44

Abandonó las habitaciones de Denna en plena noche. Los pasillos estaban desiertos, excepto por las trémulas sombras. Los pasos de Richard resonaban en los suelos y los muros de piedra pulida, mientras el joven caminaba contemplando cómo su sombra giraba alrededor al pasar delante de las antorchas. En el estado de acongojado estupor en el que se encontraba, hallaba consuelo en notar nuevamente el peso de la mochila a la espalda y en saber que estaba abandonando el Palacio del Pueblo. No tenía ni idea de adónde se dirigía, sólo sabía que iba a irse de allí.

El dolor de un agiel en la región baja de la espalda lo paralizó e, instantáneamente, su rostro se perló de sudor. Por mucho que lo intentara no podía respirar. Sentía una llamarada que le consumía las caderas y las piernas.

—¿Vas a alguna parte? —susurró una voz implacable.

Era Constance. Con mano temblorosa, Richard pugnó por asir la espada. Al verlo, la mord-sith se echó a reír. Por la mente del joven pasó la visión de cómo entregaba a Constance el control sobre su magia y cómo toda la pesadilla volvía a empezar de nuevo. Instantáneamente, alejó la mano de la empuñadura y reprimió la cólera de la magia. La mujer se colocó frente a él, rodeándolo con un brazo, manteniendo el agiel contra la espalda de Richard y paralizándole las piernas. Constance llevaba sus prendas de piel roja.

—¿No? ¿Aún no estás listo para tratar de usar la magia contra mí? Ya lo estarás. Muy pronto lo intentarás, tratarás de salvarte. —Constance sonrió—. Ahórrate el dolor y úsala ahora. Si lo haces, tal vez me muestre clemente contigo.

Richard pensó en todos los modos en los que Denna le había causado dolor y cómo le había enseñado a soportarlo para seguir torturándolo. Todo lo que había aprendido volvió a él. Así pudo controlar el dolor y bloquearlo lo suficiente para inspirar hondo.

Ciñó el cuerpo de Constance con el brazo izquierdo, apretándola contra sí, y agarró el agiel de Denna que le colgaba del cuello. Una descarga de dolor le subió por el brazo. Richard lo soportó y trató de no pensar en ello. Constance lanzó un gruñido cuando el Buscador la alzó en vilo, empujando su cuerpo hacia arriba y trató de apretar con más fuerza el agiel en la espalda de Richard, pero no podía mantener el equilibrio y, además, tenía el brazo inmovilizado.

Cuando ya la tuvo en vilo, de modo que la contraída faz de la mujer estuviera a la altura de la suya, Richard presionó el agiel de Denna contra el pecho de Constance. Ésta abrió mucho los ojos y su expresión se relajó. Richard recordaba que Denna había aplicado el agiel a la reina Milena de aquel mismo modo. En Constance el efecto era el mismo; temblaba y aflojó la presión en su espalda. Aún le dolía, así como también el agiel que sostenía en su mano.

—No voy a matarte con la espada —le dijo Richard entre dientes—. Para ello, antes tendría que perdonarte por todo. Te podría perdonar lo que me hiciste a mí, pero nunca te perdonaré que traicionaras a tu amiga Denna. Eso es lo único que nunca podría perdonarte.

—Por… favor —suplicó Constance, desesperada.

—Lo he prometido… —dijo Richard en tono desdeñoso.

—No… por favor… no.

Richard retorció el agiel, tal como había visto hacer a Denna con la reina. Constance se estremeció y cayó sin vida entre sus brazos. De las orejas le manaba sangre. Su cuerpo exánime se deslizó al suelo.

—Y lo he cumplido.

Richard contempló largamente el agiel que agarraba con una mano antes de darse cuenta de que le producía dolor y, finalmente, lo soltó para que colgara de la cadena.

Entonces bajó la vista hacia la mord-sith muerta, mientras trataba de recuperar el resuello. Mentalmente dio gracias a Denna por haberlo enseñado a soportar el dolor. De ese modo le había salvado la vida.

Aún tuvo que andar una hora por el laberinto de pasillos hasta hallar la salida. El joven mantuvo la empuñadura de la espada bien agarrada mientras pasaba entre dos fornidos soldados que custodiaban la puerta, abierta, del muro exterior. Pero ellos se limitaron a saludarlo cortésmente con la cabeza, como si fuera un invitado que se marchara a casa después de asistir a un banquete real.

