Capítulo 9

Kyle tenía delante una enorme demostración: era vitalmente importante para continuar disponiendo de fondos para su proyecto de investigación. Tendría que haber estado trabajando en eso… pero no lo hacía. En cambio, como siempre estos últimos días, estaba preocupado por la acusación de Becky.

Hasta ahora, además de Heather y Zack, no había hablado del tema con nadie, excepto con Chita. La única persona en la que confiaba no era una persona: lo mismo daba que se hubiera quitado un peso de encima con la máquina de café.

Kyle necesitaba hablar de eso con alguien que fuera realmente humano. Pensó durante mucho tiempo en quién podía confiar. Nadie del Departamento de Ciencias Informáticas valdría; quería dejarlo al margen, a excepción de sus charlas codificadas con Chita. En los meses futuros, su laboratorio podría ser el único refugio que conociera.

Mullin Hall estaba justo al lado del Centro Newman, que albergaba la capilla católica de la Universidad de Toronto. Kyle pensó en hablar con el capellán, pero eso tampoco valdría. La pauta era completamente distinta, pero las sotanas eran blancas y negras. Como la piel de las cebras.

Y entonces se le ocurrió.

La persona perfecta.

Kyle no lo conocía bien, pero habían formado parte de tres o cuatro comités juntos a lo largo de los años, y de vez en cuando habían almorzado juntos, al menos como parte del mismo grupo, en el Club de la Facultad.

Kyle cogió el teléfono de su despacho y pronunció el nombre que quería.

—Directorio interno: Bentley, Stone.

El teléfono trinó, y entonces una voz suave dijo:

—¿Sí?

—¿Stone? Soy Kyle Graves.

—¿Quién? Oh… Kyle, sí. Hola.

—Stone, me pregunto si estarías libre para tomar un par de copas esta noche.

—Uh, claro, desde luego. ¿El Club de la Facultad?

—No, no. En algún lugar fuera del campus.

—¿Qué tal El Abrevadero, en College Street? —dijo Stone—. ¿Lo conoces?

—He pasado alguna vez por delante.

—¿Vendrás desde Mullin?

—Eso es.

—Pásate por mi despacho a las cinco. Persaud Hall, habitación doscientos veintidós… como el viejo programa de televisión. Está de camino.

—Allí estaré.

Kyle colgó, preguntándose qué le diría exactamente a Stone.


Heather entró en su despacho de la Universidad de Toronto. No era muy grande, pero al menos las universidades nunca habían llegado a adoptar los cubículos para sus despachos. Normalmente, compartía el despacho con Omar Amir, otro profesor asociado de psicología, pero él se pasaba los meses de julio y agosto en la casita que su familia tenía en las Kawarthas. Así que, durante el verano al menos, tenía intimidad total pera pensar y trabajar. De hecho, aunque algunos de los despachos más recientes tenían cristales esmerilados del suelo al techo y puertas frágiles, el de Heather y Omar era un viejo santuario, con una sólida puerta de madera que gemía sobre sus goznes, y una ventana que daba al este, sobre un patio de asfalto entre Sid Smith y St. George Street. También tenía cortinas; antes probablemente de un vivo color corinto, ahora de un marrón pálido. Por la mañana, tenían que echarlas para protegerse del sol.

El mensaje de radio alienígena de ayer aparecía aún en su monitor. Como el intervalo entre los comienzos de los mensajes sucesivos era de treinta horas y cincuenta y un minutos, cada mensaje empezaba casi ocho horas más tarde en el día que el anterior. El más reciente se había recibido a las 4:54 de la madrugada del miércoles, horario oriental; se esperaba que el de hoy empezara a las 11:45 de la mañana. Los mensajes eran recogidos por radiotelescopios de diferentes naciones, dependiendo de qué parte de la Tierra estuviera apuntando a Alfa Centauri en el momento adecuado, pero todos eran enviados a la Red en cuanto se recibían. Un receptor orbital adicional apuntaba siempre a Alfa Centauri.

Heather seguía esperando que llegara el día en que observara el último mensaje y todo tuviera sentido. Echaba de menos la simpleza de los primeros once mensajes: claras representaciones del teorema de Pitágoras y fórmulas químicas y sistemas planetarios. Aunque tenía que admitir que incluso eso planteaba algún enigma: los productos químicos especificados en las fórmulas habían sido sintetizados en la Tierra, pero no, nadie había averiguado para qué eran.

