Rachel estaba sentada en su habitual sillita, detrás de la princesa. Las rodillas le temblaban mientras pensaba en cómo se las apañaría para que aquella noche la princesa la echara del castillo y así pudiera marcharse con la caja y no volver jamás. La niña no podía dejar de pensar en el pan, con la caja escondida dentro, que tenía que recoger en el jardín. Tenía miedo, pero también se sentía excitada porque iba a evitar que cortaran la cabeza a mucha gente. Era la primera vez que se sentía una persona importante. Impaciente por marcharse, retorcía el dobladillo del vestido.
Todas las damas y los caballeros tomaban su bebida especial, y parecían muy contentos. Giller, de pie detrás de la reina junto con todos sus demás consejeros, hablaba en voz baja con el artista de la corte. A Rachel no le gustaba el artista; la asustaba. El hombre siempre le sonreía de manera extraña y, además, era manco. La niña había oído a los sirvientes decir que tenían miedo de que el artista los dibujara.
La gente empezó a adoptar expresiones temerosas. Todos miraban a la reina y se ponían de pie. Rachel también la miró y se dio cuenta de que, en realidad, no miraban a la reina sino a alguien detrás de ella. Los ojos se le salieron de las órbitas al ver a los dos hombretones.
Eran los hombres más altos y fuertes que había visto en su vida. Llevaban una camisa sin mangas y en los brazos anchos brazaletes de metal con pinchos. Eran muy musculosos y tenían el pelo amarillo. La niña pensó que parecían malvados, mucho más que cualquiera de los guardias de los calabozos. Los dos hombres miraron a su alrededor y escrutaron a los congregados, tras lo cual se colocaron uno a cada lado del amplio arco de entrada, detrás de la reina, y se cruzaron de brazos. La reina lanzó un resoplido y se volvió en la silla para ver qué sucedía.
Un hombre de ojos azules, largo cabello rubio, vestiduras blancas y un cuchillo con mango dorado al cinto cruzó el arco. Era el hombre más apuesto que Rachel había visto nunca. El hombre sonrió a la reina, y ésta se puso de pie de un salto.
—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó la soberana con su voz más amable, la que solía utilizar con Tesoro—. Es un gran honor, pero no os esperábamos hasta mañana.
El hombre le dirigió otra encantadora sonrisa.
—No podía esperar para ver de nuevo vuestro hermoso semblante, majestad. Perdonadme por haberme adelantado.
La reina Milena rió tontamente mientras le tendía una mano para que la besara. La reina siempre estaba tendiendo la mano. A Rachel le extrañaron las palabras del hombre apuesto; no conocía a nadie que encontrara hermosa a la reina. La soberana cogió la mano del hombre en la suya y anunció:
—¡Damas y caballeros, os presento al Padre Rahl!
¡El Padre Rahl! La niña echó un vistazo en torno para ver si alguien se había apercibido de su sobresalto. Pero no; todos miraban al Padre Rahl. Rachel estaba segura de que Rahl la miraría y vería que pensaba escaparse con la caja. Sus ojos se posaron en Giller, pero el mago no le devolvió la mirada. El hechicero tenía pálido el semblante. ¡El Padre Rahl había llegado antes de que ella hubiera huido con la caja! ¿Qué iba a hacer?
El Padre Rahl miró a todos los congregados, que se habían levantado. El perrito de la reina ladró. El hombre se volvió hacia el animal, y el ladrido cesó para ser sustituido por un débil gemido. Rachel se volvió hacia la gente. En la sala se hizo un silencio total.
—La cena ha acabado. Si nos excusáis… —dijo suavemente.
Todo el mundo empezó a cuchichear. Los azules ojos del hombre vigilaban. Los susurros enmudecieron, y los presentes empezaron a desfilar, primero lentamente y luego más deprisa. El Padre Rahl miró a algunos consejeros de la reina, que también se marcharon, en apariencia contentos de poder hacerlo. Los pocos a los que no miró, entre ellos Giller, se quedaron. La princesa Violeta también se quedó, y Rachel se ocultó tras ella para tratar de pasar inadvertida. Sonriente, la reina señaló la mesa con un gesto.
—Sentaos, Padre Rahl, por favor. Estoy segura de que habéis tenido un viaje agotador. Comed algo. Esta noche tenemos un asado magnífico.
—No apruebo la matanza de animales indefensos para comer su carne —declaró Rahl, clavando en la reina esos ojos azules que nunca parpadeaban.
A Rachel le pareció que la reina iba a atragantarse.
