Cuando Heather regresó al psicoespacio, no tardó mucho en encontrar a su padre, Carl Davis.
Había muerto en 1974, antes de que existieran las videocámaras. Heather nunca había visto imágenes en movimiento suyas y nunca había oído su voz. Pero había contemplado interminablemente fotografías suyas. Era calvo cuando murió, y llevaba bigote. Usaba gafas de concha. Tenía una cara agradable, y parecía un buen hombre.
Había nacido en 1939. Tres semanas antes de cumplir treinta y cinco años, murió atropellado por un conductor borracho.
Doreen, la hermana de Heather, lo había conocido un poco: recuerdos vagos (¿o eran recuerdos falsos, creados a lo largo de los años para suavizar el golpe?) de un hombre que había sido parte de su vida hasta que cumplió los tres años.
Pero al menos Doreen lo había conocido, al menos había sentido sus abrazos, al menos había montado en sus rodillas, había escuchado los cuentos que le leía, había jugado con él.
Pero Heather no había llegado a conocerlo. Su madre volvió a casarse diez años más tarde. Heather siempre se había negado a llamar «papá» a Andrew, y aunque su madre cambió su apellido por Redewski, Heather insistió en seguir llamándose Davis, conservando aquella parte de su pasado que nunca había conocido.
Y ahora, por fin, tocó la mente de Carl Davis y hojeó lentamente a través de lo que él había sido.
Había sido un buen hombre. Oh, los estándares de hoy lo habrían considerado un machista impenintente, pero no en los años sesenta. Y también era políticamente incorrecto en muchas otras cosas, sobre todo en lo referido a todo aquel jaleo que estaba teniendo lugar en los estados del sur de los Estados Unidos. Pero había amado profundamente a la madre de Heather, y anhelaba con todas sus ganas tener a otro bebé en la casa.
Heather se retiró cuando los recuerdos del segundo embarazo de su madre aparecieron. No quería ver la muerte de su padre; simplemente quería conocerlo en vida.
Cerró los ojos, rematerializando el aparato. Pulsó el botón de parada, salió, buscó unos pañuelos, se secó los ojos y se sonó la nariz.
Había tenido un padre.
Y él la habría amado.
Permaneció sentada durante un rato, consolada por el pensamiento.
Y entonces, cuando estuvo preparada, volvió a entrar en el aparato, con la intención de pasar más tiempo aprendiendo cosas sobre Carl Davis.
Al principio, todo fue como de costumbre. Vio los dos globos, hizo la transformación Necker y los convirtió en los dos hemisferios, vio la gran extensión de hexágonos negros, y entonces…
Y entonces… Increíblemente, había algo más allí.
Heather lo sintió con toda la superficie de su cuerpo, lo sintió con todas las neuronas de su cerebro.
¿Podía estar Kyle también en el psicoespacio, usando su aparato? Seguramente no. Tenía una clase ahora.
Y además…
Había sido una diversión inocente, después de todo.
Ya habían hecho ésto. Él en su aparato, entrando en la mente de ella. Ella en el suyo, entrando en la de él. Despojados incluso de su ropa interior, explorando sus propios cuerpos, cerrando y abriendo los ojos, experimentando alternativamente ser ellos mismos y el observador dentro de su cerebro.
Un feedback perfecto, sabiendo exactamente dónde estaba cada uno, disfrutándolo, midiéndolo, llegando simultáneamente al climax.
No, no… ella sabía cómo era cuando Kyle estaba también en el psicoespacio.
Y no era esto. Sin embargo…
Sin embargo había algo más aquí.
¿Podría ser que alguien más lo hubiera descubierto? Se habían retrasado demasiado en hacerlo público. ¿Podría alguien más estar demostrando el acceso a la supermente en este mismo momento? Sólo quedaba un número muy pequeño de investigadores de los mensajes extraterrestres por todo el mundo. ¿Podía ser Hamasaki mientras las cámaras de la NHK grababan? ¿Thompson-Enright demostrándolo ante la BBC? ¿Castille dando un pequeño salto psicoespacial mientras la CNN observaba? ¿Se habían retrasado demasiado Kyle y ella antes de hacer su anuncio?
