48

Lloviznaba. El agua le corría a Richard por la cara y le goteaba de la punta de la nariz, lenta pero continuamente. Con un gesto impaciente, se pasó la mano. Estaba tan cansado que apenas sabía qué hacía. Lo único que sabía con seguridad era que no podía hallar a Kahlan, Zedd y Chase. Los había buscado sin descanso, recorriendo la maraña de sendas y trochas que conducían hacia el Palacio del Pueblo, avanzando y volviendo a retroceder. Pero no había ni rastro de ellos. Richard era consciente de que había una infinidad de caminos y sendas, y de que sólo había explorado una parte muy pequeña. Únicamente se había concedido un breve descanso por la noche, sobre todo pensando en el caballo, y a veces había seguido él buscando a pie. Desde que había abandonado el campamento de su hermano, el cielo había estado cubierto de densas nubes bajas, lo que limitaba la visibilidad. El joven se sentía furioso por su aparición, justo cuando más necesitaba a Escarlata.

Sentía que todo conspiraba en su contra, que los hados eran favorables a Rahl el Oscuro. Seguramente Rahl ya tenía en su poder a Kahlan. Era demasiado tarde. Kahlan ya debía de encontrarse en el Palacio del Pueblo.

Richard espoleó al caballo para que ascendiera por una empinada senda que se abría entre grupos de altos pinos. El esponjoso musgo amortiguaba el ruido de los cascos del animal. La oscuridad lo ocultaba casi todo. Mientras iba subiendo entre la niebla y la oscuridad, los árboles fueron raleando, dejando al joven expuesto al frío viento que azotaba la ladera, que hacía flamear su capa y gemía. Richard se echó la capucha sobre la cara para protegerse de los elementos. Aunque no podía ver nada, sabía que había llegado a la cima del paso de montaña y que empezaba a descender la ladera del otro lado.

Era noche avanzada. El amanecer iluminaría el primer día de invierno; el último día de libertad.

Richard descubrió un pequeño refugio bajo un saliente rocoso y decidió dormir unas pocas horas antes del alba, que sería la última para él. Penosamente se apeó del húmedo lomo del caballo y lo ató a un arbusto. Ni siquiera se molestó en desprenderse de la mochila, sino que se limitó a envolverse bien en la capa, hacerse un ovillo bajo la roca y tratar de dormir, pensando en Kahlan, pensando en lo que tendría que hacer para evitar que cayera en las manos de una mord-sith. Después de ayudar a Rahl el Oscuro a abrir la caja que le iba a proporcionar el poder que tanto anhelaba, Rahl lo mataría. Por mucho que Rahl le asegurara que sería libre para continuar con su vida, ¿qué tipo de vida le esperaba después de ser tocado por el poder de Kahlan?

Además, sabía que Rahl el Oscuro mentía, que su intención era matarlo. Lo único que podía esperar era una muerte rápida. Sabía que con su decisión de ayudar a Rahl estaba condenando a Zedd, pero muchos más se salvarían. Vivirían bajo el yugo de Rahl el Oscuro pero, al menos, vivirían. Richard no podía soportar la idea de ser el responsable del fin de toda la vida. Rahl no había mentido al decirle que había sido traicionado y, probablemente, tampoco mentía cuando aseguraba que sabía qué caja lo mataría. E, incluso si mentía, Richard no podía poner en peligro la vida de todos. No tenía otra opción que ayudar a Rahl el Oscuro.

Las costillas aún le dolían por la tortura que había sufrido a manos de Denna. Todavía sentía punzadas al tumbarse y al respirar. Desde la noche que abandonara el Palacio del Pueblo, tenía pesadillas en las que revivía todo lo que Denna le había hecho, las pesadillas que Richard le había prometido que tendría. Soñaba que colgaba indefenso mientras Denna lo torturaba, sin poder detenerla ni escapar. También soñaba que Michael estaba allí, contemplando su martirio. A veces soñaba que la torturada era Kahlan, y Michael estaba presente.

Se despertó bañado en sudor, temblando de miedo y gimoteando, aterrorizado. Los sesgados rayos del sol, que acababa de aparecer en el horizonte, hacia el este, penetraban debajo de la roca.