—Bueno pues… también tenemos una suculenta sopa de nabo y otras cosas. Estoy segura… tiene que haber algo que… y, si no hay nada, los cocineros os prepararán cualquier…
—Quizás en otra ocasión. No he venido aquí a comer, sino a recibir vuestra contribución a nuestra alianza.
—Pero… no os esperaba tan pronto. Aún no hemos acabado de redactar los acuerdos. Hay muchos papeles que deben firmarse y sin duda querréis examinarlos primero.
—Firmaré gustoso cualquier documento que tengáis listo, y os doy mi palabra de que firmaré cualquier otro papel adicional que redactéis. Confío en que seréis honrada y me ofreceréis un trato justo. No tendréis intención de engañarme con los acuerdos, ¿verdad? —concluyó con una sonrisa.
—Claro que no, Padre Rahl, claro que no.
—Pues no hay más que hablar. ¿Por qué tendrían mis consejeros que examinar esos papeles si sois justa conmigo? Por lo que decís, estáis siendo justa, ¿no?
—Claro que sí. Supongo que no hay necesidad de… pero es tan poco corriente.
—Al igual que nuestra alianza. ¿Qué os parece si la cerramos ya?
—Sí, sí, naturalmente. —La reina se volvió hacia uno de sus consejeros y le ordenó—: Ve y tráenos todos los papeles ya preparados sobre la alianza. Trae también tinta y plumas. Y mi sello. —El consejero inclinó la cabeza y se marchó. Entonces, la reina se dirigió a Giller—: Ve a buscar la caja, dondequiera que la hayas ocultado.
Giller se inclinó ante la reina.
—Ahora mismo, majestad. —Rachel se sintió muy sola y también asustada cuando el mago desapareció por la puerta, con la túnica plateada ondeando tras de él.
Mientras esperaban, la reina presentó a la princesa Violeta al Padre Rahl. Rachel se quedó de pie detrás de la silla de la princesa, mientras ésta se levantaba, iba hacia el Padre Rahl y le tendía la mano. Rahl se inclinó sobre la mano y la besó, tras lo cual le dijo que era tan hermosa como su madre. La princesa, sin poder dejar de sonreír, se llevó al pecho la mano que Rahl había besado.
El consejero regresó con sus secretarios, cargados con montones de papeles. Éstos despejaron la mesa, desplegaron los documentos en la cabecera e indicaron dónde debían firmar la reina y el Padre Rahl. Uno de los secretarios derramó sobre los papeles cera roja y la reina marcó en ella su sello. El Padre Rahl dijo que él no tenía sello, pero que no dudaba de poder reconocer su propia firma en el futuro. Cuando Giller volvió, se hizo a un lado y esperó a que los demás terminaran. Los secretarios empezaron a recoger los documentos y a disputar por el orden en que debían ir. La reina hizo un gesto al mago para que se acercara.
—Padre Rahl —dijo Giller con su mejor sonrisa, sosteniendo cuidadosamente la caja falsa con ambas manos, como si fuera la auténtica—, permitidme que os ofrezca la caja del Destino de la reina Milena.
El Padre Rahl esbozó una leve sonrisa y, cautelosamente, aceptó el objeto que le ofrecía Giller. A continuación le dio la vuelta, admirando las hermosas joyas que refulgían. Acto seguido indicó por señas a uno de sus gorilas que se acercara. Cuando estuvo frente a él, el Padre Rahl lo miró a los ojos y le tendió la caja.
El hombretón la estrujó con una sola mano, haciéndola pedazos. La reina contempló la escena con ojos desorbitados.
—¿Qué significa esto? —preguntó, indignada.
—Eso debería preguntarlo yo, majestad —replicó Rahl con expresión amenazadora—. Esta caja es una falsificación.
—¡¿Qué?! Es imposible… No hay modo de que… Sé con total seguridad que… —La reina se volvió hacia Giller—. ¡Giller! ¿Qué sabes de esto?
—Majestad… no lo entiendo —contestó el mago, con las manos metidas en las mangas de la túnica—. Nadie ha manipulado el sello mágico. Yo mismo me ocupé de ello. Os aseguro que es la misma caja que vos me entregasteis y que yo he custodiado. Seguramente os dieron una caja falsa. Nos han engañado. Es la única explicación posible.
El Padre Rahl taladró con la mirada al mago, mientras éste se explicaba. Entonces miró a uno de sus hombres, el cual agarró al mago por la parte trasera del cuello de la túnica. Con una mano sostenía a Giller en vilo.
