Sonó un silbido en la puerta del laboratorio de Kyle. Él pulsó el botón y ésta se descorrió. Una mujer asiática de mediana edad, vestida con un traje gris de aspecto caro se encontraba en el pasillo curvo. Tras ella era visible el atrio con sus cortinajes.
—¿Doctor Graves? —dijo.
—¿Sí?
—¿Brian Kyle Graves?
—Eso es.
—Querría hablar con usted, por favor.
Kyle se levantó y le indicó que pasara.
—Me llamo Chikamatsu. Me gustaría hablar con usted sobre su investigación.
Kyle indicó otra silla. Chimkamatsu se sentó, y Kyle la imitó.
—Tengo entendido que ha tenido cierto éxito con los ordenadores cuánticos.
—No tanto como quisiera. Acabé con un palmo de narices hace un par de semanas.
—Eso he oído —Kyle alzó las cejas—. Represento a un consorcio al que le gustaría contratar sus servicios —pronunció la palabra «consorsio».
—¿Sí?
—Sí. Creemos que está a punto de hacer un hallazgo.
—No a juzgar por mis resultados actuales.
—Un problema menos, estoy segura. Está usted intentando utilizar los campos de Dembinski para inhibir la decoherencia, ¿verdad? Son notablemente juguetones.
Kyle volvió a alzar las cejas.
—Sí que lo son.
—Hemos seguido con interés sus progresos. Sin duda está cerca de hallar una solución. Y si la encuentra, mi consorcio tal vez esté dispuesto a invertir en su procedimiento, suponiendo, naturalmente, que pueda convencerme de que su sistema funciona.
—Bueno, o funciona o no funciona.
Chikamatsu asintió.
—Sin duda, pero tendremos que estar seguros. Tendrá que descomponer en factores un número para nosotros. Y, por supuesto, yo tendría que proporcionar ese número… sólo para asegurarnos de que no sea un truco, ya entiende.
Kyle entornó los ojos.
—¿Cuál es exactamente la naturaleza de su consorcio?
—Somos un grupo internacional. Capitalistas arriesgados.
Ella tenía un pequeño bolso cilindrico de cuero, con abrazaderas de metal. Lo abrió, sacó una oblea de memoria, y se la ofreció a Kyle.
—El número que deseamos factorizar se halla en esta oblea.
Kyle cogió la oblea pero no la miró.
—¿Cuántos dígitos tiene el número?
—Quinientos doce.
—Aunque pueda despiojar mi sistema tal como está ahora, pasará algún tiempo antes de que pueda hacer eso.
—¿Por qué?
—Bueno, por dos motivos. El primero es práctico. Demócrito (ese es el nombre de nuestro prototipo), está constreñido por motivos de hardware a números que tienen exactamente trescientos dígitos de longitud, ni más, ni menos. Aunque pueda hacerlo funcionar bien, no puedo hacer números de otra longitud… los registradores cuánticos tienen que ser sintonizados cuidadosamente para el número total de dígitos precisos.
Chikamatsu pareció decepcionada.
—¿Y el otro motivo?
Kyle alzó las cejas.
—El otro motivo, señorita Chikamatsu, es que no soy ningún criminal.
—¿Cómo… cómo dice?
Kyle blandió la oblea de memoria en la mano mientras hablaba.
—Sólo hay una aplicación práctica para descomponer en factores números grandes, y es para irrumpir en sistemas codificados. No sé a qué datos intentan acceder, pero no soy ningún hacker. Búsquense a otro.
—Es sólo un número generado al azar —dijo Chikamatsu.
—Oh, venga ya. Si me pidiera que factorizara un número cuya longitud entrara dentro de una gama, entre quinientos y seiscientos dígitos, digamos, y si no hubiera aparecido con el número ya escogido de antemano, podría haberla creído. Pero está clarísimo que está intentando acceder al código de alguien.
Kyle iba a devolverle la oblea, pero ahora advirtió la otra cara. Al mirarla, vio la etiqueta, donde aparecía una sola palabra escrita a bolígrafo: Huneker.
—¡Huneker! —dijo Kyle—. ¡No será Joshua Huneker!
Chikamatsu extendió la mano para recuperar la oblea.
—¿Quién? —dijo, con tono inocente pero visiblemente molesta.
Kyle cerró el puño, cubriendo la oblea.
—¿A qué demonios están jugando? ¿Qué tiene esto que ver con Huneker?
Chikamatsu bajó los ojos.
—Creía que no conocía el nombre.
—Mi esposa estaba relacionada con él cuando nos conocimos.
Los ojos almendrados de Chikamatsu se abrieron de par en par.
—¿De veras?
—Sí, de veras. Ahora, dígame de qué demonios va todo esto.
La mujer reflexionó.
—Yo… ah, debo consultar primero con mis asociados.
—No se corte. ¿Necesita un teléfono?