Richard se levantó y, mientras estiraba sus entumecidos músculos, contempló el alba del primer día de invierno. Hacia el este se desplegaba un inmenso manto de nubes, como un mar gris teñido de naranja, del que sobresalían los altos picos que rodeaban la montaña en la que él se hallaba.

Solamente una cosa rompía aquel mar de nubes: el Palacio del Pueblo. En la distancia, iluminado por la luz del sol, coronaba orgulloso la meseta, alzándose por encima de las nubes, esperándolo. Richard notó una sensación fría en el vientre. Le quedaba un buen trecho. Había juzgado mal la distancia que lo separaba del palacio; estaba mucho más lejos de lo que esperaba. No podía perder ni un minuto. Cuando el sol llegara a su cenit, Rahl abriría las cajas.

Al dar media vuelta, percibió algo que se movía. El caballo lanzó un aterrorizado relincho. Los aullidos rasgaron el silencio de la mañana. Eran canes corazón.

Richard desenvainó la espada, mientras una avalancha de canes invadía la roca. Antes de que pudiera dar ni un paso hacia el caballo, los canes lo abatieron. Inmediatamente, más canes se abalanzaron sobre el pobre animal. El joven fue presa de una momentánea parálisis, pero enseguida subió de un salto encima de la roca bajo la cual había dormido. Los canes corazón lo atacaron haciendo chasquear los dientes. Richard reprimió con la espada la primera oleada de atacantes y, cuando la segunda pasó al ataque, se retiró a un punto más elevado. Richard blandía la espada, atravesando a las bestias, que avanzaban gruñendo y aullando.

Era como un mar de pelaje marrón que amenazaba con engullirlo en una de sus embestidas. Desesperado, el joven daba tajos y hundía el acero en los canes, mientras trataba de ir retrocediendo. Más canes aparecieron sobre la roca, a su espalda. El joven saltó a un lado y los dos grupos de atacantes chocaron entre sí y empezaron a pelear ferozmente, disputándose quién sería el primero en arrancarle el corazón.

Richard subió más alto, reprimiendo el avance de las bestias y matando a cualquiera que se acercara lo suficiente. No obstante, sabía que era un esfuerzo inútil, pues eran demasiadas. El joven se fundió con la cólera de la magia de su espada y se batió furiosamente, mientras se internaba en las filas de sus enemigos. Ahora no podía fallar a Kahlan. El mundo pareció llenarse de colmillos amarillos que pretendían clavarse en su carne. El aire se tornó rojo con la sangre de las bestias muertas.

De pronto, empezó a arder.

El fuego brotó por todas partes. Los canes corazón lanzaban agónicos aullidos, mientras el dragón rugía de furia. Con la sombra de Escarlata suspendida sobre él, Richard atravesaba con la espada a todo can corazón que osara acercarse lo suficiente. Por todas partes flotaba el olor a sangre y a pelo quemado.

Escarlata lo cogió con una garra por la cintura y lo alejó de las bestias, que saltaban intentando alcanzarlo. Mientras Richard jadeaba por el esfuerzo de la feroz lucha, Escarlata lo llevó volando hasta un claro en otra montaña, donde lo dejó suavemente en tierra y luego se posó.

Richard, al borde de las lágrimas, se abrazó a las escamas rojas del dragón, las acarició y apoyó la cabeza en ellas.

—Gracias, amiga. Me has salvado mi vida. Has salvado muchas vidas. Eres un dragón de honor.

—Me he limitado a cumplir mi parte del trato, eso es todo. —Escarlata resopló, lanzando humo y añadió—: Además, alguien tenía que ayudarte. Parece que tú solo no haces otra cosa que meterte en líos.

—Eres la criatura más hermosa que he visto en toda mi vida —declaró el joven con una sonrisa. Entonces, aún jadeando, señaló la meseta—. Escarlata, tengo que ir allí, al Palacio del Pueblo. ¿Podrías llevarme, por favor?

—¿No has encontrado a tus amigos? ¿Ni a tu hermano?

Richard se tragó el nudo que se le había formado en la garganta.