—¡Qué estás haciendo! ¡Suéltame, bruto! ¡Muestra respeto por un mago o juro que lo lamentarás! —exclamó el hechicero, con los pies bamboleándose en el aire.
Rachel notaba un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos, pero se esforzó por ser valiente y no llorar. Sabía que si lo hacía, llamaría la atención de los demás.
Rahl se lamió las yemas de los dedos.
—Ésa no es la única explicación posible, mago. La caja auténtica posee magia, un tipo particular de magia. Pero la magia de esta otra caja es distinta. Una reina no se daría cuenta, no sabría si la caja es auténtica, pero un mago sí.
»Vuestro mago y yo vamos a tener una pequeña charla a solas —agregó, dirigiendo a la reina una pequeña sonrisa. Con estas palabras, giró sobre sus talones y salió del comedor. La túnica blanca revoloteó tras él. El hombretón que sostenía en vilo a Giller lo siguió. El otro se colocó frente a la puerta y cruzó los brazos. Giller fue sacado de la sala en volandas.
Rachel quería correr tras él, pues temía lo que iban a hacerle. Pero entonces vio que el mago volvía la cabeza y miraba a la gente con ojos muy abiertos. Por un instante, sus ojos oscuros se posaron en los suyos, y la niña oyó su voz en la cabeza tan claramente como si le gritara. La voz en su cabeza gritaba una sola palabra: «¡Corre!».
Un segundo después, Giller ya no estaba allí. Rachel sentía deseos de llorar, pero, en vez de eso, se metió el dobladillo del vestido en la boca. Toda la gente que rodeaba a la reina rompió a hablar al mismo tiempo. James, el artista de la corte, empezó a recoger pedazos de la caja falsa. Ayudándose del muñón de una mano, las sostenía en la otra, dándoles vueltas y examinándolas. La princesa Violeta le quitó uno de los pedazos más grandes y admiró las joyas, que acariciaba con los dedos.
Rachel recordaba la voz que había resonado dentro de su cabeza, la voz que le había gritado que corriera. Miró alrededor; nadie le prestaba atención. Así pues, rodeó las mesas, procurando mantener la cabeza más gacha que los tableros para que nadie la viera. Al llegar al otro lado del comedor, asomó la cabeza para comprobar si alguien miraba. Nadie.
Entonces estiró una mano y cogió algo de comida de las bandejas: un pedazo de carne, tres panecillos y un gran trozo de queso curado. Después de meterse todo eso en los bolsillos, volvió a asegurarse de que nadie miraba.
La niña corrió hacia el vestíbulo, tratando de contener las lágrimas y de ser valiente por Giller. Corría descalza por el suelo alfombrado, por delante de los tapices que colgaban de las paredes. Antes de llegar a la altura de los guardias que custodiaban la puerta, disminuyó el paso para que no la vieran correr. Al verla, los guardias descorrieron el gran cerrojo y la dejaron pasar sin decirle nada. Los guardias apostados al otro lado de la puerta se limitaron a echarle un vistazo antes de fijar de nuevo la vista en el patio.
Rachel se secó unas lágrimas mientras bajaba los fríos escalones de piedra. Aunque pugnaba por contenerse, no pudo evitar que algunas se le escaparan. Los guardias que patrullaban el terreno ni siquiera se fijaron en la chiquilla que avanzaba rápidamente por los adoquines hacia el jardín.
Lejos de las antorchas que colgaban de los muros exteriores del castillo, reinaba la oscuridad, pero la niña conocía el camino. Sentía la hierba húmeda bajo sus pies descalzos. Al llegar a la tercera urna, se arrodilló y, tras comprobar que nadie la vigilaba, metió una mano bajo las flores. Al notar el trapo que envolvía el pan, tiró de él, deshizo los nudos, desplegó el paño y colocó junto al pan la carne, los tres panecillos y el queso. Después hizo de nuevo el hatillo.
Cuando se disponía a correr hacia la puerta del muro, de pronto se acordó, y lanzó un grito ahogado. Se quedó paralizada, con los ojos muy abiertos.
¡Se había olvidado a Sara! ¡Se había dejado la muñeca en la caja donde dormía! La princesa Violeta la encontraría y la arrojaría al fuego. No podía dejarla allí; escapaba para no volver nunca más. Sara tendría miedo sin ella. La princesa la arrojaría al fuego.
Guardó de nuevo el hatillo con el pan debajo de las flores, miró en torno y corrió hacia el castillo. A aproximarse a la luz que emitían las antorchas, tuvo que disminuir la marcha y caminar. Uno de los guardias de la puerta la miró y le dijo:
—Acabas de salir.
