La noche siguiente, Heather invitó a Kyle a cenar.
Había tantas cosas que quería decirle, tanto por aclarar, que no sabía por dónde empezar, y por eso empezó desde lejos, con lo teórico: de un académico a otro.
—¿Crees que es posible que cosas que parezcan discretas en tres dimensiones pudiera ser parte del mismo objeto superior en cuatro dimensiones? —preguntó.
—Oh, claro —dijo Kyle—. Se lo digo a mis estudiantes todo el tiempo. Sólo hay que extrapolar, basándose en cómo funcionan las visiones bidimensionales de objetos tridimensionales. Un mundo bidimensional sería un plano, como un trozo de papel. Si un donut atravesara verticalmente un plano horizontal, un habitante del mundo bidimensional vería dos círculos separados, o las líneas que lo representan, en vez de al donut.
—Exactamente —dijo Heather—. Exactamente. Ahora, piensa en esto: ¿qué sucedería si la humanidad, ese nombre colectivo que a veces empleamos, fuera, a un nivel superior, un nombre singular? ¿Y si lo que percibimos en tres dimensiones como siete mil millones de seres humanos individuales fueran realmente sólo aspectos de un ser gigantesco?
—Es un poco más difícil de visualizar que un donut, pero…
—Entonces no pienses en un donut. Piensa en… no sé, piensa en un erizo de mar: una bola de la que sobresalen infinitas púas. Y considera nuestro marco de referencia no cómo una hoja plana de papel, sino como un trozo de nailon… ya sabes, como el que se usa para las medias. Si el nailon rodeara al erizo, verías todas esas púas sobresaliendo y considerarías que cada una de ellas es una cosa individual; no tendrías por qué pensar que todas están conectadas, que son parte de algo mayor.
—Bueno, es una idea interesante —dijo Kyle—. Pero no me parece que sea algo que puedas probar.
—¿Y si ya se hubiese probado? —dijo Heather. Hizo una pausa, pensando en cómo continuar—. Cierto, casi todos los informes sobre experiencias psíquicas son falsos. Casi todos pueden ser explicados. Pero hay algunos, de vez en cuando, ocasionales y muy dispersos, que no pueden explicarse con facilidad. De hecho, desafían las explicaciones de la ciencia porque no son reproducibles… se producen sólo una vez, ¿y entonces cómo se estudian? ¿Pero y sí bajo circunstancias raras y especiales, púas normalmente aisladas de nuestro erizo de mar se plegaran y se tocaran entre sí, aunque sea brevemente? Podría explicar la telepatía, y…
Kyle frunció el ceño.
—Oh, vamos, Heather. No crees en la telepatía más que yo.
—No, no creo que nadie pueda hacerlo a voluntad, no. Pero es un fenómeno ocasional del que hay informes desde el alba de los tiempos; quizás haya algo de validez en todo eso. El propio Jung argumentó en sus últimos años que el inconsciente funciona independientemente de las leyes de la causalidad y la física normal, haciendo posibles la clarividencia y la precognición.
—A esas alturas era sólo un viejo confundido.
—Tal vez, pero mi jefe de departamento se doctoró en Duke; han hecho un montón de trabajos interesantes sobre la PES, y…
—Trabajos que no se sostienen.
—Bueno, sí, está claro que no existen mentes en las que se pueda leer bien… pero hay un montón de estudios bastante sólidos que sugieren que en condiciones de privación sensorial, ciertas personas pueden adivinar con cierto grado de precisión qué posibilidad, de entre cuatro, está mirando otra persona; cabría esperar un promedio de éxito al azar del veinticinco por ciento, pero Hornton llevó a cabo estudios en Nueva Jersey que mostraban un promedio de éxitos del treinta y tres o treinta y siete por ciento, e incluso un grupo de veinte sujetos alcanzó una tasa del cincuenta por ciento. Y la supermente tetradimensional…
—Ah —dijo Kyle, divertido—. La famosa STD.
—La supermente tetradimensional —repitió Heather con firmeza—, proporciona un modelo teórico que puede explicar enlaces telepáticos ocasionales.
Kyle todavía estaba sonriendo.
—¿Buscas conseguir una nueva beca de investigación?
Heather sonrió para sí. Una cosa de la que nunca volvería a carecer era dinero para investigaciones.
—Este modelo también podría explicar destellos de brillantez, sobre todo aquellos que se producen durante el sueño. ¿Recuerdas a Kekule, que intentaba descubrir la estructura química del benceno? Soñó con un anillo de átomos… y resultó exacto. Pero tal vez no hizo ese descubrimiento él solo —hizo una pausa, reflexionando—. Y tal vez a mí no se me ocurrió esto por mi cuenta. Tal vez el motivo por el que dormimos tanto es que es entonces cuando más interaccionamos con la supermente. Tal vez se producen sueños cuando nuestras experiencias diarias individuales están siendo cargadas a la supermente. Puedes morirte, ya sabes, si no sueñas. Puedes descansar todo lo que quieras, pero si tomas medicamentos que te impidan soñar, acabas muriendo: ese contacto es esencial. Y quizás cuando se trabaja en un problema, no eres el único que lo hace. Es como en teoría debe funcionar tu ordenador cuántico: el ordenador que quieres resolverá sólo una mínima parte del problema, pero funcionará en equipo con todos los demás. Tal vez a veces, durante el sueño, tocamos la supermente y nos beneficiamos de todos los nodos.
