Capítulo 35

Kyle soltó la puerta del cubo. Heather había estado esperando cerca: sintió sus manos alzando la tapa desde el otro lado.

Pasó los pies por el borde y salió. Heather lo miró; sin duda advirtió que había estado llorando.

Kyle consiguió ofrecerle una débil sonrisa.

—Gracias —dijo. Su hija no se encontraba en la habitación—. ¿Dónde está Becky?

—Tuvo que irse. Tenía una cita con Zack esta noche.

Kyle asintió, complacido. Pero pudo ver la preocupación en el rostro de Heather… y de repente advirtió a qué era debido. Ella lo conocía, por supuesto, y últimamente lo conocía de verdad. Había tenido que darse cuenta que antes de mirar el oscuro hexágono de Mary, habría echado un vistazo a la mente de su esposa. La expresión del rostro de Heather… lo había visto una vez antes, años atrás, la primera vez que lo hicieron en una habitación encendida en vez de tanteando en la oscuridad. La primera vez que la vio desnuda. Tenía exactamente esta misma expresión: cohibida, asustada por no estar a la altura de su imaginación, y sin embargo siempre provocativa.

Él extendió los brazos, la envolvió, y la abrazó con tanta fuerza que le hizo daño.

Un minuto después, se separaron. Kyle la cogió de la mano y pasó el dedo índice por el anillo de bodas.

—Te quiero —dijo. La miró a los ojos—. Te quiero, y quiero pasar el resto de mi vida conociéndote.

Heather le sonrió… a él y al recuerdo.

—Yo también te quiero —dijo, por primera vez en un año. Él atrajo su rostro, y se besaron. Cuando se separaron, ella repitió—. Te quiero.

Kyle asintió.

—Lo sé. Lo sé de verdad.

Pero la expresión de Heather era sombría.

—¿Mary?

Él guardó silencio durante un instante.

—He hecho las paces.

Heather asintió.

—Es increíble —dijo Kyle—. La supermente. Absolutamente increíble —hizo una pausa—. Y sin embargo…

—¿Qué?

—Bueno, ¿recuerdas al profesor Papineau? ¿Cómo yo decía siempre que sus clases eran asombrosas? Él me enseñó un montón de física cuántica… pero nunca lo entendí, no del todo, no en la base. Las cosas seguían confusas. Pero ahora tiene sentido.

—¿Cómo?

Él extendió los brazos, como pensando una forma de expresarlo todo.

—¿Sabes lo del gato de Schrödinger?

—He oído el término —dijo Heather.

—Es un sencillo experimento de pensamiento: metes a un gato en una caja junto con un frasco de gas venenoso y un interruptor que disparará el gas si se produce un acontecimiento cuántico que tenga una posibilidad del cincuenta por ciento de suceder dentro de una hora. Sin abrir la caja una hora más tarde, ¿puedes decir si el gato está vivo o muerto?

Heather frunció el ceño.

—No.

—«No» está bien. Pero no porque no puedas decir cómo está. Más bien, la respuesta es «ni». El gato no está ni vivo ni muerto, sino que es una superposición de ondas frontales… una combinación mezclada de ambas posibilidades. Sólo el acto de abrir la caja y mirar hace que el frente de ondas se convierta en una realidad concreta. Eso es la mecánica cuántica: cosas que son indeterminadas hasta que se las observa.

—Muy bien.

—Pero supongamos que yo miro dentro de la caja primero, veo que el gato sigue vivo, y luego cierro la caja. Tú vienes unos minutos después y abres la caja y miras, sin saber que yo he echado ya un vistazo. ¿Qué ves?

—Un gato vivo.

—¡Exactamente! Mi observación conforma la realidad para ti, también. Eso ha sido uno de los problemas de la mecánica cuántica: ¿por qué las observaciones de un solo observador crean una realidad concreta para todo el mundo simultáneamente? La respuesta, por supuesto, es que todo el mundo es parte de la supermente, así que la observación hecha por una persona es la observación hecha por toda la gente… de hecho, la mecánica cuántica requiere la supermente para funcionar.

Heather puso cara de estar impresionada.

—Interesante —hizo una pausa—. ¿Qué hacemos ahora?

—Se lo decimos al mundo.

—¿Lo hacemos?

—Claro. Todo el mundo tiene derecho a saberlo.

—Pero lo cambiará todo —dijo Heather—. Todo. La civilización que conocemos dejará de existir.

—Si no lo decimos nosotros, lo hará alguien más.

—Tal vez. Tal vez no lo descubra nadie.

—Es inevitable. Demonios, ahora que tú lo has hecho, es parte del inconsciente colectivo… alguien lo descubrirá en un sueño.

—Pero la gente se aprovechará de esto… la habilidad para espiar, para robar pensamientos. Sociedades enteras se derrumbarán.