Rachel tragó saliva.
—Sí, lo sé, pero tengo que volver a entrar un momento.
—¿Has olvidado algo?
La niña asintió con la cabeza y logró decir «sí».
El hombre sacudió la cabeza y levantó el ventanuco.
—Abre —indicó al guardia de dentro. Rachel oyó el ruido del pesado cerrojo.
Una vez dentro, escrutó el pasillo. Al fondo se abría la gran sala con el suelo ajedrezado y la escalinata, a la que se accedía dando unas cuantas vueltas por largos pasadizos y atravesando unas cuantas cámaras de gran tamaño, una de ellas el comedor. Era el camino más corto, pero la reina, la princesa o incluso el Padre Rahl, podrían estar allí y verla. Ya era tarde, por lo que era posible que la princesa Violeta la obligara a subir a su alcoba y la encerrara.
La niña giró y cruzó la pequeña puerta de la derecha, que daba al pasadizo del servicio. Era el camino más largo, pero ni en los pasillos ni en la escalera reservados a la servidumbre se encontraría con nadie importante. Ningún criado la pararía; todos sabían que era la compañera de juegos de la princesa y no querrían enfurecer a ésta. Tendría que bajar hasta las alcobas de los sirvientes y atravesar por debajo las grandes salas y la cocina.
Los escalones eran de piedra, con el borde alisado por el uso. Por una ventana abierta de la parte superior entraba la lluvia. Además, había una humedad permanente porque los muros rezumaban agua. En algunos puntos era muy poca, en otros más, y algunos escalones se veían cubiertos por un limo verde. Rachel procuraba ir siempre con cuidado para no pisar el limo. La luz de las antorchas colocadas en hacheros de hierro teñían la piedra y los escalones de color rojo y amarillo.
Había algunas personas en los pasadizos de la planta baja; sirvientes que llevaban ropa de cama y mantas, lavanderas con cubos de agua y fregonas, así como hombres que acarreaban fardos de leña para los fuegos de arriba. Algunas personas se detenían y hablaban en susurros unas con otras. Parecían excitadas. Rachel oyó pronunciar el nombre de Giller y se le hizo un nudo en la garganta.
En las dependencias de los criados todas las lámparas de aceite, que colgaban de las vigas de los techos bajos, estaban encendidas, y los sirvientes se reunían en grupitos para contarse qué habían visto. Rachel se fijó en un hombre que hablaba en voz alta rodeado por muchas mujeres y algún que otro varón. Era Sanders, el hombre que solía vestir una suntuosa chaqueta, saludaba a las elegantes damas y caballeros que acudían a la cena y anunciaba sus nombres al entrar en el comedor.
—Me lo ha contado uno de los dos guardias que estaban de servicio en el comedor. Ya sabéis a quiénes me refiero: al joven, Frank, y al otro, el que cojea, Jenkins. Me dijo que los guardias de D’Hara les confiaron que se haría un registro del castillo, de las almenas a los sótanos.
—¿Qué buscan? —preguntó una mujer.
—No lo sé. No se lo dijeron ni a Frank ni a Jenkins. Pero no me gustaría estar en la piel de quien tenga lo que buscan. Esos hombres de D’Hara le pueden provocar a uno pesadillas incluso estando despierto.
—Ojalá encuentren lo que quiera que haya debajo de la cama de Violeta —comentó alguien—. No le estaría mal que le provocaran a ella una pesadilla en lugar de provocarla ella, para variar. —Todos rieron.
Rachel siguió adelante, cruzó la enorme despensa llena de columnas, de las que colgaban lámparas. A un lado se apilaban los barriles en hileras, unos encima de los otros; y en el otro, cajas, arcones y sacos. La despensa olía a humedad y moho, y se oía el roer de los ratones. La niña cruzó el almacén andando por el centro, hacia la pesada puerta que se abría al otro extremo. Los goznes de hierro chirriaron cuando tiró con todas sus fuerzas del pomo y abrió la puerta. La herrumbre del pomo le manchó las manos, y tuvo que limpiárselas en la piedra. Otra portalada, a la derecha, daba a los calabozos. Rachel subió la oscura escalera, iluminada únicamente por una antorcha en la parte superior. La niña oía el goteo del agua y su eco. La puerta de lo alto de la escalera estaba un poco abierta, Rachel la cruzó y luego recorrió los pasillos de piedra tan rápida como el viento que siempre soplaba en ellos. La niña estaba tan asustada que tenía ganas de llorar. Quería que Sara estuviera a salvo, con ella, y lejos del castillo.
