Heather no impartía ningún curso durante el verano, gracias a Dios. Había pasado dando vueltas en la cama toda la noche después de la visita de Becky y no había conseguido levantarse hasta las once.
Cómo se supera una cosa como ésta, se preguntó.
Mary había muerto hacía dieciséis meses.
No, pensó Heather. No, acéptalo. Mary se había suicidado hacía dieciséis meses. Nunca habían sabido por qué. Becky vivía en casa entonces; fue ella quien encontró el cadáver de su hermana.
¿Cómo se supera?
¿Qué haces a continuación?
El año en que nació Becky, Bill Cosby perdió a su hijo Ennis. Heather, con una recién nacida mamando de sus pechos, y un bulto de energía de dos años corriendo por toda la casa, se sintió impulsada a escribirle una nota a Cosby, a la CBS, expresando sus condolencias. Como madre, sabía que nada podía ser más devastador que la pérdida de un hijo. Miles de personas escribieron notas, por supuesto. Cosby (o alguien en su nombre) contestó, agradeciéndole su preocupación.
De algún modo, Bill Cosby lo había superado.
Al mismo tiempo, otro padre aparecía cada noche en las noticias: Fred Goldman, padre de Ron Goldman, el hombre asesinado junto a Nicole Brown Simpson. Fred estaba furioso con O. J. Simpson, la persona que había asesinado a su hijo, según estaba convendido. La furia de Fred era palpable, explotaba desde el televisor. La familia Goldman publicó un libro, Su nombre es Ron. Heather incluso había acudido a conocerlos cuando firmaron ejemplares en el supermercado Chapters, junto a la universidad. Sabía, naturalmente, que el libro sería saldado dentro de unos meses, igual que todo lo demás relacionado con el juicio de Simpson, pero compró un ejemplar de todas formas, y consiguió que Fred lo firmara… para mostrarle su apoyo, de un padre a otro.
De algún modo, Fred Goldman lo había superado.
Cuando Mary se mató, Heather comprobó si aún tenía el libro de Goldman en su colección. Allí estaba, en un estante del salón, junto al Alias Grace de Margaret Atwood, otro libro en tapa dura que Heather había comprado, estirando el presupuesto, aproximadamente al mismo tiempo. Heather cogió el libro de Goldman y lo abrió. Había fotos de Fred, pero todas eran instantáneas felices, familiares… no el rostro que recordaba, el que se rebullía de furia dirigida hacia Simpson.
¿Cuando tu hija se quita la vida, adónde diriges la furia? ¿A quién apuntas?
La respuesta es a nadie. La guardas en tu interior… y te come desde dentro, poco a poco, día a día.
Y la respuesta es a todo el mundo. Culpas a tu marido, a tu otra hija, a tus colaboradores.
Oh, sí. Sigues viviendo. Pero no eres la misma.
Pero ahora…
Ahora, si Becky tenía razón…
Si Becky tenía razón, había alguien a quien dirigir la furia.
Kyle. El padre de Becky. El ex-marido de Heather.
Mientras recorría St. George Street, pensó en aquel mensaje de radio alienígena que tenía enmarcado en la pared del salón. Heather era psicóloga; había pasado la última década tratando de descifrar los mensajes alienígenas, tratando de sondear la mente alienígena. Conocía ese mensaje en concreto mejor que nadie más en el planeta: había publicado dos estudios al respecto, y sin embargo seguía sin tener ni idea de lo que decía realmente; no lo sabía todo.
Heather conocía a Kyle desde hacía al menos un cuarto de siglo.
¿Pero lo conocía realmente?
Trató de calmar su mente, trató de hacer a un lado el shock de la noche anterior.
El sol brillaba esa tarde. Entornó los ojos para protegerse y se preguntó de nuevo por los alienígenas que estaban enviando los mensajes. Al menos, la luz como ésta era algo que los centauros compartían con los humanos: nadie sabía qué aspecto tenían los alienígenas, por supuesto, pero los dibujantes de los periódicos habían empezado a dibujarlos como sus homónimos de la mitología griega. Alfa Centauri A era casi un gemelo exacto del sol de la Tierra; ambos pertenecían a la clase espectral G2V, ambos tenían una temperatura de 5800 Kelvin, así que ambos iluminaban sus planetas respectivos con la misma luz blanco-amarilla. Sí, Alfa Centauri B, más pequeño y más frío, podía añadir una tonalidad anaranjada cuando también era visible en el cielo, pero habría momentos en que sólo A estaría fuera, y en esos momentos, los centauros y los humanos contemplarían paisajes iluminados idénticamente.
Continuó calle abajo, en dirección a su despacho.
Seguimos adelante, pensó. Seguimos adelante.
