Capítulo 26

Heather decidió salir, desconectarse de Ideko.

¿Pero cómo?

De repente, se sintió perdida.

Naturalmente, podía volver a visualizar el aparato Centauri, y luego abrir la puerta cúbica: sin duda eso rompería el enlace.

¿Pero hasta qué punto sería brutal ese corte? ¿Una amputación psíquica? ¿Se quedaría una parte de ella aquí, dentro de Ideko, mientras el resto (su yo autónomo, tal vez) regresaba a Toronto?

Sintió latir su corazón, el sudor perlando su frente: al menos tenía esa conexión con su cuerpo, allá en el despacho.

¿Cómo separarse? Las herramientas debían estar allí; debía haber un medio. Pero era como de pronto poder ver por primera vez. El cerebro experimentaba el color, la luz, pero no podía sacar sentido a lo que veía, no podía resolver las imágenes.

O era como sufrir una amputación… otra vez aquella metáfora que reflejaba su ansiedad sobre la inminente separación. Una amputada, dotada de un brazo protésico. Al principio sólo sería metal y plástico muerto, colgando del muñón. La mente tenía que aprender a controlarlo, a activarlo. Había que establecer un nuevo acuerdo: este pensamiento causaba ese movimiento.

Si el cerebro de carne y hueso podía aprender a interpretar la luz, a mover acero, a contraer tendones de nailon a través de poleas de teflón, sin duda podría aprender a funcionar en este reino. La mente humana era, sobre todo, adaptable. La resistencia era su marca de fábrica.

Y así Heather luchó por calmarse, por pensar racional, sistemáticamente.

Visualizó lo que quería hacer… lo mejor que pudo, al menos. Su cerebro estaba conectado al de Ideko; visualizó el corte de esa conexión.

Pero seguía allí, dentro de él, su visión parpadeante a través de las ventanillas del metro ganando y perdiendo importancia a medida que su imaginación (siempre lujurioso, nuestro Ideko) salía a primer plano y luego desaparecía.

Probó con una imagen diferente: una solución en un matraz. La mente de Ideko con la suya disuelta dentro, una clara diferencia en la refracción de la luz marcaba corrientes en la transparencia de él. Se imaginó a sí misma precipitándose, filtrando blancos cristales (hexagonales como la pared de mentes) al fondo del matraz.

¡Eso funcionó!

El túnel del metro de Tokio se desvaneció.

El murmullo de los pensamientos de Ideko se desvaneció.

La charla de voces japonesas se desvaneció.

Pero no…

¡No!

Nada las reemplazó; todo era oscuridad. Había dejado a Ideko, pero no había regresado a sí misma.

Tal vez debería escapar del aparato. Todavía tenía cierto control sobre su cuerpo, o eso pensaba. Deseó que su mano se dirigiera al lugar donde estaba el botón de parada.

¿Pero se movía su mano de verdad? Sintió que el pánico volvía a crecer en su interior. Tal vez se estaba imaginando su mano, como los amputados imaginan miembros fantasmas, o como quienes sufren de dolores crónicos imaginan que existe un interruptor dentro de sus cabezas, un interruptor que pueden tocar con un esfuerzo de voluntad, para suprimir la agonía durante al menos unos momentos.

Continuar el proceso, salir del psicoespacio, confirmaría o negaría si tenía control de su cuerpo físico.

Pero primero (¡maldición!) tenía que contener el dolor, combatirlo. Se había desconectado de Ideko, estaba a medio camino de casa.

Un soluto precipitando en una disolución.

Cristales en el fondo del matraz…

… en un montón casual; sin orden, ni estructura.

Necesitaba imponer un orden en su yo rescatado.

Los cristales danzaban, formando una matriz de diamantes blancos.

No funcionaba, no servía de nada, no…

De repente, gloriosamente, estaba en casa, dentro de sus propias percepciones.

La Heather física lanzó un gran suspiro de alivio.

Todavía se hallaba en el psicoespacio, ante la gran pared de hexágonos.