Por fin, llegó al piso superior. Asomó la cabeza por la puerta y escrutó en ambas direcciones el corredor que conducía a los aposentos de la princesa Violeta. No había nadie. La niña anduvo de puntillas sobre la alfombra, con dibujos de barcas, hasta llegar a la entrada, algo apartada del pasillo. Rachel se deslizó dentro y volvió a escrutar el corredor. Con infinito cuidado abrió la puerta apenas una rendija. La alcoba estaba a oscuras. La niña se introdujo sigilosamente en ella y cerró bien la puerta.
El fuego ardía en la chimenea, pero las lámparas no se habían encendido. Rachel avanzó silenciosamente, sintiendo los pelos de la alfombra en sus pies desnudos. Al llegar a la caja en la que dormía, se arrodilló y entró dentro arrastrándose, retiró la manta con una mano y ahogó un grito. Sara no estaba. Rachel sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo.
—¿Buscas algo? —Era la voz de la princesa Violeta.
Por un momento, Rachel se quedó como paralizada. Respiraba entrecortadamente, pero se aguantó el llanto. No quería que la princesa Violeta la viera llorar. Cuando salió de la caja, vio una forma negra de pie delante del fuego. La princesa se alejó un paso de las llamas. Tenía las manos a la espalda, por lo que Rachel no veía qué sostenía.
—He subido para meterme en la caja. Es hora de irme a dormir.
—Ya. —Los ojos de Rachel se habían adaptado a la oscuridad y pudo ver la sonrisa de la princesa—. ¿No buscarías esto, por casualidad?
Lentamente se sacó las manos de la espalda. Sostenía a Sara. Rachel abrió mucho los ojos y, de pronto, le entraron ganas de orinar.
—Princesa Violeta, por favor… —gimoteó, estirando los brazos en gesto de súplica.
—Ven aquí y hablaremos de esto.
Rachel se acercó despacio a la princesa y se detuvo frente a ella, retorciendo con un dedo el dobladillo del vestido. De repente, la princesa la abofeteó con más fuerza que nunca. Tan intenso fue el golpe que Rachel lanzó un gritito y tuvo que retroceder un paso. Mientras se llevaba la mano izquierda a la mejilla, que le ardía, las lágrimas le llenaron los ojos. Pero la niña metió un puño en un bolsillo; esta vez estaba decidida a no llorar.
La princesa se aproximó a ella y le golpeó la otra mejilla con el dorso de la mano. Los nudillos le causaron un dolor más intenso que la palma. Rachel apretó los dientes y cerró los dedos alrededor de algo en el bolsillo para no sucumbir a las lágrimas.
—¿Qué te dije que haría si alguna vez te encontraba una muñeca? —La princesa Violeta se volvió hacia el fuego.
—Princesa Violeta, por favor, no… —La niña temblaba por el dolor que sentía en la cara y porque estaba muy asustada—. Por favor, dejad que me la quede. No os hace ningún daño.
La princesa soltó una odiosa carcajada.
—Ni hablar. La voy a tirar al fuego como te dije que haría. Así aprenderás la lección. ¿Cómo se llama?
—No tiene nombre.
—Bueno, no importa. De todos modos arderá.
La princesa se volvió hacia el fuego. Rachel aún aferraba algo que llevaba en el bolsillo. Era la cerilla mágica que Giller le había regalado. Se la sacó del bolsillo y la miró.
—¡No te atrevas a tirar mi muñeca al fuego o te arrepentirás!
—¿Qué acabas de decir? ¡Cómo te atreves a hablarme así, a mí! Tú no eres nadie. Yo soy la princesa.
Rachel acercó la cerilla al tapete que cubría un pequeño velador de mármol que tenía cerca.
—Luz para mí —musitó.
El tapete prendió. La princesa pareció sorprendida. Rachel acercó la cerilla a un libro situado encima del velador, echó una fugaz mirada a los ojos de la princesa para asegurarse de que miraba y susurró de nuevo las palabras mágicas. El libro empezó a arder con un rugido. La princesa Violeta asistía al espectáculo con ojos desorbitados. Rachel cogió el libro en llamas por una esquina y lo arrojó a la chimenea, mientras la princesa la miraba. Entonces, giró el cuerpo, dio un paso hacia la princesa y le acercó la cerilla mágica.
—Dame la muñeca o te quemaré a ti también.
—No te atreverás.
—¡Dámela! Si no lo haces, te prenderé fuego y te quemarás.
La princesa le tendió la muñeca, al mismo tiempo que le decía:
—Toma, Rachel. Por favor, no me quemes. Me da miedo el fuego.