La mañana siguiente (sábado 22 de julio), Kyle se pasó cuatro paradas en vez de bajarse del metro en su habitual destino de la estación St. George, hasta llegar a Osgoode.
Zack Malkus, el novio de Becky, trabajaba como empleado de una librería en Queen Street West. Eso lo recordaba Kyle por lo poco que Becky le había contado el año pasado. No sabía de qué librería se trataba, pero no quedaban muchas. Durante sus años de instituto, Kyle a menudo se había aventurado por Queen los sábados por la tarde, buscando nuevos libros de ciencia ficción en Bakka, comics nuevos en The Silver Nail, y obras descatalogadas en la docena de tiendas de segunda mano que entonces conformaban la calle.
Pero las librerías independientes lo estaban pasando mal. La mayoría habían sido desplazadas a zonas menos lujosas, donde el alquiler era modesto, o simplemente habían abandonado el negocio. Hoy en día, Queen Street West estaba repleta de cafés de moda y restaurantes, aunque la sede rococó de uno de los imperios radiofónicos de Canadá estaba situada en la salida del metro en University Avenue. No podían quedar más de tres o cuatro librerías, así que Kyle decidió visitarlas todas.
Empezó con la venerable Pages, en la parte norte. Echó un vistazo: al contrario que Becky, Zack era universitario, así que presumiblemente trabajaba los fines de semana, en vez de durante la semana. Pero no había ni rastro del aspecto rubio y lacio de Zack. De todas formas, Kyle se acercó a la cajera, una sorprendente mujer hindú con ocho pendientes.
—Hola —dijo.
Ella le sonrió.
—¿Trabaja aquí Zack Malkus?
—Tenemos un Zack Barboni.
Kyle sintió que sus ojos se ensanchaban un poco. Cuando era niño, todo el mundo tenía nombres normales: David, Robert, John, Peter. El único Zack que había oído era el pesado Zack Smith de la vieja serie de televisión Perdidos en el espacio. Ahora parecía que todos los chicos con los que se encontraba se llamaban Zack u Odin o Wing.
—No, no es ése —dijo Kyle—. Gracias de todas formas.
Continuó su camino. Le pidieron dinero: hubo una época en su juventud en que los mendigos eran tan raros en Toronto que nunca podía decir que no. Pero ahora abundaban en el centro, aunque siempre pedían con estudiada amabilidad canadiense. Kyle había perfeccionado la mirada al frente típica de Toronto: la mandíbula firme, sin mirar nunca a los ojos del mendigo, pero haciendo al mismo tiempo que su cabeza trazara un diminuto arco para decir «no» a cada petición; sería grosero, después de todo, ignorar por completo a alguien que te estaba hablando.
Toronto el Bueno, pensó, recordando un viejo eslogan publicitario. Aunque los mendigos de hoy componían un grupo mixto, la mayoría eran canadienses nativos, lo que el padre de Kyle seguía llamando “indios”. De hecho, Kyle no podía recordar la última vez que vio a un canadiense nativo en ninguna parte excepto pidiendo en una esquina, aunque sin duda había muchos en las reservas, dondequiera que estuviesen. Unos años antes, había tenido a un par de nativos en una de sus clases, enviados allí por un programa del gobierno, ahora difunto, pero no recordaba que en la Universidad de Toronto hubiera un solo miembro de la facultad que fuera aborigen; ni siquiera, irónicamente, en Estudios Nativos.
Kyle continuó hasta llegar a Bakka. La tienda había empezado en Queen West en 1972, se había trasladado un cuarto de siglo más tarde, y ahora había vuelto, no lejos de su emplazamiento original. Kyle estaba seguro de que se acordaría (y que Becky lo habría mencionado) si Zack trabajaba allí. Con todo…
En el escaparate de la librería aparecía pintada la explicación del nombre:
Bakka: nombre, mito; en las leyendas fremen, el que llora por toda la humanidad.
Bakka debía estar haciendo horas extras hoy en día, pensó Kyle.
Entró en la tienda y se dirigió al hombre delgado y barbudo detrás del mostrador. Pero allí tampoco trabajaba ningún Zack Malkus.
Kyle continuó la busqueda. Llevaba una camiseta safari Tilley y vaqueros… no muy distinto a lo que vestía mientras daba clases.
La siguiente librería estaba a una manzana de distancia, en la parte sur de la calle. Kyle esperó a que pasara un tranvía rojo y blanco, y luego cruzó.
Esta tienda era mucho más lujosa que Bakka; alguien había invertido recientemente un montón de dinero para renovar el viejo edificio de ladrillo que la albergaba, y la fachada de piedra estaba recién encalada: la mayor parte de la gente conducía deslizadores hoy en día, pero muchos de los edificios todavía conservaban la suciedad de décadas de humo de automóvil.
