Capítulo 15

En el despacho de Heather sonó el teléfono. Ella miró el indicador de llamada y supo que ésta se producía desde dentro de la Universidad. Eso supuso un alivio: empezaba a cansarse de los periodistas. Pero claro, también parecía que ellos se habían cansado de ella. El cese de los mensajes extraterrestres era ya noticia pasada, y los periodistas parecían estar dejándola en paz. Heather cogió el teléfono.

—¿Sí?

—Hola, Heather. Soy Paul Komensky, del laboratorio de MAO.

—Hola, Paul.

—Me alegra oír tu voz.

—Ah, también la tuya, gracias.

Silencio, y entonces:

—Yo, esto… tengo preparadas todas esas substancias que me pediste que mezclara.

—¡Magnífico! Gracias.

—Sí. El substrato no es nada del otro jueves, esencialmente sólo un poliestireno. Pero el otro material, bueno, yo tenía razón. Es un líquido a temperatura ambiente, pero solidifica… en una fina película cristalina.

—¿De verdad?

—Y es piezoeléctrico.

—Pi… pi… ¿qué?

—Piezoeléctrico. Significa que cuando lo sometes a tensión, genera electricidad.

—¿De verdad?

—No mucha, pero algo.

—¡Fascinante!

—En realidad no es tan raro: sucede mucho en diversos minerales. Pero no me lo esperaba. Los cristales en los que solidifica este material son similares a lo que nosotros llamamos relajadores ferroeléctricos, una especie de cristales piezoelectricos que pueden deformarse, es decir, cambiar de forma, unas diez veces más que los cristales piezoelectricos normales.

—Piezoeléctrico —dijo Heather en voz baja. Usó la yema del dedo para escribir la palabra en su datapad—. He leído algo al respecto… pero no puedo recordar dónde. De todas formas, ¿puedes hacer ya los cuadrados?

—Claro.

—¿Cuánto tardarás?

—¿En total? Aproximadamente un día.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

—¿Puedes hacerlo por mí?

—Claro —una pausa—. ¿Por qué no te pasas por aquí? Quiero mostrarte el aparato, para asegurarme de que vaya a producir exactamente lo que quieres. Entonces podemos empezar, y tal vez podamos almorzar luego.

Heather vaciló por un instante.

—Claro. Claro —dijo luego—. Voy para allá.


El equipo manufacturador era sencillo.

Extendido sobre el suelo del laboratorio de Paul Komensky había un trozo del material substrato que medía unos tres metros de lado; dos paneles adicionales se apoyaban contra una pared, casi tocando el techo.

La capa inferior era de color gris oscuro, como los paneles de circuitos informáticos. Y en lo alto de la placa había un robot del tamaño de una caja de zapatos, con un tanque cilíndrico adosado a la espalda.

Heather se hallaba junto a Paul. Un monitor a su lado mostraba el duodécimo mensaje radiado: el primero después de las lecciones básicas de matemáticas y química.

—Acabamos de activar el robot —dijo Paul—, y empieza a moverse por la superficie de la capa inferior. ¿Ves ese tanque? Contiene el segundo producto químico, el líquido. El robot rocía el producto siguiendo la pauta indicada en el monitor. Luego usa un láser para cortar la placa y sacarla de la capa inferior. Luego le da la vuelta a la placa y pinta exactamente la misma pauta en el otro lado: me he encargado de que lo haga siguiendo exactamente la misma orientación, para que si el sustrato se despeja, las pautas se alineen a la perfección. Luego utiliza unos de sus pequeños manipuladores para colocar el cuadrado en esas cajas de allí.

Pulsó un botón, y el robot siguió haciendo lo que él describía, hasta producir una placa que medía unos diez centímetros por quince. Heather sonrió.

—Tardará un día en cortar las placas, y cuando acabe, todas las placas se guardarán en el orden en que debían encajar, dentro de las cajas.

—¿Y si se me cae la caja?

Komensky sonrió.

—Sabes, mi hermano mayor hizo eso una vez. Su primer curso de informática tuvo lugar en el instituto, a principios de los años setenta. Entonces lo hacían todo con tarjetas perforadas. Escribió un programa para que imprimiera un poster de Farrah Fawcett… ¿la recuerdas? Estaba hecho con caracteres impresos, asteriscos, signos del dólar, barras, simulando una foto en semitonos si te alejabas lo bastante. Se pasó meses en ello y luego se le cayó la maldita caja con las tarjetas y todas se entremezclaron —se estremeció—. Por si acaso, el robot está colocando pegatinas con el número de serie en cada una de las placas. Son removibles: si quieres quitarlas, no tendrás problema.

