Capítulo 17

Kyle entró en su laboratorio y las luces se encendieron automáticamente.

—Buenos días, Chita.

—Buenas, doctor Graves.

—Eh, eso ha estado bien «Buenas». Me gusta.

—Lo estoy intentando —dijo Chita.

—Desde luego que sí.

—¿Eso ha sido un retruécano?

¿Moi? —pero entonces Kyle se encogió de hombros y sonrió—. La verdad es que sí… lo has pillado bien. Estás haciendo progresos.

—Eso espero. De hecho… ¿qué le parece esto?

Chita hizo una pausa, al parecer esperando a que Kyle le dirigiera toda su atención.

—Julio César no era sólo el tío-abuelo de Augusto, también era el hijo de la Bruja Malvada del Oeste, y como la Bruja Malvada, podía morir con agua. Bueno, pues Casio y el resto de los conspiradores republicanos decidieron que no necesitaban cargarse al Gran Julito con cuchillos… podían hacerlo más fácilmente con pistolas de agua. Así que se agazapan, y cuando llega del capitolio, abren fuego. César resiste, hasta que ve que su mejor amigo también le dispara, y con eso, murmura sus últimas palabras antes de caer muerto: H2 Brute?

Kyle se echó a reír.

Chita pareció asombrado.

—¡Se está usted riendo!

—Es bastante bueno.

—Tal vez algún día coja el tranquillo a eso de ser humano —dijo Chita.

Kyle se puso serio.

—Si lo haces, no te olvides de decírmelo.


Los focos estaban preparados: tres grandes lámparas con lentes Fresnel sobre trípodes y aletas para limitar el rayo. Proporcionaban una fuente constante de energía para el artefacto extraterrestre, permitiéndose hacer lo que fuese que hacía.

Y hasta ahora parecía que lo único era permanecer rígido. Heather imaginó que habría una buena franja de mercado para un producto así (Kyle se le pasó por la mente), pero suponía que los alienígenas no se habrían pasado diez años para decirle simplemente cómo hacer que algo se quedara tieso.

Y sin embargo, quizás eso era en efecto lo que los alienígenas habían querido decir: un modo de que los materiales soportaran grandes tensiones, para construir así naves espaciales de alta velocidad. Después de todo, para viajar entre la Tierra y los mundos centauros harían falta aceleraciones importantes.

Pero no tenía sentido. Si los centauros tenían naves capaces de alcanzar aunque fuera la mitad de la velocidad de la luz, podrían haber enviado un modelo operativo más rápido que la transmisión de los planos. Cierto, emitir información sería siempre más barato que enviar objetos físicos, pero eso le hacía preguntarse si la dureza era el objetivo del aparato o sólo un efecto secundario de su auténtica función.

Heather se sentó a observarlo, tratando de dilucidar su verdadero propósito. No le gustaba la ciencia ficción como a Kyle, pero a los dos les encantaba la película 2002, Una odisea espacial, y ahora recordó la última frase que se pronunciaba en ella: “Su origen y sentido”, decía Heywood Floyd del monolito, “siguen siendo un verdadero misterio”, aunque Heather siempre sospechó que era la caja donde vinieron las Naciones Unidas.

Seguía pensando en los datos que faltaban: el tamaño en que debería de haber fabricado el aparato. Quizás no habría que haberlo hecho tan grande. La prometida revolución nanotecnológica no había llegado a producirse nunca, en parte porque la incertidumbre cuántica hacía que resultara imposible controlar máquinas extremadamente pequeñas. Tal vez el campo generado por las placas debería superar ese detalle; tal vez los centauros habían previsto que hiciera el aparato a una cienmillonésima parte de su tamaño actual. Suspiró. Lo más normal era que se hubieran molestado en decir el tamaño de la maldita cosa.

A menos que, pensó de nuevo, fuera cuestión de elección. Volvía continuamente a la idea de la escala: un humano lo construiría de su tamaño; una babosa inteligente lo habría hecho bastante más pequeño; un saurópodo inteligente lo habría construido a escala mayor.

¿Pero por qué fabricarlo a escala humana? ¿Por qué permitirían los centauros que los constructores, fueran quienes fuesen, lo construyeran al tamaño que quisieran?

A menos que, naturalmente, como había sugerido Paul, los constructores tuvieran que meterse dentro.

Era una idea tonta; probablemente tenía más que ver con sus recuerdos de aquel Concorde hecho con el bidón de la basura que con el objeto que tenía delante. O tal vez era el maldito freudianismo que aparecía de nuevo. Naturralmente, Mein Frrau, algo siemprre tiene que entrrarr dentrro del túnel.

Era una locura. ¿Cómo se podía entrar? De verdad, ¿por dónde se hacía? Había ocho cubos, después de todo.

