Capítulo 16

La tarde siguiente, Heather regresó al laboratorio de Paul Komensky. El pequeño robot seguía trabajando, pero había consumido la mayor parte de la tercera y última capa inferior.

—Sólo serán unos cuantos minutos más —dijo Paul, acercándose a saludarla.

Heather pensó en algo que había oído alguna vez: no había que fiarse de los cálculos de los ingenieros en cuestión de tiempos.

Como si sintiera la necesidad de demostrar que no estaba tan lejos, Paul indicó dos cajas grandes que estaban ya llenas de pequeñas placas rectangulares de sustratos pintados.

Heather se acercó a las cajas y cogió las dos primeras placas. Las unió. Encajaban bien.

El robot emitió un trino electrónico. Heather se dio la vuelta. Le estaba bloqueando el camino. Se quitó de enmedio, y el robot se acercó a la segunda caja, dejó caer una placa, y luego emitió una serie distinta de pitiditos y se detuvo.

—Terminado —dijo Paul.

Heather cogió una de las cajas. Debía pesar unos veinte kilos.

—Necesitarás ayuda para llevarte eso a tu despacho —dijo Paul.

Desde luego, Heather habría agradecido que le echaran una mano, pero se impuso. O, pensó más sinceramente, ya tenía más obligaciones de las necesarias. Había disfrutado de la compañía de Paul ayer, pero le pareció un error después… y ahora era casi la hora de cenar; sabía que las cosas no terminarían ayudándola simplemente a cruzar el campus.

—No, no hará falta —dijo ella.

Heather pensó que Paul parecía decepcionado, pero sin duda podía leer las señales: no se sobrevive en un entorno universitario si no sabes hacerlo, descontando a aquel tipo de Antropología. Bentley, Bailey, como se llamara.

Pero entonces Heather se volvió hacia las otras dos cajas. Se mataría intentando llevarlas a Sid Smith con este calor. Desde luego, le vendría bien un poco de ayuda.

—Por otro lado… —dijo.

Paul sonrió.

—Claro —dijo Heather—. Claro, me vendrá bien un poco de ayuda.

Paul alzó un dedo, indicando que volvería en un minuto. Salió del laboratorio y regresó poco después, empujando dos carretillas, una con cada mano. Era un poco difícil: parecían querer ir en direcciones separadas. Heather se acercó a él. Sus manos se tocaron brevemente cuando ella cogió los asideros de una.

—Gracias.

Paul sonrió.

—Es un placer.

Hizo girar su carretilla delante, metió la palanca bajo una de las cajas, y luego echó atrás la herramienta para que la caja entera descansara contra el entramado de metal rojo. Heather duplicó el procedimiento con su carretilla y la segunda caja.

Paul volvió a alzar un dedo.

—Necesitarás un suministro de tornillos y sujetadores si quieres convertir los cuadrados en cubos.

Cogió una tercera caja (al parecer la tenía ya preparada) y la colocó encima de la que llevaba en la carretilla.

—También hay un par de agarraderas de cristal ahí dentro — abrió la caja y sacó una. Era una herramienta de succión con un asa negra—. ¿Las has visto antes? Se usan para manejar hojas de cristal, pero pueden resultarte útiles para manipular tus placas grandes cuando las hayas montado.

—Gracias —repitió Heather.

—Naturalmente, sabes que un teseracto auténtico sólo tiene veinticuatro caras.

¿Qué? —dijo Heather. No podía haber metido la pata de una forma tan fundamental—. Pero Kyle dijo…

—Oh, cuando está desplegado, parece tener cuarenta y ocho caras, pero cuando se pliega, cada una de las caras toca otra, dejando solo veinticuatro. La del fondo se pliega para tocar la de arriba, los cubos laterales se pliegan hacia adentro, y así sucesivamente. Aunque no se puede decir que haya forma de plegarlo, por supuesto —hizo una pausa—. ¿Nos vamos?

Heather asintió, y se pusieron en marcha, empujando las carretillas.

Naturiamente, una vez que llegaran al despacho de ella, podría darle las gracias y dejarlo marchar, pero…

¡Pero dos mil ochocientas placas! Tardaría una eternidad en montarlas ella sola.