Una musiquilla sonó cuando Kyle entró en la librería. Había una docena de clientes. Quizás en respuesta a la musiquita, un empleado apareció detrás de una oscura estantería de madera.
Era Zack.
—Se… señor Graves —dijo.
—Hola, Zack.
—¿Qué está haciendo aquí? —lo dijo con odio, como si cualquier referencia a Kyle fuera repugnante.
—Necesito hablar contigo.
—Estoy trabajando.
—Ya lo veo. ¿Cuándo descansas?
—No descanso hasta mediodía.
Kyle no miró su reloj.
—Esperaré.
—Pero…
—Tengo que hablar contigo, Zack. Me lo debes.
El muchacho frunció los labios, pensando. Luego asintió.
Kyle esperó. Normalmente, le gustaba curiosear en las librerías, sobre todo en las que tenían volúmenes en papel de verdad, pero hoy estaba demasiado nervioso para concentrarse. Pasó el tiempo mirando un viejo ejemplar de las Citas Canadienses de Colombo, leyendo lo que había dicho la gente sobre la vida familiar. Colombo consideraba que la cita canadiense más famosa era la de McLuhan, “El medio es el mensaje”. Era probablemente cierto, pero la que se murmuraba con más frecuencia, aunque no fuera únicamente canadiense, era “Mis hijos me odian”.
Todavía le quedaba un rato de espera. Kyle salió de la librería. Al lado había una tienda de posters. Entró y echó un vistazo; estaba decorada toda con rebordes cromados y negros. Había montones de pinturas de naturaleza de Robert Bateman. Algunas cosas del Grupo de los Siete. Una serie de láminas de Jean-Pierre Normand. Libros de fotos de estrellas actuales de la música pop. Viejos posters de películas, desde Ciudadano Kane hasta La Caída de los Jedi. Cientos de holoposters de paisajes terrestres, espaciales y marinos.
Y Dalí. A Kyle siempre le había gustado Dalí. Estaba la “Persistencia de la Memoria”, donde aparecían los relojes derretidos. Y “El sacramento de la Última Cena”. Y…
Vaya, esa sería magnífica para sus estudiantes. “Christus Hipercubus”. Habían pasado años desde la última vez que la vio, y seguro que animaría el laboratorio.
Sin duda le echarían alguna reprimenda por colgar un cuadro con matices religiosos, pero qué demonios. Kyle encontró el expositor donde estaban las copias enrolladas del poster y llevó una al cajero, un hombrecito de la Europa del Este.
—Treinta y cinco con noventa y cinco —dijo el empleado—. Más más más.
Más el ISP, el ISG y el ISN. Los canadienses eran el pueblo que pagaba más impuestos del mundo.
Kyle tendió su tarjeta SmartCash. El empleado la colocó en la lectora, y el total fue descontado del chip de la tarjeta. El empleado envolvió una bolsita en torno al tubo del poster y se lo ofreció a Kyle.
Kyle regresó a la librería. Unos minutos después, Zack salió.
—¿Hay algún sitio donde podamos charlar? —preguntó Kyle.
Zack parecía aún muy reacio, pero después de un momento dijo:
—¿El despacho?
Kyle asintió, y Zack lo condujo a la habitación del fondo, que parecía ser más un almacén que ninguna otra cosa que pudiera ser considerada un despacho. Zack cerró la puerta tras ellos. Estanterías desvencijadas y dos viejas mesas de madera ocupaban el cuarto. No se había invertido dinero ninguno para mejorar esta parte de la librería; las apariencias externas lo eran todo.
Zack le ofreció a Kyle la única silla, pero Kyle negó con la cabeza. Zack se sentó. Kyle se apoyó contra una estantería, que se tambaleó un poco. Se apartó, pues no quería que se le cayera encima: ya había tenido suficiente de eso últimamente.
—Zack, yo quiero a Becky —dijo Kyle.
—Nadie que la amara podría hacerle lo que usted le dijo —dijo Zack con firmeza. Vaciló un instante, como si se preguntara si debía forzar su suerte. Pero entonces, con el ímpetu de los jóvenes, añadió—: Hijo de puta enfermizo.
Kyle sintió ganas de saltar y golpear al muchacho.
—No hice nada. Nunca le he hecho daño.
—Le hizo daño. Ella no puede…
—¿Qué?
—Nada.
Pero Kyle había aprendido un par de lecciones de Chita.
—Dímelo.
Zack pareció pensárselo, y luego, por fin, lo soltó.
—Ni siquiera puede disfrutar ya del sexo.
Kyle sintió que el corazón le daba un vuelco. Naturalmente, Becky era sexualmente activa; tenía diecinueve años, por el amor de Dios. Sin embargo, aunque lo sospechaba, no le gustó oírlo.
—Nunca la he tocado de forma inadecuada. Nunca.