—Mi hermano me ha traicionado. Me ha vendido a mí y a todo el mundo a Rahl el Oscuro. Ojalá los humanos tuvieran tanto honor como los dragones.

Escarlata gruñó y las escamas que le cubrían la garganta vibraron.

—Lo lamento, Richard Cypher. Vamos, sube. Te llevaré.

El dragón batió las alas con movimientos lentos y continuos, que lo elevaron por encima del mar de nubes que cubrían las llanuras Azrith. Transportaba a Richard al último lugar al que éste hubiera querido ir si tuviera elección. Gracias a Escarlata, un viaje que a él le hubiera tomado casi todo el día a caballo, le costó menos de una hora. El dragón retrajo las alas y se lanzó en un vertiginoso picado hacia la meseta. El viento azotaba las ropas del joven. Desde el aire, Richard pudo apreciar el Palacio del Pueblo en toda su magnitud. Parecía imposible que fuese obra de la mano del hombre, pues era como un sueño. Era como si las mayores ciudades del mundo se hubieran unido.

Escarlata sobrevoló la meseta, sobre una multitud de torres, muros y tejados, todos distintos, que hicieron que Richard se sintiera mareado. El dragón salvó la muralla exterior y se posó en un enorme patio, agitando las alas para que el descenso fuese suave. No había ni soldados ni ninguna otra persona a la vista.

Richard bajó del dragón deslizándose por sus escamas y aterrizó sobre los pies con un ruido sordo. Escarlata bufó.

—Los seis días de nuestro trato han acabado. La próxima vez que nos veamos, podré comerte.

Richard le sonrió.

—Como quieras, amiga mía, pero dudo que volvamos a vernos. Hoy voy a morir.

—Procura que eso no suceda, Richard Cypher —le dijo el dragón, observándolo con uno de sus ojos amarillos—. Sería una lástima no poder comerte.

Richard sonrió más ampliamente, mientras le frotaba una brillante escama.

—Cuida de tu pequeño dragón cuando salga del huevo. Me encantaría poder verlo. Apuesto a que será tan hermoso como tú. Sé que odias que los humanos te monten porque lo hacen en contra de tu voluntad, pero gracias por permitirme conocer el placer de volar. Lo considero un privilegio.

—A mí también me gusta volar. —Escarlata lanzó una vaharada de humo—. Eres una persona excepcional, Richard Cypher. Nunca había conocido a nadie como tú.

—Soy el Buscador. El último Buscador.

Escarlata asintió con su enorme cabeza.

—Cuídate mucho, Buscador. Posees el don. Úsalo. Usa todos los medios a tu alcance para luchar. No te rindas. No te sometas. Si tienes que morir, que sea luchando con todo lo que tienes y todo lo que sabes, como haría un dragón.

—Ojalá fuese tan sencillo. Escarlata, antes de que El Límite cayera, ¿llevaste alguna vez a Rahl el Oscuro a la Tierra Occidental?

—Sí, varias veces.

—¿Adónde fuisteis?

—A una casa de piedra blanca con tejados de pizarra, mayor que las otras casas. Una vez lo llevé a otra, una muy sencilla. Allí mató a un hombre; oí los gritos. Y, en otra ocasión, a otra casa también muy sencilla.

La casa de Michael, la de su padre y la suya propia. Richard bajó la mirada hacia el suelo, sufriendo el dolor de oírlo.

—Gracias, Escarlata —dijo, tragando saliva, y alzó de nuevo la vista hacia el dragón—. Si alguna vez Rahl el Oscuro intenta someterte de nuevo, espero que tu pequeño dragón esté a salvo y que puedas luchar hasta la muerte. Eres una criatura demasiado noble para ser sometida.

Escarlata esbozó una sonrisa y remontó el vuelo. Richard la observó mientras describía un círculo sobre su cabeza. Entonces, volvió la cabeza hacia el oeste y el resto del cuerpo lo siguió. Richard se quedó mirándola unos minutos, hasta que se perdió en la distancia. Luego, entró en el palacio.

El Buscador observó a los guardias de la entrada, prestos para la lucha, pero los hombres se limitaron a saludarlo cortésmente con una inclinación de cabeza. Era un invitado que regresaba. Los vastos pasillos lo engulleron.

