Capítulo 11

Heather llamó al timbre de la puerta del laboratorio de Kyle. No hubo respuesta.

Acercó el pulgar a la placa escaneadora, preguntándose por un instante si la habría borrado del índice. Pero la puerta se abrió, y ella entró en el laboratorio.

—¿Es usted, profesora Davis?

—Oh, hola, Chita.

—Hace bastante tiempo que no viene por aquí. Me alegro de verla.

—Gracias. ¿Está Kyle?

—Tuvo que acercarse al despacho del profesor Montgomery; dijo que volvería dentro de poco.

—Gracias. Esperaré, si no… Santo Cielo, ¿qué es eso?

—¿Qué es qué? —preguntó Chita.

—Ese poster. Es Dalí, ¿no?

El estilo era inconfundible, pero se trataba de un Dalí que ella no había visto nunca antes: un cuadro de Jesús clavado a una cruz muy extraña.

—Eso es —respondió Chita—. El doctor Graves dice que ha sido expuesto con varios títulos, pero es más conocido como «Christus Hypercubus». Cristo en el hipercubo.

—¿Qué es un hipercubo?

—Eso —dijo Chita—. Bueno, en realidad no es un hipercubo de verdad. Más bien, es uno desplegado.

Uno de los monitores de la pantalla de Chita se iluminó.

—Aquí tiene la imagen de otro.

La pantalla mostró esto:



—¿Pero qué demonios es? —preguntó Heather.

—Un hipercubo es un cubo tetradimensional. A veces también se le llama teseracto.

—¿Qué querías decir hace un momento al comentar que estaba «desplegado»?

Las lentes de Chita zumbaron.

—En realidad es una pregunta intrigante. El doctor Graves me ha hablado mucho de los hipercubos. Los usa en su clase de informática de primer curso; dice que ayuda a los estudiantes a aprender a visualizar problemas bajo una nueva perspectiva.

Las cámaras de Chita giraron mientras contemplaba la habitación.

—¿Ve aquella caja del estante?

Heather siguió la línea de visión de Chita. Asintió.

—Cójala.

Heather se encogió de hombros, luego obedeció.

—Eso es un cubo —dijo Chita—. Use la uña para quitar la pestaña del borde. ¿Lo ve?

Heather volvió a asentir. Hizo lo que Chita le pedía, y la caja empezó a desmontarse. Siguió desplegándola, y luego la depositó sobre la mesa: seis cuadrados formando una cruz, cuatro en fila, otros dos asomando de los costados del tercero.

—Una cruz —dijo Heather.

El DEL de Chita asintió.

—Naturalmente, no tiene que serlo… hay once formas distintas de desplegar un cubo, incluyendo la forma de T y la forma de S. Bueno, ese cubo no: está cortado y preparado para desdoblarse de esa manera. De todas formas, eso es un cubo desplegado: una superficie plana bidimensional que puede ser plegada a través de la tercera dimensión para componer un cubo.

Los ojos de Chita se volvieron hacia el cuadro de Dalí.

—La cruz del cuadro consta de ocho cubos: cuatro para componer el mástil vertical, y cuatro más que componen los dos conjuntos de brazos mutuamente perpendiculares. Es un teseracto desplegado: un plano tridimensional que podría plegarse a través de la cuarta dimensión para formar un hipercubo.

—¿Plegarse cómo? ¿En qué dirección?

—Como decía, a través de la cuarta dimensión, que es perpendicular a las otras tres, igual que la altura, anchura y longitud son perpendiculares unas a otras. De hecho, hay dos formas de plegar un hipercubo, igual que se puede plegar ese pedazo de cartón bidimensional arriba o abajo: arriba, dejando la superficie brillante y blanca por fuera, abajo dejando por fuera la parte mate. Todas las dimensiones tienen dos direcciones: la longitud tiene derecha e izquierda, la profundidad tiene adelante y atrás, la altura tiene arriba y abajo. Y la cuarta dimensión tiene ana y kata.

—¿Por qué esos términos?

Ana es arriba en griego; kata es abajo.