Naturalmente, todo era conceptualización, todo interpretación. Sin duda no había ninguna tecla real de Ideko; sin duda el psicoespacio, fuera lo que fuese, tenía otra forma. Pero ella conocía ahora la gimnasia mental que la liberaba de otra mente. Sabía cómo salir, y cómo reintegrarse.

Y quiso desesperadamente intentarlo de nuevo.

Pero en su construcción mental del índice de las mentes, ¿cómo estaban dispuestas las cosas? Ese de allí era el botón de Ideko. ¿Y los seis que lo rodeaban? ¿Sus padres? ¿Sus hijos? Su esposa… o tal vez no, pues no compartiría material genético con él.

Pero no podía ser tan simple, o tan limitado. No podía ordenarse a los humanos simplemente por relaciones sanguíneas: había demasiadas permutaciones, demasiadas variantes en composición y tamaño de familias.

De todas formas, tal vez se encontraba en la zona japonesa de la pared; quizás todos los hexágonos representaban a gente de esa cultura. O tal vez eran personas que habían nacido el mismo día, dispersos por las cuatro esquinas del globo.

O quizá había sido atraída instintivamente hacia este punto. Tal vez el hexágono de Kyle era el que estaba allí: casi lo había tocado en vez del de Ideko, pero cambió de opinión en el último instante, igual que en el colegio siempre se retractaba de su primera y mejor respuesta, para tomar en cambio la decisión equivocada, y murmurar siempre, cuando alguien daba la respuesta correcta, “Iba a decirlo”.

Siete mil millones de teclas.

Probó la tecla que había pretendido tocar originalmente, acercó el dedo y…

¡Contacto!

Tan abrumador la segunda vez como la primera.

Una sensación sorprendente.

Contacto con una mente distinta.

Esta persona poseía al menos visión de color completa. Pero los tonos estaban un poco apagados; la carne parecía demasiado verdosa.

Tal vez cada uno percibía el color de manera ligeramente distinta; tal vez incluso las personas con visión normal tenían interpretaciones diferentes. El color era una creación artificial, después de todo. No existía el «rojo» en el mundo real; era simplemente la forma que escogía la mente para interpretar las longitudes de onda que oscilaban entre 630 y 750 nanómetros. De hecho, los siete colores del arco iris (rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta), fueron diseñados arbitrariamente por Newton: la cantidad se debió a que a Sir Isaac le gustaba la idea de que hubiera un número primo de colores, pero Heather nunca había podido distinguir el supuesto «índigo» entre el azul y el violeta.

Pronto, la atención de Heather quedó atrapada por algo más que los colores que veía.

La persona que habitaba (varón otra vez, o al menos eso sentía de un modo inefable, ligeramente agresivo), estaba muy agitada por algo.

Se hallaba en una tienda. Unos ultramarinos. Pero las marcas eran casi todas desconocidas. Y los precios…

Ah, el símbolo de la libra.

Estaba en Inglaterra. Era una pastelería, no un almacén.

Antes hubo una barrera lingüística entre Ideko y ella, pero ahora no la había… al menos no de forma significativa.

—¡Joven! —llamó—. ¡Joven!

No hubo ningún cambio en el estado mental del joven: era completamente inconsciente a sus intentos de entrar en contacto.

—¡Joven! ¡Chico! ¡Zagal! —una pausa—. ¡Capullo! ¡Pajillero!

Esto último, al menos, tendría que haber llamado su atención. Pero no hubo respuesta. La mente del chico estaba completamente concentrada en…

¡Dios mío!

¡En robar algo!

Aquel caramelo. Curly Wurly… qué nombre tan raro.

Heather se aclaró la garganta. El chico (tenía trece años, lo supo en cuanto se preguntó al respecto) tenía suficiente dinero en su SmartCash para pagar la golosina. Se metió una mano en el bolsillo y apretó con los dedos la tarjeta, cálida por el calor de su cuerpo.

Cierto, podía pagar el dulce… hoy. ¿Pero entonces qué haría mañana?

El tendero (un indio cuyo acento Heather encontraba delicioso pero que al chico le parecía ridículo) estaba entretenido hablando con un cliente en el mostrador.

El chico cogió el Curly Wurly, miró por encima del hombro.

El tendero seguía entretenido.