En ese cubo de allí, pensó inmediatamente, señalando mentalmente al tercero del eje, el que tenía los cuatro cubos adicionales pegados. Era el único cubo especial: el único que no tenía ninguna cara expuesta.

Ese de allí.

Podía soltar uno de los cubos que sobresalían (quitando los paneles que formaban la cara oculta) y meterse dentro. Naturalmente, si las lámparas se apagaban, muy pronto todo el artefacto se desmoronaría y ella acabaría sentada de culo.

Una locura.

Además, ¿qué esperaba? ¿Que el trasto despegara, como hacía el Concorde en su imaginación? ¿Que cruzaría los años-luz que la separaban de Alfa Centauri? Una locura.

En cualquier caso, probablemente no podría quitar ninguno de los cubos mientras el campo de integridad estructural continuara activo. Y si lo apagaba, todo el artefacto se vendría abajo en el momento en que le pusiera algún peso encima.

Se acercó al aparato y agarró el cubo que sobresalía del lado derecho. Salió limpiamente cuando tiró, mientras las abrazaderas que lo habían estado sosteniendo caían al suelo. Al mirar, vio que los dos paneles que componían la superficie interna se habían desprendido, como si ya estuvieran unidos de algún modo, revelando el hueco del cubo central.

Heather volvió a colocar el cubo que había quitado, y éste encajó en su sitio. Trató de retirarlo una vez más y descubrió que a menos que tirara en línea recta, sin ningún movimiento lateral, no se desmontaba. Era difícil, pero consiguió retirarlo una vez más. Repitió el proceso un par de veces, y lo intentó también con otros cubos. Volvían a conectarse fácilmente, no importaba el ángulo en el que estuvieran sujetos, pero todos requerían un poco de habilidad para soltarse; había tenido suerte la primera vez.

Volvió a quitar el cubo lateral y miró el hueco interior. En realidad, tendría que haberlo hecho un poco más grande: parecía que no iba a caber en su interior. Y no es que fuera a meterse, claro.

Heather miró la mesa, se encaminó hacia ella, se detuvo, entonces se quedó mirando otra vez. Al alcanzarla, sacó una libreta y un boli y empezó a escribir, sintiéndose como una tonta: “Estoy dentro del tercer cubo del centro. Apaguen las luces y retiren el artefacto del sol y se desmoronará, liberándome”.

Cogió un trozo de cinta adhesiva del cajoncito de la mesa y pegó la nota a la pared.

Y entonces volvió a acercarse al cubo. Supuso que no le haría daño entrar, siempre que no volviera a colocar el cubo que había quitado para acceder al interior. Se quitó los zapatos, apoyó el trasero en el hueco central, levantó las piernas, y se metió dentro, en una especie de posición fetal sentada.

Nada. Por supuesto.

Excepto… Era extraño.

Excepto que entraba aire por las paredes. Colocó la palma cerca de una de las superficies planas y pudo sentir una suave brisa. La pintura piezoeléctrica hacía algo más que procurar integridad estructural: estaba fabricando aire o reciclándolo desde el exterior.

Increíble.

Tenía que estar reciclando aire… era la única respuesta razonable. Sin duda, los extraterrestres no podían saber qué tipo de atmósfera requerían los humanos.

Heather se internó todo lo que permitía el hueco. Era realmente la única respuesta razonable, pero también la más deprimente. Se rió de sí misma. De verdad se había creído que tal vez, sólo tal vez, los alienígenas le habían dicho cómo construir una nave espacial. Una nave que la llevaría lejos de la Tierra, de todos sus problemas, y la transportaría a Alfa Centauri.

Pero aunque bombeara aire desde el exterior, no era gran cosa como nave espacial. Heather se retorció dentro del cubo hueco para poder colocar la nariz dentro de la pared verde. Podía sentir la suave brisa, pero el aire no tenía ningún olor.

Pero si no era una nave espacial, ¿qué era entonces? ¿Y para qué el campo de integridad estructural?

Sabía lo que tenía que hacer. Tenía que colocar el cubo que había quitado mientras continuaba dentro del hueco central. Pero tendría que decírselo primero a alguien. Incluso con la nota “Estoy dentro del tercer cubo”, podrían pasar horas, o días, antes de que alguien entrara en su despacho. ¿Y si se quedaba atrapada dentro?

Pensó en telefonear a Kyle. Pero eso no serviría de nada.

No tenía ningún estudiante de postgraduado durante el verano, pero siempre había alguno cerca. Podía coger a uno… aunque entonces tendría que compartir el crédito con el estudiante cuando publicara los resultados.

Y luego, por supuesto, estaba el nombre más lógico: el nombre que, lo sabía, había estado reprimiendo deliberadamente.

Paul.

Podía llamarlo. Sin duda recibiría su crédito; después de todo, había fabricado los componentes con los que habían hecho el aparato, y la había ayudado a montarlo.

