Capítulo 6

Kyle y Heather cenaban juntos todos los lunes por la noche.

Llevaban ya un año separados. Nunca pretendieron que fuera permanente… y nunca mencionaban la palabra Divorcio. Sólo necesitaban un poco de tiempo para aceptar la muerte de Mary, los dos lo sentían. Los dos lo habían pasado mal, se enfadaban mutuamente, cosas pequeñas que no tendrían que haber importado aumentaban hasta convertirse en grandes peleas, incapaces de consolarse el uno al otro, incapaces de comprender por qué había sucedido.

Nunca faltaban a las cenas de los lunes, y aunque la tensión era alta desde la visita de Becky de hacía cuatro días, Kyle supuso que Heather aparecería en su restaurante habitual, una franquicia Swiss Chalet situada a cuatro manzanas de su casa.

Kyle esperó fuera, disfrutando de la cálida brisa de la noche. No era capaz de entrar todavía; el coche de Heather no estaba en el aparcamiento, y si no aparecía, la vergüenza sería demasiado grande.

A las 6:40, diez minutos tarde, el deslizador azul pólvora de Heather llegó flotando al aparcamiento.

De todas formas, las cosas eran distintas. Durante un año entero, se habían saludado los lunes por la noche con un rápido beso, pero esta vez… esta vez ambos vacilaron. Entraron en el restaurante. Kyle mantuvo la puerta abierta para que pasara Heather.

El camarero trató de sentarlos junto a otra pareja, a pesar de que no había nadie más en el local. Kyle odiaba que eso sucediera en los mejores momentos, y esta noche protestó.

—Nos sentaremos ahí —dijo, señalando un rincón distante.

El camarero accedió, y los acompañó hasta un reservado en el fondo. Kyle pidió vino tinto; Heather pidió una copa del vino blanco de la casa.

—Empezaba a pensar que no ibas a venir —dijo Kyle.

Heather asintió, pero su rostro permaneció impasible. La lámpara que colgaba sobre la mesa hacía que sus rasgos, normalmente agradables, parecieran severos.

—Lamento haber llegado tarde.

Permanecieron en silencio durante un rato.

—No sé adónde vamos a ir con ésto —dijo Kyle.

Heather apartó la mirada.

—Yo tampoco.

—Te juro…

—Por favor —dijo Heather, interrumpiéndolo—. Por favor.

Kyle asintió lentamente. Guardó silencio un instante más.

—Fui a ver a Zack el sábado.

Heather pareció incómoda.

—¿Y?

—Y nada. No me puse a pelear con él, quiero decir. Hablamos un poco. Quería que accediera a acompañarme al laboratorio forense de la universidad. Iba a pasar por un detector de mentiras, para demostrar que no lo hice.

—¿Y? —repitió Heather.

—Se negó —Kyle bajó los ojos, mirando la publicidad con la promoción de pollo del mes ilustrada. Alzó de nuevo la vista y buscó los ojos de Heather—. Podría hacer lo mismo por ti. Podría demostrar mi inocencia.

Heather abrió la boca, pero la cerró inmediatamente.

Era un punto de inflexión. Kyle lo sabía, y estaba seguro de que Heather lo sabía también. El futuro dependía de lo que sucediera a continuación.

Ella tenía que estar pensando…

Si él era inocente…

Si él era inocente, ella debía saber que nunca podría perdonarle que hiciera esa prueba, por su falta de fe. Si era inocente, entonces seguro que su matrimonio sobrevivía a esta crisis. Los dos pensaban que volverían a estar juntos, tarde o temprano. Si no a principios del próximo curso escolar, al final.

Si era inocente, el matrimonio sobreviviría, pero si Heather tenía dudas, y lo admitía, admitía la posibilidad, ¿podría él volver a abrazarla de nuevo, a amarla? Cuando más la necesitaba, ¿creyó en él?

—No —dijo ella, cerrando los ojos—. No, eso no será necesario —lo miró—. Sé que no hiciste nada.

Kyle mantuvo una expresión neutra; sabía que ella debía estar estudiando su rostro en busca de cualquier signo que indicara que consideraba que las palabras podrían no ser sinceras.

—Gracias —dijo en voz baja.

El camarero regresó con las bebidas. Pidieron: pechuga de pollo a la parrilla y una patata al horno para Kyle; el plato combinado de un cuarto de pollo a la barbacoa con patatas fritas para Heather.

—¿Sucedió algo más con Zack? —preguntó ella.