Richard tenía una idea bastante aproximada de la dirección en la que se encontraba el jardín donde Rahl guardaba las cajas, y hacia allí se dirigió. Durante un buen rato no reconoció los corredores, pero luego algunos empezaron a parecerle familiares y recordó arcos, columnas y patios de oración. Pasó junto al pasillo en el que se encontraban las habitaciones de Denna, pero evitó mirar en esa dirección.

Los pensamientos le daban mil vueltas en la cabeza y se sentía pesaroso por la decisión que había tomado. Le abrumaba la sola idea de ser precisamente él quien pusiera en manos de Rahl el Oscuro el poder de la magia del Destino. Sabía que así salvaría a Kahlan de una suerte mucho peor y a otros muchos de la muerte, pero no podía evitar sentirse un traidor. Ojalá fuese otro quien ayudara a Rahl. Pero nadie más podía. Sólo él tenía las respuestas que Rahl necesitaba.

Richard se detuvo en un patio de oración con estanque y contempló los peces que se deslizaban en el agua y las ondas que se rizaban en su espejeante superficie. «Lucha con todos los medios a tu alcance», le había dicho Escarlata. Pero, ¿qué ganaría él con eso? ¿Qué ganarían todos los demás? El final sería el mismo, o peor. Podía jugar con su propia vida si lo deseaba, pero no podía jugar con la vida de todos los demás. Y menos con la de Kahlan. Había regresado al palacio para ayudar a Rahl el Oscuro, y eso era lo que iba a hacer. Había tomado una decisión definitiva.

La campana para la oración repicó. Richard vio cómo la gente se congregaba a su alrededor, se inclinaba y empezaba a entonar las plegarias. Dos mord-sith vestidas con prendas de cuero rojo se acercaron a él y lo observaron. No era el momento para buscarse problemas, por lo que el joven se arrodilló, inclinó la cabeza hasta las baldosas del suelo y empezó a rezar. Puesto que ya había tomado una decisión, no tenía que pensar más y podía dejar la mente en blanco.

—Amo Rahl, guíanos. Amo Rahl, enséñanos. Amo Rahl, protégenos. Tu luz nos da vida. Tu misericordia nos ampara. Tu sabiduría nos hace humildes. Vivimos sólo para servirte. Tuyas son nuestras vidas.

Richard repitió las palabras una y otra vez, mientras se dejaba ir y olvidaba sus preocupaciones. Su mente se calmó cuando el joven encontró la paz en su interior y se unió a ella.

Un pensamiento lo hizo enmudecer.

Ya que tenía que rezar, pronunciaría una oración que significara algo para él. Así pues, cambió las palabras.

—Kahlan, guíame. Kahlan, enséñame. Kahlan, protégeme. Tu luz me da vida. Tu misericordia me ampara. Tu sabiduría me hace humilde. Vivo sólo para servirte. Tuya es mi vida.

De pronto lo vio claro, se sentó sobre los talones y abrió mucho los ojos. Sabía qué debía hacer.

Zedd se lo había dicho, le había dicho que la mayoría de las cosas en las que la gente creía eran falsas. Ésa era la Primera Norma de un mago. Ya era hora que dejara de ser un estúpido y que escuchara a los demás. Ya no cerraría los ojos a la verdad. Una sonrisa le iluminó el rostro.

Se puso de pie. Creía con todo su corazón. Exaltado, dio media vuelta y empezó a andar sorteando a las personas que rezaban de rodillas.

Las dos mord-sith también se levantaron y, hombro contra hombro, le cortaron el paso. Tenían una expresión adusta. El joven se detuvo en seco. La mujer de cabello rubio y fríos ojos azules levantó su agiel en una postura de amenaza y lo agitó delante de él.

—Nadie puede saltarse las plegarias. Absolutamente nadie.

—Yo soy el Buscador —declaró, devolviendo a la mujer la mirada intimidatoria y empuñando el agiel de Denna—. Compañero de Denna. Yo soy quien la mató. La maté con la magia a través de la cual me controlaba. Acabo de pronunciar mi última plegaria dirigida al Padre Rahl. Del próximo movimiento que hagas depende que vivas o mueras. Tú decides.

