Después de que Kyle se marchara a casa, Heather permaneció sentada en el salón a oscuras, pensando. Hacía tiempo que tendría que haberse metido ya en la cama: mañana tenía una reunión a las nueve.
Maldición, tal vez el imsomnio de Kyle era contagioso. Estaba agotada, pero demasiado nerviosa para dormir.
Le había dicho algo a Kyle, palabras murmuradas sin pensar, y ahora estaba intentando decidir si las creía o no.
Pero esas cosas: una guerra, la explosión de un coche, incluso la muerte de un hijo, son cosas comunes. No son impensables: de hecho, no hay un solo padre vivo que no tema que le ocurra algo a uno de sus hijos.
Pero no era un «algo» indefinido lo que le había sucedido a Mary. No, Mary se había quitado la vida, cortándose las venas. Heather no se lo esperaba, ni se lo temía. Había sido tan sorprendente para ella como… como… bueno, como lo que supuestamente había visto Eileen Franklin, la violación y el asesinato de su amiga de la infancia a manos de su propio padre.
Pero Heather no había aislado los recuerdos de lo que le había sucedido a Mary.
Porque…
Porque, tal vez, el suicido no era impensable.
No se trataba, naturalmente, de que Heather hubiera pensado nunca en quitarse la vida… no en serio, al menos.
No, no, no era eso. Pero el suicidio había tocado su vida una vez ya, en el pasado.
No solía pensar en ello.
De hecho, no había pensado en ello durante años.
¿Habían sido reprimidos los recuerdos? ¿Los había sacado a la luz la tensión reciente?
No. Seguro que no. Seguro que podría haberlo recordado todo en cualquier momento y había decidido no hacerlo.
Heather tenía dieciocho años, recién salida del instituto, y salía de la pequeña ciudad de Vegreville, Alberta, por primera vez, para cruzar medio continente hasta el gigantesco y metropolitano Toronto. Había probado muchas cosas nuevas aquel primer año salvaje. Y había emprendido un curso de iniciación a la astronomía: siempre le habían encantado las estrellas, aquellas puntas de cristal sobre la llana pradera del cielo.
Heather se enamoró como una tonta del ayudante del profesor, Josh Huneker. Josh era seis años mayor, estudiante postgraduado, delgado, con delicadas manos de cirujano, tristes ojos azul claro, y los modales más amables y educados que había conocido jamás.
Naturalmente, no fue amor… no realmente. Pero eso pareció entonces. Ella quería ser amada, estar con un hombre, experimentar, hacer acopio de experiencias.
Josh pareció… no indiferente, pero sí tal vez ambivalente hacia las claras atenciones de Heather. Se conocieron al principio del año académico, en septiembre. El día de Acción de Gracias canadiense, cinco semanas más tarde, ya eran amantes.
Y eso fue todo lo que ella pudo esperar. Josh era sensible y simpático y amable, y después, conversaba con ella durante horas: sobre la humanidad, sobre ecología, sobre las ballenas, sobre las selvas tropicales, y sobre el futuro.
Salieron intermitentemente durante gran parte de aquel curso. Sin compromisos: Josh no parecía querer ninguno, y, la verdad fuera dicha, tampoco Heather. Pretendía ensanchar sus experiencias, no sentar la cabeza.
En febrero, Josh tuvo que marcharse. El Consejo de Investigación Nacional de Canadá instaló un radiotelescopio de cuarenta y seis metros en el Lago Traverse, en Parque Algonquino, una enorme zona de bosque salvaje y placas precámbricas en el norte de Ontario. Josh tenía que pasar una semana allí, ayudando a controlar el equipo.
Y se marchó. Pero el otro astrónomo que lo acompañaba enfermó de apendicitis. Una ambulancia aérea lo llevó desde el edificio del telescopio hasta un hospital en Hunstville.
Josh se quedó, pero entonces las tormentas de nieve impidieron que nadie fuera a reunirse con él. Se quedó solo con el telescopio gigante durante una semana, cubierto de nieve.
