Capítulo 29

Frustrada, Heather salió del aparato. Fue al cuarto de baño, luego llamó al despacho de Kyle, dejando un mensaje pidiéndole que se reuniera con ella para cenar esta noche, viernes, en vez de su habitual encuentro de los lunes en el Swiss Chalet. Quería desesperadamente saber si él había detectado de algún modo su intrusión en su mente.

Acordaron verse a las nueve. Con tanto tiempo, Heather decidió que podría preparar la cena para ambos, así que sugirió, tentativamente, que Kyle se pasara por la casa. Él pareció sorprendido, pero dijo que estaría bien. Ella también le pidió que trajera la videocámara. Él hizo un chiste tonto (¿por qué pensaban siempre los hombres que las videocámaras iban a ser utilizadas para propósitos zafios?), pero accedió a traerla consigo.

Y ahora Heather y Kyle estaban sentados en lados opuestos de la gigantesca mesa del comedor. Había sillas vacías a cada lado: la de la ventaba siempre había sido de Becky, la de enfrente, de Mary. Heather había hecho ensalada de pasta. No era uno de los platos favoritos de Kyle: eso habría sido demasiado, habría enviado la señal equivocada. Pero sabía que era una comida que no le disgustaba. La sirvió con pan blanco que compró camino de casa.

—¿Cómo te fue el trabajo? —preguntó Heather.

Kyle se sirvió una buena porción antes de contestar.

—Bien —dijo.

Heather trató de parecer casual.

—¿Sucedió algo fuera de lo corriente?

Kyle soltó el tenedor y la miró. Estaba acostumbrado a las preguntas rutinarias sobre el trabajo: Heather las había hecho incontables veces a lo largo de los años. Pero aquello lo dejó claramente sorprendido.

—No —dijo por fin—. Nada fuera de lo corriente.

Hizo una pausa para comer un bocado, como si una pregunta tan extraña requiriera más de una respuesta, y luego añadió:

—La clase me fue bien, supongo. La verdad es que no lo recuerdo. … me dolía la cabeza.

Un dolor de cabeza, pensó Heather.

¿Quizás su intrusión había tenido ese efecto?

—Lamento oír eso —dijo. Guardó silencio durante un instante, preguntándose si levantaría sospechas si insistía en el tema. Pero también tenía que saber si podía seguir explorando, más profundamente, con impunidad—. ¿Tienes muchos dolores de cabeza en el trabajo?

—A veces. De tanto tiempo mirar la pantalla del ordenador —se encogió de hombros—. ¿Cómo te ha ido el día?

Ella no quería mentir, ¿pero qué podía decir? ¿Que se había pasado todo el día navegando por el psicoespacio? ¿Que había invadido su mente?

—Bien —dijo.

No lo miró a los ojos.


Al día siguiente, sábado 12 de agosto, Heather regresó temprano a su despacho.

Se llevó consigo la cámara de video y la colocó sobre la mesa vacía de Omar. Más tarde averiguaría qué sucedía desde fuera cuando el hipercubo se plegaba.

Heather entró entonces en el cubo central, colocó la puerta en su sitio, y pulsó el botón de inicio.

Entró inmediatamente en la mente de Kyle. Él estaba trabajando hoy también, en su laboratorio en Mullin Hall, intentando resolver los problemas con su ordenador cuántico.

Ella lo intentó de nuevo, llamando «Rebecca» una y otra vez, mientras conjuraba diversas visiones de ella.

Nada.

¿La había bloqueado Kyle por completo?

Trató de conjurar imágenes de Jon, el hermano de Kyle. Aparecieron de inmediato.

¿Por qué no podía acceder a sus pensamientos sobre Rebecca?

¡Becky! No Rebecca. Lo intentó de nuevo, por si la abreviatura infantil de su nombre era la clave.

Tenía que haber incontables recuerdos de su propia hija almacenados en algún lugar de la mente de Kyle: recuerdos de ella siendo bebé, gateando, llevándola a la guardería, a su pequeña Calabacita…

¡Calabacita!

Probó con eso, y acompañó al nombre con imágenes mentales. Calabacita.

Y: ¡Calabacita!

Y de nuevo: ¡Ca-la-ba-ci-ta!

Y allí estaba, una clara visión de su hija: sonriendo, más joven, más feliz.