Sacó la placa de la caja y le mostró la etiqueta a Heather.

Ella sonrió.

—Piensas en todo.

—Eso intento —el robot continuaba su trabajo; ya había fabricado seis placas—. ¿Qué tal sí almorzamos ahora?


Comieron en el Club de la Facultad, que se encontraba en el 41 de Willcocks Street, enfrente de Sid Smith. El comedor estaba decorado al estilo Wedgewood: paredes azul grisáceo con frisos blancos rococó. Heather tenía los codos apoyados sobre el mantel, los dedos entrelazados delante de la cara. Advirtió que empuñaba esencialmente su anillo de casada como escudo. Ese era el problema de ser psicóloga: no podías hacer nada sin ser consciente de ello.

Bajó las manos, cruzándolas sobre la mesa… y, del mismo modo inconsciente, colocó la mano izquierda encima. Heather bajó la mirada, vio el anillo asomando, y se permitió un minúsculo encoger de hombros.

Pero a Paul no se le pasó por alto.

—Estás casada.

Heather exhibió el anillo de nuevo mientras alzaba la mano.

—Desde hace veintidós años, pero… —hizo una pausa, preguntándose qué decir. Luego, tras unos instantes de pugna interna, lo hizo—. Pero nos hemos separado.

Paul alzó las cejas.

—¿Hijos?

—Dos hijas. Teníamos dos.

Él ladeó la cabeza ante la extraña frase.

—¿Las ves mucho?

—Una de ellas murió hace unos años.

—Oh, vaya. Oh, lo siento.

Tuvo el buen gusto de no preguntar cómo: subió un par de puntos en la estimación de Heather.

—¿Qué hay de ti?

—Divorciado, hace tiempo. Un hijo; vive en Santa Fe. Paso allí las navidades con él, su esposa y sus hijos. Es agradable poder escapar del frío.

Heather puso los ojos en blanco, como si parte de ese frío resultara agradable en esta época del año.

—Tu marido —dijo Paul—, ¿a qué se dedica?

—Está aquí en la universidad. Kyle Graves.

Paul alzó las cejas.

—¿Kyle Graves es tu marido?

—¿Lo conoces?

—Está en informática, ¿verdad? Estuvimos juntos en un comité hace unos años… estableciendo el Centro Kelly Gotlieb.

—Ah, sí. Me acuerdo de cuando hizo eso.

Paul la miró, sonriente, sin parpadear.

—Kyle debe ser tonto por dejarte escapar.

Heather abrió la boca para protestar que ella no se había escapado, que era solamente una separación temporal, que las cosas eran complejas. Pero entonces cerró la boca y ladeó la cabeza, aceptando el cumplido.

Llegó el camarero.

—¿Quieres un poco de vino con el almuerzo? —preguntó Paul.


Después de almorzar, mientras regresaba sola a su despacho, Heather usó su datapad para acceder al correo de voz. Había un mensaje de Kyle, diciendo que tenía que hablar con ella de algo importante. Como estaba cerca de Mullin Hall, decidió pasarse por allí y ver qué quería.


—Oh, hola, Heather —dijo Kyle, una vez que la puerta de su laboratorio se descorrió—. Gracias por venir. Tengo que hablar contigo. Siéntate.

Heather estaba un poco mareada por el vino que había tomado; sentarse parecía en efecto una buena idea. Se sentó delante de Chita.

Kyle se encaramó en el borde de una mesa.

—Tengo que hablar contigo sobre Josh Huneker.

Heather se envaró.

—¿Qué pasa con él?

—Lo siento; sé que me pediste que no lo mencionara nunca, pero bueno, su nombre apareció hoy.

Heather entornó los ojos.

—¿En qué contexto?

—¿Hubo algo extraño en su muerte?

—¿Qué quieres decir con «extraño»?

—Bueno, dijeron que se mató porque era gay.

Heather asintió.

—Yo no lo sabía, pero sí, eso es lo que dijeron.

Entonces se encogió un poco de hombros, como reconociendo cómo habían cambiado los tiempos: no podía imaginar a nadie suicidándose por esa causa hoy en día.

—¿Pero crees que no era gay?

—Oh, Cristo, Kyle, no lo sé. Parecía auténticamente interesado en mí, pero dijeron que tenía una relación sexual con el tipo que yo consideraba únicamente su compañero de habitación. ¿Qué es lo que pasa?