No tendría que haber habido ningún problema; había suficiente comida y agua para atender a dos personas durante toda la estancia prevista. Pero cuando las carreteras finalmente se despejaron y alguien pudo llegar al observatorio desde Toronto, encontraron muerto a Josh.
Se había suicidado.
Heather no tenía ninguna relación especial con él; la policía nunca se lo notificó directamente. Se enteró por un artículo en The Toronto Star.
Decía que se había suicidado después de discutir con su amante.
Heather sabía que Josh tenía un compañero de habitación. Había visto a Barry (estudiante de filosofía con la barba muy bien recortada) varias veces.
Pero no se había dado cuenta de lo íntimos que eran Josh y Barry, ni de hasta qué punto ella había sido… bueno, si no un peón, sí un factor que complicaba la problemática relación que tenían.
No, no solía pensar a menudo en eso.
Pero sin duda había hecho mella. Tal vez se sorprendió menos que la mayoría de las madres cuando resultó que su hija tenía demonios ocultos y asuntos por resolver… cuando su propia hija se quitó la vida.
Y si no hubiera sido un shock grande e impensable, entonces no podría haber reprimido los recuerdos de la muerte de Mary… no importaba cuánto hubiera querido hacerlo.
A varios kilómetros de distancia, Kyle estaba acostado en su cama, en su apartamento de una sola habitación, tratando de dormir.
Recuerdos falsos.
O recuerdos reprimidos.
¿Había algo en su vida que hubiera sido tan traumático, tan doloroso que, si pudiera, lo hubiera borrado de su memoria?
Por supuesto que sí.
La acusación de Becky.
El suicidio de Mary.
Las dos peores cosas que le habían sucedido jamás.
Sí, si la represión fuera posible, sin duda reprimiría esos recuerdos.
A menos que… a menos que, como decía Heather, ni siquiera fueran lo suficientemente impensables para disparar el mecanismo de represión.
Se devanó los sesos, tratando de recordar otros ejemplos de cosas que podría haber reprimido. Era consciente de lo imposible que era esa tarea: tratar de recordar cosas que no se permitiría recordar.
Pero entonces lo recordó, algo de su infancia. Algo en lo que nunca había pensado. Algo que le había costado su fe en Dios.
Kyle había sido educado en la Iglesia Unida de Canadá, una cómoda denominación protestante. Pero se había ido apartando a medida que pasaban los años y hoy acudía a la iglesia sólo cuando lo requerían las bodas o los funerales. Oh, en momentos de silenciosa reflexión, pensaba que debía haber algún tipo de Creador, pero desde aquel día, cuando tenía quince años, había sido incapaz de creer en el Dios benévolo que su iglesia predicaba.
Los padres de Kyle habían salido esa noche, y él decidió permanecer despierto todo el tiempo posible. No podía jugar con el mando a distancia cuando su padre estaba en casa, pero ahora cambiaba de canales como un loco, esperando que apareciera algo excitante en la televisión de madrugada. Sin embargo, cuando se topó con un documental sobre naturaleza, se detuvo. Nunca se sabía cuándo podía aparecer una nativa africana con las tetas al aire.
Vio a una leona acechando a una manada de cebras junto a un abrevadero. La piel castaña de la leona era casi invisible entre los altos tallos amarillos. Había centenares de cebras, pero a la leona sólo le interesaban los animales de la orilla. El narrador hablaba en voz baja, como el comentarista de los programas de golf de su padre, como si las palabras añadidas tanto tiempo después de que aquellas escenas hubieran sido rodadas pudiera de algún modo perturbar el desarrollo.
—La leona busca una cría —dijo—. Quiere escoger un miembro débil de la manada.
Kyle se enderezó en su asiento; esto era mucho más vivido que los viejos episodios de Reino Salvaje que había visto antes.
La leona continuó acechando. Los ruidos de fondo consistían en los cascos de las cebras golpeando la tierra reseca, el rumor de la hierba, la llamada de los pájaros, y el zumbido de los insectos. Las sombras eran cortas, aferradas a las patas de los animales como bebés tímidos agarrados a sus padres.