—A ella no le gustaría que hable con usted.
—Maldición, Zack, mi familia se está haciendo pedazos. Necesito tu ayuda.
—Eso no es lo que dijo el jueves por la noche —una sonrisa malévola, ahora—. Dijo que era un asunto de familia. Dijo que yo no tenía nada que hacer allí.
—Becky no quiere hablar conmigo. Necesito que intercedas.
—¿Qué? ¿Que le diga que usted no lo hizo? Ella sabe que sí.
—Puedo demostrar que no lo hice. Por eso he venido aquí. Quiero que accedas a venir a la universidad.
Zack, que llevaba una camiseta de Ryerson, hizo una mueca. Kyle sabía que los que asistían a las otras dos universidades odiaban la forma en que los tipos de la Universidad de Toronto se referían siempre a ella como la universidad.
—Se imparten clases de patología forense en la universidad —dijo Kyle—. Tenemos un laboratorio con polígrafos, y conozco a un tipo que trabaja allí. Ha sido testigo experto en cientos de casos. Quiero que vengas a ese laboratorio, mientras yo me conecto a un detector de mentiras. Le dejaré hacerte todas las preguntas que quieras sobre este tema, y verás que digo la verdad. No le hice ningún daño a Becky… no podría hacerlo. Verás que es cierto.
—Podría hacer que su amigo amañe la prueba.
—Entonces podemos hacer la prueba en cualquier otro sitio. Elige tú el laboratorio; yo lo pagaré. Entonces, una vez que sepas la verdad, tal vez puedas ayudarme a ponerme en contacto con Becky.
—Un mentiroso patológico puede engañar a un detector de mentiras.
Kyle se ruborizó. Se abalanzó hacia adelante, agarró al muchacho por la camisa. Pero entonces retrocedió, extendiendo los brazos, las palmas hacia afuera.
—Lo siento —dijo—. Lo siento.
Luchó por calmarse.
—Te digo que soy inocente. ¿Por qué no quieres dejarme que lo demuestre?
Zack tenía ahora la cara roja también; la adrenalina debía haber corrido por su cuerpo cuando pensó que Kyle iba a golpearlo.
—No necesito que haga ninguna prueba —dijo, con voz entrecortada—. Becky me dijo lo que le hizo. Nunca me ha mentido.
Claro que sí, pensó Kyle. La gente miente constantemente.
—No lo hice —repitió.
Zack sacudió la cabeza.
—No sabe usted la clase de problemas que Becky tuvo. Ahora está mejor. Lloró durante horas después de dejar su casa el jueves, pero está mucho mejor.
—Pero Zack, sabes que Becky y yo vivimos en casas distintas desde hace casi un año ya. Si realmente hubiera estado haciendo algo malo, sin duda se habría marchado antes, o al menos lo habría contado en cuanto se fue de casa. ¿Por qué demonios…?
—¿Cree que es fácil hablar de eso? Su psiquiatra dice…
—¿Psiquiatra? —Kyle sintió como si lo hubieran golpeado. Su propia hija asistía a terapia. ¿Por qué coño no lo sabía?—. ¿Para qué demonios va a terapia?
Zack hizo un gesto, indicando que la respuesta era obvia.
—¿Cómo se llama el psiquiatra? Si no puedo convencerte a ti, tal vez pueda convencerlo a él.
—Yo… no lo sé.
—Estás mintiendo.
Pero la acusación tan sólo hizo que Zack se mostrara más decidido.
—No. No lo sé.
—¿Cómo encontró a ese psiquiatra?
Zack se encogió de hombros.
—Era el mismo que tenía su hermana mayor.
—¿Mary?
Kyle retrocedió, hasta chocar con la otra mesa de madera. Había un donut a medio comer en un rincón, sobre una servilleta; cayó al suelo, partiéndose en dos.
—¿También Mary iba a terapia?
—Claro que sí. ¿Quién puede reprochárselo, después de lo que le hizo?
—No le hice nada a Mary. Y tampoco le hice nada a Becky.
—¿Quién está mintiendo ahora? —dijo Zack.
—Yo no… —hizo una pausa, tratando de mantener la voz bajo control—. Maldición, Zack. Maldita sea, joder. Estás en esto con ella. Los dos vais a presentar una demanda, ¿verdad?
—Becky no quiere su dinero —dijo Zack—. Sólo quiere paz. Sólo quiere poner término a esto.
—¿Poner término? ¿Qué carajo de expresión es esa? ¿Eso es lo que le dijo su psiquiatra que hiciera? ¿Poner un jodido término?
Zack se levantó.
—Señor Graves, váyase a casa. Y por el amor de Dios, búsquese también un psiquiatra.
Kyle se marchó en tromba del despacho, atravesó la librería y salió al calor infernal del día de verano.