Fuera se detuvo a contemplar el campo iluminado por la luz de las estrellas de esa gélida noche. Giró sobre sí mismo para verlo todo. El Palacio del Pueblo estaba rodeado por unas imponentes murallas cortadas a pico y se elevaba en lo más alto de una inmensa meseta que descendía hacia una llanura. La meseta se elevaba a cientos de metros por encima de un terreno yermo, pero entre los picos se veía un camino que descendía serpenteante.

—¿Un caballo, señor?

—¿Qué? —Richard giró sobre sus talones. Era uno de los guardianes.

—Os he preguntado si deseáis un caballo, señor. Parece que vais a partir, y es una larga travesía.

—¿Qué es una larga travesía?

—Las llanuras Azrith —contestó el guardián, señalando con la cabeza hacia abajo—. Parece que queréis dirigiros al oeste, cruzando las llanuras Azrith. Es una larga travesía. ¿Deseáis un caballo?

A Richard le puso nervioso que a Rahl el Oscuro le preocupara tan poco lo que pudiera hacer que incluso estuviera dispuesto a proporcionarle un medio de transporte.

—Sí, quiero un caballo.

El guardián sopló un pequeño silbato, al que arrancó una serie de notas largas y cortas, en dirección a un soldado apostado en el muro. Richard oyó repetirse la misma melodía en la distancia.

—No tardará, señor —lo informó el soldado, y volvió a su posición.

—¿A qué distancia están las montañas Rang’Shada?

—¿Las Rang’Shada? —El guardián frunció levemente el entrecejo—. Es una cordillera muy larga, señor.

—Al noroeste de Tamarang. Lo más cerca de Tamarang posible.

El soldado se frotó el mentón mientras pensaba.

—Cuatro o cinco días. ¿Tú qué dices? —preguntó al otro guardia.

Su compañero se encogió de hombros.

—Cabalgando sin descanso, noche y día, y cambiando a menudo de caballo, unos cinco días. Dudo que pueda hacerse en cuatro.

A Richard se le cayó el ánima a los pies. ¡Pues claro que a Rahl no le importaba darle un caballo! ¿Adónde iba a ir? Michael y el ejército de la Tierra Occidental se encontraban a cuatro o cinco días a caballo, en las montañas Rang’Shada. Era imposible que fuera y volviera en el plazo de una semana, antes del primer día de invierno.

Pero Kahlan tenía que estar más cerca. Rahl había enviado al hombre del mechón oscuro y a dos cuadrillas para capturarla. ¿Qué hacía ella tan cerca del Palacio del Pueblo? Antes de separarse, les había insistido en que no debían ir a buscarlo. Estaba enfadado con Chase por no seguir sus instrucciones, por no mantenerlos a todos lejos de D’Hara. Pero su cólera se desvaneció enseguida. Si fuera a la inversa, él tampoco habría podido quedarse de brazos cruzados sin saber qué le había pasado a un amigo. Tal vez los soldados ya no estaban en las montañas sino de camino. ¿Pero de qué serviría un ejército? El Palacio podía defenderse fácilmente con apenas diez hombres.

Dos soldados, equipados con una armadura completa, atravesaron la puerta a caballo. Traían con ellos una tercera montura.

—¿Necesitáis escolta, señor? —le preguntó el soldado—. Son buenos hombres.

—No. Iré solo. —Richard le lanzó una mirada desafiante.

El guardián despidió a los soldados con un ademán.

—¿Vais entonces en dirección oeste-suroeste? —En vista de que Richard no respondía, agregó—: Tamarang, la ciudad situada en las Rang’Shada por la que preguntasteis, está en dirección oeste-suroeste. ¿Permitís que os dé un consejo?

—Adelante —contestó Richard, receloso.

—Si cruzáis las llanuras Azrith en esa dirección, mañana por la mañana llegaréis a terreno rocoso situado entre escarpadas colinas. En un profundo cañón el camino se bifurca. Id hacia la izquierda.

—¿Por qué? —inquirió Richard, entrecerrando los ojos.