—¿Entonces si pliegas un grupo de ocho cubos como esos del cuadro de Dalí en la dirección kata, se forma un hipercubo?

—Sí. O en la dirección ana.

—Fascinante —dijo Heather—. ¿Y Kyle considera que este tipo de pensamiento ayuda a sus estudiantes?

—Eso piensa. Tenía un profesor llamado Papineau cuando estudiaba aquí hace veinte años…

—Lo recuerdo.

—Bueno, el doctor Graves dice que no recuerda mucho de lo que le enseñó Papineau, excepto que siempre estaba buscando formas de expandir la mente de sus alumnos, dándoles nuevas formas de contemplar las cosas. Él está intentando hacer algo similar para sus estudiantes de hoy, pero…

La puerta se abrió y entró Kyle.

—¡Heather! —dijo, claramente sorprendido—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Esperándote.

Sin decir una palabra, Kyle extendió la mano y pulsó el interruptor SUSPENDER de Chita.

—¿Qué te trae por aquí?

—Los mensajes alienígenas han cesado.

—Eso he oído. ¿Hubo al final una piedra de Rosetta?

Heather sacudió la cabeza.

—Lo siento —dijo Kyle.

—Yo también. Pero eso significa que la carrera para la respuesta ha empezado: ahora tenemos todo lo que los centauros intentaban decirnos. Ahora es sólo cuestión de tiempo antes de que alguien descubra qué significa todo. Voy a estar muy ocupada —extendió un poco los brazos—. Sé que esto no podría haber venido en peor momento, con el problema de Becky, pero voy a tener que sumergirme en ello. Quería que comprendieras eso… no quería que pensaras que te daba de lado, o que metía la cabeza en la arena, esperando que el problema desapareciera.

—Yo también voy a estar ocupado —dijo Kyle.

—¿Sí?

—Mi experimento con el ordenador cuántico fracasó. Tengo un montón de trabajo por delante para averiguar qué salió mal.

En otras circunstancias, ella podría haberlo consolado. Pero ahora, con ésto entre ellos, con la incertidumbre…

—Es una lástima —dijo ella—. De verdad —lo miró un poco más, luego se encogió de hombros—. Así que parece que los dos vamos a estar liados.

Hizo una pausa. Maldición, se suponía que su separación no iba a ser permanente. Y, por el amor de Dios, seguro que Kyle no podía haber hecho aquello de lo que se le acusaba.

—Mira —dijo, vacilante—, son casi las cinco. ¿Quieres cenar temprano?

Kyle pareció complacido por la sugerencia, pero entonces frunció el ceño.

—Ya he hecho otros planes.

—Oh —dijo Heather. Se preguntó por un instante si sus planes incluían a un hombre o una mujer—. Bueno, no importa.

Se miraron un instante más, y luego Heather se marchó.


Kyle entró en Persaud Hall y bajó por el estrecho pasillo, pero se detuvo antes de llegar a la Habitación 222.

Allí estaba Stone Bentley, de pie ante su despacho, hablando con una estudiante. Stone era blanco, de unos cincuenta y cinco años, calvete, y no particularmente en buena forma; vio que Kyle acercaba y le indicó que esperara un momento. Stone terminó lo que fuera que estaba hablando con la jovencita, que luego sonrió y se marchó.

Kyle mantuvo la distancia.

—Hola, Stone. Lamento interrumpirte.

—No, en absoluto. Me gusta que me interrumpan cuando estoy reunido.

Kyle ladeó la cabeza. La voz de Stone no había sonado sarcástica, pero las palabras lo parecían.

—Lo digo en serio —insistió Stone—. Tengo todas las reuniones con las estudiantes en el pasillo… y cuanta más gente vea lo que pasa, mejor. No quiero repetir lo que sucedió hace cinco años.

—Ah —dijo Kyle. Stone se metió en el despacho, recogió su maletín, y los dos se dirigieron a El Abrevadero. Era un pub pequeño, con una docena de mesitas redondas repartidas por un suelo de madera. La luz procedía de lámparas Tiffany; las ventanas estaban cubiertas por tupidas cortinas. Una pantalla electrónica indicaba en blanco contra fondo negro las ofertas del día, con un tipo de letra que parecía escrita con tiza; un cartel de neón anunciaba que había cerveza Moosehead.