Kyle inspiró profundamente.

—Una mujer ha venido a verme hoy. Dice que representa a un consorcio que tiene una copia de un disco que contiene un radiomensaje extraterrestre que Huneker recibió justo antes de morir.

Heather asintió.

—No pareces sorprendida.

—Bueno, no es la primera vez que oigo la historia de que detectó un mensaje. Es un rumor que lleva años coleando en los círculos del SETI. Pero ya sabes, es sólo una historia.

—Parece demasiada coincidencia, ¿no? —dijo Kyle—. Quiero decir, dos mensajes, aparentemente de dos estrellas distintas, tan cerca uno del otro: la gente a la que Huneker detectó en 1994, y luego la secuencia de mensajes de Alfa Centauri, iniciada trece años más tarde.

—Oh, no sé —dijo Heather—. Los investigadores del SETI pensaron originalmente que podríamos detectar muchos más mensajes de los que hemos captado hasta ahora. En 1994 sólo llevábamos treinta años escuchando señales de radio alienígenas: podría haber habido incontables intentos para entrar en contacto con nosotros antes de que tuviéramos radiotelescopios, y podríamos encontrarnos con otro contacto mañana… no sabemos con qué frecuencia hay que esperar radiocontactos con otra civilización.

Kyle asintió.

—Clausuraron el radiotelescopio Algonquino poco después de que Huneker supuestamente detectara su mensaje.

Heather sonrió tristemente.

—No tienes que recordar los recortes presupuestarios del gobierno. Además, si ese disco existe, ¿por qué acuden a ti?

—La mujer dijo que Huneker había codificado el mensaje usando RSA… un sistema que emplea los factores primos de números muy grandes como clave.

—¿Hacían cosas así entonces?

—Claro. Ya en 1977, Rivest, Shamir y Adleman, los tres científicos del MIT que elaboraron la técnica, codificaron un mensaje usando el producto de 129 dígitos de dos primos. Ofrecieron una recompensa de cien dólares a quien pudiera decodificarlo.

—¿Y lo hizo alguien?

—Años más tarde, sí. En 1994, creo.

—¿Qué decía?

—«Las palabras mágicas son osífragas volátiles».

—¿Qué demonios es una osífraga?

—Un ave de presa, creo. Para romper el código hicieron falta seiscientos voluntarios utilizando ordenadores por todo el mundo, cada uno trabajando en una parte del problema durante un periodo de ocho meses… más de cien cuatrillones de instrucciones.

—¿Entonces por qué no han hecho lo mismo con el mensaje de Josh?

—Usó 512 dígitos… y cada dígito adicional es un orden de magnitud adicional, naturalmente. Llevan trabajando en el tema, empleando medios convencionales, desde entonces, pero no han conseguido nada.

—Oh. ¿Pero por qué ha acudido a ti ese consorcio?

—Porque piensan que estoy a punto de hacer un hallazgo en el campo de los ordenadores cuánticos. Todavía no estoy preparado… sólo tenemos un prototipo de sistema, y aunque consigamos despiojarlo, sólo funcionará con números que tengan exactamente trescientos dígitos de longitud. Pero dentro de unos cuantos meses, con suerte, tendré un sistema qué pueda decodificar mensajes de cualquier longitud… casi instantáneamente.

—Ah.

—Esa mujer que vino a verme, creo que quiere patentar la tecnología que se extraiga del mensaje.

—Eso es escandaloso —dijo Heather—. Aunque ese mensaje exista, y la verdad es que lo dudo, le pertenece a la humanidad —hizo una pausa—. Y además…

—¿Qué?

—Bueno —dijo Heather, frunciendo el ceño—, si existe, entonces Josh se suicidó después de ver lo que decía. Tal vez… tal vez no querrás saber lo que dice.

—¿Quieres decir que su suicidio tal vez tuviera que ver con el mensaje?

—Quizás. Como decía, por lo que yo sé, no era gay ni bi.

—¿Pero qué clase de mensaje impulsaría a un hombre a suicidarse y esconderlo primero del resto de la humanidad? —preguntó Kyle.

Heather guardó silencio durante un momento.

—«El cielo existe, es un auténtico paraíso, y todo el mundo entra».

—¿Por qué mantener en secreto algo así?

—Para que la raza humana pueda continuar. Si todo el mundo supiera que eso es cierto, todos nos suicidaríamos para llegar antes, y el Homo sapiens se extinguiría de la noche a la mañana.