—Porque hacia la derecha hay un dragón. Es un dragón rojo con muy malas pulgas. Es el dragón del amo Rahl.

Richard montó y bajó la vista hacia el guardia.

—Gracias por el consejo. Lo recordaré.

El joven azuzó el caballo y tomó el escarpado y sinuoso camino que descendía por un lado de la meseta. Al doblar una pronunciada curva, vio un puente levadizo de pesadas planchas de madera que bajaba. Al llegar a él, ya estaba completamente bajado. Richard lo cruzó al galope. El único modo de salvar los riscos de la meseta era por el camino que él seguía, pues el abismo que acababa de cruzar detendría el avance de cualquier ejército. Incluso sin la formidable fuerza de defensores con la que sabía que contaba Rahl el Oscuro, incluso sin su magia, la inaccesibilidad del Palacio del Pueblo era su mejor defensa.

Mientras cabalgaba, Richard se quitó el odiado collar y lo arrojó hacia la oscuridad, a la vez que juraba que nunca volvería a llevar otro. Bajo ningún concepto.

Una vez en la llanura, el joven volvió el rostro hacia el Palacio del Pueblo encaramado en la meseta, imponente, tan enorme que tapaba todo un cuadrante de estrellas. El aire frío le producía lagrimeo. O quizá lloraba por Denna. Por mucho que lo intentara, no conseguía quitársela de la cabeza. La pena que sentía era tan intensa que, de no ser por Kahlan y por Zedd, se habría matado en los aposentos de Denna.

Matar con la espada en un ataque de cólera y odio era algo horrible. Pero matar con la magia blanca de la espada, por amor, era muchísimo peor. La hoja había recuperado su habitual lustre plateado, pero Richard sabía cómo hacer que se pusiera otra vez blanca. No obstante, confiaba en que nunca más tendría que hacerlo. Dudaba que fuese capaz de soportarlo de nuevo.

Sin embargo, allí estaba, cabalgando en medio de la noche para encontrar a Kahlan y a Zedd y descubrir cuál de ellos dos era el traidor que había vendido a Rahl el Oscuro la caja del Destino y a todo el mundo.

Era absurdo. ¿Qué razón tendría Rahl para usar la piedra noche a fin de atrapar a Zedd si éste era el traidor? ¿Y por qué enviaría cuadrillas en busca de Kahlan si era ella? No obstante, Shota había predicho que los dos tratarían de matarlo. Así pues, tenía que ser uno de ellos. ¿Qué iba a hacer? ¿Volver la espada blanca y acabar con ambos? El joven sabía que eso era una locura. Preferiría morir antes que hacer daño a ninguno de los dos. Pero ¿y si Zedd los estaba traicionando y la única manera de salvar a Kahlan era matar a su viejo amigo? ¿Y si era al revés? En ese caso, preferiría morir.

Lo importante era detener a Rahl. Tenía que recuperar la última caja y dejar de malgastar energía rompiéndose la cabeza. Lo único importante era detener a Rahl. Después, todo se arreglaría. Ya había encontrado la caja una vez y tendría que volver a hacerlo.

Pero ¿cómo? El tiempo se acababa. ¿Cómo iba a encontrar a Zedd y a Kahlan? No podía recorrer todo el país a caballo en tan sólo siete días. Seguramente ellos no viajaban por los caminos, y menos yendo Chase con ellos. Él procuraría que avanzaran por senderos. Pero Richard no conocía los caminos y mucho menos los senderos.

Era una empresa ímproba; había demasiado terreno que cubrir.

Rahl el Oscuro había plantado en él las semillas de demasiadas dudas. Las ideas daban vueltas sin parar en su cabeza, hasta hacerse cada vez más confusas y desesperanzadas. Richard sentía que en aquellos momentos su mente era su peor enemigo. Así pues, la vació y empezó a entonar las oraciones dirigidas a Rahl para no pensar. Era estúpido rezar al hombre al que quería matar, pero siguió orando mientras cabalgaba en la oscuridad. «Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas».