Paul podría estar dispuesto a ayudar, y…

No. No. No podía pedírselo, no podía pasar más tiempo con él. Primero había que resolver las cosas con Kyle.

Pero…

¿Pero cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría saberlo con seguridad? ¿Y si no lo supiera, se tensaría siempre cada vez que la mano de Kyle tocara su cuerpo?

Miró a Paul mientras subían por St. George.

Sus manos sujetaban las agarraderas cubiertas de goma. Manos bonitas, manos fuertes. Dedos largos.

—Sabes —dijo Heather, vacilante—, si no tuvieras nada que hacer, seguro que me vendría bien una mano para montar todas esas placas.

Él la miró y sonrió. Era en efecto una bonita sonrisa.

—Claro —dijo—. Me encantaría.


Paul y Heather consiguieron cruzar el campus con las cajas, después de detenerse a descansar un par de veces en los bancos del parque por el camino. Subieron la rampa para minusválidos hasta la entrada de Sidney Smith Hall. Había un estudiante melenudo delante de ellos, vestido con una camisa de cuero Varsity Blues con el nombre «Kolmex» en la espalda. Heather pensó que el estatus de aquel tipo como jugador de fútbol debía haber sido muy importante para su auto-imagen y por eso llevaba una chaqueta de cuero en mitad de agosto. Esperaba que al menos le mantuviera la puerta abierta, pero la dejó cerrar de golpe tras él, con un castañeo de cristales. Paul alzó las cejas, compartiendo una expresión con Heather, de un profesor a otro… la medida de los chicos de hoy. Luego manipuló su carretilla para poder liberar una mano lo suficiente para abrir la puerta.

Por fin, los dos llegaron al despacho.

—Ah —dijo Paul, mirando alrededor mientras entraban—. Compartes un despacho.

Heather asintió; incluso las universidades tenían sus órdenes.

—Sólo soy profesora asociada —dijo—. Tomé varios años libres para criar a mis hijas… supongo que tengo que ponerme al día. Mi compañero de despacho, Omar, está de vacaciones durante el verano.

Heather utilizó el pie para sacar la caja de la plataforma de la carretilla, y luego se desplomó en una silla para recuperar el aliento. Sacudió levemente la cabeza y contempló la habitación. Tendrían que retirar la mesa de Omar (oh, qué alegría) pero si la colocaban contra aquella estantería, habría suficiente espacio en el suelo para empezar a montar el rompecabezas extraterrestre.

Paul descansaba también, utilizando la silla de Omar. Sin embargo, después de un par de minutos, los dos se levantaron y movieron la mesa. Luego ella cogió una copia en papel del plan de programa del DAC para el primer panel, abrió la primera caja de placas, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Paul se sentó a un metro de distancia. Ella podía oler un poco a su sudor; había pasado mucho tiempo desde la última vez que olió el sudor de un hombre.

Empezaron a colocar las placas. Resultó gratificante ver cómo las pautas aparentemente aleatorias se conectaban unas con otras en los límites de las placas.

Mientras trabajaba, Heather pensaba en la clase de pegamento que Paul había dicho que empleaba en los bordes de las placas: lengua y saliva. Se le ocurrieron varios buenos chistes, pero se los guardó.


A eso de las ocho y media, Paul y Heather pidieron una pizza y cocacolas; para deleite de Heather, pudieron ponerse de acuerdo en los ingredientes de la pizza en cuestión de instantes: con Kyle siempre era cuestión de arduas negociaciones.

Paul ofreció su tarjeta SmartCash cuando apareció el repartidor, pero Heather insistió en que era él quien le estaba haciendo el favor, y por eso pagó. Le agradó que Paul claudicara con elegancia.

Dieron las diez antes de que terminaran de montar las cuarenta y ocho grandes placas. Cada una medía unos setenta centímetros de lado. Tras completarlas, habían apoyado cada una de ellas contra el borde de la mesa de Omar.

Ahora era cuestión de construir la maldita cosa. Usando los clips y abrazaderas que Paul había traído, conectaron los lados. Al final, montaron los ocho cubos.

