Capítulo 27

Heather continuó contemplando la enorme pared de hexágonos, pensando, tratando de que su racionalidad no fuera superada por la sensación de asombro.

Decidió intentarlo otra vez. Tocó otro hexágono.

Y retrocedió horrorizada.

La mente en la que había entrado era retorcida, oscura, todas las percepciones distorsionadas, todos los pensamientos ajados y desmembrados.

Era un hombre… ¡otra vez! Blanco: eso era importante para él, su blancura, su pureza. Se encontraba en un parque, cerca de un lago artificial. Estaba completamente oscuro. Heather supuso que las conexiones que estaba haciendo eran en tiempo real, lo que significaba que la acción tenía que estar desarrollándose en algún otro lugar, lejos de Norteamérica: aquí todavía era por la tarde. Sin embargo, el hombre pensaba en francés.

Probablemente era Francia o Bélgica, en vez de Quebec.

El hombre estaba escondido, acechando detrás de un árbol, a la espera.

Pero algo iba mal. Algo forzado, como intentando estallar.

Dios mío, pensó Heather. Una erección, apretujándose contra sus pantalones. Así que esto es lo que se siente. ¡Santo cielo!

Freud estaba equivocado: era imposible envidiar eso. Parecía que el pene fuera a partirse en dos, una salchicha estallando dentro de su propia piel.

Una mujer se acercaba, intermitentemente visible a la luz de la linterna. Joven, bonita, blanca, con botas de cuero rosa, caminando sola. Él la dejó pasar por su lado y…

Y entonces salió de detrás de los árboles y le colocó el cuchillo en la garganta, y ella oyó su voz. Hablaba en francés, y su acento era parisino, no de Quebec. Heather sabía suficiente francés para comprender que estaba diciendo que no ofreciera resistencia, que sería mejor que fuera buena con él…

Heather no pudo soportarlo; cerró los ojos, dejando que el aparato volviera a formarse a su alrededor. Se sentía indefensa, frustrada. Se decía que en la Tierra se violaba a una mujer cada once segundos… una estadística sin significado antes. Pero estaba sucediendo ahora mismo.

Tenía que hacer algo.

Inspiró, y volvió a abrir los ojos.

¡Quieto!

Heather gritó dentro del cubo.

¡Quieto!

Heather gritó con su mente.

Y luego:

Arrêt!

Arrêt!

Pero el monstruo continuaba, manoseando ahora los pechos de la mujer a través del sujetador.

Heather echó sus propios brazos hacia atrás, tratando de arrastrar los de él consigo.

Pero no sirvió de nada. Nada de lo que hacía tenía efecto sobre el hombre. Heather temblaba de indignación, furia y miedo, pero el hombre seguía, tan ajeno a los gritos de Heather como a los de su víctima.

No, no, no era ajeno a los gritos de la víctima. Sus gemidos lo excitaban aún más…

Heather no pudo soportarlo.

El hombre le arrancó las bragas a la mujer, y…

… y Heather consiguió visualizar la precipitación, soluto separandose del solvente, soltarse de esta mente envenenada y estropeada, y regresar a la pared de hexágonos.

Cerró los ojos, el aparato volvió a materializarse en su mente, y se apoyó contra la pared trasera, esperando a que su corazón se calmara, esperando a que su furia remitiera, haciendo ejercicios de respiración para contenerse.

Fuera Kyle culpable o inocente, había una verdad que nadie podía dudar, que nadie podía cuestionar. Los hombres a veces hacían cosas horribles, cosas inenarrables.

Su cuerpo siguió temblando.

Maldición, a aquel monstruo de Francia tendrían que amputarle el pene.

Sentía como si la hubieran atacado a ella misma. Su equilibio tardó tiempo en reaparecer, en distanciarse del horror.

Pero por fin pudo intentarlo de nuevo. Extendió la mano, tentativamente, asustada por lo que podría encontrar, y tocó otro botón.

¡Una mujer, por fin! Pero mucho más vieja que Heather. Italiana, tal vez; la luna visible a través de una ventana. Paredes de estuco, respiración dificultosa. Una vieja italiana, en una casa antigua… apenas pensaba, sólo observaba, respiraba, esperaba, esperaba año tras año tras año…

Heather se precipitó a la salida, reintegrada, luego tocó otro hexágono.

Al principio pensó que había entrado en una persona retardada, pero entonces advirtió la verdad, y sonrió.

Un recién nacido… un bebé en su cuna, mirando al techo. Los rostros ligeramente desenfocados mirándolo y sonriendo con orgullo y alegría, eran de un hombre de raza negra de veintitantos años, el pelo rizado y la barba corta, y una mujer negra, de la misma edad, con una preciosa piel clara. La imagen carecía casi de significado para la criatura, excepto por una sensación de contento, de felicidad, de simpleza, de pertenencia. Heather se quedó algún tiempo más, dejando que la inocencia y la pureza del momento la lavara del horror de lo vivido en Francia.