Excepto en dos ocasiones, en las que puso el caballo al paso para que descansara, el resto del tiempo galopó. Las llanuras Azrith parecían interminables. La tierra llana y desprovista casi de toda vegetación se extendía hasta el infinito. Rezar lo ayudaba a no pensar en nada, aunque había un recuerdo que no podía arrancar de su mente: el horror de matar a Denna. Aquellas lágrimas no podía reprimirlas.

Con la luz del amanecer empezó a perseguir su propia sombra. A ésta se fueron añadiendo las sombras de las rocas, que parecían fuera de lugar en aquel paisaje tan llano. Cada vez eran más numerosas. El terreno empezó a ondularse, a abrirse en barrancos y elevarse en crestas. Richard atravesó estrechos pasos y grietas, y se adentró en un cañón encajado entre paredes de roca que se desmoronaban. El camino se bifurcaba a izquierda y derecha; el último sendero era el más estrecho. Richard recordó las palabras del soldado y dobló a la izquierda.

Entonces, en su mente clara surgió un pensamiento. Richard detuvo el caballo, echó un vistazo al sendero de la derecha, reflexionó brevemente y luego tiró de las riendas, animando al caballo a que fuera a la derecha.

Rahl el Oscuro le había dicho que era libre de ir adonde quisiera. Incluso le había proporcionado un medio de transporte. Tal vez no le importaría que tomara prestado su dragón.

Richard dejó que el caballo fuera avanzando solo mientras él vigilaba atentamente los alrededores, con una mano apoyada en el pomo de la espada. Pensaba que sería fácil ver al dragón rojo. El único sonido era el repiqueteo de los cascos del caballo contra el duro suelo. El Buscador no tenía ni idea de cuánto faltaba. Cabalgó varias horas por el cañón sembrado de grandes rocas. Empezaba a preocuparlo que el dragón se hubiera ido, que el mismo Rahl se lo hubiera llevado, tal vez para ir a buscar la caja. No sabía si lo que estaba a punto de hacer era una buena idea, pero era lo único que se le ocurría.

Una cegadora lengua de fuego estalló con un rugido ensordecedor. El caballo retrocedió. Richard desmontó de un brinco, aterrizó de pie y corrió a refugiarse detrás de una peña, mientras el aire se llenaba de piedras y fuego. Fragmentos de roca rebotaban en la peña y le pasaban rozando la cabeza. El joven oyó cómo el caballo se desplomaba en el suelo con un ruido sordo y después olió a pelo quemado. El animal lanzó un horrible relincho, y después se oyó un crujir de huesos. Richard se acurrucó contra la peña, demasiado asustado para mirar.

Mientras escuchaba el periódico estruendo del fuego, huesos que se rompían y carne que se desgarraba, Richard decidió que había tenido una idea muy estúpida. No podía creer que el dragón se hubiera escondido tan bien que ni siquiera lo hubiera visto. El joven se preguntó si el reptil sabía que estaba detrás de la peña, aunque, por el momento, no lo parecía. Richard buscó una vía de escape, pero se encontraba en terreno casi completamente abierto y, si echaba a correr, el dragón lo vería. El estómago se le revolvía al oír los ruidos del caballo al ser devorado. Por fin los horribles ruidos cesaron. Richard se preguntó si los dragones solían echar una cabezada después de comer. Se oyeron unos resoplidos, cada vez más cerca. Richard se encogió.

Unas garras arañaron la peña tras la que se ocultaba y, después de levantarla del suelo, la arrojaron a un lado. Richard alzó la mirada y se encontró con un par de penetrantes ojos amarillos. El resto de animal era casi todo rojo. El leviatán poseía un cuerpo inmenso, un largo y grueso cuello y una cabeza en la que destacaban unas púas flexibles con la punta negra alrededor de la base de la mandíbula, así como en la parte posterior del cráneo, detrás de las orejas. La nervuda cola del dragón acababa en púas semejantes a las de la cabeza, aunque eran más duras y rígidas. El dragón rojo meneaba la cola lentamente, barriendo las piedras. Cuando flexionó las alas, aparecieron unos poderosos músculos bajo el entramado de escamas rojas y brillantes que le cubrían los hombros. Una ristra de colmillos, afilados como navajas y manchados de rojo por el reciente banquete, bordeaba el largo morro del animal. La bestia resopló y de los orificios nasales, situados en la punta del afilado hocico, salió humo.