—Perdona, pero todo eso me suena a charlatanería de la Nueva Era —dijo Kyle.
Heather se encogió de hombros.
—Tu mecánica cuántica le suena a chino a la mayoría de la gente. Pero así es como funciona el universo —hizo una pausa—. Esto va a volver locos a los seguidores de Noam Chomsky. En Estructuras Sintácticas, Chomsky propuso que el lenguaje es innato. Es decir, que no aprendemos a hablar como aprendemos a atarnos los zapatos o a montar en bicicleta. Los humanos tenemos una capacidad lingüística nata: circuitos especiales en el cerebro que permiten que la gente adquiera y procese el lenguaje sin ser consciente de sus complejas reglas. Te he oído decirlo en voz alta mientras corriges los trabajos de tus alumnos: “Sé que esa frase es gramaticalmente incorrecta; no puedo decir exactamente por qué, pero estoy seguro de que no está bien”.
Kyle asintió.
—Sí, suelo decirlo.
—Así que tú, como todo el mundo, tienes claramente un sentido del lenguaje. Pero la teoría de Chomsky es que ese sentido es algo innato. Y sí naces con él, presumiblemente tiene que estar codificado en tu ADN.
—Tiene sentido.
—No, no lo tiene —replicó Heather—. Philip Lieberman señaló un gran problema con la teoría de Chomsky. Lo que Chomsky dice esencialmente es que hay un «órgano» del lenguaje en el cerebro que es idéntico en todos los seres humanos. Pero no puede ser. Ninguna tendencia determinada genéticamente es igual en todas las personas: siempre hay variación. El órgano del lenguaje tendría que mostrar el mismo tipo de variabilidad que vemos en la piel y el color de ojos, altura, susceptibilidad a los infartos, y esas cosas.
—¿Por qué demonios tiene que ser eso verdad?
—Tendría que ser así: la genética lo exige. Ya sabes, hay personas que digieren la comida de formas diferentes… un diabético lo hace de una forma, alguien con intolerancia a la lactosa, de otra. Incluso gente a la que consideramos perfectamente sana tal vez lo haga de forma diferente, utilizando enzimas distintas. A nivel social, eso no importa; la digestión es completamente personal: como tú la haces no tiene ningún efecto en como la hago yo. Pero el lenguaje tiene que ser compartido… para eso existe. Si hubiera alguna variación en la forma en que tú y yo procesamos el lenguaje mentalmente, no podríamos comunicarnos.
—Claro que podríamos. Chita usa varias rutinas procesadoras del habla que no se basan en ningún modelo humano, sino que son soluciones de ingeniería de simple fuerza bruta.
—Oh, claro, si hay alguna variación menor que no constituya una gran diferencia, el significado puede desentrañarse. Pero a nivel sutil, tú y yo estamos de acuerdo, aunque Chita no lo esté, esa «gran pelota amarilla» es una construcción adecuada, mientras que «amarilla gran pelota», aunque no sea inadecuado, no es normal… y sin embargo a ninguno de nosotros nos enseñaron en el colegio que el tamaño sea más importante que el color. Todos los que hablamos el mismo lenguaje estamos de acuerdo en detalles minúsculos de sintaxis y estructura, sin que nos hayan tenido que enseñar esas cosas. Y Chomsky dice que cada uno de los cinco mil lenguajes distintos que se hablan hoy en día, más todos los lenguajes que existieron en el pasado, siguen esencialmente las mismas reglas. Probablemente tiene razón… adquirimos y usamos el lenguaje con extraordinaria facilidad, tanto que debe ser innato. Pero no puede ser genéticamente innato: como señala Lieberman, eso violaría la biología básica, que permite, y de hecho es impulsada evolutivamente, por el concepto de variación individual. Además, el Proyecto Genoma Humano no encontró ningún gen o combinación de genes que pudiera considerarse el supuesto órgano del lenguaje de Chomsky. Lo cual nos lleva a la pregunta: si es innato, y no es genético, ¿de dónde procede?
—¿Y crees que de tu supuesta supermente?
Heather extendió los brazos.
—Tiene sentido, ¿no? Y no es sólo el lenguaje lo que parece innato. Símbolos compartidos por individuos y por culturas. Es lo que Jung llamó «el inconsciente colectivo».
—Sin duda Jung lo dijo como metáfora.
Heather asintió.
—Al principio, sí. Pero parece que compartimos un rico fondo de símbolos e ideas. ¿Conoces El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell? Lo utilizo en mis cursos. Las mitologías son las mismas incluso en culturas que han estado aisladas entre sí. ¿Cómo lo explicas? ¿Coincidencia? Si no es coincidencia, ¿entonces qué?
—La supermente otra vez, según tú. Pero es un salto enorme.