Un camarero apareció.

—Blue Light —dijo Stone.

—Whisky de centeno y ginger ale —dijo Kyle.

Una vez que el camarero se marchó, Stone dirigió su atención a Kyle; habían conversado un poco por el camino, pero ahora estaba claro. Stone consideró que era el momento de descubrir el motivo de la reunión.

—Y bien, ¿qué te ocurre?

Kyle había estado ensayando mentalmente durante toda la tarde, pero ahora que había llegado el momento descubrió que rechazaba las palabras planeadas.

—Yo… tengo un problema, Stone. Necesitaba hablar con alguien. Sé que nunca hemos sido íntimos, pero siempre te he considerado un amigo.

Stone lo miró, pero no dijo nada.

—Lo siento —dijo Kyle—. Sé que estás ocupado. No debería estar molestándote.

Stone permaneció en silencio durante un instante.

—¿Qué ocurre?

Kyle bajó la mirada.

—Mi hija ha… —se calló, pero Stone simplemente esperó a que continuara. Por fin, Kyle se sintió preparado para hacerlo—. Mi hija me ha acusado de haber abusado de ella.

Esperó a que llegara la pregunta inevitable: «¿Lo hiciste?». Pero la pregunta nunca se produjo.

—Oh —dijo Stone.

Kyle no pudo soportar que no hiciera la pregunta.

—No lo hice.

Stone asintió.

El camarero volvió a aparecer con las bebidas.

Kyle contempló su vaso, el whisky mezclándose con el ginger ale. Esperó de nuevo a que Stone comentara que comprendía la conexión, que entendía por qué Kyle lo había llamado, a él especialmente. Pero Stone no dijo nada.

—Tú ya has pasado por algo parecido a esto —dijo Kyle—. Una acusación falsa.

Ahora le tocó a Stone el turno de apartar la mirada.

—Eso fue hace años.

—¿Cómo se trata con una cosa así? —preguntó Kyle—. ¿Cómo lo haces desaparecer?

—Estás aquí —dijo Stone—. Pensaste en mí. ¿No lo demuestra eso? Esa mierda no desaparece nunca.

Kyle tomó un sorbo de su bebida. No había humo en el bar, naturalmente, pero la atmósfera seguía pareciendo opresiva, asfixiante. Miró a Stone.

—Soy inocente —dijo, sintiendo la necesidad de volver a aclararlo.

—¿Tienes alguna otra hija? —preguntó Stone.

—La tenía. Mi hija mayor. Mary se suicidó hace poco más de un año.

Stone frunció el ceño.

—Oh.

—Sé lo que estás pensando. Todavía no lo sabemos con seguridad, pero, bueno, sospechamos que una psiquiatra podría haber implantado en ambas chicas recuerdos falsos.

Stone dio un sorbo a su cerveza.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó.

—No lo sé. He perdido a una hija. No quiero perder a la otra.


Continuaron la velada. Stone y Kyle siguieron bebiendo, la conversación se volvió menos seria, y Kyle, por fin, consiguió relajarse.

—Odio lo que le ha pasado a la televisión —dijo Stone.

Kyle alzó las cejas.

—Estoy dando un cursillo de verano —dijo Stone—. Mencioné a Archie Bunker ayer en clase. Todo lo que recibí a cambio fueron miradas en blanco.

—¿Sí?

—Sí. Los chavales de hoy no conocen a los clásicos. Aquí está Lucy, Todo en familia, Barney Miller, Seinfield, El Show de Pellat. No conocen a ninguno de ellos.

—Incluso Pellat es de hace diez años —dijo Kyle amablemente—. Nos estamos haciendo viejos.

—No —dijo Stone—. No es eso.

La mirada de Kyle pasó a la calva de Stone, luego observó a izquierda y derecha las sienes blancas.