Ella sacó uno de su curioso bolso.
—No.
Se puso en pie, cruzó la sala, y empezó a hablar entre susurros que alternaban entre el japonés y lo que parecía ser ruso, con sólo unas cuantas palabras reconocibles: «Toronto», «Graves», «Huneker», y «cuántico» entre ellas. Parpadeó varias veces: al parecer, le estaban dando una verdadera somanta.
Unos instantes después, plegó el teléfono y lo guardó de nuevo en el bolso.
—Mis colegas no están contentos —dijo—, pero necesitamos su ayuda, y nuestro propósito no es ilegal.
—Tendrá que convencerme de eso.
Ella apretó los labios y dejó escapar ruidosamente el aire por la nariz.
—¿Sabe cómo murió Josh Huneker?
—Suicidio, dijo mi esposa.
Chikamatsu asintió.
—¿Tiene aquí una terminal web?
—Naturalmente.
—¿Puedo?
Kyle indicó la unidad con un gesto.
Chimakatsu se sentó delante y le habló al micrófono.
—The Toronto Star —dijo. Y a continuación—. Busca números atrasados. Palabras en texto de artículo: Huneker y Algonquino. H-U-N-E-K-E-R y A-L-G-O-N-Q-U-I-N-O.
—Buscando —dijo el terminal con voz andrógina, y poco después—. Encontrado.
Sólo había un artículo. Apareció en la pantalla del monitor.
Chikamatsu se levantó.
—Eche un vistazo —dijo.
Kyle ocupó el lugar que ella había dejado vacante. El artículo estaba fechado el 28 de febrero de 1994. Las palabras «Huneker» y «Algonquino» estaban marcadas por todas partes, en rojo y verde respectivamente. Leyó el artículo entero, y le dijo a la pantalla que avanzara una vez mientras lo hacía:
SUICIDIO DE ASTRÓNOMO
Joshua Huneker, de 24 años, fue encontrado muerto ayer en el radiotelescopio del Consejo de Investigación Nacional de Canadá en el Parque Algonquino, al norte de Ontario. Se suicidó comiendo una manzana rociada de arsénico.
Huneker, que estudiaba el doctorado en la Universidad de Toronto, llevaba seis dias aislado por la nieve en el radiotelescopio.
Estaba trabajando en Parque Algonquino en el proyecto internacional de búsqueda de vida extraterrestre (SETI), escaneando el cielo en busca de mensajes de radio de mundos alienígenas. Como Parque Algonquino está alejado de cualquier ciudad, recibe poca interferencia radiofónica y es por tanto un lugar ideal para esas escuchas.
El cadáver de Huneker fue encontrado por Donald Cheung, de 39 años, otro radioastrónomo, que llegaba a las instalaciones para relevar a Huneker.
“Es una gran tragedia”, dijo la portavoz del CIN Allison Northcott, en Ottawa. “Josh era uno de nuestros investigadores jóvenes más prometedores, y también era muy humanitario, activo colaborador de Green Peace y otras causas. Sin embargo, a juzgar por su nota de suicidio, al parecer tenía problemas personales debido a su relación romántica con otro hombre. Todos lo echaremos de menos”.
Cuando terminó, Kyle hizo girar su silla para mirar a la mujer. No conocía los detalles de la muerte de Josh; todo el asunto parecía triste.
—¿Le recuerda a alguien esa historia? —preguntó Chikamatsu.
—Claro. A Alan Turing.
Turing, el padre de la informática moderna, se había suicidado en 1954 de la misma forma, y por el mismo motivo.
Ella asintió, sombría.
—Exactamente. Turing era el ídolo de Huneker. Pero lo que la portavoz no mencionó fue que Josh dejó dos notas, no una. La primera trataba en efecto de sus problemas personales, pero la segunda…
—¿Sí?
—La segunda tenía que ver con lo que había detectado.
—¿Cómo dice?
—Con el radiotelescopio —Chikamatsu cerró los ojos, como pugnando un último instante por continuar o no. Luego los abrió y dijo en voz baja—. Los centauros no fueron los primeros extraterrestres que entraron en contacto con nosotros. Fueron los segundos.
Kyle arrugó el ceño, escéptico.
—¡Oh, vamos!
—Es cierto —dijo Chikamatsu—. En 1994, Algonquino detectó una señal. Naturalmente no era de Alfa Centauri… no se puede ver esa estrella desde Canadá. Huneker detectó una señal de algún otro sitio, al parecer no tuvo problemas para decodificarla, y se quedó anonadado por lo que decía. Quemó todas las cintas originales, codificó el único registro superviviente del mensaje, y luego se mató. Hasta hoy día, nadie sabe qué decía el mensaje extraterrestre. Clausuraron el Observatorio Algonquino inmediatamente después, aduciendo recortes presupuestarios. Lo que realmente querían hacer era desmontarlo todo para ver si podían determinar de qué estrella procedía la señal; Huneker tenía que escrutar más de cuarenta estrellas distintas durante la semana que pasó allí solo. Desmontaron todo el lugar, pero no descubrieron nada.
