Capítulo 25

Después de su almuerzo con Stone, Kyle tenía tres horas libres antes de clase. Decidió dejar la universidad, coger el metro en la línea de University Avenue, hizo trasbordo en Union Station, y llegó hasta la penúltima parada de la línea Yonge. Salió de la estación, recorriendo las aceras de asfalto de Mel Lastman Square, y se encaminó por Beecroft Avenue, una manzana al oeste de Yonge.

Al este de Beecroft, llenando el espacio hasta Yonge, estaba el Centro Ford de Artes Escénicas. Kyle recordaba la primera obra que se había representado allí: Showboat. Se había estrenado allí antes de pasar a Broadway. Eso fue… ¿cuándo?… hacía casi veinticinco años. Kyle la había visto (todavía recordaba con emoción la versión que hacía Michel Bell de «Ol'Man River»), y todos los estrenos desde entonces, aunque desde que Heather y él se separaron no había visto aún el éxito actual, la versión musical que había hecho Andrew Lloyd Webber sobre Drácula.

La zona oeste de Beecroft también albergaba poderosos recuerdos. Aquí había solares vacíos en su juventud, y había jugado al fútbol con el pequeño Jimmy Komeratsu, los gemelos Haskins, y… ¿cómo se llamaba? El matón de la cabeza apepinada. Calvino, eso era. Kyle nunca había sido un gran atleta: jugaba para no sentirse desplazado, pero su mente siempre estaba perdida en otra parte. Una vez, cuando llegó a coger el balón sin perderlo, echó a correr (oh, debieron ser ochenta metros, no, ochenta yardas —eran los años ochenta, después de todo—), y corrió hasta la línea de meta imaginaria, cuyo perímetro estaba marcado por una camiseta sucia de los Haskins.

Corrió hasta la línea equivocada.

Pensó entonces que nunca superaría la vergüenza.

Los campos tenían el tamaño adecuado para jugar al fútbol, y en sus márgenes había zonas con árboles.

Allí había recuerdos agradables.

Acudía a ese lugar a menudo, con su novia del instituto, Lisa, después de las películas del Willow o las cenas en el Crock Block.

Sin embargo, los campos estaban ahora pavimentados: aparcamientos para el Centro Ford.

Pero tras ello, como antes de que él naciera, estaba el Cementerio York, uno de los más grandes de Toronto.

Algunos de sus compañeros de clase venían a ligar al cementerio: había una franja de árboles, quizás de unos quince metros de grosor, en toda la zona norte, de forma que las casas de Park Home Avenue no tuvieran que dar a las tumbas. Pero Kyle nunca pudo venir a hacerlo aquí.

Entró en el cementerio, siguiendo la carretera curva. Los terrenos estaban maravillosamente cuidados. En la distancia, justo antes de que el cementerio quedara partido en dos por Senlac Road, pudo ver el gigantesco cenotafio de hormigón, con su aspecto de obelisco egipcio, honrando a los canadienses que habían muerto en las guerras mundiales.

Un par de ardillas negras (ubicuas en Toronto) corrieron por delante de él. Un vez, cuando vino en el coche, atropelló a una. Mary lo acompañaba; tenía cuatro, tal vez cinco años entonces.

Había sido un accidente, naturalmente, pero ella no quiso hablarle durante semanas.

Entonces fue un monstruo a sus ojos.

Entonces, y ahora.

Muchas de las tumbas tenían flores, pero no la de Mary. Siempre se decía que tenía que venir más a menudo. Cuando murió, se dijo que vendría todas las semanas.

Habían pasado tres meses desde su última visita.

Pero ahora no sabía adónde más ir, cómo hablarle.

Kyle se salió de la calzada y pasó al césped. Un hombre montado en una segadora pasó junto a él. No miró a Kyle, quizás por indiferencia, quizás por no saber qué decir al pariente de un difunto. Para él, sin duda esto era un trabajo nada más; sin duda nunca se paraba a pensar por qué la hierba parecía tan exhuberante.

Kyle se metió las manos en los bolsillos y se acercó hasta la tumba de su hija.

Pasó cuatro tumbas antes de darse cuenta de su error. Estaba en el pasillo equivocado: el lugar donde reposaba Mary era uno más atrás. Sintió un retortijón de culpa. ¡Por el amor de Dios, ni siquiera sabía dónde estaba enterrada su hija!

Rehizo sus pasos por el sendero, volvió a la calzada, y se internó de nuevo en el pasillo adecuado.

La lápida de Mary era de granito rojo pulido. Los trozos de mica destellaban con la luz del sol.

Leyó las palabras, preguntándose si algún día serían tan ilegibles como las gastadas losas de mármol que había visto en los viejos patios de las iglesias:


MARY LORRAINE GRAVES
AMADA HIJA, AMADA HERMANA
2 NOVIEMBRE 1996 — 23 MARZO 2016
AHORA EN PAZ

En su momento pareció un epitafio adecuado. No tenían ni idea de por qué se había suicidado Mary. La nota que dejó, escrita con boli rojo sobre papel de rayas, decía simplemente: “Esta es la única forma en que puedo callar”. En su momento, ninguno supo qué quería decir con eso.

Kyle volvió a leer la última línea en la lápida. Ahora en paz.

Esperaba que fuera cierto.

¿Pero cómo podía ser?

Si lo que Becky decía era cierto, Mary se había suicidado convencida de que su padre la molestaba. ¿Qué paz podía tener?

La única forma en que puedo callar.

Un sacrificio… pero sin duda no para proteger a Kyle. No, debía haberlo hecho por bien de su madre, para proteger a Heather, para salvarla del horror, de la culpa.

Kyle contempló la tumba. La herida en el paisaje había sanado, naturalmente. No había ninguna discontinuidad rectangular, ninguna cicatriz de tierra entre el antiguo terreno y la tierra colocada una vez relleno el agujero.

Alzó la mirada hacia la piedra.

—Mary —dijo en voz alta. Se sentía en evidencia. La segadora estaba lejos, su sonido había disminuido casi hasta la nada.

Quería decir más, mucho más, pero no sabía por dónde empezar. Se dio cuenta de que su cabeza se movía lentamente adelante y atrás, y se controló con esfuerzo.

Guardó silencio durante varios minutos, entonces pronunció de nuevo el nombre de su hija: en voz baja, el sonido casi perdido entre el ruido de fondo de los pájaros, un avión que pasaba, y la segadora, que ahora regresaba lentamente, recortando otra porción del brillante césped.

Kyle trató de leer de nuevo la lápida y descubrió que no podía. Parpadeó para espantar las lágrimas.

Lo siento mucho, pensó, pero no pudo dar voz a las palabras.

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