Capítulo 23

Sonó el timbre de la puerta del laboratorio. Kyle se levantó de la silla situada ante la consola de Chita y se dirigió a la entrada. La puerta se deslizó para abrirse mientras lo hacía.

Un hombre alto y anguloso, de raza blanca, esperaba en el pasillo curvo.

—¿Profesor Graves? —preguntó.

—¿Sí?

—Simon Cash —dijo el hombre—. Gracias por acceder a verme.

—Oh, bien. Había olvidado que iba usted a venir. Pase, pase.

Se apartó para dejar entrar a Cash. Kyle ocupó una silla delante de la consola de Chita, e indicó a Cash que tomara asiento en otra.

—Sé que es usted un hombre ocupado —dijo Cash—, así que no le haré perder el tiempo con preliminares. Nos gustaría que viniera a trabajar para nosotros.

—¿Nosotros?

—La Asociación de la Banca Norteamericana.

—Sí, sí, lo dijo usted por teléfono. Vaya… un banquero apellidado Cash. Apuesto a que le hacen muchos chistes al respecto.

El tono de Cash fue tranquilo.

—Es usted el primero.

Kyle se quedó un poco cortado.

—Pero yo no soy banquero —dijo—. ¿Por qué demonios podrían estar ustedes interesados en mí?

—Nos gustaría que trabajara para nuestra división de seguridad.

Kyle hizo un gesto de indefensión.

—Sigo perdido.

—¿Me reconoce? —preguntó Cash.

—No, lo siento. ¿Nos hemos visto antes?

—Más o menos. Asistí a su seminario sobre informática cuántica en la conferancia de AI-IA el año pasado.

La reunión de 2016 de la Asociación Internacional de Inteligencia Artificial se había celebrado en San Antonio.

Kyle sacudió la cabeza.

—Lo siento, no, no recuerdo. ¿Hizo alguna pregunta?

—No… nunca las hago. Me pagan simplemente para que escuche. Escucho y luego informo.

—¿Por qué le interesa a la Asociación de la Banca mi trabajo?

Cash se metió la mano en el bolsillo. Durante un horrible instante, Kyle tuvo la loca idea de que iba a sacar una pistola. Pero lo único que hizo Cash fue sacar su cartera y tenderle su tarjeta SmartCash.

—Dígame cuánto dinero contiene esta tarjeta —dijo Cash.

Kyle recogió la tarjeta ofrecida y la apretó con fuerza entre el pulgar y el índice; la presión encendió la pantallita de la superficie de la tarjeta.

—Quinientos siete dólares y dieciséis centavos —dijo, leyendo los números.

Cash asintió.

—Transferí esa cantidad justo antes de venir aquí. Hay un motivo por el que elegí esa cifra. Es la media que cada norteamericano adulto programa en su tarjeta inteligente. Toda la sociedad sin dinero efectivo se basa en la seguridad de estas tarjetas.

Kyle asintió: empezaba a ver a dónde quería ir a parar Cash.

—¿Recuerda el problema del año 2000? —Cash alzó una mano—. Creo que los banqueros deberíamos aceptar la culpa por eso, por cierto. Somos los que produjimos miles de millones de cheques de papel con la cifra «19» impresa de antemano; fuimos los pioneros en el concepto del año de dos dígitos e hicimos que todo el mundo lo usara en su vida cotidiana. De todas formas, como sabe, costó miles de millones evitar que el desastre se apoderara del mundo un segundo después de las 23:59:59 del 31 de diciembre de 1999.

Hizo una pausa, esperando que Kyle hiciera algún comentario al respecto. Kyle simplemente asintió.

—Bien, el problema al que ahora nos enfrentamos es infinitamente peor que el efecto 2000. Hay trillones de dólares por todo el mundo que no existen más que como datos almacenados en tarjetas inteligentes. Todo nuestro sistema financiero se basa en la integridad de esas tarjetas —inspiró profundamente—. Ya sabe usted, cuando se crearon estas tarjetas, la Guerra Fría todavía estaba en marcha. Nosotros (la banca, quiero decir), teníamos miedo de lo que podría pasar si cayera una bomba atómica en los Estados Unidos o en Canadá o en Europa, donde se pusieron a fabricar tarjetas inteligentes incluso antes que nosotros. Nos asustaba que el pulso electromagnético borrara las memorias de las tarjetas… y de repente desapareciera todo el dinero en efectivo. Así que fabricamos las tarjetas de modo que pudieran sobrevivir incluso a ese acontecimiento. Pero ahora se enfrentan a una amenaza que es aún mayor que la bomba atómica, y la amenaza, profesor Graves, viene de usted.

Kyle había estado jugueteando con la SmartCard de Cash, dando golpecitos con sus bordes contra la mesa. Dejó de hacerlo y la colocó ante él.

—Deben usar la codificación estilo RSA.