—¿Lo es? ¿Lo es de verdad? La navaja de Occam dice que hay que preferir la solución que tenga menos elementos. Suponer la existencia de la supermente resuelve todo tipo de problemas en lingüística, mitología comparada, psicología, e incluso parapsicología. Es una solución simple y…
El reloj de la repisa de la chimenea dio los cuartos.
—¡Oh! —dijo Heather—. No pretendía extenderme tanto, y… Maldición, ahora no hay tiempo de explicarlo. Tenemos visita.
—¿Quién?
—Becky.
Kyle se envaró visiblemente.
—No estoy seguro de querer verla —hizo una pausa—. Maldición, ¿por qué no me dijiste que iba a venir?
Heather se encogió de hombros.
—Porque quería asegurarme de que tú vendrías. Mira, no va a haber problemas y…
El sonido de la cerradura: la propia Becky abría la puerta, en vez de llamar al timbre.
La puerta se abrió. Becky permaneció en el umbral, recortada contra la oscuridad.
De pie ahora junto a la ventana del salón, Kyle contuvo la respiración.
Becky entró. Permaneció en silencio durante un instante. A través de la ventana abierta, Kyle pudo oír un deslizador al pasar y el sonido de un grupo de niños que charlaban mientras paseaban por la acera.
—Papá —dijo Becky.
Era la primera vez en más de un año que Kyle la oía pronunciar esa palabra. No supo qué hacer. Se quedó inmóvil.
—Papá —repitió ella—. Lo siento muchísimo.
El corazón de Kyle latía con fuerza.
—Nunca te haría daño —dijo.
—Lo sé —respondió Becky. Cruzó parte de la distancia que había entre ellos—. Lo siento muchísimo, papá. No pretendía hacerte daño.
Kyle no se fiaba de su voz. Todavía había demasiada furia y resentimiento en su interior.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó.
Becky miró a su madre, y luego al suelo.
—Y-yo… me di cuenta de que no podías haber hecho nada así.
—Estabas segura antes —las palabras, duras, salieron de Kyle antes de que pudiera impedirlo.
Becky asintió levemente.
—Lo sé. Lo sé. Pero… pero he examinado lo que hizo mi psiquiatra, y las técnicas que empleó. Yo… yo no sabía que se podían crear recuerdos —miró brevemente a su padre, y luego de nuevo a la alfombra.
—Esa zorra —dijo Kyle—. Los problemas que ha causado.
Becky miró de nuevo a su madre: algo pasaba entre ellas, pero Kyle no podía decir qué era.
—No nos preocupemos por ella ahora —dijo Becky—. Por favor. Lo importante es que esto se acabó… o al menos si me perdonas.
Miró de nuevo a su padre, con sus grandes ojos castaños. Kyle sabía que su rostro era impasible, no supo cómo reaccionar. Lo habían destrozado, vilipendiado, apartado… ¿y ahora todo se acababa, así sin más?
Sin duda que debería de haber algo más que una mera disculpa. Sin duda las heridas tardarían años, décadas en sanar.
Y sin embargo…
Sin embargo, más que nada, quería esto. No había rezado, por supuesto, pero si había una cosa por la que hubiera sido capaz de rezar, habría sido para que su hija se diera cuenta de su error.
—¿Estás segura ahora? —dijo Kyle—. ¿No cambiarás de opinión de nuevo? No podría soportarlo si…
—No lo haré, papá. Lo prometo.
¿Se había acabado de verdad? ¿Había terminado la pesadilla de una vez? Cuántas noches había deseado que el reloj pudiera marchar hacia atrás… y ahora ella estaba al parecer ofreciendo, en esencia, justo eso.
Pensó en el pobre Stone, delante de su oficina, recibiendo a sus estudiantes femeninas en los pasillos.
Becky permaneció quieta un instante, y luego dio un pasito. Kyle vaciló un momento, luego abrió los brazos, y Becky se abalanzó hacia ellos. De repente, se desplomó contra su hombro, llorando.
—Lo siento muchísimo —dijo entre sollozos.
Kyle no pudo encontrar palabras: la furia no podía desconectarse con un interruptor.
La abrazó durante largo rato. No la había abrazado… Dios, tal vez desde que cumplió los dieciséis años. Tenía el hombro húmedo; las lágrimas de Becky se habían filtrado a través de su camisa. Vaciló durante un momento. Maldición, probablemente vacilaría durante el resto de su vida. Entonces alzó la mano para acariciar su largo pelo negro.
Permanecieron en silencio durante largo rato. Finalmente, Becky se separó un poco y miró a su padre.
—Te quiero —dijo, secándose los ojos.
Kyle no sabía cómo se sentía, pero dijo las palabras de todas formas:
—Yo también te quiero, Becky.
Ella negó un poco con la cabeza.
Kyle vaciló otra vez, y luego amablemente le alzó la barbilla con un dedo.
—¿Qué?
—No «Becky» —dijo su hija. Consiguió ofrecerle una sonrisa—. Calabacita.
Ahora las lágrimas escaparon de los ojos de Kyle. Envolvió a su hija con sus brazos, y esta vez dijo de corazón cada palabra.
—Yo también te quiero… Calabacita.