Rachel cogió la muñeca con la mano izquierda y la abrazó, sin apartar la cerilla mágica de la princesa. Ésta empezaba a darle lástima, pero entonces recordó lo mucho que le dolía la cara por sus bofetones. Le dolía más que en ninguna otra ocasión.
—Vamos a olvidar todo esto, Rachel. Puedes quedarte con la muñeca, ¿vale? —Ahora la princesa hablaba con voz realmente amable y no desagradable como antes.
Pero Rachel sabía que era una trampa. Tan pronto como tuviera los soldados cerca, la princesa ordenaría que le cortaran la cabeza. Entonces sí que se reiría de ella y, además, quemaría a Sara.
—Métete en la caja —dijo Rachel—. Así comprobarás lo cómoda que es.
—¿Qué?
Rachel la pinchó con la cerilla mágica.
—Métete ahora mismo o te quemo.
La princesa avanzó lentamente hacia la caja, con la cerilla clavada a la espalda, mientras trataba de persuadir a su compañera de juegos.
—Rachel, piensa en lo que estás haciendo. ¿Realmente quieres…?
—Cállate y métete dentro. A no ser que quieras que te prenda fuego.
La princesa se arrodilló y entró gateando en la caja. Rachel miró al interior.
—Ve al fondo.
La princesa obedeció. La puerta se cerró con un sonido metálico. Rachel se encaminó al cajón y sacó la llave con la que cerró la puerta de hierro de la caja, asimismo de hierro, y luego se guardó la llave en el bolsillo. Acto seguido se arrodilló y atisbó en el interior por una pequeña abertura. En la oscuridad únicamente distinguió los ojos de la princesa, que la miraban.
—Buenas noches, Violeta. Que duermas bien. Esta noche yo dormiré en tu cama. Estoy harta de tu voz, así que será mejor que no abras la boca. Si te oigo, vendré y te quemaré la piel. ¿Entendido?
—Sí —se oyó una débil voz por el oscuro agujero practicado en la puerta.
Rachel dejó a Sara en el suelo mientras tiraba de la alfombra, le daba la vuelta y cubría la caja con ella. Entonces fue hasta la cama y saltó sobre ella, para que chirriara y la princesa Violeta creyera que, realmente, pensaba dormir en ella.
Sonriendo, Rachel se encaminó de puntillas a la puerta, abrazando con fuerza a Sara.
Después de desandar el camino por los corredores de la servidumbre y cruzar la puerta que daba acceso a éstos, escrutó el pasillo y se dirigió hacia la gran puerta custodiada por los guardias. No habló. No se le ocurría nada; simplemente se quedó esperando que le dejaran salir.
—Ah, habías olvidado la muñeca —dijo el guardia.
Rachel asintió con la cabeza.
La niña oyó cómo la puerta se cerraba con estrépito a su espalda, mientras ella se internaba en la oscuridad, en dirección al jardín. Había más guardias de lo que era habitual. Además de la guardia regular, se veía a otros vestidos con uniforme diferente. Los nuevos la miraban más que los de siempre, y Rachel oía a éstos que explicaban a los nuevos quién era ella. La niña trató de que no vieran cómo miraba hacia atrás, evitando correr, mientras caminaba con la muñeca, estrechándola con fuerza contra ella.
El hatillo con la hogaza de pan y la caja escondida dentro seguía donde lo había dejado, debajo de las flores. Rachel lo sacó, sujetándolo por el nudo con una mano mientras sostenía a Sara contra su pecho con la otra. Mientras avanzaba por el jardín se preguntaba si la princesa Violeta todavía creía que estaba durmiendo en el gran lecho, o si ya había descubierto que no era más que un truco y gritaba pidiendo socorro. Si los soldados la habían oído y rescatado, era posible que ya la estuvieran buscando. Había tenido que ir por el camino largo; con unas piernas cortas como las suyas, le había costado bastante tiempo atravesar todo el castillo por abajo. Rachel escuchaba atentamente por si oía gritos que indicaran que la buscaban.
Apenas podía respirar. Ojalá consiguiera salir del castillo antes de que empezaran a buscarla. La niña recordó que Sanders había dicho que iban a registrar todo el castillo. Ella sabía qué buscaban: la caja. Pero había prometido a Giller que la sacaría del castillo, para que el malvado Rahl no se hiciera con ella y no matara a un montón de gente.
