, hacia su derecha, entre los árboles. Aunque no las oía, sabía que las moscas de sangre se habían despertado. Tal cantidad de sangre fresca las lanzaría a un frenesí alimenticio.

En el cielo aparecieron pájaros, al principio un puñado pero luego cientos y miles, que descendían en picado hacia las Fuentes Ígneas y se comían las moscas. Abajo reinaba el caos. Los gars bramaban mientras las aves se lanzaban en picado contra ellos para cazar las moscas posadas en las barrigas de las bestias, o para cazarlas al vuelo. Había gars corriendo por todas partes, y algunos alzaron el vuelo. Por cada pájaro que los gars abatían, cientos ocupaban su lugar.

Richard descendió la colina medio agachado, corriendo de roca en roca. No había peligro de que lo oyeran, pues los pájaros armaban un buen alboroto. Los gars agitaban frenéticamente los brazos para tratar de cazar los pájaros, al mismo tiempo que aullaban y chillaban. El aire hervía de plumas. Richard deseó que el Hombre Pájaro estuviera allí para presenciar el espectáculo.

El joven abandonó la protección que le ofrecía una roca y corrió hacia el huevo. En medio del caos los gars tropezaban unos contra otros, atacándose entre sí en vez de a los pájaros. Uno de ellos lo vio, pero Richard lo atravesó con la espada. Al siguiente le cercenó las piernas a la altura de las rodillas. El gar cayó al suelo aullando. Un tercero lo atacó, y Richard le cortó un ala, y al siguiente, los brazos. Los dejaba deliberadamente con vida para que echaran a correr como locos, aullando y chillando, alimentando así la confusión. En medio de tanto caos, algunos gars lo vieron pero no lo atacaron. Pero Richard sí.

Junto al huevo mató a dos. Levantó el huevo del nido con ambos brazos. Estaba caliente, pero no quemaba. Pesaba más de lo que había supuesto, por lo que tuvo que llevarlo con ambos brazos. Sin perder tiempo, corrió hacia la izquierda, hacia el barranco que separaba las colinas. Los pájaros volaban en todas direcciones y algunos se estrellaban contra él. Reinaba un caos absoluto. Entonces vio a dos gars que iban a por él. Richard dejó el huevo en el suelo, mató al primero y cortó las piernas al segundo. A continuación reemprendió su precipitada carrera, aunque siempre teniendo cuidado de no caer y romper el huevo. Otro gar lo atacó. La bestia eludió el primer embate de la espada, pero Richard lo atravesó cuando se abalanzó sobre él.

Jadeando por el esfuerzo, el Buscador corrió entre las colinas. Notaba los brazos doloridos y cansados por llevar tanto peso. Los gars aterrizaban a su alrededor, con ojos verdes relucientes de rabia. El joven dejó el huevo en el suelo y embistió contra su primer adversario, al que cortó de un tajo parte de un ala y la cabeza. Sus compañeros se lanzaron contra él, aullando.

Los árboles y las rocas de alrededor brillaron cuando el fuego consumió varias de las bestias. Richard alzó la vista y vio a Escarlata suspendida en el aire sobre su cabeza, agitando sus enormes alas y quemando todo lo que le rodeaba. Con una garra cogió el huevo, mientras con la otra lo cogía a él por la cintura y lo alzaba. Justo levantaban el vuelo cuando dos gars lo atacaron. Uno fue víctima de la espada de Richard y el otro del fuego de Escarlata.

El dragón lanzó un rugido de furia contra los gars mientras se elevaba, con Richard suspendido de una de sus garras. El joven decidió que ésa no era su forma favorita de volar, pero, desde luego, era mejor que luchar contra esas inmundas bestias. Otro gar apareció por debajo de él y trató de llegar al huevo. Richard lo golpeó en un ala. El gar se desplomó aullando y dando vueltas. Ninguno más atacó.

Escarlata se fue elevando cada vez más en el aire, alejándose de las Fuentes Ígneas. Suspendido de una garra, Richard se sentía como si fuera la comida que una mamá pájaro llevaba a su polluelo. La garra de Escarlata le hacía un poco de daño en las costillas, pero no se quejó. No quería que el dragón lo dejara ir y que se estrellara contra el suelo.

Volaron durante horas. Richard acabó encontrando una posición un poco más cómoda en las garras de Escarlata y se dedicó a contemplar las colinas y los árboles que desfilaban a sus pies. También vio ríos, campos e incluso algunas ciudades y aldeas. Las colinas fueron creciendo en altura y haciéndose más escarpadas, como si la roca brotara del paisaje. Ante ellos se alzaban precipicios y picos de rocas recortadas. Escarlata se deslizaba por encima de las rocas, que a Richard le daba la impresión que iba a rozar con los pies. Ahora el paisaje era desolador y desprovisto de toda vida. La piedra, marrón y gris, parecía haber sido apilada al azar por un gigante, como monedas sobre una mesa, de modo que formara delgadas columnas. Las había solitarias y otras agrupadas en racimos, aunque las más se habían desplomado.

Por encima de las columnas de roca, y más allá, se elevaban enormes precipicios rocosos y escarpados, llenos de grietas y hendiduras, de salientes y repisas. Un puñado de nubes flotaba por delante de los precipicios. Escarlata viró hacia una pared rocosa. Justo cuando Richard creía que iban a estamparse contra ella, el dragón se detuvo de pronto en el aire con un revoloteo de sus enormes alas y lo dejó en una cornisa antes de aterrizar.