Kyle reflexionó al respecto.

—¿Entonces por qué dejar un mensaje codificado? ¿Por qué no destruirlo sin más?

—Tal vez sea como el Papa —dijo Heather. El rostro de Kyle telegrafió su falta de comprensión—. Dicen que hay una profecía guardada a buen recaudo en el Vaticano: lleva allí siglos. De vez en cuando, un Papa le echa un vistazo… y reacciona con horror, y vuelve a echar la llave. Al menos, esa es la historia.

Kyle frunció el ceño.

—Bueno, ese consorcio quiere que trabaje para ellos. Me ofrecen un montón de dinero.

—¿Cuánto? —preguntó Heather.

Ella pudo ver la vacilación en su rostro. Incluso antes de que hablara, supo qué debía estar pensando: si no llegamos a reconciliarnos, es aconsejable que no descubra la magnitud de mi nueva fuente de ingresos.

—Es, ah, una suma bastante substanciosa —dijo Kyle.

—Ya veo.

—Ya le han echado el ojo a otro investigador que también está a punto de hacer un hallazgo —hizo una pausa—. Saperstein.

—Tú odias a ese tipo.

—Exactamente.

—No sé. Tal vez deberías hacerlo.

—¿Por qué?

—Bueno, supongamos que Saperstein o cualquier otro lo hacen en tu lugar. Eso no significa que el mensaje de Huneker, si realmente existe, llegue a hacerse público jamás. Sin duda el gobierno tiene una copia del mensaje, pero lo han mantenido bajo llave durante veinte años.

—Tal vez. Pero estoy seguro de que el consorcio me hará firmar un ANR.

—Ah —dijo Heather, imitando a su marido—. El famoso ANR.

Él sonrió.

—Un ANR es un acuerdo de no revelación. Probablemente me harán firmar un contrato con severas penalizaciones, prometiendo no divulgar el contenido del mensaje, ni siquiera su existencia.

—Hmmm. ¿Qué quieres hacer?

Kyle se encogió de hombros.

—Había un sketch de los Monty Python sobre un chiste tan gracioso que te morías literalmente de risa al escucharlo, y los aliados lo usaban como arma durante la Segunda Guerra Mundial. Tenían que traducirlo del inglés al alemán por equipos, y cada persona traducía sólo una palabra cada vez. Un tipo llegó a ver por accidente dos palabras y acabó en cuidados intensivos.

Hizo una pausa.

—No sé. Si alguien te entregara un chiste y te dijera que es gracioso, ¿no le echarías un vistazo para comprobarlo por ti misma? Aunque Huneker se suicidara después de leerlo, quiero saber qué decía el mensaje extraterrestre.

—Podría ser indescifrable, ya sabes… igual que los mensajes centauros. Aunque puedas descubrir los factores primos, eso no significa que el mensaje tenga sentido. Quiero decir, a pesar de lo que he dicho hace un momento, supongo que es plausible que Josh se quitara la vida por motivos personales, y el mensaje no tuviera nada que ver con ello.

—Tal vez —dijo Kyle—. O quizás el mensaje compusiera un pictograma que por accidente significara algo sólo para Huneker —señaló con el pulgar el cuadro de Dalí—. Ya sabes, tal vez robaba dinero del cepillo de la iglesia y el pictograma tenía el aspecto de Jesús en la cruz, y una cosa así. Eso lo pudo volver loco.

—En ese caso tú serías inmune, por ser ateo.

Kyle se encogió de hombros.

—Tal vez deberías hacerlo —dijo Heather. Bajó la voz—. Después de todo, si Becky…

Kyle asintió.

—Si Becky me demanda y pierdo todo lo que el mundo sabe que tengo, sería agradable tener una fuente lucrativa de ingresos.

Heather guardó silencio durante un momento, y luego añadió:

—Tengo que marcharme.

Kyle se levantó.

—Gracias por venir —dijo.

Heather sonrió débilmente y se fue.


Kyle volvió a sentarse y se puso a pensar. ¿Había algo que alguien pudiera revelarle y le impulsara al suicidio? No. No, por supuesto que no. Excepto… Se estremeció.

Sí, había una cosa que, de ser revelada, podría causar que se quitara la vida, igual que había hecho el pobre Josh Huneker hacía tantos años en mitad de ninguna parte.

La prueba de que era él, y no Becky, quien tenía recuerdos falsos de lo que había pasado realmente durante la infancia de su hija.

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