Kyle frunció el ceño.

—No puedo creer que los centauros nos enviaran instrucciones para construir algo que nos llevara a la caída. ¿Por qué molestarse? No podemos suponer una amenaza para ellos.

—Supongo —dijo Heather.

—Entonces hagámoslo público.

Heather frunció el ceño.

—Hoy es sábado. Dudo que muchas revistas científicas estén trabajando un fin de semana en verano, así que ni siquiera podremos convocar una conferencia de prensa hasta el lunes. Y si queremos una buena cobertura, tendremos que darle a los periodistas un par de días.

Kyle asintió.

—¿Pero y si alguien más anuncia el descubrimiento durante el fin de semana?

Heather reflexionó.

—Bueno, sí eso sucede, siempre puedo señalar al archivo de la supermente y decir: «Mirad, allí está la prueba de que yo estuve aquí antes».

Hizo una pausa.

—Pero supongo que eso es pensar a la antigua usanza —dijo, encogiéndose de hombros—. En el nuevo mundo que estamos a punto de crear, dudo que la idea de primacía tenga ningún significado.


Heather se pasó el domingo entero explorando el psicoespacio; Kyle y Becky se turnaron para hacer lo mismo en Mullin Hall, donde hacía falta alguien que echara una mano para retirar la puerta cúbica.

Para Heather, era como nadar en un prístino lago de montaña, remoto y brillante, sabiendo que nadie más se había topado jamás con él, sabiendo que era la primera en contemplar su belleza, en sumergirse en sus aguas, en sentir cómo la cubría.

Pero como los paisajes de todas partes, la vida en la superficie se construía sobre la muerte, nuevos retoños surgiendo de una capa de materia orgánica putrefacta. Aunque había muchas personas vivas en cuyas mentes Heather quería entrar, también había incontables personas muertas con las que deseaba conectar… y de algún modo, entrar en los muertos no parecía tanto una invasión, una violación de la intimidad.

Kyle no había pasado mucho tiempo en el oscuro archivo de la mente de Mary, y Heather todavía tenía que tocar uno de los hexágonos negros. Ahora era el momento.

De hecho, en este caso, no tuvo que buscar el hexágono. Todo lo que tuvo que hacer fue entrar en sí misma: una fácil transformación Necker desde el hexágono que identificaba como Kyle, y luego, a partir de sus propios recuerdos, conjurar una imagen concreta de su objetivo deseado, y saltar a él.

Josh Huneker.

Muerto desde hacía veintitrés años.

Ella no se había sentido acosada por su recuerdo, desde luego. Durante la mayor parte de aquel tiempo, ni siquiera había pensado en él, aunque al menos de una manera significativa él había tenido un gran impacto sobre su vida: fue él quien la introdujo al fascinante SETI, después de todo. Literalmente, si no hubiera sido por su relación con Josh, ella no estaría ahora aquí.

Pero lo estaba. Y si había habido algún mensaje alienígena anterior, uno que ella nunca hubiera visto, que no hubiera visto nadie vivo, entonces tenía que saberlo.

Ya no hacía falta un ordenador cuántico para descifrar el secreto de Huneker… ni de nadie. La intimidad, incluso la intimidad de la tumba, ya no existía.

Entró en la mente de Huneker.

No se parecía a ninguna mente en la que hubiera estado antes. Ésta estaba fría como una piedra, sin ninguna imagen activa, sin ningún pensamiento activo. Heather sintió como si estuviera a la deriva en una noche sin estrellas ni luna, en un mar silencioso hecho de negrísima tinta.

Pero el archivo estaba aquí. Lo que Josh había sido, lo que quiera que lo había torturado, estaba almacenado aquí.

Se imaginó a sí misma como era entonces. Más joven, más delgada, y si no bonita, sí con cierta prestancia que podía pasar por belleza.

Y después de un momento, funcionó.

Se vio a sí misma como él había visto hacía tantos años: piel suave; pelo corto y de punta, teñido entonces de rubio; tres anillitas de plata (¡otra experiencia de Toronto!) taladraban la curva de su oreja izquierda.

Él no la había amado.

Heather no se sorprendió. Josh era el estudiante de postgraduado guapo, y ella prácticamente se había arrojado en sus brazos. Oh, había albergado sentimientos hacia ella… y eran sexuales. Sin embargo, pensaba que ya se había comprometido con un estilo de vida distinto.

Estaba confuso, destrozado.

Había planeado suicidarse. Naturalmente que fue algo planeado: había tenido que pensar en el arsénico.

Y como su ídolo Alan Turing, había mordido una manzana envenenada. Había probado el conocimiento prohibido.

Ella nunca había sabido lo torturado que se sentía, cuánta agonía había sufrido por no saber qué hacer respecto a ella, respecto a sí mismo.

