La Universidad de Toronto, que se considera a sí misma la Harvard del Norte, se fundó en 1827. Había unos cincuenta mil estudiantes. El campus principal estaba en el centro, en la intersección de University Avenue y College Street, cosa poco sorprendente. Pero aunque había un campus central tradicional, la Universidad de Toronto también se extendía hacia la ciudad propiamente dicha, abarcando St. George Street y varias calles más, todas llenas de un batiburrillo de estilos arquitectónicos del siglo diecinueve, el veinte y principios del veintiuno.
El elemento más distintivo de la universidad era la Biblioteca Robarts, llamada a menudo “Fuerte Libros” por los estudiantes, una enorme y compleja estructura de hormigón. Kyle Graves había vivido en Toronto sus cuarenta y cinco años completos. Sin embargo, hasta hacía muy poco tiempo no había visto un modelo del arquitecto del campus original y advirtió que tenía forma de pavo real de hormigón, donde la torre de libros raros de Thomas Fisher se alzaba como un cuello rematado por su pico en la parte delantera y dos alas enormes extendiéndose por detrás.
Por desgracia, no había ningún lugar en el campus desde donde se pudiera contemplar la Biblioteca Robarts para apreciar el diseño. La Universidad de Toronto tenía tres facultades teológicas asociadas: la Emmanuel, afiliada a la Iglesia Unida de Canadá; la presbiteriana Knox y la anglicana Wycliffe. Quizás el pavo real había sido diseñado para que lo viera únicamente Dios o los visitantes del espacio, como si fuera una llanura de Nazca canadiense.
Kyle y Heather se habían separado poco después del suicidio de Mary: había resultado demasiado duro para ambos, y sus frustraciones por no poder comprender lo que había sucedido se habían desbordado en multitud de formas. El apartamento en el que Kyle vivía ahora estaba a dos pasos de la estación de metro Downsview, en el centro de Toronto. Había viajado en metro hasta la estación St. George esta mañana y ahora recorría a pie el corto tramo que lo separaba de Dermis Mullin Hall, que estaba situado en el 91 de St. George Street, directamente al otro lado de la Biblioteca Robarts.
Pasó ante el Museo Bata Shoe, el museo más grande del mundo dedicado al calzado, alojado en otro milagro del diseño del siglo veintiuno: un edificio que parecía ligeramente una caja de zapatos aplastada. Un día de éstos tendría que entrar. En la distancia, a la orilla del lago, podía ver la CN Tower, que ya no era la estructura más alta del mundo, pero continuaba siendo muy elegante.
Después de unos cinco minutos, Kyle llegó a Mullin Hall, el nuevo edificio circular de cuatro plantas que albergaba al Departamento de Informática Avanzada e Inteligencia Artificial. Kyle entró a través de las puertas de cristal deslizante. Su laboratorio estaba en el tercer piso, pero subió por las escaleras en vez de utilizar el ascensor. Desde su infarto, sucedido hacía cuatro años ya, había tomado la decisión de hacer un poquito de ejercicio cada vez que pudiera. Recordaba cómo solía jadear y resoplar después de sólo dos tramos de escaleras, pero hoy culminó el recorrido sin parpadear siquiera. Recorrió el pasillo, dejando el atrio abierto a la izquierda, hasta que llegó a su laboratorio. Apretó el pulgar contra la placa escaneadora, y la puerta se abrió.
—Buenos días, doctor Graves —dijo una ruda voz masculina mientras entraba en el laboratorio.
—Buenos días, Chita.
—Tengo un nuevo chiste para usted, doctor Graves.
Kyle se quitó el sombrero y lo colgó del viejo perchero de madera: las universidades nunca tiraban nada, así que el perchero debía de datar de los años cincuenta. Puso en marcha la máquina de café, luego se sentó delante de una consola, con el panel frontal ladeado cuarenta y cinco grados. En el centro del panel había dos pequeñas lentes que se movían al unísono, como si fueran ojos.