En general, las marcas de pintura (que brillaban ligeramente, como si fueran de mica) seguían sin formar ninguna pauta reconocible, pero fluían sobre la superficie de las cajas de forma intrincada, recordando a circuitos impresos.

Usando el diagrama DAC como guía, continuaron montando los cubos en un conjunto mayor. No pudieron levantarlo (el techo no era lo suficientemente alto), así que lo colocaron en horizontal, con el eje de cuatro cubos paralelo al suelo:

La estructura descansaba sobre un cubo; apoyaron el lado del eje que sobresalía más sobre una pila de libros de textos. La estructura terminada se alzaba casi hasta el techo.

Cuando acabaron, Heather y Paul se sentaron a mirarla. ¿Era una obra de arte? ¿Un altar? ¿U otra cosa? Ciertamente, resultaba provocador que tuviera forma de cruficijo (incluso ahora, de lado, la imagen era inevitable), ¿pero cómo podían compartir los extraterrestres ese simbolismo? Aunque uno estuviera dispuesto a conceder que un Dios putativo pudiera haber tenido hijos mortales putativos en otros mundos, sin duda nadie más habría inventado la cruz como método de ejecución: después de todo, se adaptaba a la anatomía humana. No, no, el parecido tenía que ser una coincidencia.

Todo el artilugio parecía destartalado. De hecho, más que nada, le recordaba a Heather algo que le había sucedido en la guardería. Su clase acudió en 1979 a ver el primer aterrizaje de un Concorde en lo que entonces se llamaba Aeropuerto Internacional de Toronto. Después de regresar, para que los niños jugaran, un amable conserje hizo una figura de Concorde a partir de un cubo de basura y varias placas de aluminio. Este aparato era tan frágil como aquel.

Paul sacudió la cabeza, asombrado.

—¿Qué crees que es?

Heather se encogió de hombros.

—No tengo ni la menor idea.

Miró su reloj, y Paul miró el suyo.

Caminaron juntos hasta la estación de metro. Heather tenía que ir hasta Yonge, al este; Paul, que vivía en un condominio en Harbourfront, tenía que ir al sur, hasta Union. La acompañó hasta el andén, sólo para asegurarse de que Heather subía a su tren. La estación St. George seguía decorada con losas verde pálido, no muy diferentes a las placas que habían montado esa noche. Los túneles eran bastante rectos aquí; Heather pudo ver el tren que se acercaba.

—Gracias, Paul —dijo, sonriendo débilmente—. De verdad que aprecio tu ayuda.

Paul le tocó el brazo ligeramente; eso fue todo. Heather se preguntó qué habría hecho si él hubiera intentado besarla.

Y entonces su tren llegó a la estación, y ella regresó a una casa vacía.


Heather se pasó toda la noche dando vueltas, soñando alternativamente con el extraño artefacto extraterrestre y con Paul.

La mayor parte del trayecto hasta el trabajo era subterráneo, pero en dos tramos a lo largo del Yonge el metro se convertía en un tren normal y asomaba a la luz del día. En esos dos puntos (alrededor de las estaciones de Davisville y Rosedale), la luz del sol pareció dolorosamente intensa a los ojos privados de sueño de Heather.

Por fortuna, cuando por fin llegó a su despacho, las cortinas estaban todavía echadas. No podía trabajar bien con los ocho cubos del artefacto dominando la habitación. Pero se sentó en silencio en la oscuridad, sorbiendo una taza de café que había comprado en la cafetería del vestíbulo, esperando a que la cabeza dejara de martillearle.

Cosa que hizo por fin. Ella esperaba que una noche de sueño pudiera sugerir algún tipo de respuesta al rompecabezas representado por lo que habían construido, pero no se le había ocurrido nada. Y ahora, al observar aquella cosa, se sentía como una tonta… ¡qué locura había sido! Se alegraba de que Omar (y todos los demás) estuvieran de vacaciones.

Heather tomó otro sorbo de café y decidió que estaba preparada para enfrentarse con el día. Se levantó, se acercó a la ventana y descorrió las ajadas cortinas. La luz del sol entró a raudales.

Se sentó de nuevo, acunándose la cabeza con las manos, y…

¿Qué demonios?