Kyle tomó un sorbo de vino.

—Me dijo que Becky acudía a terapia.

Heather asintió.

—Sí.

—¿Lo sabías?

—Empezó a ver a alguien después de la muerte de Mary.

—Es el mismo psiquiatra al que acudía Mary —dijo Kyle—. Zack me lo dijo.

—¿También Mary iba a terapia? Santo Dios, no lo sabía.

—Yo también me sorprendí —dijo Kyle.

—Lo normal es que me lo hubiera dicho.

—O a mí —dijo Kyle, forzado.

—Naturalmente —dijo Heather—. Naturalmente.

Hizo una pausa.

—Me pregunto si tuvo algo que ver con Rachel.

—¿Rachel?

—Rachel Cohen. ¿Recuerdas? La amiga de Mary… murió de leucemia cuando Mary tenía dieciocho años.

—Oh, sí. Pobre chica.

—Mary se deprimió mucho por eso. Tal vez fue entonces cuando empezó a acudir a terapia… un poco de consuelo para la pena, ya sabes.

—¿Por qué no acudió a ti? —preguntó Kyle.

—Bueno, no soy médico. Además, ninguna chica quiere a su madre como terapeuta… y sospecho que tampoco querría a nadie que yo pudiera haberle recomendado.

—¿Entonces cómo pudo encontrar Mary a un psiquiatra?

—No lo sé. Tal vez el doctor Redmond le recomendó a alguien.

Lloyd Redmond era el médico de Kyle, y después fue el médico de la familia durante casi treinta años.

—Lo llamaré por la mañana y veré qué puedo averiguar.

Llegó la comida. Comieron casi en silencio, y después se marcharon por separado a casa.


El teléfono sonó en el laboratorio de Kyle a las 10:30 del martes por la mañana. Un par de estudiantes de postgraduado estaban presentes, trabajando en silencio junto a la consola de Chita: la placa facial de la consola, incluyendo los ojos de Chita, había sido retirada y ahora estaba apoyada contra la curva de la pared exterior.

El identificador de la llamada anunció que era Heather, desde su despacho en Sidney Smith Hall, en la zona oeste de St. George Street, una manzana más al sur.

—Yo tenía razón —dijo Heather—. El doctor Redmond le recomendó una psiquiatra a Mary varios meses antes de que muriera.

—¿Cómo se llama la psiquiatra?

—Lydia Gurdjieff —deletreó el apellido.

—¿Has oído hablar de ella?

—No. He comprobado el directorio online de la asociación de psiquiatras, pero no aparece en la lista.

—Voy a ir a verla —dijo Kyle.

—No. Creo que debo ir yo… sola.

Kyle abrió la boca para oponerse, pero entonces advirtió que su esposa tenía razón. No sólo era el enemigo a los ojos de la psiquiatra, sino que Heather, y no él, era la psicóloga.

—¿Cuándo?

—Hoy, si es posible.

—Gracias —dijo Kyle.

Heather podría haberse encogido de hombros o asentido, o incluso sonreído para animarlo: Kyle no tenía forma de saberlo. A veces deseaba que los videófonos hubieran triunfado.


—Hola, señora Gurdjieff —dijo Heather, entrando en la consulta de la psiquiatra. Las paredes estaban cubiertas de papel azul que se arrugaba en las juntas, revelando la superficie pintada de debajo—. Gracias por verme.

—Es un placer, señora Davis… ¿o puedo llamarla Heather?

Heather no había cuidado especialmente de encubrir su identidad: usaba su propio apellido, pero Rebecca y Mary compartían el de Kyle. No había motivo para pensar que la tal Gurdjieff hiciera la conexión.

—Heather está bien.

—Bien, Heather, no solemos tener cancelaciones, pero supongo que hoy es su día de suerte. Por favor, tome asiento, o use el diván si lo prefiere.

Heather lo pensó un instante, y luego, encogiéndose de hombros, se tendió en el diván. Incluso con toda su formación como psicóloga, nunca se había tendido antes en el sofá de un psiquiatra y parecía una experiencia que no echaría de menos.

—No estoy segura de por qué estoy aquí —dijo—. No duermo bien últimamente.

Observó las paredes detrás de la psiquiatra. Había diplomas enmarcados. El título más importante parecía ser un máster.

—Eso es sorprendentemente común —dijo Gurdjieff. Su voz era cálida y agradable, quizás con un leve acento de Newfoundland.

—Tampoco tengo mucho apetito.