En el fondo de la cornisa había un agujero en la roca, por el que Escarlata se introdujo a duras penas. En lo más profundo del agujero, en un lugar resguardado del calor y la luz, había un nido de piedras en el que Escarlata depositó el huevo, tras lo cual le lanzó su flamígero aliento. Richard observó cómo acariciaba el huevo con una garra, lo inspeccionaba, dándole suavemente la vuelta, y lo arrullaba. El leviatán lo rodeó con una suave lengua de fuego, ladeó la cabeza, escuchó y observó.

—¿Está bien? —preguntó Richard en voz baja.

Escarlata posó en él unos ojos amarillos de amorosa mirada y respondió:

—Sí, está bien.

—Me alegro, Escarlata. De veras que sí.

El joven fue a acercarse al dragón, que se había aposentado acomodado junto al huevo. Inmediatamente, Escarlata alzó la cabeza en actitud amenazante. Richard se detuvo.

—Sólo quiero la mochila. La llevas colgada de una púa a la espalda.

—Lo siento. Adelante.

Richard recuperó su mochila y se situó a un lado, junto a la pared, para tener más luz. Al echar un vistazo por encima de la cornisa, se dio cuenta de que debían de encontrarse a mucha altura. Con el ferviente deseo de que Escarlata fuese un dragón de palabra, Richard se sentó y sacó unos pantalones de repuesto.

Dentro de la mochila encontró algo más: el tarro de crema de Denna, que aún contenía un resto del ungüento de aum que él mismo había preparado cuando Rahl hizo daño a la mord-sith. Denna debía de haber recogido el sobrante y se lo había metido en la mochila. El agiel le llevó a la memoria unos recuerdos que le hicieron sonreír tristemente. ¿Cómo era posible que aún sintiera cariño por alguien que lo había torturado sin piedad? Porque la había perdonado, por eso, la había perdonado con la magia blanca.

El ungüento de aum obró maravillas; le alivió el ardor de las heridas y le calmó el dolor. Richard lanzó un débil gemido y mentalmente dio las gracias a Denna por habérsela puesto en la mochila. Acto seguido, se despojó de lo que quedaba de sus pantalones.

—Estás gracioso sin pantalones.

Richard giró sobre sus talones. Escarlata lo estaba observando.

—A ningún hombre le gusta escuchar algo así de una hembra, ni siquiera si esa hembra es un dragón. —El joven le dio la espalda y se puso los nuevos pantalones.

—Estás herido. ¿Fueron los gars?

—No. Fue en la cueva —respondió en voz baja. Aún tenía muy fresca la horrible experiencia. El joven se sentó, se recostó contra la pared y clavó los ojos en las botas—. Tuve que meterme por un pequeño agujero en la roca. No había otro camino. Pero me quedé atascado. —Richard alzó la mirada hacia los ojos amarillos del dragón—. Desde que abandoné mi hogar para detener a Rahl el Oscuro, he estado muchas veces asustado. Pero allí, atascado en el agujero, a oscuras, con la roca que me oprimía tanto que no podía ni respirar… bueno, fue una de las peores experiencias de mi vida. Mientras estaba atascado algo me agarró una pierna y me clavó unas garras pequeñas pero muy afiladas. Eso fue lo que me hizo mientras trataba de escapar.

Escarlata se quedó mirándolo largamente, en silencio, con una garra posada encima del huevo.

—Gracias, Richard Cypher, por cumplir tu palabra y recuperar mi huevo. Aunque no seas un dragón, eres muy valiente. Nunca creí que un humano sería capaz de arriesgar la vida por un dragón.

—No lo hice sólo por tu huevo. Lo hice porque debía, para que me ayudaras a encontrar a mis amigos.

Escarlata meneó la cabeza.

—Y también eres honrado. Creo que, tal vez, lo habrías hecho de todos modos. Siento mucho que te hayan herido y que te llevaras tal susto, y todo por ayudarme. Normalmente, los hombres tratan de matar a los dragones. Es posible que tú seas el primero que haya ayudado a uno. Supongo que entiendes por qué dudaba.

—Bueno, me alegro de que decidieras intervenir. Los gars estaban a punto de atraparme. Por cierto, ¿no te dije que te mantuvieras al margen? ¿Por qué me seguiste?

—Me avergüenza confesar que creí que tratabas de escapar. Me había acercado para echar un vistazo cuando oí el alboroto. Te compensaré. Te ayudaré a encontrar a tus amigos, como te prometí.

—Gracias, Escarlata —respondió Richard con una amplia sonrisa—. Pero ¿y el huevo? ¿Puedes dejarlo solo? ¿No temes que Rahl lo robe de nuevo?

—No, de aquí no podrá. Cuando me arrebató el huevo busqué sin descanso un sitio como éste, por si lo recuperaba. Aquí estará seguro. Rahl no podrá llegar hasta él. En cuanto a dejarlo solo, eso no es problema. Cuando los dragones se marchan de caza simplemente calientan la roca con su aliento, para que el huevo no se enfríe en su ausencia.

—Escarlata, el tiempo apremia. ¿Cuándo podemos irnos?

—Enseguida.

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