Había muchos hombres en el adarve. Muy cerca ya de la puerta, la niña se puso a andar más lentamente. La puerta solía estar custodiada por dos guardias de la reina, pero ahora había tres hombres. A dos los reconoció —llevaban el uniforme de la reina: guerrera roja con una cabeza de lobo negra—, pero el otro iba vestido de forma distinta, con un uniforme de cuero oscuro, y era mucho más fornido que los otros. Era uno de los nuevos hombres. Rachel no sabía si debía seguir adelante o echar a correr. Pero ¿correr adónde? Antes de poder echar a correr tenía que cruzar la muralla.
Los hombres la vieron antes de que pudiera decidirse, por lo que tuvo que seguir avanzando. Uno de los guardias habituales fue a descorrer el cerrojo, pero el nuevo levantó un brazo para detenerlo.
—No es más que la compañera de juegos de la princesa. A veces, la princesa la obliga a dormir fuera.
—Nadie puede salir —replicó el guardia nuevo.
Los habituales interrumpieron el proceso de abrir la puerta.
—Lo siento, pequeña. Ya lo has oído: nadie puede salir.
Rachel se quedó muy quieta, con la boca cerrada y la mirada fija en el nuevo guardia, que ahora también la observaba. La niña tragó saliva. Giller confiaba en ella para sacar la caja del castillo. Ella era la única que podía hacerlo. La niña trató de imaginar qué haría Giller en su lugar.
—Bueno, muy bien —dijo al fin—. Prefiero quedarme dentro porque fuera hace frío.
—Asunto arreglado. Esta noche dormirás dentro —dijo el guardia habitual.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Rachel.
—Lancero de la reina Reid —contestó el guardia, un tanto sorprendido.
—¿Y tú? —preguntó la niña, señalando al otro guardia con la mano en la que sostenía la muñeca.
—Lancero de la reina Walcott.
—Lanceros Reid y Walcott —repitió la niña en voz baja—. Muy bien, creo que podré recordarlo. —Entonces señaló al guardia nuevo, y al hacerlo la muñeca se balanceó a un lado y al otro—. ¿Y cómo te llamas tú?
El hombretón se metió los pulgares bajo el cinturón y le espetó:
—¿Para qué quieres saberlo?
La niña abrazó la muñeca contra su pecho.
—Bueno, la princesa me ordenó, muy enfadada, que pasara la noche fuera del castillo. Si no obedezco, se pondrá como loca y querrá cortarme la cabeza. Pero yo le diré que los guardias no me dejaron salir. Quiero saber vuestros nombres para que no crea que me lo invento, y pueda venir y preguntaros personalmente si es cierto. Me da miedo la princesa. Últimamente ha empezado a ordenar que corten la cabeza a la gente.
Los tres guardias retrocedieron ligeramente y se miraron.
—Es cierto —dijo el lancero Reid a su nuevo compañero—. La princesa es cada vez más hija de su madre. Es muy mala, y su madre la anima.
—Yo tengo órdenes de no dejar salir a nadie —repitió el nuevo guardia.
—Pues nosotros dos preferimos obedecer las órdenes de la princesa —replicó bruscamente el lancero Reid—. Si no quieres dejarla salir, por nosotros no hay problema. Pero que quede claro que es decisión tuya y que tú eres quien arriesga el cuello. Si nos preguntan, confesaremos que nosotros te dijimos que la dejaras salir, como quería la princesa. No pensamos perder la cabeza por tu culpa. —El otro lancero, Walcott, asintió con la cabeza—. No creo que una niña que apenas levanta un palmo sea una amenaza. ¿Quieres que digamos que a tres soldados grandes y fuertes como nosotros nos pareció peligrosa? Tú decides. Pero que conste que si vas contra la princesa, será tu cabeza y no la nuestra la que corte el verdugo de la reina.
El nuevo guardia miró a la niña con expresión furiosa. Entonces posó la vista en sus dos nuevos compañeros para después mirar de nuevo a la niña.
—Bueno, obviamente no es ninguna amenaza. Las órdenes se dieron para protegernos de las amenazas, así que supongo que…
El lancero de la reina Walcott empezó a descorrer el cerrojo.
—Pero quiero saber qué lleva ahí —añadió el nuevo guardia.
—Es sólo mi cena y mi muñeca —contestó Rachel, tratando de quitar importancia a la cosa.
—Echémosle un vistazo.
Rachel dejó el hatillo en el suelo, deshizo los nudos y lo abrió. Acto seguido le tendió a Sara.
El hombretón cogió la muñeca y la examinó por todas partes; la volvió del revés e incluso le levantó el vestido con un dedo. Rachel le propinó un puntapié en la espinilla con todas sus fuerzas.