Gurdjieff asintió y sacó una libreta de datos de su mesa. Empezó a escribir con un lápiz óptico.

—¿Y cree que hay causa psicológica para eso?

—Al principio pensé que era algún tipo de gripe —dijo Heather—, pero ya va para meses.

Gurdjieff hizo otra anotación en su libreta. Ponía demasiada presión en el lápiz, que chirriaba contra la placa de cristal como si fuera tiza contra una pizarra.

—Está usted casada, ¿verdad?

Heather asintió; todavía llevaba un sencillo anillo de bodas.

—¿Hijos?

—Dos niños —dijo Heather, aunque lo lamentó de inmediato. Probablemente tendría que haber incluido al menos una hija—. De dieciséis y diecinueve años.

—¿Y no son la fuente del problema?

—No lo creo.

—¿Viven todavía sus padres?

Heather no vio ningún motivo para contestar con sinceridad a eso.

—No.

—Lo siento.

Heather ladeó la cabeza, aceptando el comentario.

Hablaron durante otra media hora. Las preguntas de la psiquiatra parecían inocuas.

Y entonces lo dijo:

—Un caso clásico, en realidad.

—¿Qué?

—Superviviente al incesto.

—¿Qué?

—Oh, no lo recuerda usted conscientemente… eso no es extraño. Pero todo lo que ha dicho sugiere que sucedió.

Heather trató de mantener la calma.

—Eso es ridículo.

—Negarlo es natural —dijo Gurdjieff—. No espero que lo acepte ahora mismo.

—Pero no abusaron de mí.

—¿Dijo que su padre había muerto?

—Sí.

—¿Lloró en su funeral?

Eso la afectó un poco.

—No —dijo Heather en voz baja.

—Fue él, ¿verdad?

—No fue nadie.

—No tenía ningún hermano mayor, ¿no? ¿Ni un abuelo que los visitara mucho? ¿Tal vez un tío con el que estuviera a menudo a solas?

—No.

—Entonces probablemente fue su padre.

Heather trató de hacer que su voz sonara firme.

—No pudo haber hecho nada así.

Gurdjieff sonrió tristemente.

—Eso es lo que todo el mundo cree al principio. Pero sufre usted lo que llamamos desorden de tensión post-traumático. Es lo mismo que le ocurrió a aquellos veteranos de las guerras del Golfo y Colombia, sólo que en vez de revivir los recuerdos, usted los representa —Gurdjieff tocó la mano de Heather—. Mire, no es nada de lo que haya que avergonzarse… tiene que recordarlo. No es nada que usted hiciera. No es su culpa.

Heather permaneció en silencio.

Gurdjieff bajó la voz.

—Es más común de lo que piensa —dijo—. También me sucedió a mí.

—¿De verdad?

La psiquiatra asintió.

—Desde que tenía unos seis años hasta los catorce. No todas las noches, pero sí a menudo.

—Eso… eso es terrible. Lo siento por usted.

Gurdjieff alzó la mano izquierda.

—No lo sienta por mí… siéntalo por usted misma. Tenemos que sacar fuerzas de esto.

—¿Qué hizo usted?

—Es una lástima que su padre haya muerto; no podrá enfrentarse a él. Eso es lo mejor, ¿sabe? Enfrentarse a quien abusó de usted. Es enormemente reconfortante. No sirve para todo el mundo, naturalmente. Algunas mujeres tienen miedo de hacerlo, temen acabar siendo desheredadas, o apartadas del resto de la familia. Pero cuando funciona, es magnífico.

—¿Sí? —dijo Heather—. ¿Ha hecho que otras pacientes lo hagan?

—Muchas.

Heather no estaba segura de cómo continuar.

—¿Alguien recientemente…?

—Bueno, no puedo hablar sobre otras pacientes…

—Por supuesto que no. Por supuesto que no. Sólo en términos generales, quiero decir. ¿Qué sucede? Un caso medio.

—Bueno, una de mis pacientes se enfrentó a quien abusó de ella hace tan sólo una semana.

Heather sintió que su corazón empezaba a desbocarse. Trató de tener mucho cuidado.

—¿Le ayudó?

—Sí.

—¿En qué sentido? Quiero decir, ¿está libre de lo que la molestaba?

—Sí.

—¿Cómo lo sabe? Quiero decir, ¿cómo puede notar la diferencia?