El chico vestía una chaqueta ligera con grandes bolsillos. Sujetando con fuerza el Curly Wurly, lo fue subiendo, subiendo, alzó la solapa del bolsillo, y lo metió dentro. El chico (y, para su sorpresa, también Heather) lanzó un suspiro de alivio. Había conseguido…

—¡Chico! —dijo la voz cargada de acento.

Una sensación de terror absoluto inundó al muchacho, terror que hizo temblar a Heather también.

—¡Chico! —repitió la voz—.¡Déjame ver lo que llevas en el bolsillo!

El muchacho se quedó quieto. Pensó en echar a correr, pero el indio (que, extrañamente, consideraba al chico asiático) se encontraba ahora entre la puerta y él. Extendió la mano, la palma hacia arriba.

—Nada —dijo el muchacho.

—Devuélveme ese dulce.

La mente del chico giraba: correr seguía siendo una opción; también lo era devolver el dulce y suplicar piedad. Tal vez debería decirle al tendero que su padre le pega y suplicarle que no llame a casa.

—Le digo que no he cogido nada —dijo el muchacho, tratando de parecer absolutamente ofendido por aquella acusación sin fundamento.

—Estás mintiendo. Te he visto… y también la cámara.

El tendero señaló una pequeña unidad montada sobre la pared.

El muchacho cerró los ojos. Su visión del mundo exterior se oscureció, pero su cerebro continuaba iluminado con imágenes de personas que debían ser sus padres, de un amigo llamado Geoff. Geoff siempre se salía con la suya cuando mangaba dulces.

Heather estaba fascinada. Recordó su propio intento juvenil de robar en una tienda, un par de vaqueros. También la habían pillado. Conocía el miedo y la furia del muchacho. Quiso ver qué le iba a suceder, pero no disponía de tiempo ilimitado. Tendría que romper el contacto en algún momento para atender a las necesidades de su vida; estaba lamentando ya no haber visitado el lavabo antes de entrar en el aparato.

Dejó la mente en blanco y conjuró la imagen de cristales suyos precipitándose en el líquido, y dejó al muchacho igual que antes había dejado a Ideko.

Oscuridad, como antes.

Organizó los cristales, restaurando su sentido del yo. Volvió a encontrarse ante los hexágonos.

Era sorprendente… y, tenía que admitirlo, muy divertido.

De pronto, la golpeó el turista potencial. El problema con las simulaciones en realidad virtual era ése: se trataba de simulaciones. Aunque Sony, Hitachi y Microsoft habían invertido miles de millones para crear una industria de entretenimiento en RV, nunca había llegado a calar. Había una diferencia fundamental entre esquiar en Banff y hacerlo en tu dormitorio: parte de la emoción era la posibilidad de romperte una pierna, parte de la experiencia era la vejiga llena que no podía vaciarse fácilmente, parte de la diversión eran las quemaduras solares auténticas que conseguías después de un día en las pistas, aunque fuera a mediados de invierno.

Pero esta forma de entrar en las vidas de los demás era real. Aquel chaval inglés iba a tener que enfrentarse a las consecuencias de su delito. Ella podría permanecer con él durante tanto tiempo como quisiera; seguirlo a través del tormento durante horas, o incluso días. Todos los atractivos del voyeurismo más una simulación más vivida, más excitante, más impredecible, que ninguna que viniera en un paquete compacto.

¿Sería regulado? ¿Se podría regular? ¿O tendría que enfrentarse toda la humanidad a la posibilidad de que incontables individuos pudieran estar viajando dentro de sus cabezas, compartiendo sus experiencias, sus propios pensamientos?

Tal vez la cantidad de siete mil millones no era casual; tal vez fuera, de hecho, un número maravilloso; tal vez la pura aleatoriedad de la elección, el número de posibilidades, sería suficiente para impedir que acabaras nunca en la mente de alguien conocido.

Pero eso sería el atractivo real, ¿no? Era lo que Heather había venido a buscar, y seguramente lo que aquellos que vinieran luego querrían también: la oportunidad de conectar con la mente de sus padres, sus amantes, sus hijos, sus jefes.