Pero entonces se separó, y lo intentó una vez más.

Oscuridad. Silencio. Imágenes fluyendo, desvaneciéndose en la periferia, porporciones distorsionadas.

Una persona durmiendo: un sueño de… ¿qué? Irónico para una jungiana, ver el sueño de otra persona en vez de oír su descripción, y ser completamente incapaz de interpretar ni siquiera el contenido general, mucho menos cualquier significado más profundo.

Dejó al durmiente y lo intentó de nuevo.

Un doctor, dermatólogo, tal vez. En algún lugar de China, observando la formación escamosa que un hombre de mediana edad tenía en la pierna.

Se desconectó, lo intentó otra vez.

Alguien viendo la tele: también chino.

Tenía que haber un sistema mejor que a través de prueba y error. Pero había intentado pronunciar el nombre de Kyle, había tratado de conjurar su rostro. Y antes de pulsar una tecla, se concentró en Kyle. De todas formas, la enorme pared de hexágonos parecía completamente indiferente a sus deseos.

Siguió saltando de mente en mente, de persona a persona… cruzando sexos y orientaciones sexuales y razas y nacionalidades y religiones. Pasaron horas, y aunque era fascinante, no estaba más cerca de su objetivo, hallar a Kyle.

Continuó su búsqueda.

Y por fin, después de una docena más de contactos al azar, consiguió el hallazgo.

Por fin encontró a otro canadiense: una mujer de mediana edad, que al parecer vivía en Saskatchewan.

Y estaba viendo la tele.

Y en la tele había un rostro que Heather reconoció. Greg McGregor, el hombre que a veces presentaba las noticias de la CBC desde el estudio de Calgary.

Y entonces a Heather se le ocurrió una idea.

Dicen que no hay más de diez grados de separación entre dos personas… John Guare incluso escribió una obra de teatro y una película sobre ese tema.

Suele ser un pico: tres pasos arriba y tres pasos abajo. Un hombre conoce a su párroco, el párroco conoce al Papa, el Papa conoce a todos los líderes mundiales de importancia, el líder adecuado es conocido por los políticos menores, e incluso esos políticos menores conocen a sus votantes. Se construye un puente de Toronto a Tokyo… o de Vladivistok a Venecia, o de Miami a Melbourne.

La imagen cambió, el rostro de McGregor desapareció al entrar un reportaje. Trataba del juicio Hosek, que se celebraba hoy: las conexiones eran por tanto en tiempo real.

Heather lo vio al completo, esperando a que McGregor regresara. Y lo hizo.

Ahora, si había algún modo de pasar de esta mujer de Saskatchewan a McGregor, a miles de kilómetros de distancia.

Esto era en directo. McGregor hablaba ahora mismo.

Lo que significaba que tenía que estar percibiendo exactamente las mismas palabras; lo que estaba diciendo era exactamente lo que oía la mujer.

Heather pensó en sus anteriores cambios de perspectiva.

¿Podía intentar algo similar?

La mujer de Sastkatchewan estaba escuchando a McGregor, pero también estaba pensando en lo guapo que era, lo sincero que parecía.

Heather se concentró solamente en las palabras que McGregor decía, desenfocó la mirada, y probó con el truco Necker, reorientando su punto de vista y…

… ¡y de repente se encontró dentro de la mente de McGregor!

Había encontrado un medio para pasar de una persona a otra: si una experiencia se compartía directamente, incluso desde gran distancia, podía darse el salto.

McGregor estaba en su silla de presentador, con la chaqueta azul de Newsworld, leyendo las noticias en el teleprompter. Necesitaba otro repaso con el láser keratotómico: veía el texto un poco borroso.

Mientras leía las noticias, se concentraba exclusivamente en ellas. Pero en cuanto presentó el siguiente reportaje, se relajó.

El realizador le dijo unas palabras. McGregor se echó a reír. En su cabeza bullían ahora todo tipo de pensamientos.

Si los encuentros anteriores le habían parecido a Heather algo voyeurísticos, éste lo era decididamente. Heather no conocía en persona a McGregor, pero sí sabía de su presencia en los medios, un rostro en la pared del salón.

McGregor estaba pensando en una pelea que había tenido anoche con su esposa; también estaba preocupado porque había descubierto que su hijo adolescente fumaba hierba, y trataba de decidir qué grado de indignación mostrar, puesto que él mismo consumió marihuana durante su época universitaria. También pensó brevemente en las negociaciones de su contrato… Heather se sorprendió al descubrir que ganaba mucho menos de lo que siempre había supuesto.

Fascinante.

¿Pero cuál era el siguiente paso?

Hasta ahora, había conectado con otras mentes en el presente. Podía acceder a lo que estaban experimentando en este preciso instante.

Pero sin duda debía haber algún medio de acceder a sus recuerdos también: no sólo a lo que estuvieran pensando de cualquier momento dado, sino un modo de sondear sus recuerdos, en busca de sus pasados.

Había intentado hablar con los individuos que había visitado, pero no había funcionado.