De repente la leona se abalanzó hacia adelante, los músculos de las patas bombeando, la boca abierta de par en par. Saltó sobre la panza de una cebra, clavando en ella profundamente los dientes. Las otras cebras empezaron a huir al galope, dejando nubes de polvo en su estela, haciendo resonar sus cascos como un trueno. Los pájaros echaron a volar, piando con todas sus fuerzas.
El animal atacado tenía ahora franjas rojas entre las otras franjas blancas y negras. Cayó de rodillas, impulsado por el impacto de la leona. La sangre se mezcló con el suelo húmedo, formando lodo de color marrón. La leona estaba hambrienta, y volvió a morder con ansia la carne de la cebra, arrancando un trozo de músculo y tendones. Mientras tanto, la cabeza de la cebra seguía moviéndose, y sus párpados se abrían y se cerraban.
El pobre bicho está vivo, pensó Kyle. Se está desangrando por toda la sabana, está a punto de ser devorado, y sigue vivo.
Una cebra. Género Equus, decían en clase de ciencias. Igual que un caballo.
Kyle había cabalgado un poco en el campamento de verano. Sabía lo inteligentes que eran los caballos, lo sensibles que eran, lo comprensivos que eran. Una cebra no podía ser muy distinta. El animal tenía que estar sufriendo una verdadera agonía, tenía que sentir pánico, tenía que estar aterrorizado.
Y entonces lo comprendió. Con quince años, sintió que le caía encima como si fuera una tonelada de ladrillos.
No era sólo esta cebra, naturalmente. Eran casi todas las cebras… y las gacelas de Thomson, y los ñúes y las jirafas.
Y no era sólo África.
Eran casi todos los animales de presa del mundo.
Los animales no se morían de viejos. No expiaban tranquilamente después de haber vivido largas y agradables vidas. No morían por sí solos.
No.
Eran despedazados, a menudo miembro a miembro, con enormes hemorragias, normalmente todavía conscientes, todavía sintiendo.
La muerte era un acto vicioso y horrible, casi sin excepción.
El abuelo de Kyle había muerto el año anterior. Kyle nunca había pensado en llegar a viejo, pero de repente la letanía de términos que sus padres murmuraron durante la enfermedad del abuelo regresó.
Enfermedad cardíaca.
Osteoporosis.
Cáncer de próstata.
Cataratas.
Senilidad.
A lo largo de la historia, la mayor parte de la gente había sufrido muertes horribles también. Los humanos normalmente no vivían lo suficiente para experimentar la vejez; la evolución, que según había estudiado en el colegio había afinado tanto la fisiología humana, simplemente no había tenido oportunidad de encargarse de estos problemas porque casi nadie en las generaciones anteriores había vivido lo suficiente para experimentarlos.
La cebra devorada por la leona.
La rata tragada entera por la serpiente.
El insecto paralizado que sentía cómo era comido vivo desde dentro por las larvas implantadas.
Todos ellos seguramente conscientes de lo que les estaba sucediendo.
Todos ellos torturados.
Ninguna muerte rápida.
Ninguna muerte piadosa.
Kyle soltó el mando a distancia después de eso, desaparecido su interés en pillar algún pecho desnudo. Se fue a la cama, pero permaneció despierto durante horas.
A partir de esa noche, cada vez que intentaba pensar en Dios, se encontraba pensando en la cebra, en su sangre manchando el abrevadero.
Y hasta hoy mismo, por mucho que lo intentara, había sido incapaz de reprimir ese recuerdo.
Heather seguía sin poder dormir. Se levantó del sofá, se dirigió al armario del dormitorio y encontró unos viejos álbumes de fotos. Desde hacía unos diez años, sólo sacaba fotos electrónicas, sin película, pero todos sus primeros recuerdos estaban almacenados en papel.
Se sentó de nuevo en el sofá, dejando una pierna debajo de su trasero. Abrió uno de los álbumes, lo extendió sobre su regazo.
Las fotos eran de hacía unos quince años, el cambio de siglo. La vieja casa de Merton. Dios, cómo echaba de menos aquel lugar.