—Eso hacemos, sí. Lo hemos hecho desde el primer día… y ahora es una característica mundial. Su ordenador cuántico, si realmente puede usted construirlo, reducirá a cenizas los once mil millones de tarjetas inteligentes que se emplean por todo el planeta. Un usuario podría coger todo el dinero de otro usuario durante una simple transferencia de tarjeta a tarjeta, o podría usted programar su tarjeta con cualquier cifra que quisiera, hasta el máximo permitido, haciendo aparecer dinero de la nada.

Kyle guardó silencio durante un largo instante.

—No quieren que trabaje para ustedes. Quieren que olvide mi investigación.

—Profesor Graves, estamos dispuestos a hacer una oferta generosa. Duplicaremos el sueldo que le esté pagando la Universidad de Toronto… y se lo daremos en dólares americanos. Tendrá un laboratorio de tecnología punta, en la ciudad de Norteamérica que usted elija. Le proporcionaremos todo el personal que necesite, y podrá usted investigar a su gusto.

—Pero nunca podré publicar nada, ¿no es eso?

—Exigiremos que firme un acuerdo, sí. Pero la mayoría de las investigaciones que se hacen hoy día son en esa línea, ¿no? No se ve a las compañías de ordenadores o a los fabricantes de fármacos revelando sus secretos. Y empezaremos a buscar una alternativa segura a los sistemas de codificación que hemos estado empleando, para que con el tiempo pueda usted publicar su trabajo.

—No sé. Quiero decir, la investigación que estoy haciendo podría incluso ponerme en cola para el Premio Nobel.

Cash asintió, como si no tuviera ninguna intención de discutir por eso.

—El importe actual que acompaña hoy día a un Premio Nobel es el equivalente a 3,7 millones de dólares canadienses. Tengo autorización para ofrecerle esa cantidad como fichaje.

—Eso es una locura —dijo Kyle.

—No, profesor Graves. Son sólo negocios.

—Tendré que pensarlo.

—Naturalmente, naturalmente. Háblelo con su esposa, Heather.

Kyle sintió que su corazón daba un respingo ante la mención del nombre de Heather.

Cash sonrió con frialdad y mantuvo la expresión durante varios segundos.

—¿Conoce usted a mi esposa?

—No personalmente, no. Pero he leído dossiers completos sobre ustedes dos. Sé que ella es dos años más joven que usted; sé que se casaron el doce de septiembre de 1995; sé que en la actualidad están separados; sé dónde trabaja ella. Y, por supuesto, lo sé todo sobre Rebecca —sonrió de nuevo—. Póngase rápidamente en contacto con nosotros, profesor.

Y con eso, se marchó.


Heather, flotando en el psicoespacio, luchaba por conservar el equilibrio, la cordura, la lógica.

Todo era tan abrumador, tan increíble.

¿Pero cómo continuar?

Tomó aliento para calmarse y decidió intentar el camino obvio.

—Muéstrame a Kyle.

No sucedió nada.

—Kyle Graves —dijo de nuevo.

Nada.

—Brian Kyle Graves.

No hubo suerte.

Naturalmente que no. Eso habría sido demasiado fácil.

Trató de concentrarse en su rostro, en imágenes mentales de él.

Mierda.

Suspiró.

Siete mil millones de opciones. Aunque pudiera decidir cómo acceder a alguien, podría pasarse el resto de la vida probando con hexágonos al azar.

El siguiente paso intuitivamente obvio sería simplemente acercarse al mosaico, tocar una de las joyas de seis lados. Nadó, avanzando, hacia la pared curva de luces brillantes.

Podía percibir los hexágonos individuales, aunque todavía estaba bastante lejos de ellos, aunque había tantos que no debería poder discernir los componentes separados.

Un truco de percepción.

Una forma de tratar con la información.

Se acercó más, y sin embargo parecía que no se acercaba nada. Los hexágonos del centro de su visión se encogían proporcionadamente a medida que se aproximaba; los que estaban fuera del centro de su visión eran un borrón espectral.

Flotó, o voló, o fue atraída a través del espacio, cerrando la distancia.

Cada vez más y más cerca.

Y, por fin, llegó a la pared.

Cada panal tenía ahora quizás un centímetro y medio de diámetro, no mayor que una tecla, como si todo aquello fuera un tablero enorme. Mientras observaba, cada uno de los hexágonos se retiró un poco, formando una superficie cóncava, invitando al contacto de sus dedos.

Heather, encogida dentro del aparato Centauri, inhaló profundamente.

Heather, en el psicoespacio, sintió un cosquilleo en el dedo índice extendido, como si estuviera lleno de energía, esperando la descarga. Acercó el dedo, medio esperando que una chispa llenara el hueco entre su dedo invisible y la llave hexagonal más cercana. Pero la energía continuó acumulándose dentro de ella, sin liberarse.

Cinco centímetros, ahora.

Y ahora cuatro.

Tres.

Y dos.

Uno.

Y, finalmente…

Contacto.

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