Y había tratado de controlar sus acciones. Pero también había fracasado en eso.

Por tanto, no había ningún motivo para pensar que esto funcionaría, ningún motivo para esperar que pudiera hojear sus recuerdos.

Pero tenía que intentarlo. Tenía que saberlo.

¿De qué tendría recuerdos McGregor?

Era presentador de televisión; recordaría acontecimientos famosos.

¡Y conocería a gente famosa!

Seis grados de separación.

Seis grados, máximo.

¿Cuál sería la conexión lógica, un paso más cerca de Kyle? ¿A quién conocería McGregor que fuera una parada en su viaje hacia su marido?

¡La primer ministro! Kyle ni siquiera la conocía, pero la cadena que iba de ella hasta él era obvia.

Heather sabía exactamente qué aspecto tenía Susan Cowles, por supuesto. La había visto un millón de veces por televisión.

Se concentró en ella. Con fuerza.

La Honorabilísima Susan M. Cowles.

La segunda mujer primer ministro de Canadá.

La Dominadora, como la había calificado Time.

Susan Cowles, de perfil.

Susan Cowles, de frente.

Susan Cowles, desde lejos.

Susan Cowles, en primer plano.

Sin duda Greg McGregor la conocía, o tenía al menos una imagen mental de ella.

Pero no… al parecer hacía falta algo más que eso. El salto de la mujer de Saskatchewan a Greg McGregor había requerido un ajuste preciso, que la perspectiva de uno y otra coincidieran exactamente.

Bueno, no había forma de saber qué estaba haciendo Susan Cowles en este momento, a menos que, naturalmente, estuviera por casualidad en el canal parlamentario. Pero, aunque ella apareciera allí McGregor no lo estaba viendo.

Quizás el ajuste no tendría que ser en tiempo real. Quizás si dos personas compartían simplemente el mismo recuerdo, podía darse un salto. Había algunas cosas que había visto todo el mundo. El accidente del Hindeburg. La película de Zapruder. Las explosiones del Challenger y la Atlantis. La caída de la Torre Eiffel.

Y seguro que todo el mundo en Canadá debía compartir ciertos recuerdos de Susan Cowles. Fue la primera mujer, desde Trudeau, que recurrió a la Ley de Medidas de Guerra; lo hizo durante días, para sofocar los disturbios de Longueil… el mismo tema que ahora investigaba la comisión Hosek. No había ni una sola persona en Canadá que no tuviera un recuerdo exacto de Susan Cowles pronunciando aquellas palabras que daban comienzo a cien horas de ley marcial: «El verdadero norte debe ser fuerte, pero no será libre de nuevo hasta que yo lo diga». Sin duda que McGregor tenía aquella misma imagen en su mente, sin duda…

¡Sí! ¡Sí, sí, sí! Accedió a ella: el recuerdo de McGregor sobre aquel discurso.

Heather se concentró en el discurso, se concentró en la primer ministro, desenfocó su mente, trató de forzar un giro de Necker, y entonces…

… ¡y entonces allí apareció, dentro de la mente de la Honorabilísima Susan M. Cowles!

Lo había encontrado… había encontrado el modo de pasar de una mente a otra. Accediendo a una memoria que describiera a la persona deseada, forzar a la persona del recuerdo a pasar del fondo al primer plano, y luego…

Voilà!

¡Y sin embargo, vaya experiencia! Un roce con la historia. Heather había visitado una vez las cámaras del Parlamento Federal, hacía treinta años, en una excursión del instituto. No habían cambiado mucho: ornamentadas, con clase, madera oscura, inefablemente británicas.

¡Y Cowles era fascinante! Y, Heather tuvo que admitirlo, también era su héroe personal. Era sorprendente ver a través de sus ojos, y…

¡Oh, Dios mío!

Heather advirtió de pronto que no era sólo la intimidad personal lo que se comprometía al acceder al psicoespacio, sino también la seguridad nacional. Sin siquiera pensarlo, supo, supo que a pesar de la opinión pública, que creía lo contrario, Canadá iba a oponerse a los Estados Unidos en la inminente votación de la ONU referente a los juicios por crímenes de guerra en Colombia.

Heather despejó su mente, haciendo a un lado los secretos de estado. No necesitaba ir allí ahora mismo, de todas formas. Era sólo un paso en el camino.

Se concentró ahora en el primer ministro de Ontario, Karl Lewandowski. Tardó un rato, pero consiguió encontrar uno de los recuerdos que Cowles tenía de él… y se sorprendió al averiguar cuánto odiaba la conservadora Cowles al liberal Lewandowski.

Se concentró, forzando otro cambio Necker.

Y apareció dentro de la mente de Lewandowski.

Y a partir de ahí saltó a la mente del ministro de educación.

Y de ahí, a Donald Pitcairn, el presidente de la Universidad de Toronto con su frente aplastada.

Y de allí…

De allí, por fin, a la mente de Brian Kyle Graves.

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