Heather se sirvió un tazón de café y se sentó a mirar el mensaje de ayer.

Como siempre, el mensaje aparecía como dos matrices rectangulares. Cada mensaje era enviado como una cadena de cienmil dígitos binarios, a lo largo de un periodo de dos o tres horas. El número total de dígitos de cada mensaje era siempre el producto de dos números primos, lo que significaba que los dígitos podían ordenarse de dos maneras posibles. Según el encabezamiento del Centro de Señales Alienígenas de Karachi, Pakistán, este mensaje tenía una extensión de 108.197 dígitos. Ese número era el producto de los números primos 257 y 421, lo que significaba que los dígitos podían colocarse como 257 filas de 421 columnas o como 421 filas de 257 columnas. A veces una imagen parecía más intuitivamente correcta que otra: en una aparecían círculos o cuadrados, mientras que las decodificaciones alternativas eran simplemente un desbarajuste. Pero como nadie había determinado todavía qué era o que representaban los mensajes, nadie podía estar seguro de cuál era la interpretación correcta.

Cuando los mensajes empezaron a llegar en 2007, millones de personas se lanzaron a examinar cada uno de ellos. Pero a medida que fueron pasando los años, los números se redujeron. Aunque había un salvapantallas popular que descargaba los mensajes diarios y ampliaba varias porciones, Heather sabía que ahora había menos de trescientos investigadores analizando activamente cada nuevo mensaje.

La versión que parecía más adecuada del mensaje de hoy mostraba tres rectángulos y dos círculos en lo que, por lo demás, parecía una mar aleatorio de cuadrados blancos y negros: los cuadrados negros representaban los bits cero y los blancos representaban los unos. Heather lo observó, frustrada. Estaba segura de que tenía haber pasado por alto algo muy simple. En algún lugar en los cientos de millones de datos recibidos ya desde Alfa Centauri tenía que haber una piedra de Rosetta… una clave que haría que todos los demás mensajes tuvieran sentido.

Había visiones contrapuestas: un investigador de Portugal llevaba tiempo argumentando que la clave vendría en el último mensaje, no en los iniciales; de esa forma, los alienígenas descartarían automáticamente a todas las razas que carecieran de la paciencia necesaria requerida para establecer comunicación interestelar. Y otros opinaban que los remitentes alienígenas eran simplemente demasiado extraños, que éramos incapaces de comunicarnos. Un tercer grupo argumentaba que la humanidad simplemente no era lo bastante inteligente, o lo bastante avanzada, para descubrir qué estaban diciendo. Los alienígenas podían estar aún transmitiendo lo que consideraban básico, pero el material había superado ya la cabeza colectiva de la humanidad.

Heather era psicóloga de la escuela jungiana. Creía que todas las mentes humanas compartían un vocabulario de símbolos y arquetipos que formaban la base del pensamiento. Estaba segura de que los centauros, simplemente, tenían una forma distinta de establecer metáforas y símbolos, y si pudiera averiguar cuáles eran, descifraría el código.

Tomó un sorbo de café. Este mensaje era tan sorprendente como los demás. Tal vez no era más que un rompecabezas gigantesco, pensó. Los bloques de cuadrados blancos y negros ciertamente lo sugerían, aunque llenar los espacios en blanco era posiblemente un concepto humano (si podía ser freudiana por un momento) relacionado con nuestra biología sexual. Sin embargo, no era la primera vez que se preguntaba si el mensaje podría estar deliberadamente incompleto (yin, pero no yang) y los alienígenas estaban esperando que la humanidad proporcionara el resto, que lo completara.

Pero, naturalmente, aún no habíamos contestado; otra interpretación popular era que la piedra de Rosetta estaba siendo guardada hasta que la humanidad contestara.

Hay un viejo concepto en el SETI que decía que las señales serían probablemente un grupo de frecuencias llamadas «el abrevadero», entre la frecuencia de emisión del hidrógeno, a 1420 megahercios, y el hidroxilo, a 1667 megahercios. El hidrógeno (H) y el hidroxilo (OH) son los componentes del agua (H2O), y la atmósfera de la tierra es más transparente a las ondas de radio en esa gama de frecuencias, mientras que el espacio interestelar está casi libre de interferencias. Como toda la vida que conocemos empezó en el agua, esta zona del espectro parecía un punto de encuentro natural para aquellas especies que deseaban entablar comunicaciones estelares.