Pasó una página. Las fotos estaban guardadas bajo acetato, sujetas por un poco de adhesivo en el dorso.
La fiesta del quinto cumpleaños de Becky, la última que celebraron en la casa de Merton. Globos pegados a la pared por la electricidad estática. Jasmine y Brandi, las amigas de Becky (¡qué nombres tan sofisticados para unas niñas tan pequeñas!), jugando a colgar la cola del burro.
Naturalmente, esa fue la fiesta a la que la hermana de Heather, Doreen, no pudo asistir: Becky estaba descorazonada porque su tía no había venido. Heather seguía enfadada por eso; se partía la espalda en las fiestas de cumpleaños de los hijos de Doreen, horneando pasteles, recogiendo regalos, y más. Pero Doreen estaba demasiado ocupada, y se descolgó porque le había salido una oferta mejor…
Pasó de nuevo la página y… Vaya, qué casualidad. Más fotos de la fiesta.
Y allí estaba Doreen. Había aparecido después de todo. Heather retiró la hojilla de acetato, que hizo un sonido de succión mientras la retiraba del dorso adhesivo. Cogió entonces la foto y leyó el texto escrito detrás: “5º Cumple de Becky”. Y por si hubiera alguna duda, estaba la foto impresa en el revelado, dos días después del auténtico cumpleaños de Rebecca.
Había estado enfadada con Doreen durante más de una década y media por esto. Doreen debió decir al principio que no iba a venir, pero acabó apareciendo en el último minuto. Heather había recordado la primera parte, pero se había olvidado por completo de la segunda.
Pero allí estaba la fotografía: Doreen agachada junto a Becky.
Las fotos no mienten.
Heather suspiró.
La memoria era un proceso imperfecto. Naturalmente, las fotos la ayudaban a recordar cosas. Pero también le decían cosas que nunca había sabido, o había olvidado por completo.
Y sin embargo, ¿cuántos carretes de película había disparado en su vida? Tal vez unos doscientos… lo que significaba que repartidas en álbumes de fotos y cajas de zapatos había unos cuantos miles de instantáneas de su vida. Naturalmente habría algunos videos caseros también, y las fotos electrónicas que había guardado en disquette.
Y había diarios, y copias de antigua correspondencia.
Y pequeños recuerdos y souvenirs que traían a la memoria acontecimientos pasados.
Pero eso era todo. El resto estaba almacenado en ninguna parte más que en su cerebro falible.
Cerró el álbum. La palabra “Recuerdos” estaba estampada en oro sobre su cubierta de vinilo beige, pero el oro se estaba gastando.
Contempló la habitación, pasillo abajo.
Su ordenador estaba allí; cuando todavía vivía aquí, el de Kyle estaba en el sótano.
Practicaban informática segura. Todas las mañanas, cuando ella iba al trabajo, llevaba en el bolso un disco de memoria que contenía una copia de la unidad óptica de Kyle de la noche anterior. La unidad era en sí misma casi a prueba de choques, pero almacenar las cosas en otro lugar era la única seguridad real contra la pérdida por incendio o robo. Kyle, igualmente, siempre se llevaba un disco de memoria con las copias de seguridad del trabajo de Heather a su laboratorio.
¿Pero qué había de valor real en sus ordenadores caseros? Registros financieros, que podían reconstruirse enteros con un poco de esfuerzo. Correspondencia, en su mayoría completamente efímera. Calificaciones de estudiantes y otras cosas relacionadas con el trabajo, que podían ser rehechas si hacía falta.
Pero de los acontecimientos más importantes de sus vidas no había ninguna copia de seguridad, ningún archivo.
Su mirada se posó en la columna musical. Encima había varias fotos enmarcadas: ella, Kyle, Becky, y, sí, Mary.
¿Qué había sucedido realmente?
Si tan sólo hubiera un archivo de nuestras memorias, un archivo infalible de todo lo que había sucedido.
Pruebas irrefutables, de un modo u otro.
Cerró los ojos.
Si lo hubiera.