Eso era. Estaba dentro.

Pero, de todas formas, encontrar recuerdos específicos no sería fácil. Podría pasarse días hurgando en el archivo de toda una vida.

Lo que quería eran los recuerdos de Kyle a solas con Becky. No sabía cómo acceder a ellos… todavía no. Tenía que empezar por otra parte, con algo en lo que ella misma estuviera relacionada. Algo simple, algo en lo que pudiera entrar con facilidad.

¿Una cena familiar, de la época anterior a la muerte de Mary, antes de que Kyle y Becky se marcharan de casa?

No podría ser algo genérico, como el poster de la pared de la cocina, que ilustraba diversos tipos de pasta, o el decorado verde y negro del salón. No estaban relacionados con recuerdos específicos; más bien, formaban el telón de fondo de miles de acontecimientos.

No, necesitaba momentos específicos de una comida específica. Comidas: pollo… pechuga de pollo a la plancha, adornada con aquella salsa de barbacoa que tanto le gustaba a Kyle. Y una de las ensaladas típicas de Kyle: lechuga cortada, pequeños discos de zanahoria, apio picado, mozzarella baja en calorías, y un hedonista chorrito de cacahuetes tostados, aliñados con salsa vinagreta de tinto y servida en un gran cuenco.

Pero habían tomado esa cena centenares de veces. Necesitaba algo único.

Algo que él llevara puesto… una camiseta de los Toronto Raptors, con aquel dinosaurio púrpura estampado. ¿Pero qué podría llevar puesto ella entonces? Veamos: normalmente llevaba traje de chaqueta al trabajo, pero en cuanto llegaba a casa se ponía vaqueros y… ¿qué? Una camisa verde. No, no, la camisa azul marino. Recordaba haberla elegido porque hacía juego con la camiseta de Kyle… un hecho que no significaría nada para él, pero sí para ella.

Aquella habitación. Aquella comida. Aquella camisa.

De repente, todo encajó. Accedió a una cena específica.

—… reunión difícil con Dejong —era la voz de Kyle, o al menos su recuerdo de las palabras. Dejong era el administrador de la universidad—. Tal vez tengamos que recortar presupuestos para mi proyecto SIMIO.

Durante un instante, Heather pensó que faltaba algo: no tenía recuerdos de esa conversación.

No, sin duda se había desconectado en ese momento: Kyle se lamentaba a menudo de los recortes presupuestarios. Heather se sintió atormentada: era algo importante para él, y no le había prestado atención. Pero un momento después, Kyle empezó a hablar de los problemas de Dejong con su esposa, y Heather reconoció la conversación. ¿Tan superficial era ella, que ignoraba el problema serio y se centraba en los cotilleos?

Era sorprendente verse como la veía Kyle. Para empezar (Dios lo bendiga), parecía unos diez años más joven de lo que realmente era: no hacía tanto tiempo de aquella camisa, por lo que no podía ser tan joven.

Becky entró y tomó asiento. Entonces tenía el pelo mucho más largo, hasta casi la mitad de la espalda.

—Buenas tardes, Calabacita —dijo Kyle.

Becky sonrió.

Habían sido una familia, una vez. Heather se sintió dolorida al recordar lo que habían perdido.

Pero ahora tenía una imagen de Becky para centrarse en ella. La usó como punto de partida para explorar los recuerdos de su marido hacia Becky. Podía, naturalmente, saltar dentro de la mente de su hija a partir de la suya, ¿pero cómo podría justificarlo? Aunque violar la intimidad de Kyle era malo (lo sabía y se odiaba a sí misma por hacerlo), había un motivo para ello. Pero invadir la mente de Becky…

No, no, no lo haría… sobre todo puesto que aún no sabía si había algún modo de distinguir los recuerdos falsos de los reales. Continuó su búsqueda, su arqueología, aquí, en la mente de Kyle. Era a él a quien juzgaba.

Continuó adelante, preguntándose cuál sería el veredicto.


El lunes por la mañana, Kyle llegó temprano al laboratorio. Mientras salía del ascensor en la tercera planta y rodeaba la curva del pasillo, el corazón le dio un vuelco. Una mujer asiática estaba apoyada contra la barandilla que rodeaba el borde del atrio.