La mord-sith enarcó una ceja. Ambas mujeres intercambiaron una mirada y luego se apartaron. Richard se encaminó al Jardín de la Vida, en busca de Rahl el Oscuro.

Zedd recorría los bordes con mirada recelosa mientras iban subiendo por el camino que se encaramaba por la meseta. El paisaje se animaba a medida que subían. Al salir de la niebla, se encontraron de pronto con el sol de media mañana. Delante de ellos, un puente levadizo empezaba a descender. La cadena repiqueteaba contra el engranaje a medida que el puente descendía hacia el abismo. Una vez abajo, vieron un grupo de soldados armados hasta los dientes que esperaban al otro lado. Chase soltó la espada corta que llevaba colgada al hombro. Pero ninguno de los soldados empuñó un arma, ni se movieron para cerrarles el paso, se mantenían a un lado y no parecían interesados en ellos tres.

Kahlan pasó por delante de los hombres sin prestarles la más mínima atención. Pero Chase los vigilaba. Tenía todo el aspecto de alguien que está a punto de desencadenar una matanza. Los soldados lo saludaron con una inclinación de cabeza y le sonrieron cortésmente.

El guardián del Límite se inclinó un poco hacia Zedd, sin apartar los ojos de los soldados.

—Esto no me gusta. Es demasiado fácil.

Zedd sonrió.

—Si Rahl el Oscuro quiere matarnos, primero debe dejarnos llegar hasta él.

—Vaya consuelo —replicó Chase, frunciendo el entrecejo.

Zedd le puso una mano en el hombro.

—Vuélvete a casa antes de que la puerta se cierre detrás de nosotros para siempre. No perderás el honor por eso.

—Me quedo hasta que esto termine —dijo Chase, poniéndose tenso.

Zedd asintió y avivó el paso para no alejarse demasiado de Kahlan. Al llegar a la cima de la meseta, se encontraron con un muro colosal que se perdía a ambos lados. Las almenas hervían de soldados. Kahlan se encaminó a la puerta sin detenerse. Al verla aproximarse, dos guardianes empujaron hacia adentro las inmensas puertas, sudando la gota gorda. La mujer entró de inmediato.

Chase miró amenazadoramente al capitán de la guardia.

—¿Es que dejáis entrar a cualquiera? —le espetó.

—El amo Rahl espera a la Madre Confesora —se disculpó el capitán, sorprendido ante la salida de Chase.

El guardián del Límite gruñó y la siguió.

—Adiós a nuestro plan de sorprenderlo.

—Es imposible sorprender a un mago con el talento de Rahl.

—¡Un mago! ¿Rahl es mago? —preguntó Chase, agarrando a Zedd por un brazo.

—Pues claro —contestó Zedd, extrañado—. ¿Cómo, si no, crees que es capaz de dominar la magia como lo hace? Desciende de una antigua estirpe de magos.

Chase pareció enfadado.

—Yo creí que los magos ayudaban a la gente; no que querían gobernarla.

Zedd dejó escapar un hondo suspiro.

—Antes de que algunos de nosotros decidiésemos no interferir más en los asuntos de la gente, los magos solían gobernar. Se produjo una ruptura que dio pie a las llamadas guerras de los magos. Del lado de quienes querían mandar sobrevivieron unos pocos, que siguieron con las viejas costumbres, continuaron acumulando poder y gobernando a los demás. Rahl el Oscuro es descendiente directo de esa estirpe de magos, la Casa de Rahl. Él nació con el don, algo bastante raro. Pero lo usa solamente en su propio bien. No tiene conciencia.

Chase se quedó en silencio mientras ascendían un alto tramo de escalones, atravesando la sombra que arrojaban pares de columnas acanaladas, y cruzaban una entrada rodeada por tallas en piedra de tallos y hojas, que permitía el acceso al interior del palacio. A Chase la cabeza le daba vueltas y contemplaba admirado las dimensiones, la belleza y también el abrumador volumen de piedra pulida que veía por todas partes. Kahlan caminaba por el centro del vasto corredor sin percatarse de nada. Los pliegues de su vestido se movían con fluidez, mientras que el sonido de sus botas sobre la piedra susurraba en la profunda distancia.