—Pero ¿qué tenemos aquí? —comentó una voz femenina—. Me parece que es un suculento postre.

Richard se puso de pie de un salto y desenvainó la espada. En el aire resonó su característico sonido metálico.

—Necesito que me ayudes.

—De mil amores, hombrecillo, pero antes voy a comerte.

—¡Te aviso, no te acerques! Esta espada es mágica.

—¡Mágica! —El dragón fingió asustarse y se llevó una garra al pecho—. ¡Oh, por favor, valeroso humano, no me mates con tu espada mágica! —La bestia lanzó un ruido sordo, acompañado de humo, que Richard interpretó como una carcajada.

El Buscador se sintió ridículo amenazando al dragón con la espada.

—¿De modo que quieres comerme?

—Bueno, reconozco que me gustaría. Más para divertirme que por el sabor.

—He oído que los dragones rojos son muy independientes, pero que tú eres algo así como el perrito faldero de Rahl el Oscuro. —De las fauces de la bestia brotó una ardiente bola de fuego que se elevó en el aire—. Pensé que te gustaría romper las cadenas y volver a ser independiente.

La testa del dragón —Richard se asustó al comprobar que era mayor que él—, se le acercó mucho, con las orejas hacia adelante. Una brillante lengua roja, dividida en el extremo como la de una serpiente, se deslizó hacia el joven para investigarlo. Richard apartó la espada mientras la lengua bífida le recorría todo el cuerpo, de la entrepierna hasta la garganta. Por tratarse de un dragón era casi una caricia y, no obstante, lo empujó varios pasos hacia atrás.

—¿Y cómo podría hacer eso alguien tan insignificante como tú?

—Estoy tratando de detener a Rahl el Oscuro, de matarlo. Si me ayudas, serás libre.

El dragón alzó la cabeza y echó humo por los orificios nasales, mientras se reía estruendosamente. El suelo tembló. El leviatán bajó la vista hacia el humano, volvió a echar la testa hacia atrás y se siguió carcajeando. Finalmente el estruendo cesó y el dragón juntó las cejas, muy enfadado.

—Yo no lo creo. Creo que no me gustaría poner mi destino en las manos de un insignificante hombrecillo. Prefiero asegurarme el futuro sirviendo al amo Rahl. —El leviatán gruñó, levantando pequeñas nubes de polvo a los pies de Richard, y añadió—: Se ha acabado la diversión. Es la hora del postre.

—Como quieras. Estoy listo para morir. Pero, antes de comerme, ¿permites que te diga una cosa?

—Habla —resopló el dragón—. Pero sé breve.

—Provengo de la Tierra Occidental y nunca antes había visto un dragón. Siempre imaginé que serían criaturas aterradoras y debo admitir que, ciertamente, tú das mucho miedo, pero hay una cosa que no me esperaba.

—¿El qué?

—Sin duda eres la criatura más increíblemente hermosa que he visto en toda mi vida.

Era cierto. Pese a la naturaleza mortífera del dragón, era sorprendentemente bello. El cuello del leviatán formó una ese al retraer la cabeza, parpadeando por la sorpresa. Acto seguido, frunció ligeramente el entrecejo, dudando.

—No miento —le aseguró Richard—. Sé que vas a comerme; no tengo ninguna razón para mentir. Eres muy hermosa. Nunca creí que vería una criatura tan magnífica como tú. ¿Tienes un nombre?

—Escarlata.

—Escarlata. Es un nombre precioso. ¿Son todos los dragones rojos tan maravillosos como tú o eres la excepción?

—Eso no soy yo quien debe decirlo —contestó el dragón, llevándose una garra al pecho. La cabeza culebreó hacia el joven—. Es la primera vez que alguien a quien estoy a punto de comer me echa piropos.

Una idea empezó a tomar forma en la mente de Richard. Guardó de nuevo la espada.

—Escarlata, sé que una criatura tan orgullosa como tú nunca se sometería al capricho de nadie, y mucho menos de alguien tan exigente como Rahl el Oscuro, a no ser que no tuviera más remedio. Eres demasiado hermosa y noble para someterte así, sin más.

La cabeza de Escarlata flotó más cerca de él.

—¿Por qué me dices esas cosas?