—¡No hagas eso! ¿Es que no tienes respeto? —le gritó.
Reid y Walcott se echaron a reír.
—¿Has encontrado algo peligroso debajo del vestido? —preguntó Reid.
El nuevo devolvió la muñeca a la niña, mientras le preguntaba:
—¿Qué más tienes ahí?
—Ya te lo he dicho: mi cena.
—Bueno, alguien tan menudo no necesita todo un pan —comentó mientras empezaba a inclinarse.
—¡Es mío! —gritó la niña—. ¡No lo toques!
—No se lo quites —dijo Walcott al nuevo guardia—. La princesa apenas le da de comer. ¿Acaso te parece que está gorda?
—Supongo que tienes razón —replicó el hombre, enderezándose de nuevo. Entonces soltó aire y dijo—: Vamos, vete. Fuera de aquí.
Rachel volvió a atar el hatillo con el pan y las demás cosas lo más deprisa que pudo. Mientras pasaba entre las piernas de los guardias y cruzaba la puerta, sujetaba con una mano a Sara y con la otra agarraba con fuerza el bulto.
Al oír el ruido del cerrojo, empezó a correr. Corrió lo más aprisa que pudo, sin detenerse para mirar atrás, demasiado asustada para comprobar si alguien la perseguía. Pero, después de correr un rato, tenía que saberlo, por lo que se paró y miró. No vio a nadie. Jadeando, se sentó a descansar en una gran piedra del camino.
Aún podía distinguir la silueta del castillo recortada contra el cielo estrellado; el borde superior irregular de la muralla y las torres iluminadas. Nunca más volvería, nunca. Ella y Giller huirían, para nunca regresar, a un lugar donde la gente era amable. Entre sus jadeos oyó una voz que pronunciaba su nombre. Era Sara.
La niña dejó a la muñeca encima del hatillo.
—Ahora estamos a salvo, Sara. Hemos escapado.
—Me alegro mucho, Rachel —repuso la muñeca con una sonrisa.
—Nunca volveremos a ese castillo de gente mala.
—Rachel, Giller quiere que te diga una cosa. —La muñeca hablaba con voz tan débil que Rachel tuvo que inclinarse para poder oírla.
—¿Qué?
—Él no puede ir contigo. Debes marcharte sola.
La niña sintió que los ojos se le empezaban a humedecer.
—Pero yo quiero que venga conmigo.
—Él también lo quiere, más que nada en el mundo, pero debe quedarse en el castillo para que no te encuentren y así puedas escapar. Es el único modo de que estés a salvo.
—Pero sola tendré miedo.
—No estarás sola, Rachel, me tendrás a mí. Yo siempre estaré contigo.
—Pero ¿qué voy a hacer? ¿Adónde voy a ir?
—Debes huir. Giller dice que no vayas al pino de siempre, porque allí te encontrarán. —Rachel abrió mucho los ojos al oír estas palabras—. Busca otro pino hueco y al día siguiente otro más. Tienes que seguir huyendo y escondiéndote hasta que llegue el invierno. Entonces, busca a personas amables que quieran cuidarte.
—Muy bien. Si Giller lo dice, lo haré.
—Rachel, Giller quiere que sepas que te quiere mucho.
—Yo también lo quiero. Más que a nadie.
La muñeca sonrió.
De pronto, el bosque se iluminó con una luz azul y amarilla. La niña alzó los ojos. Inmediatamente resonó un fuerte estallido que la hizo saltar. Abrió mucho la boca, y los ojos parecía que le querían salir de las órbitas.
Del castillo, de detrás de la muralla, habían disparado una bola de fuego gigante. La bola de fuego ascendió en el aire, lanzando chispas y humo negro. A medida que subía más y más, el fuego se convertía en una negra humareda, hasta que todo volvió a quedar a oscuras.
—¿Has visto eso? —preguntó a Sara.
La muñeca no respondió.
—Espero que Giller esté bien.
Rachel miró a la muñeca, pero Sara no dijo nada, ni siquiera sonrió. La niña la abrazó y recogió el hatillo.
—Será mejor que nos pongamos en marcha como dijo Giller.
Al pasar junto al lago arrojó al agua, tan lejos como pudo, la llave de la caja en la que había encerrado a la princesa, y sonrió cuando oyó el chapoteo.
Sara no dijo nada mientras se alejaban del castillo. Rachel recordó que Giller había dicho que no se refugiara en el pino de siempre, por lo que tomó otra dirección y enfiló una senda abierta por los venados que atravesaba la maleza.
Rachel avanzaba hacia el oeste.