Las marcas pintadas en los paneles centelleaban a la luz del sol. Eran una película cristalina, cosa que quizá no debería ser tan sorprendente, pero…

… parecían bailar, titilar.

Se levantó y cruzó la habitación para observarlas con más atención, y…

… y tropezó con un montón de impresos que había dejado en el suelo. Resbaló hacia adelante, y chocó contra la estructura que había construido.

Debería haberla reducido a pedazos. No sólo los grandes paneles cuadrados, sino también las múltiples conexiones entre los millares de plaquitas.

Tendría que haber hecho eso… pero no fue así.

La estructura aguantó. De hecho, Heather estuvo a punto de romperse el brazo cuando chocó con ella.

Algo sujetaba los paneles. De cerca, pudo ver que las marcas cuadradas individuales de las plaquitas destellaban por separado, refractando la luz como la superficie de una pompa de jabón.

Ayer la estructura era frágil, inestable, sujeta por agarraderas, sostenida por un montón de libros.

Pero hoy…

Se dirigió al otro lado de la estructura, para examinarla. Luego le dio un buen golpe con los nudillos. Era sólida, pero no completamente inmóvil; la unidad se desplazó un poco. Su caída había apretado una cara contra la pared. Heather usó el pie para tirar la pila de libros que sostenían ese extremo; los volúmenes cayeron en cascada al suelo.

Pero el cubo permaneció de pie, sólido. En vez de desplomarse por su propio peso, la fila de cubos seguía erguida en el espacio.

Tal vez la pintura actuaba como una especie de cemento cuando tenía tiempo para secarse. Tal vez…

Contempló la habitación, vio la luz que se filtraba por la ventana, vio su propia sombra en la pared del fondo.

¿Podría funcionar con energía solar?

Luz solar. La única fuente de energía a la que podrían tener acceso en cualquier lugar del universo. No todos los mundos contenían elementos pesados, como el uranio, y seguro que no todos tenían yacimientos de combustible fósil. Pero todos los planetas de la galaxia orbitaban alrededor de una o más estrellas.

Se puso en pie, corrió las cortinas.

El objeto permaneció rígido. Heather suspiró; naturalmente, no podía ser tan simple. Se sentó de nuevo ante su mesa, pensando.

Hubo un crujido al otro lado de la habitación. Ante sus ojos, ella vio cómo el artefacto empezaba a desmoronarse. Se puso en pie de un salto, cruzó la habitación y trató de coger el último cubo antes de que se soltara, mientras los dos paneles laterales y el fondo y la parte delantera se deshacían.

Intentó sostener el resto de la estructura con una mano mientras reconstruía frenéticamente su muralla de libros con la otra. Una vez tuvo el objeto asegurado, corrió a la ventana y volvió a abrir la cortina.

Obviamente, aquella cosa tenía una extraña capacidad para almacenar energía. Eso sólo tenía sentido en un aparato impulsado por energía solar: no podría desmoronarse cada vez que alguien le hiciera sombra.

Pues muy bien.

Lo primero era asegurarse de que el artefacto recibía energía permanentemente; dentro de un par de horas ya no entraría el sol por aquella ventana. Pensó en sacarla al exterior, pero eso sólo resolvería el problema hasta la noche. Estaba claro que las luces fluorescentes del despacho no proporcionaron iluminación suficiente para dotar de energía al aparato ayer, pero podría traer focos de alta potencia del Departamento de Teatro, o tal vez de Botánica.

Sintió cómo la adrenalina se apoderaba de ella. Todavía no tenía ni idea de lo que había descubierto, pero claramente había hecho más progresos con los mensajes extraterrestres que ninguna otra persona.

Consideró durante un momento en conectar con la página web del Centro de Señales Alienígenas e informar de lo que había descubierto. Eso sería suficiente para asegurar su prioridad. Pero también significaría que en los próximos días, cientos de investigadores duplicarían lo que ella ya había hecho… y uno de ellos podría dar el próximo paso y descubrir para qué servía aquella maldita cosa. Tenía una docena de años de carrera con los que ponerse al día; descubrir el propósito del artilugio podría ser suficiente para compensar todo el tiempo perdido…

Fue a buscar los focos.

Y luego se puso a trabajar.

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