—Porque creo en la verdad y me parece que tú también.

—¿Cómo te llamas?

—Richard Cypher. Soy el Buscador.

Escarlata se llevó a los dientes una garra con la punta negra.

—¿El Buscador? —El dragón frunció el entrecejo—. Creo que nunca me he comido a un Buscador. —Una extraña sonrisa asomó en los labios del leviatán—. Serás un postre delicioso. Nuestra charla ha acabado, Richard Cypher. Gracias por tus cumplidos. —La cabeza se aproximó más al joven, y los labios se retrajeron en un gruñido.

—Rahl el Oscuro te robó el huevo, ¿verdad?

Escarlata retrocedió. Miró al humano parpadeando y echó la cabeza hacia atrás, abriendo mucho las fauces. Un rugido ensordecedor hizo vibrar las escamas que le recubrían la garganta. Una bola de fuego salió disparada hacia el cielo con la fuerza de una explosión. El ruido resonó en las paredes de roca, causando algunos desprendimientos sin importancia. Cuando volvió la cabeza hacia el humano, le salía humo de los orificios nasales.

—¿Qué sabes tú de eso? —le espetó.

—Sólo sé que una criatura tan orgullosa como tú no se rebajaría a realizar tareas tan degradantes, excepto por una razón: para proteger algo importante. Por ejemplo, una cría.

—Aunque lo sepas, no te salvarás —gruñó el dragón.

—También sé dónde tiene escondido tu huevo Rahl el Oscuro.

—¿Dónde? —Richard tuvo que agacharse a un lado para esquivar las llamas—. ¡Dime dónde!

—Creía que querías comerme.

—Alguien debería enseñarte a no hacerte el gracioso —rezongó el dragón, acercándole mucho un ojo.

—Lo siento, Escarlata. Es una mala costumbre que me ha causado muchos problemas en el pasado. Mira, si te ayudo a recuperar tu huevo, Rahl ya no tendrá ningún poder sobre ti. En ese caso, ¿considerarías la posibilidad de ayudarme?

—¿Haciendo qué?

—Bueno, sé que vuelas llevando a Rahl. Eso es lo que necesito. Necesito que me lleves en tu lomo durante unos días para encontrar a unos amigos a los que quiero proteger de Rahl. Tengo que cubrir una zona muy grande. Creo que, si lo hiciera desde el aire como un pájaro, podría localizarlos, y luego me quedaría tiempo suficiente para detener a Rahl.

—No me gusta llevar a humanos. Es humillante.

—Para bien o para mal, dentro de seis días todo habrá acabado. Sólo necesito que me ayudes durante este tiempo. Después, no importará. ¿Cuánto tiempo tendrás que servir a Rahl si no me ayudas?

—Muy bien. Dime dónde está mi huevo y te dejaré marchar. Te perdonaré la vida.

—¿Cómo sabrías que digo la verdad? Podría inventarme la respuesta para salvarme.

—Sé que, al igual que los dragones, los verdaderos Buscadores tienen honor. Así que, si de verdad lo sabes, dímelo y te dejaré ir.

—No.

—¡No! —rugió Escarlata—. ¿Cómo que no?

—Mi vida no tiene importancia. Al igual que tú, me preocupan asuntos más importantes. Si quieres que te ayude a recuperar el huevo, tendrás que ayudarme a salvar a mis amigos. Primero recuperamos el huevo y después me ayudas. Creo que es un trato más que justo. La vida de tu cría a cambio de llevarme sobre tu lomo durante unos días.

Uno de los penetrantes ojos amarillos de Escarlata se acercó mucho a la faz de Richard. Las orejas del leviatán también se inclinaron hacia adelante.

—¿Y cómo sabes que, después de recuperar mi huevo, cumpliré mi parte del trato?

—Porque sabes muy bien qué se siente al temer por la suerte de otro y porque tienes honor —susurró Richard—. No tengo elección. No conozco otra forma de impedir que mis amigos tengan que pasarse el resto de sus días viviendo cómo tú vives ahora: bajo el yugo de Rahl el Oscuro. Voy a arriesgar mi vida para salvar tu huevo. Creo que eres una criatura honorable y me pongo en tus manos.