Gente vestida de blanco paseaba por el palacio. Algunas personas estaban sentadas en bancos de mármol y otras meditaban de rodillas en unos patios, en los que había una piedra y una campana. Todas ellas mostraban la misma sonrisa perpetua de quienes viven engañados, así como el pacífico semblante de quienes están seguros de que poseen el conocimiento y la verdad, aunque, en realidad, sólo sea una fantasía. Para ellas, la verdad no era más que una niebla cambiante que la luz de su enrevesado razonamiento disipaba. Todas aquellas personas eran seguidoras de Rahl el Oscuro, discípulas suyas. La mayoría de ellas no prestaba atención al trío y, como mucho, los saludaba con aire distraído, inclinando la cabeza.

Zedd vislumbró a dos mord-sith, orgullosamente ataviadas en cuero rojo, que se acercaban a ellos por un pasillo lateral. Cuando vieron a Kahlan y los dos relámpagos rojos del Con Dar pintados en la cara, ambas palidecieron, dieron media vuelta y desaparecieron.

Siguieron adelante hasta llegar a una intersección de enormes corredores construida siguiendo el diseño de una rueda. El sol entraba a raudales por las vidrieras de colores que formaban el cubo allá en lo alto y se descomponía en rayos de luz coloreada que iluminaban la grande y tenebrosa zona central.

Kahlan se detuvo, posó sus ojos verdes en el mago y le preguntó:

—¿Por dónde?

Zedd señaló un pasillo de la derecha. Kahlan lo tomó sin dudar.

—¿Cómo conoces el camino? —quiso saber Chase.

—Por dos razones. El Palacio del Pueblo fue construido siguiendo un diseño que reconozco; la forma de un hechizo mágico. Todo el palacio es un enorme encantamiento dibujado en el suelo. Es un sortilegio de poder que protege a Rahl el Oscuro, lo salvaguarda y aumenta su poder. Con él se defiende de otros magos. Yo aquí tengo muy poco poder, podría decirse que estoy indefenso. El corazón del encantamiento es un lugar llamado el Jardín de la Vida. Allí lo encontraremos.

—¿Y la segunda razón? —inquirió Chase, con mirada inquieta.

—Por las cajas —contestó el mago tras un instante de vacilación—. Las cubiertas han sido retiradas. Las siento. Ellas también están en el Jardín de la Vida. —Algo iba mal. Zedd sabía qué era sentir una caja y con dos la sensación sería el doble de intensa. Pero, en realidad, era el triple de intensa.

El mago fue guiando a la Madre Confesora por los pasillos y escaleras. Cada nivel, cada pasillo estaba construido con piedra de un color o tipo únicos. En algunos lugares, las columnas tenían la altura de varios pisos, con galerías entre ellas que daban al corredor. Todas las escaleras eran de mármol, aunque de diferente color. Pasaron junto a estatuas colocadas contra los muros, a ambos lados, a modo de centinelas de piedra. Kahlan, Zedd y Chase caminaron durante varias horas en dirección al corazón del Palacio del Pueblo. Debían avanzar dando rodeos, pues no había modo de llegar al centro andando en línea recta.

Por fin, llegaron ante unas puertas de madera, revestidas de oro, con una escena campestre tallada. Kahlan se detuvo y miró al mago.

—Aquí es, querida. El Jardín de la Vida. Las cajas están dentro. Y Rahl el Oscuro también.

—Gracias, Zedd —le dijo la mujer, mirándolo al fondo de los ojos—, y a ti también, Chase.

Kahlan se volvió hacia la puerta, pero Zedd la detuvo poniéndole suavemente una mano en el hombro y obligándola a mirarlo.

—Rahl el Oscuro sólo tiene dos cajas. Pronto estará muerto. Sin tu ayuda.

Los ojos de Kahlan eran dos pozos de gélido fuego entre el calor de los dos relámpagos rojos que destacaban en su resuelta faz.

—En ese caso, debo darme prisa. —Con estas palabras, empujó las puertas y entró en el Jardín de la Vida.

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