—Verá, tenemos a un físico francés —dijo la voz de Chita, surgiendo de un altavoz situado bajo los ojos mecánicos—. El tipo está trabajando en CERN y ha diseñado un experimento para probar una nueva teoría. Conecta el acelerador de partículas y espera los resultados de la colisión que ha dispuesto. Cuando el experimento se termina, sale corriendo al pasillo, sosteniendo una copia en papel que muestra los rumbos de las partículas resultantes. Allí, se topa con otro científico. Y el otro científico le dice: «Jacques», le dice, «¿conseguiste las dos partículas que esperabas?». Y Jacques señala primero el rumbo de una partícula y luego la otra y exclama: “Mais oui! ¡Bosón de Higgs! ¡Quark!”.
Kyle se quedó mirando las dos lentes.
Chita repitió el remate:
—Mais oui! ¡Bosón de Higgs! ¡Quark!
—No lo pillo —dijo Kyle.
—Un bosón de Higgs es una partícula con carga cero y ningún espín intrínseco; un quark es un constituyente fundamental de protones y neutrones.
—Sé lo que son, por el amor de Dios. Pero no veo por qué el chiste es gracioso.
—Es un juego de palabras. Mais oui!… eso significa «sí» en francés. Mais oui! ¡Bosón de Higgs! ¡Quark! —Chita hizo una pausa—. Mary Higgins Clark —otra pausa—. Es una famosa escritora de misterio.
Kyle suspiró.
—Chita, eso es demasiado rebuscado. Para que un chiste funcione, el oyente tiene que pillarlo al momento. No sirve de nada si tienes que explicarlo.
Chita guardó silencio durante un instante.
—Oh —dijo por fin—. Le he decepcionado otra vez, ¿verdad?
—Yo no diría eso —respondió Kyle—. No exactamente.
Chita era un SIMIO, una Simulación Informática Operativa diseñada para aproximar experiencias psicológicas; imitaba a la humanidad. Kyle era desde hacía tiempo defensor del principio de la inteligencia artificial fuerte: el cerebro no era más que un ordenador orgánico, y la mente era simplemente el software que funcionaba en ese ordenador. Cuando hizo por primera vez pública esa teoría, a finales de los años noventa, había parecido razonable. Las capacidades de los ordenadores se duplicaban cada dieciocho meses; muy pronto habría ordenadores con más interconexiones y mayor capacidad de almacenamiento que el cerebro humano. Sin duda, cuando se llegara a ese punto, la mente humana podría ser duplicada en un ordenador.
El único problema era que ahora se había alcanzado ya ese punto. De hecho, la mayoría de los cálculos decían que los ordenadores habían superado al cerebro humano en la capacidad de procesamiento de información y en el grado de complejidad hacía ya cuatro o cinco años.
Y Chita seguía sin poder distinguir un chiste bueno de uno espantoso.
—Si no le decepciono —dijo la voz de Chita—, ¿entonces qué va mal?
Kyle contempló su laboratorio, sus paredes internas y externas se curvaban siguiendo los contornos del Mullin Hall, pero no había ninguna ventana; el techo era alto, y estaba cubierto de paneles de luces situados tras rejillas metálicas.
—Nada.
—No le mienta a un mentiroso —dijo Chita—. Pasó usted meses enseñándome a reconocer rostros, no importa cuál fuera su expresión. Todavía no soy muy bueno, pero distingo quién es usted con una sola mirada… y sé cómo leer sus estados de ánimo. Está preocupado por algo.
Kyle arrugó los labios, pensando si quería contestar. Todo lo que Chita hacía se debía a la pura potencia informática; Kyle no sentía ninguna obligación de contestar.
Y sin embargo…
Y sin embargo nadie más había entrado hoy en el laboratorio. Kyle no había podido dormir durante la noche después de marcharse de casa (seguía considerando que era «casa» y no «la casa de Heather»), y había llegado temprano. Todo estaba en silencio, a excepción del zumbido del equipo y las luces fluorescentes del techo, y los murmullos de Chita con su voz grave y algo nasal. Kyle tendría que ajustar la rutina vocal tarde o temprano; el intento de dotar a Chita de la aspereza natural de la respiración había conseguido una irritante imitación del habla real. Como con tantas otras cosas de los SIMIO, las diferencias entre ellos y los humanos reales eran tanto más obvias cuanto más intensos eran los intentos.