Pero las señales Centauri no se acercaban al abrevadero: otro ejemplo de que lo que esperábamos que fuera una visión compartida de la realidad no era compartido en absoluto.

Heather se preguntó si podría haber otros abrevaderos, otros puntos comunes que tuvieran que ser compartidos por cualquier ser que existiera en el mismo universo que nosotros, no importaba su biología o la naturaleza de su planeta.

Tenía que reunirse a las doce y cuarto con su amiga Judy para almorzar en el Club de la Facultad. Se quedaría hasta que el mensaje de hoy empezara a llegar, luego se marcharía.

Todavía faltaban diez minutos. Heather no era de las que pierden tiempo. Tenía el último número de La revista de estudios jungianos en su datapad. Empezó a echarle un vistazo.

Un rato después, sonó el teléfono. Heather terminó de leer el párrafo que tenía delante, y luego, ausente, extendió la mano hacia el fonocular.

—¿Sí?

—¿Heather? ¿Te has olvidado?

Heather miró su reloj.

—¡Oh, Dios! ¡Lo siento, Judy! —miró el ordenador—. Estaba esperando el mensaje de hoy… iba a marcharme en cuanto sonara la señal del inicio de llegada.

Se acercó al ordenador y le dijo que fuera directamente a la página del Centro de Señales Alienígenas. Nada.

—Judy, no voy a poder ir. El mensaje alienígena llega tarde hoy.

—¿Estás segura de que tienes bien la hora?

—Segurísima. Mira, tengo que dejarte. ¿Almorzamos mejor mañana?

—Claro. Te llamaré.

—Gracias.

Heather colgó. En cuanto lo hizo, el teléfono volvió a sonar. Lo recogió.

—¿Sí?

—Heather —dijo otra voz femenina—, soy Salme van Horne.

—¡Salme! ¿Dónde estás? ¿Aquí en Canadá?

—No, signo en Helsinki. ¿Has tratado de cargar el mensaje de hoy?

—Sí. Parece que no hay ninguno.

—Esto no ha sucedido nunca antes, ¿no? Los centauros nunca han pasado un día por alto, ¿verdad?

—Nunca. Nunca se han retrasado siquiera.

—¿Crees que el problema será nuestro? —preguntó Salme—. ¿A quién le toca el turno de recibir el mensaje?

—Creo que Arecibo. Pero hay equipos de apoyo y… oh, espera. Hay algo en la página web.

—Yo también lo veo.

—Malditos hologramas… ah, aquí está: “No hay problemas técnicos en la recepción. Al parecer no se ha enviado ningún mensaje”.

—Eso no puede significar el final de las transmisiones —dijo Salme—. Tiene que haber una clave.

—Tal vez se han cansado de esperar nuestra respuesta —dijo Heather—. Tal vez no vuelvan a enviar hasta que contestemos.

—O tal vez…

—¿Qué?

—La ecuación de Drake, el último término.

Heather guardó silencio durante un instante.

—Oh —dijo en voz baja.

La ecuación de Drake calculaba el número de civilizaciones capaces de emitir ondas de radio en la galaxia. Tenía varios términos:


R* fp ne fl fi fc L

La ratio de formación de estrellas, por los tiempos de la fracción de estrellas con planetas, por el número de esos planetas que son adecuados para la vida, por la fracción de esos planetas donde en efecto aparece la vida, por la fracción de formas de vida que son inteligentes, por la fracción de esas formas de vida que desarrollan la radio, por…

Por la gran L: el lapso de vida de esa civilización.

Una civilización que tuviera radio probablemente tendría también armas nucleares, u otras cosas igualmente peligrosas.

Las civilizaciones podían extinguirse en cuestión de unos instantes: ciertamente, en menos de un día de treinta y una horas.

—No pueden estar muertos —dijo Salme.

—O están muertos, o han parado voluntariamente, o el mensaje está completo.

Llamaron a la puerta. Heather cubrió el fonocular.

—¡Pase!

El ayudante de departamento asomó la cabeza.

—Siento molestarla, profesora Davis, pero la CBC está al teléfono. Quieren hablar con usted sobre lo sucedido con los alienígenas.

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