Escarlata lanzó un bufido y retrocedió ligeramente, sin dejar de mirar a Richard. Acto seguido, plegó las enormes alas contra el cuerpo. Con la cola derribó rocas y pequeñas peñas, que arrastró por el suelo. El dragón avanzó una de sus patas delanteras, atravesó el tahalí de la espada de Richard con una única garra curva de punta negra —tan gruesa como una pierna de Richard y tan afilada como la punta de su espada— y tiró ligeramente. La testa del animal se acercó a Richard.

—Trato hecho. Es un trato de honor —siseó Escarlata—. Pero no te doy mi palabra de que no vaya a comerte dentro de seis días.

—Por mí, puedes comerme con patatas si antes me ayudas a salvar a mis amigos y a detener a Rahl. —Escarlata soltó un bufido—. ¿Son una amenaza para los dragones los gars de cola corta?

—Gars —comentó el dragón con desprecio, al mismo tiempo que retiraba la garra con la que lo tenía enganchado—. Me he comido un montón. No son rival para mí, a no ser que haya nueve o diez reunidos. Pero a los gars no les gusta ir en grupo, por lo que no es problema.

—Pues ahora lo es. Cuando vi tu huevo, estaba rodeado por docenas de gars.

Escarlata lanzó un gruñido y lenguas de fuego asomaron entre sus colmillos.

—Docenas —repitió—. Si hay tantos, podrían hacerme caer, especialmente si llevara el huevo.

—Por eso me necesitas —afirmó Richard con una sonrisa—. Voy a pensar en un plan.

Zedd lanzó un chillido. Kahlan y Chase se volvieron de repente. La mujer frunció el ceño. Era la primera vez que el mago gritaba mientras trataba de localizar la piedra noche. El sol ya se había puesto, pero a la mortecina luz Kahlan vio que la faz del mago se veía casi tan blanca como sus cabellos.

—¡Zedd! ¿Qué pasa? —preguntó, zarandeándolo por los hombros.

El Anciano no respondió. La cabeza le cayó a un lado y la mirada le quedó como perdida. Apenas respiraba, aunque eso era normal; cada vez que en el pasado había buscado la piedra noche, había dejado de respirar. La mujer intercambió una mirada de preocupación con Chase. Kahlan notaba cómo Zedd temblaba y lo zarandeó de nuevo.

—¡Zedd! ¡Ya basta! ¡Vuelve!

El mago lanzó un grito ahogado y luego susurró algo. Kahlan acercó una oreja a los labios del anciano. Éste repitió el susurro.

—Zedd, no puedo hacerte eso —dijo la mujer, horrorizada.

—¿Qué ha dicho? —quiso saber Chase.

Cuando miró al guardián del Límite, Kahlan tenía los ojos muy abiertos y con expresión de temor.

—Ha dicho que lo toque con mi poder.

—¡Inframundo! —masculló Zedd—. Única manera.

—Zedd, ¿qué está pasando?

—Estoy atrapado —musitó el mago—. Tócame o estoy perdido. Deprisa.

—Será mejor que hagas lo que te dice —opinó Chase.

Pero a Kahlan la idea no le gustaba ni pizca.

—¡Zedd, no puedo hacerte eso!

—Es la única manera de liberarme. Deprisa.

—¡Hazlo! —vociferó Chase—. ¡No hay tiempo para discutir!

—Que los espíritus me perdonen —susurró la mujer, al mismo tiempo que cerraba los ojos.

Kahlan se sentía atrapada por el pánico; no tenía elección. Asustada por lo que iba a hacer, dejó que la calma y el silencio invadieran su mente. Sumida en esa calma, se relajó por completo. Entonces sintió cómo el poder iba creciendo, alimentándose de su propio aliento, hasta que se descargó en el mago. En el aire se notó un fuerte impacto; un trueno silencioso. Hojas de pino llovieron a su alrededor. Chase gruñó de dolor, pues se hallaba más cerca de lo que aconsejaba la prudencia. El bosque quedó en silencio. El mago seguía sin respirar.

Zedd dejó de temblar, bajó la mirada, parpadeó varias veces y, finalmente, alzó ambas manos para agarrar a Kahlan por los brazos. Entonces tomó una bocanada de aire.

—Gracias, querida —logró decir entre jadeos.