¿Pero cómo hacerlo? Heather seguía sin tener ni idea de cómo encontrar a una persona concreta. Kyle estaba aquí, en alguna parte, y sólo tenía que averiguar cómo acceder a él.

Contempló el enorme teclado hexagonal, perpleja.


Kyle continuó caminando por el cementerio. Podía sentir una película de sudor cubriéndole la frente. La tumba de Mary no estaba todavía muy lejos. Se metió las manos en los bolsillos.

Tanta muerte, tantos muertos.

Pensó en la cebra acechada y devorada por la leona.

Tenía que ser una forma horrible de morir.

¿O no?

Represión.

Disociación.

Esas eran las cosas que Becky decía que le habían sucedido.

Y no sólo a Becky. A miles de hombres y mujeres. Reprimir los recuerdos de guerras, torturas, violaciones.

Tal vez, sólo tal vez, la cebra no sintió que moría. Tal vez despegó su consciencia de la realidad en el momento en que empezó el ataque.

Tal vez todos los animales superiores podían hacerlo.

Era mejor que morir en agonía, morir lleno de terror.

Pero el mecanismo de represión debía de tener defectos. De lo contrario, los recuerdos nunca volverían.

O, si no defectuosos, debían al menos ser lanzados más allá de sus parámetros originales.

En el mundo animal, no había verdaderas heridas físicas traumáticas que no sean fatales. Sí, un animal podía estar asustado (incluso aterrorizado) y seguir viviendo al día siguiente. Pero cuando un depredador clavaba sus mandíbulas en su presa, esa presa moría casi con toda certeza. La represión tendría que trabajar sólo durante una cuestión de minutos (o, como máximo, horas) para ahorrar al animal los horrores de su propia muerte.

Si nadie sobrevivía a las experiencias físicamente traumáticas, entonces no habría necesidad de que el entramado cerebral pudiera reprimir un recuerdo durante días, o semanas, o meses.

O años.

Pero la humanidad (irónico nombre, ese) había diseñado traumas no fatales.

Violación.

Tortura.

Los horrores de la guerra.

Tal vez la mente venía ya preparada para suprimir las peores experiencias físicas.

Y tal vez, de modo no intencional, esas experiencias volvían a salir a la superficie pasado el tiempo. No hubo ninguna necesidad, al menos hasta hacía unos pocos miles de años (la diminuta fracción de tiempo en que había habido vida en la Tierra), para poder suprimir recuerdos a largo plazo. Tal vez esa habilidad no había evolucionado todavía.

Evolución.

Kyle reflexionó sobre la palabra, le dio vueltas dentro de su mente. Había estado pensando mucho al respeto desde la revelación de Chita sobre cómo la consciencia microtubular podría provocar una evolución espontáneamente preadaptativa.

Contempló las diversas lápidas, con sus crucifijos y sus manos en actitud orante.

La evolución podía afectar solamente a aquellas cosas que aumentaban las posibilidades de superviviencia; por definición, nunca podría sintonizar con acontecimientos que sucedieran después del último encuentro reproductor… y, por supuesto, la muerte era siempre el acontecimiento final.

De hecho, Kyle no podía imaginar que la evolución pudiera haber producido una muerte humanitaria para los animales, no importaba lo grande que fuera el porcentaje de población que se beneficiaría de ello. Y sin embargo…

Sin embargo, si había validez a la memoria humana reprimida, esa capacidad debía proceder de alguna parte. Podía en efecto ser obra del mecanismo que permitía a los animales morir pacíficamente aunque los estuvieran devorando vivos.

Si existía ese mecanismo, claro está.

Y si existía, eso significaba que al universo le importaba, después de todo. Algo más allá de la evolución había dado forma a la vida, le había dado, si no significado, al menos libertad de la tortura.

A excepción de la tortura que se producía cuando volvían los recuerdos.


Kyle caminó lentamente de regreso a la estación de metro. Era viernes por la tarde: los trenes que llegaban del centro estaban repletos de viajeros que escapaban de sus prisiones corporativas. Kyle estaba impartiendo dos cursos de verano, uno de ellos, cruelmente, a las 4 de la tarde de los viernes. Regresó a la universidad para dar su última clase de la semana.

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