Pero no.
No, sabía por sus experimentos con Kyle que no debería ser consciente de que otros accedieran al psicoespacio… si es que había otros, claro.
Y sin embargo la sensación de que había algo más presente era inconfundible.
El aparato era piezoeléctrico.
¿Podía estar funcionando mal? ¿Podía estar experimentando el fenómeno que Persingen había descubierto hacía tantos años en la Universidad Laurentiana? ¿Podían las descargas piezoeléctricas de los centauri estar causándole alucinaciones? ¿Vería pronto ángeles y demonios o alienígenas de cabezas grandes, que venían a llevársela?
Cerró los ojos, reintegrando el aparato, y entonces pulsó el botón de parada. Tal vez había sucedido algo raro con este viaje concreto en el psicoespacio. Tomó aire y volvió a pulsar el botón de arranque.
Entró de nuevo, cerca de la pared de hexágonos negros.
Y la sensación de que había algo más fue más fuerte aún que antes.
Algo se movía a través del reino, una onda que serpenteaba a través de todo el pensamiento humano, de toda la experiencia humana. Creaba una perturbación, esa onda: sacudía a todo lo que había en su camino. Heather trató de despejar su mente, de actuar simplemente como receptora en vez de como intérprete, de abrirse a lo que pasaba a través del psicoespacio…
Kyle caminaba por St. George, de vuelta a Mullin Hall tras su clase en el New College. Su vendedor de perros calientes favorito estaba en su lugar de costumbre, delante de la Biblioteca Robarts, con un parasol amarillo y negro protegiéndolo del sol de verano. Kyle se detuvo.
—Buenas tardes, profesor —dijo la voz, con acento italiano—. ¿Lo de costumbre?
Kyle reflexionó durante un momento.
—Creo que necesito algo nuevo, Tony. ¿Qué tienes que sea sano?
—Tenemos el perrito vegetal. Libre de grasas y colesterol.
—¿A qué sabe?
El hombrecito se encogió de hombros.
—Podría ser peor.
Kyle sonrió.
—Me tomaré una manzana —dijo, cogiendo una de una cesta. Le tendió a Tony su tarjeta SmartCash.
Tony transfirió el importe y le devolvió la tarjeta.
Kyle continuó su camino, sacando brillo a la manzana en su camisa azul, inconsciente de la figura regordeta que le seguía.
Heather trató de reprimir todos los pensamientos que surcaban su cerebro.
Borró todos los pensamientos sobre Kyle. Borró todos los pensamientos sobre sus hijas. Borró todos los pensamientos sobre Lydia Gurdjieff, la psiquiatra que había destrozado a su familia. Borró todos los pensamientos sobre su trabajo, sus vecinos, los programas de televisión que había visto, la música que había escuchado, los encuentros sociales que la habían dejado enfadada. Lo borró todo, tratando de devolver su mente a su forma original de tabula rasa, tratando simplemente de oír, de detectar, de comprender qué era aquella onda a través del psicoespacio.
Y por fin lo distinguió.
Durante su vida, Heather había conocido a gente que experimentaba alegría… y había visto cómo ella misma podía sentirse alegre, pues la emoción saltaba de la otra persona a ella. Lo mismo podía pasar con la ira: era contagiosa.
Pero esta emoción… bueno, la había sentido bastantes veces ella sola, pero nunca había experimentado el pase desde el exterior hacia ella misma.
Hasta ahora.
La sensación que se movía a través del psicoespacio era sorprendente.
Sorpresa absoluta; diversión completa… la misma mandíbula de Dios abriéndose.
Algo completamente nuevo estaba sucediendo… algo que la supermente nunca había experimentado ni una sola vez antes en todos los incontables milenios que llevaba existiendo.
Heather se esforzó por despejar su mente, tratando de detectar el motivo para tan profunda sorpresa.
Y por fin la sintió, una sensación extraña, como si hubiera sido tocada por una mano fantasmal, como si de repente allí hubiera algo.