No, desde luego no tenía que responderle a Chita.
Pero tal vez quería responder. Después de todo, ¿con quién más podía discutir del tema?
—Inicia un archivo privado —dijo Kyle—. No repetirás la siguiente conversación a nadie, ni harás ninguna investigación al respecto. ¿Comprendido?
—Sí —dijo Chita. La «s» sonó sibilina, gracias al problema del vocodificador.
Un momento de silencio entre ellos. Por fin, Chita instó a Kyle.
—¿Qué era lo que quería discutir?
¿Por dónde empezar? Cristo, ni siquiera estaba seguro de por qué estaba haciendo esto. Pero no podía hablarlo con nadie más, no podía arriesgarse a que corrieran rumores. Recordaba lo que le había sucedido a Stone Bentley, de Antropología: acusado por una estudiante de acoso hacía cinco años, declarado inocente por un tribunal, incluso la estudiante se retractó de la acusación. Y sin embargo no había sido nombrado vicerrector, y todavía hoy Kyle oía los habituales comentarios entre susurros por parte de otros miembros de la facultad, o de los estudiantes. No, él no se sometería a eso.
—En realidad no es nada —dijo Kyle. Cruzó la sala y se sirvió una taza de café, que ya estaba preparado.
—No, por favor —dijo Chita—. Cuéntemelo.
Kyle consiguió ofrecerle una débil sonrisa. Sabía que Chita no sentía curiosidad real. Él mismo había programado el algoritmo que imitaba la curiosidad: cuando una persona parezca reacia a continuar, insiste.
De todas formas, necesitaba hablar con alguien al respecto. Ya tenía suficientes problemas para dormir sin este peso encima.
—Mi hija está enfadada conmigo.
—Rebecca —comentó Chita. Otro algoritmo: implica intimidad para aumentar la apertura.
—Rebecca, sí. Ella dice… dice… —se detuvo.
—¿Qué? —el tono nasal hizo que la voz de Chita sonara mucho más solícita.
—Dice que la molesté.
—¿En qué sentido?
Kyle suspiró ruidosamente. Ningún humano real tendría que formular esa pregunta. Cristo, esto era una estupidez…
—Sexualmente —dijo Kyle en voz baja.
El micrófono de la consola de Chita era muy sensible, sin duda lo había oído. Con todo, permaneció en silencio durante un instante: una afectación programada.
—Oh —dijo por fin.
Kyle pudo ver luces parpadeando en la consola; Chita estaba accediendo a la Red, investigando rápidamente el tema.
—No se lo dirás a nadie —dijo Kyle bruscamente.
—Comprendo —dijo Chita—. ¿Hizo usted eso de lo que se le acusa?
Kyle sintió la furia creciendo en su interior.
—Por supuesto que no.
—¿Puede demostrarlo?
—¿Qué clase de pregunta es esa, joder?
—Una observación —dijo Chita—. Asumo que Rebecca no tiene ninguna prueba real de su culpa.
—Por supuesto que no.
—Y presumo que usted no tiene ninguna prueba de su inocencia.
—Bueno, no.
—Entonces es su palabra contra la suya.
—Un hombre es inocente hasta que se demuestre lo contrario — dijo Kyle.
La consola de Chita reprodujo las cuatro primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Nadie se había molestado en programar todavía una risa realista (el equívoco sentido del humor de Chita apenas lo requería), y la música servía como pausa.
—Se supone que soy ingenuo, doctor Graves. Si no es usted culpable, ¿por qué iba a hacer ella esa acusación?
Kyle no tenía ninguna respuesta para eso.
Chita esperó su tiempo programado, luego lo intentó otra vez:
—Si no es usted culpable, ¿por qué…?
—Cállate —dijo Kyle.