Ella no podía despedirse: no había nadie a quien decirle adiós. Lo que había pasado hacía tantos años era inmutable… se había acabado.

Pero no estaba dispuesta a salir de su mente.

Nunca había estado en el Radioobservatorio Algonquino, cerrado ya desde hacía casi un cuarto de siglo. Hicieron falta numerosos intentos para conectar con los recuerdos de Josh sobre el lugar, moviéndose oblicuamente desde sus recuerdos de ella hasta su dolorosa introspección allí arriba, las puertas cubiertas por la nieve. Pero por fin lo consiguió.

Increíblemente, había recibido un mensaje alienígena.

Formaba un pictograma de Drake; si las teorías de Chomsky tenían alguna validez entre las especies, la estructura sintáctica que podía ser compartida por todas las razas comunicándose por radio era la parrilla compuesta de un número primo de columnas por un número primo de filas.

Como siempre, había dos posibles interpretaciones, pero aquí, al menos, la correcta era obvia, ya que en ella había dibujado un simple recuadro de un pixel de ancho en la página resultante.

El entramado cortaba la página verticalmente en tres puntos, dividiendo el mensaje en cuatro paneles: parecía una tira de comics. Heather pensó por un segundo que tal vez Kyle tuviera razón: quizás era un chiste interestelar.

Al principio Heather temió que no hubiera forma de decir en qué orden iban los paneles: de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de arriba abajo o de abajo a arriba. Pero la respuesta quedó clara al inspeccionar más de cerca: un borde de la cuadrícula estaba roto en varios sitios. Sobre el panel situado más a la derecha, había un solo pixel aislado por un pixel en blanco a cada lado; sobre el siguiente panel, había dos pixeles aislados: sobre el tercero, había tres; y sobre el cuarto, había cuatro: numeraban claramente los paneles de derecha a izquierda.

El primer panel (el de la derecha) mostraba un número de unidades flotantes que parecían representar cada bit como un asterisco y cada cero como espacio en blanco:


******
* ** *
******

El segundo panel pareció mostrar lo mismo al principio. El desarrollo general de los grupos era distinto, pero parecía igualmente aleatorio. Pero después de concentrarse un rato, Heather advirtió que los dos grupos eran diferentes. Tenían este aspecto:


******
**** *
******

Josh había bautizado inmediatamente a los del primer tipo como «ojos» y al segundo tipo «piratas». Heather tardó un instante en comprenderlo: por piratas, quería decir que uno de los ojos estaba cubierto por un parche.

En el tercer panel, había muchos más piratas que ojos, y todos estaban dispuestos de forma que rodeaban a los ojos.

En el cuarto panel, todos los ojos habían desaparecido; sólo quedaban piratas.

Heather sabía que Josh había hecho una interpretación, pero no quería seguir sondeando su mente: quería ver si podía resolverlo por sí misma.

Pero finalmente se rindió y sondeó de nuevo los recuerdos de Josh. Él lo había visto con bastante rapidez, y Heather se enfadó consigo misma por no haberlo conseguido por su cuenta. Cada grupo consistía en dieciocho pixeles, pero de aquellos dieciocho, catorce creaban una simple caja alrededor del grupo central de cuatro: eran esos cuatro los que, literalmente, contaban. Quitando el entramado, y asignando unos y ceros en vez de asteriscos y espacios, los ojos tenían este aspecto:

0110

Y los piratas éste:


1110

Números binarios. Específicamente, los ojos representaban el equivalente binario del seis, y los piratas representaban el equivalente binario del catorce.

Los números no significaron nada especial para Heather.

Y al principio tampoco lo habían hecho para Josh. Pero mientras que Heather estaba encogida dentro de un hipercubo, Josh había tenido acceso a la biblioteca del telescopio de Parque Algonquino, y el primer libro que había consultado (un manual de física y química) tenía la tabla periódica de los elementos en el interior de la portada.

Naturalmente. Números atómicos. El seis era el carbono.

Y el catorce…

El catorce era el silicio.

Josh lo había captado en un santiamén. Heather no estaba segura de que el shock que sentía fuera propio o de él, un eco espectral.

El primer panel mostraba a los carbonos haciendo sus cosas.

El segundo, la llegada de los silicios.

El tercero, los silicios rodeando por completo a los carbonos.

Y el cuarto, un mundo donde sólo quedaban silicios.

No podía estar más claro: la vida biológica, basada en el carbono, suplantada por la vida artificial, basada en el silicio.

Heather rebuscó en la mente de Josh la identidad de la estrella de donde había partido el mensaje.

Epsilon Eridani.

Una estrella a la que los proyectos del SETI habían prestado atención incontables veces. Una estrella en la que jamás se había detectado ninguna señal de radio.