Kyle digirió todo esto.
—¿Y qué empleó Huneker? ¿Una codificación RSA?
—Exactamente.
Kyle frunció el ceño. El RSA es un método de codificación de datos de dos claves: la clave pública es un número muy grande, y la clave privada consiste en dos números primos que son factores de la clave pública.
Chikamatsu se encogió de hombros, como si el problema fuera sencillo.
—Sin la clave privada —dijo—, el mensaje no puede ser decodificado.
—¿Y había quinientos doce dígitos en la clave pública de Huneker?
—Sí.
Kyle frunció el ceño.
—Entonces los ordenadores convencionales tardarían trillones de años en encontrar sus factores siguiendo el método de prueba y error.
—Exactamente. Nuestros ordenadores están trabajando a tiempo completo en eso desde que Huneker se mató. Sin suerte, hasta ahora. Pero, como dice usted, son ordenadores convencionales. Un ordenador cuántico…
—Un ordenador cuántico podría hacerlo en cuestión de segundos.
—Exactamente.
Kyle asintió.
—Puedo ver por qué dejar un mensaje codificado podría parecer atractivo a un fan de Turing.
Turing había sido esencial para derrotar a Enigma, la máquina codificadora de los nazis en la Segunda Guerra Mundial.
—¿Pero por qué tendría yo que estar de acuerdo en hacer esto para ustedes?
—Tenemos una copia del disco de Huneker… algo muy difícil de conseguir, créame. Mis asociados y yo creemos que el disco contiene información que podría ser de gran valor comercial… y si podemos decodificarlo primero, todos ganaremos un montón de dinero.
—¿Todos?
—Cuando hablé con ellos por teléfono, mis asociados me dieron plenos poderes para ofrecerle un dos por ciento de todos los beneficios.
—¿Y si no hay ninguno?
—Lo siento, tendría que haber sido más explícita: estoy dispuesta a ofrecerle cuatro millones de dólares por adelantado, a descontar del dos por ciento de todos los beneficios. Y usted se queda con todos los derechos de su tecnología de ordenadores cuánticos: nosotros sólo queremos decodificar ese mensaje.
—¿Qué les hace pensar que hay algo de valor comercial en el mensaje?
—La segunda nota escrita a mano por Huneker decía simplemente: “Mensaje de radio extraterrestre… descubrimiento de nueva tecnología”. El disco con la transmisión codificada… uno de tres pulgadas y media, si recuerda usted esas cosas… se encontró encima de esa nota. Huneker había entendido claramente ese mensaje y consideró que describía una tecnología innovadora.
Kyle vaciló y se arrellanó en su asiento.
—Me he pasado media vida tratando de descifrar lo que quieren decir los estudiantes cuando escriben algo. Podría haber dicho que necesitábamos una tecnología nueva, como los ordenadores cuánticos, para decodificar ese mensaje.
Chikamatsu pareció indebidamente optimista.
—No, debe describir alguna gran innovación… y nosotros la queremos.
Kyle decidió no discutir con ella; estaba claro que dedicaba demasiado tiempo y dinero a este tema para considerar que podía ser algo inútil.
—¿Cómo han sabido de mí?
—Llevamos años siguiendo el progreso de los ordenadores cuánticos, profesor Graves. Sabemos exactamente quién hace qué… y lo cerca que están de hacer un hallazgo. Usted y Saperstein, en Technion, están a punto de resolver las dificultades técnicas.
Kyle suspiró. Odiaba a muerte a Saperstein, desde hacía años. ¿Lo sabía Chikamatsu? Probablemente. Lo que significaba que podría estar tentándolo. Sin embargo, cuatro millones de dólares…
—Déjeme pensarlo —dijo.
—Volveré a ponerme en contacto con usted —dijo Chikamatsu, incorporándose. Extendió la mano para recuperar la oblea de memoria.
Kyle se sintió reacio a soltarlo.
—Sólo tiene la clave pública —dijo Chikamatsu—. Sin el mensaje extraterrestre, es inútil.
Kyle vaciló un instante más, luego le tendió la oblea de plástico, ahora cubierta por el sudor de su palma.
Chikamatsu la limpió con una toallita de papel, luego la volvió a meter en su bolso.
—Gracias —dijo—. Oh, y un consejo más… sospecho que no somos los únicos conscientes de su investigación.
Kyle se encogió de hombros y trató de parecer tranquilo.
—Entonces tal vez debería esperar a la mejor oferta.
Chikamatsu se encontraba ya en la puerta.
—Creo que no le gustará el tipo de ofertas que hacen.
Y entonces se marchó.