—Buenos días, doctor Graves.

—Ah, buenos días, seño…

—Chimakatsu.

—Sí, por supuesto, Chikamatsu —este traje gris oscuro parecía aún más caro que el que llevaba la última vez.

—No ha contestado a mis llamadas telefónicas ni a mis mensajes electrónicos.

—Lo siento. He estado muy ocupado. Y todavía no he resuelto el problema. Hemos estabilizado los campos de Dembinski, pero aún nos encontramos con decoherencias masivas.

Kyle pulsó con el pulgar la placa de la puerta del laboratorio. Ésta emitió un pitidito, reconociéndolo, y el cerrojo se descorrió con un sonido como un disparo.

—Buenas, doctor Graves —dijo Chita, que estaba funcionando desde el sábado—. Tengo otro chiste para… oh, perdóneme, no me había dado cuenta de que tenía compañía.

Kyle colgó el sombrero en el viejo perchero; siempre llevaba sombrero en verano, para proteger su coronilla.

—Chita, esta es la señorita Chikamatsu.

Los ojos de Chita zumbaron hasta enfocarse.

—Encantado de conocerla, señorita Chikamatsu.

Chikamatsu alzó las finas cejas, perpleja.

—Chita es un SIMIO —dijo Kyle—. Ya sabe, una simulación por ordenador que imita a la humanidad.

—En realidad, encuentro ofensivo el término «simio» —dijo Chita.

Kyle sonrió.

—¿Ve? Indignación que parece auténtica. Yo mismo la programé. Es lo primero que hace falta en un entorno universitario: la habilidad para ofenderse por cualquier cosa, sea real o imaginaria.

Las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven sonaron por los altavoces de Chita.

—¿Qué es eso? —preguntó Chikamatsku.

—Su risa. Algún día tendré que arreglarla.

—Sí —dijo Chita—. Deshágase de esos instrumentos de cuerda de Viena. ¿Qué tal la madera? ¿Un oboe de Bonn?

—¿Qué? —dijo Kyle—. Oh, ya lo pillo —miró a Chikamatsu—. Chita intenta dominar el humor.

—¿Oboe de Bonn? —repitió la mujer.

Kyle sonrió a su pesar.

—Bonn es el lugar donde nació Beethoveen. Un bonobo es un chimpancé enano… un simio, ¿entiende?

La japonesa sacudió la cabeza, perpleja.

—Si usted lo dice… Bien, ¿qué hay de la oferta de mi consorcio? Sabemos que estará usted ocupado cuando haga su descubrimiento; queremos que nos ofrezca un compromiso para tratar inmediatamente con su problema.

Kyle se entretuvo con la máquina de café.

—Mi esposa piensa que lo que Huneker detectó pertenece a toda la humanidad… y supongo que estoy de acuerdo. Con gusto me encargaré de decodificar el mensaje para ustedes, pero no firmaré ningún acuerdo sobre su contenido.

Chikamatsu frunció el ceño.

—Tengo poderes para suavizar el acuerdo. Podemos ofrecerle unos royalties del tres por ciento…

—No es eso. De verdad que no.

—Tendremos que tratar entonces con el doctor Saperstein.

Kyle rechinó los dientes.

—Lo entiendo —pero entonces sonrió—. Dígale a Shlomo que le mando recuerdos.

Que Saperstein se entere de que acudieron a mí primero… que se lleva mis sobras.

—Me gustaría que lo considerara —dijo Chikamatsu.

—Lo siento.

—Si cambia de opinión —dijo ella, ofreciéndole una tarjeta de visita de plástico—, llámeme.

Kyle cogió la tarjeta y la miró. Tenía impresa solamente la palabra “Chikamatsu”, pero había una banda magnética en uno de los bordes.

—Estaré en el Royal York durante un par de días más… pero introduzca esa tarjeta en cualquier teléfono y llamará a mi móvil, a mi cuenta.

—No cambiaré de opinión.

Chakamatsu asintió y se encaminó hacia la puerta.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó Chita cuando se marchó.

Kyle hizo su mejor imitación de Bogart.

—De la materia de la que están hechos los sueños.

—¿Cómo? —dijo Chita.

Kyle puso los ojos en blanco.

—Los chicos de hoy en día —dijo.

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