Eso era.
Había algo.
Por primera vez en su existencia, la supermente era consciente de algo más, de alguien más.
Era increíble… absolutamente increíble.
La palabra «soledad» ni siquiera tenía una definición al nivel de la supermente. Sólo tenía significado en tres dimensiones, y se refería al aparente aislamiento de nodulos individuales. Pero en el tetraespacio, carecía de sentido… tanto como preguntar dónde estaba el borde del universo.
O eso había pensado aparentemente la supermente.
Pero ahora, increíblemente, había otra presencia en el tetraespacio.
Otra supermente.
La supermente humana se esforzaba por comprender. La sensación era tan extraña como sería para Heather ver un color nuevo, detectar el magnetismo directamente, oír la música de las esferas.
Otra supermente.
¿Qué podía ser?
Heather pensó en los monos… gorilas, chimpancés y el puñado de orangutanes restantes. Quizás una de aquellas especies había finalmente dado el salto, pasando más allá de sus limitaciones animales para conseguir la consciencia, una capacidad que si bien no era comparable a la de la humanidad de hoy, quizás estaba a la par de la de nuestros antepasados Homo habilis.
Pero no era eso. Heather supo en el mismo centro de su ser que esa no era la respuesta.
Heather pensó entonces en los SIMIOS… la aproximación de experiencias psicológicas que su marido y otros llevaban años construyendo. Nunca habían funcionado del todo, nunca habían llegado a ser humanos. Pero quizás eso había cambiado: eran corregidos constantemente, puestos al día de modo interminable en el camino hacia la consciencia. Quizás Saperstein, o alguien más, había resuelto los problemas de la informática cuántica: Kyle y ella no habían hecho aún público el mensaje de Huneker, por lo que Saperstein no habría sabido nada más.
Pero no, tampoco era eso.
El Otro no estaba aquí… por muy ampliamente que pudiera definirse «aquí» en el tetraespacio de la supermente.
No… no, era allí. En otra parte. Extendiéndose, haciendo contacto, tocando el inconsciente colectivo humano por primera vez.
Y entonces Heather lo supo.
Era otra supermente… pero no una supermente terrestre.
Eran los centauros. Sus pensamientos, sus arquetipos, sus símbolos.
Habían enviado sus mensajes de radio como adelanto, heraldos de su llegada. Pero la supermente humana, encerrada en sus propios modos, incapaz de comprender, no lo había captado. Los humanos habían proclamado desde hacía mucho tiempo que no podíamos estar solos en el universo, pero la supermente humana sabía (lo sabía en su propia esencia) que no era posible más que el aislamiento.
Pero estaba equivocada.
Los centauros se habían abierto paso.
Se había entablado contacto.
¿Estaban los centauros del triespacio en ruta hacia la Tierra? ¿Habían expandido los confines de su supermente, extendiendo un lóbulo desde Alfa Centauri hacia la estrella amarilla, fuera cual fuese el nombre que le daban a la constelación que los humanos llamaban Casiopea, y al extenderse, habían cerrado la brecha de forma que la supermente de la Tierra y la supermente de los centauros se tocaban ahora, interactuaban, se mezclaban de la forma más tenue y tentativa?
Si los centauros se acercaban, ¿quién sabía cuánto tiempo pasaría antes de que llegaran en carne y hueso? Los mensajes de radio habían empezado hacía una década; incluso una supermente podría estar constreñida por Einstein. Los centauros tendrían que conseguir la mitad de la velocidad de la luz para llegar ahora, suponiendo que hubieran partido al mismo tiempo que enviaron su primer mensaje; a un cuarto de la velocidad de la luz, todavía estarían a más de dos años luz de la Tierra.
Heather advirtió que su mente galopaba, a pesar de los esfuerzos por mantenerla despejada, y…
No. No era su mente. Eran todas las mentes. La supermente humana estaba intentando encontrarle sentido a todo aquello, trataba de resolverlo, buscando respuestas.
Heather decidió no combatirla. Se dejó ir, entregándose a las oleadas de asombro y curiosidad y maravilla que la inundaban…