Kahlan se quedó muy sorprendida de que el poder, su magia, no pareciera haberle causado efecto. Pero debería. Se sentía a la vez aliviada y perpleja de que no hubiese sido así.

—Zedd, ¿te encuentras bien?

—Sí, gracias a ti. Pero si no hubieses estado aquí, o hubieses tardado un poco más, me hubiera quedado atrapado en el inframundo. Tu poder me ha traído de vuelta.

—¿Por qué no te ha cambiado?

Zedd se alisó la túnica, algo avergonzado por haber sido incapaz de salir por sí mismo del apuro.

—Es por quien soy. Y porque soy un mago de Primera Orden —añadió con orgullo—. He usado tu poder de Confesora como si fuera una cuerda de salvamento para hallar el camino de vuelta. Era como un faro de luz en la oscuridad. Lo seguí pero sin dejar que me tocara.

—¿Y qué hacías tú en el inframundo? —preguntó Chase, adelantándose a Kahlan.

Zedd lanzó una torva mirada al guardián del Límite y no respondió.

—Responde, Zedd —le apremió Kahlan, muy preocupada—. Esto no había pasado nunca antes. ¿Por qué fuiste arrastrado al inframundo?

—Cuando busco la piedra noche, una parte de mí se sumerge en ella. Así es como la localizo y sé dónde está.

—Pero la piedra noche sigue en D’Hara. Richard sigue en D’Hara —objetó Kahlan, que prefería no pensar en lo que el mago estaba diciendo—. Zedd… —La mujer le agarró la túnica.

El mago bajó la mirada al suelo.

—La piedra noche ya no está en D’Hara, sino en el inframundo. ¡Pero eso no significa que Richard no siga en D’Hara! —exclamó—. ¡No significa que le haya pasado algo! Es sólo la piedra noche la que está en el inframundo.

Con expresión crispada, Chase se dispuso a montar el campamento antes de que cayera la noche. Kahlan, paralizada por el terror, aún agarraba la túnica de Zedd.

—Zedd… por favor. ¿Puedes estar equivocado?

—No. La piedra noche está en el inframundo. Pero eso no significa que Richard también esté allí. No te dejes llevar por el temor.

Kahlan asintió, notando cómo las lágrimas le fluían por las mejillas.

—Zedd, Richard está bien. Tiene que estar bien. Después de tenerlo tanto tiempo prisionero, Rahl no va a matarlo ahora.

—Ni siquiera sabemos si Rahl lo tiene prisionero.

Kahlan lo sabía, pero no quería admitirlo en voz alta. Si Rahl no lo tenía cautivo, ¿qué estaba haciendo Richard en el Palacio del Pueblo?

—Zedd, las otras veces que localizaste la piedra noche dijiste que podías percibirlo, que seguía vivo. ¿Percibiste su presencia en el inframundo? —preguntó, casi sin poder articular las palabras, pues temía la respuesta.

El mago se quedó mirándola a los ojos largamente.

—No, no lo sentí —contestó al fin—. Pero tampoco sé si lo sentiría en caso de hallarse en el inframundo. —Cuando Kahlan se echó a llorar, el anciano la atrajo hacia él y apoyó la cabeza de la mujer en su hombro—. Pero creo que solamente estaba la piedra noche. Creo que Rahl estaba tratando de atraparme allí. Supongo que le quitó la piedra a Richard y la envió al inframundo para tenderme una trampa.

—Yo no me vuelvo. Seguiremos buscándolo —sollozó Kahlan.

—Pues claro, querida.

La Confesora notó un cálido lametón en el dorso de la mano. Sonriendo, acarició el pelaje del lobo.

—Lo encontraremos, ama Kahlan. No os preocupéis, lo encontraremos.

—Brophy tiene razón —dijo Chase, hablando por encima del hombro—. Estoy seguro de que, cuando lo hagamos, nos va a echar un sermón por haberlo ido a buscar.

—Lo importante es que la caja está a salvo —afirmó el mago—. Dentro de cinco días empieza el invierno, y Rahl el Oscuro morirá. Después de eso recuperaremos a Richard, si no antes.

—Os llevaré allí pronto, si es eso a lo que te refieres —rezongó Chase.

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