Como la humanidad, la civilización que hubiera podido existir en Epsilon Eridani había preferido escuchar en vez de emitir. Pero un mensaje, una advertencia final, había sido enviado por alguien desde allí, antes de que fuera demasiado tarde.


Heather, Kyle y Becky se reunieron para almorzar ese día en El Abrevadero, que estaba lleno principalmente por turistas, pues era un domingo por la tarde. Heather les contó lo que había descubierto en la mente muerta de Josh Huneker.

Kyle resopló ruidosamente y soltó su tenedor.

—Nativos —dijo—. Como los canadienses nativos.

Heather y Becky lo miraron, sin comprender nada.

—O los nativos americanos… o los aborígenes australianos. O incluso los Neanderthal… mi amigo Stone me estuvo hablando de ellos. Una y otra vez, los que estaban primero son reemplazados… total y completamente reemplazados, por los que llegan más tarde. Lo nuevo nunca incorpora lo viejo… lo sustituye.

Sacudió la cabeza.

—No sé cuántas conferencias he oído en cursos sobre IA sugiriendo que las formas de vida basadas en los ordenadores nos cuidarán, trabajarán al alimón con nosotros, nos elevarán. ¿Pero por qué iban a hacerlo? Una vez que nos hayan superado, ¿para qué nos necesitarán? —hizo una pausa—. La gente de Epsilon Eridani lo descubrió por la tremenda, supongo.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Becky.

—No lo sé. Conozco a un tipo… un banquero llamado Cash, que quería enterrar la investigación que yo estaba haciendo sobre informática cuántica. Tal vez tendría que permitírselo. Si es posible alcanzar la verdadera consciencia a través de un elemento mecánico-cuántico, entonces tal vez deberíamos renunciar a nuestros experimentos en informática cuántica.

—No se puede volver a meter al genio en la botella —dijo Becky.

—¿No? Ha pasado más de una década desde la última vez que se hizo estallar una bomba nuclear… y eso se debe en parte a los esfuerzos de la gente que continuó el trabajo de Josh en Greenpeace. Gente como esa cree que se puede volver a meter el genio en la botella.

Heather asintió.

—Para ser un científico informático, eres un psicólogo bastante bueno.

—Eh, no me he pasado un cuarto de siglo contigo para nada —dijo él; hizo una pausa—. Josh se suicidó en 1994. El segundo libro de Roger Penrose sobre la naturaleza cuántica de la consciencia ya existía, y Shor acababa de publicar su algoritmo para permitir que un hipotético ordenador cuántico descompusiera en factores números muy grandes. Dijiste que a Josh le encantaba hablar sobre el futuro: tal vez vio la relación entre la informática cuántica y la consciencia cuántica antes que nadie más. Pero apuesto a que también supo que la humanidad nunca oye las advertencias sobre cosas que no muestran sus consecuencias peligrosas durante años. Si lo hiciéramos, nunca habría habido una crisis ecológica para que Josh reaccionara a ella. No, estoy seguro de que Josh pensaba que se estaba asegurando de que el mensaje llegaría justo cuando más necesitáramos oírlo. De hecho, creo que fue lo bastante ingenuo para creer que el gobierno no silenciaría un mensaje decodificado. Probablemente sospechó que sería lo primero que un ordenador cuántico decodificaría, en una gran demostración pública. ¡Qué espectáculo sería! Justo en el momento en que la humanidad estaría a punto de dar un salto significativo que permitiera la verdadera inteligencia artificial, se descubriría el mensaje de las estrellas, claro como el agua, grande como la vida misma: No lo hagáis.

Heather frunció ligeramente el ceño.

Kyle continuó.

—Era el escenario perfecto para un fan de Alan Turing. La codificación del mensaje no sólo sería el tipo de gesto que al propio Turing le habría gustado hacer (él descifró la máquina Enigma de los nazis, ya sabéis), sino que el test de Turing refuerza lo que los seres de Epsilon Eridani intentaban conseguir. La definición que Turing hace de inteligencia artificial exige que los ordenadores pensantes tengan todos los mismos defectos y debilidades a los que son propensos las personas vivas de carne y hueso: de lo contrario, sus respuestas serían fáciles de distinguir de las de los humanos reales.

Heather pensó durante un momento.

—¿Qué vas a decirle a Chita?

Kyle reflexionó.

—La verdad. Creo que en el fondo, si puede decirse que alguna parte de Chita sea el fondo, ya lo sabía. «Intrusos es la palabra perfecta», dijo.

Kyle sacudió la cabeza.

—Los ordenadores tal vez puedan desarrollar la consciencia… pero nunca conciencia —pensó en los mendigos de Queen Street—. Al menos, no más que nosotros.

Загрузка...