—Bueno, esta mujer… supongo que no importará que le diga que tenía un desorden alimenticio. Es común en casos como éste; el otro síntoma común son los problemas para dormir. Pues bien, era bulímica… pero no ha tenido que vomitar desde entonces. Verá, lo que realmente quería purgar, lo que realmente quería expulsar de su sistema, está ya fuera.

—Pero no creo que abusaran de mí. ¿Estaba igual que yo, insegura?

—Al principio sí. Salió a la luz más tarde. También sucederá con usted. Descubriremos la verdad y la enfrentaremos juntas.

—No sé. No creo que eso sucediera. Y… y… quiero decir… Incesto, abuso sexual. Esas cosas pasan en los periódicos sensacionalistas, ¿no? Prácticamente es un tópico.

—Está usted tan equivocada que es irritante —dijo Gurdjieff bruscamente—. Y no sólo usted… la sociedad en general. Verá, en los años noventa, cuando empezamos a hablar sobre abusos sexuales e incesto, el tema recibió una enorme cobertura. Y para gente como yo, que había sufrido esos abusos, fue un soplo de aire fresco. Ya no éramos un secreto sucio: las cosas horribles que nos habían hecho quedaban al descubierto, y por fin comprendimos que no era culpa nuestra. Pero es una verdad desagradable, y personas como usted, personas que veían a sus vecinos y sus padres y sus iglesias bajo una luz nueva, se sintieron incómodas con ello. Le gustaba más cuando era algo oculto, algo con lo que no tenía que tratar. Quiere volver a ocultarlo, marginarlo, apartarlo de su agenda, impedir que se discuta.

Heather reflexionó. Incesto, pedofilia, abusos infantiles… eran cosas que salían de forma natural en las clases de psicología. ¿Pero con qué frecuencia los mencionaba ella? Una referencia de pasada, un breve aparte… y luego pasaba a otra cosa, antes de que fuera demasiado desagradable, al impulso de la auto-actualización de Maslow, a los introvertidos y extravertidos de Adler, al condicionamiento operante de Skinner.

—Tal vez —dijo.

—Quizás tenga usted razón —dijo Gurdjieff, aparentemente dispuesta a conceder un poco si Heather estaba también dispuesta a ello—. Tal vez no sucedió nada en su pasado… ¿pero por qué no lo averiguamos para estar seguras?

—Pero no recuerdo ningún abuso.

—¿No siente un poco de ira hacia su padre?

Heather sintió que se acercaba demasiado otra vez.

—Por supuesto. Pero no pudo hacerme nada de eso.

—Es natural que no lo recuerde —dijo Gurdjieff—. Casi nadie lo recuerda. Pero está ahí, oculto bajo la superficie. Reprimido.

Volvió a hacer una pausa.

—Sabe, mis propios recuerdos no estaban reprimidos. Por algún motivo, no lo estaban. Pero mi hermana Daphne, que tiene dos años menos que yo… los suyos sí lo estaban. Traté de hablar del tema con ella una docena de veces, y me dijo que estaba loca… y entonces un día, sin más, cuando las dos teníamos poco más de veinte años, me telefoneó. Todos los recuerdos que había reprimido durante quince años habían vuelto. Nos enfrentamos juntas a nuestro padre —otra pausa—. Como decía, es una lástima que no pueda usted enfrentarse a su padre. Pero necesitará tratar con esto, sacarlo a la luz. Los panegíricos con un medio.

—¿Los panegíricos?

—Escribe usted lo que le habría dicho a su padre si se hubiera enfrentado a él mientras estaba vivo. Luego se lo presenta ante su tumba —Gurdjieff alzó una mano, como si advirtiera lo macabro que parecía todo esto—. No se preocupe, lo haremos a la luz del día. Es una forma maravillosa de ponerle término.

—No estoy segura —dijo Heather—. No estoy segura de nada.

—Claro que no. Es perfectamente normal. Pero confíe en mí, he visto montones de casos como el suyo. La mayoría de las mujeres han sufrido abusos, ¿sabe?

Heather había visto estudios que sugerían eso, pero para llegar a la conclusión de que eran la «mayoría» incluían todo, desde recibir en la mejilla el beso de un pariente antipático a peleas de patio con los niños.

Gurdjieff miró por encima de Heather, y ésta volvió la cabeza y vio que había un gran reloj de pared detrás.

—Mire, casi se nos ha acabado el tiempo —dijo Gurdjieff—. Pero hemos empezado bien. Creo que podremos resolver esto juntas, Heather, si está dispuesta a trabajar conmigo.

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