Tal vez, a su propio estilo, ésta fuera una excusa perfectamente razonable para llamarlo. No es que lo de anoche hubiera sido una cita o algo por el estilo, ni que hicieran falta nuevos contactos.

Salió del cubo vacío y se acercó a su mesa, desperezándose mientras lo hacía, tratando de librarse de un tirón en el cuello.

Cogió el teléfono.

—Directorio interno: Komensky, Paul.

Sonaron unos cuantos pitidos electrónicos, y luego la voz del correo de Paul.

—Hola, aquí el profesor Paul Komensky, Ingeniería Mecánica. No puedo ponerme al teléfono ahora mismo. Mis horas de atención a los estudiantes son…

Heather colgó. Se sentía un poco nerviosa: quería conectar con él, y sin embargo sintió un retortijón de alivio por no haberlo hecho.

Sentía calor, quizás más de lo que las brillantes luces tendrían que haberle hecho sentir. Miró de nuevo el aparato y luego al monitor de su ordenador. La página web del Centro de Señales Alienígenas no había cambiado. Tenía que haber miles de investigadores trabajando en el problema del significado de los mensajes extraterrestres ahora que al parecer habían terminado. Estaba segura de que se había adelantado a todos los demás: la afortunada coincidencia de que Kyle tuviera un cuadro de Dalí en la pared la había ayudado a dar el salto. ¿Pero cuánto tiempo pasaría antes de que alguien construyera un aparato similar?

Vaciló durante otro minuto, luchando consigo misma.

Y entonces…

Y entonces cruzó la habitación, sopesó el cubo que había quitado antes y lo acercó al aparato. Luego cogió una de las pequeñas ventosas de succión que Paul le había dado y la colocó en el centro de una de las caras del cubo, la que estaba formada por dos paneles de la parte inferior unidos. Había una pequeña válvula en la parte de arriba de la ventosa negra de plástico; empujó y la unidad se fijó al cubo. Luego trató de levantar el cubo por la ventosa. Temía que fuera a caerse, pero permaneció bien sujeto.

Después de otro momento de vacilación, se metió de nuevo en el hueco y entonces, tirando de la ventosa de succión, colocó el cubo en su sitio. Se ajustó fácilmente en su lugar.

Heather sintió una oleada de pánico cuando la cubrió la oscuridad.

Pero no era una oscuridad total. La pintura piezoeléctrica resplandecía levemente con aquel mismo tonillo verdoso que desprenden los juguetes fosforescentes infantiles.

Inspiró profundamente. Había aire de sobra, aunque el espacio reducido hacía que pareciera cargado. De todas formas, aunque estaba claro que no iba a asfixiarse aquí dentro, quiso asegurarse de que podía salir del artefacto cuando quisiera. Extendió las manos y las usó para empujar el mismo cubo que había soltado antes.

Otra oleada de pánico la recorrió: el cubo no quería ceder. El campo de integridad estructural podía haberla dejado encerrada.

Cerró los puños y golpeó de nuevo el cubo…

… y éste se soltó, cayendo sobre la moqueta, con la cara de la ventosa de succión en lo alto.

Heather sonrió como una tonta ante su propio pánico. Probablemente, era buena cosa que el aparato no fuera una nave espacial, pues habría acabado entablando un primer contacto con las bragas mojadas.

Salió, se desperezó, y se obligó a calmarse un poco.

Y entonces lo intentó una vez más. Regresó al aparato y utilizó la agarradera para cerrar lo que ya empezaba a considerar una puerta cúbica.

Heather contempló el dibujo fosforescente del panel que tenía delante, tratando de descifrar algún significado en el diseño. Naturalmente, no tenía forma de saber si había orientado bien el aparato. Podría haberlo puesto de lado, o…

O al revés. Eso era, podía estar sentada al revés. El espacio era demasiado escaso para que pudiera darse la vuelta con la puerta cerrada. Retiró la puerta del cubo, sacó las piernas y giró sobre su trasero. Una vez que estuvo en su sitio, de cara al extremo corto del eje en vez de al largo, tiró de la ventosa de succión para colocar la puerta del cubo (que ahora estaba a su derecha) en posición.

Había estropeado su capacidad de ver en la oscuridad al abrir de nuevo la puerta, así que esperó a que sus ojos volvieran a aclimatarse.

Y, lentamente, lo hicieron.

Delante de ella había dos círculos. Uno era continuo, el otro se interrumpía en ocho pequeños arcos.

Lo comprendió de repente. El círculo cerrado significaba «conectado», literalmente, un circuito completo. Y el círculo interrumpido era «desconectado».

Respiró hondo y extendió la mano izquierda hacia adelante.

—Alfa Centauri, allá voy —dijo en voz baja, y apretó la palma contra el círculo cerrado.

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