Stone no pareció darse cuenta. Alzó una mano, la palma hacia afuera.

—Sé qué estás pensando. Estás pensando que los chicos de hoy ven programas diferentes, y que yo soy un viejo caduco que no se entera —sacudió la cabeza—. Pero no es eso. Bueno, en realidad es eso, en parte… la primera parte, al menos. Sí que ven programas diferentes. Todos ven programas diferentes. Mil canales donde elegir, de todo el maldito mundo, más toda esa mierda de tele para ordenador que se produce en casa para lanzarla a la red.

Dio un sorbo a la cerveza.

—¿Sabes cuánto ganó Jerry Seinfield por la última temporada de Seinfield, allá en 1997-98? Un millón de pavos por episodio… ¡pavos americanos, además! Todo porque medio maldito mundo veía el programa. Pero hoy en día, todo el mundo ve algo diferente —miró el fondo de su jarra—. Ya no hacen programas como Seinfield.

Kyle asintió.

—Era un buen programa.

—Todos eran buenos programas. Y no sólo las comedias de situación. También los dramas. Canción Triste de Hill Street. Perry Mason. Colorado Springs. Pero hoy ya no los conoce nadie.

—Tú los conoces. Y yo.

—Oh, claro. Tipos de nuestra generación, tipos que crecieron en el siglo veinte. Pero los chavales de hoy… no tienen cultura ninguna. No tienen un pasado compartido —dio otro sorbo—. Marshall se equivocaba, ¿sabes?

Marshal McLuhan llevaba muerto treinta y siete años, pero muchos miembros de la Universidad de Toronto todavía se referían a él como «Marshall», la prueba que ponía a su universidad en el mapa mundial.

—Dijo que los nuevos medios de comunicación estaban convirtiendo al mundo en la aldea global. Bueno, la aldea global ha sido balcanizada —Stone miró a Kyle—. Tu esposa enseña a Jung, ¿verdad? ¿Entonces entiende de arquetipos y toda esa mierda? Bueno, ya nadie comparte nada. Y sin una cultura compartida, la civilización está condenada.

—Tal vez —dijo Kyle.

—Es cierto —dijo Stone. Tomó otro sorbo de cerveza—. ¿Pero sabes qué es lo que más me jode?

Kyle volvió a alzar las cejas.

—El nombre de Quincy. Eso es lo que me jode.

—¿Quincy?

—Ya sabes… de la serie de televisión: Quincy, M.E. ¿La recuerdas? Jack Klugman la interpretaba, después de La extraña pareja. Interpretaba a un forense de Los Ángeles.

—Claro. A E la pasaba todos los malditos días cuando yo estaba en la universidad.

—¿Cuál era el nombre de pila de Quincy?

—No tenía nombre de pila.

—Claro que lo tenía. Todo el mundo lo tiene. Yo soy Stone, tú eres Kyle.

—Bueno, en realidad Kyle es mi segundo nombre. Mi primer nombre es Brian… Brian Kyle Graves.

—¡No jodas! Bueno, no importa. El argumento es que tú tienes un primer nombre… y Quincy debe tenerlo también.

—No recuerdo que lo mencionaran nunca en la serie de televisión.

—Oh, sí que lo hicierion. De vez en cuando alguien lo llamaba «Quince»… que no es una abreviatura de su apellido. Es el diminutivo de su nombre.

—¿Me estás diciendo que se llamaba Quincy Quincy? ¿Qué clase de nombre es ese?

—Uno perfectamente bueno.

—Te lo estás inventando.

—No. No, puedo demostarlo. En el último episodio, Quincy se casa. ¿Sabes lo que decía el cura que oficiaba la ceremonia? «Aceptas tú, Quincy…». Es imposible que dijera eso si ese no fuera el nombre de pila del tipo.

—Sí, ¿pero quién tiene el mismo nombre y el mismo apellido?

—No estás pensando, Kyle. En el mayor éxito televisivo de todos los tiempos, uno de los principales personajes tenía el mismo nombre y el mismo apellido.

—¿Spock Spock? —dijo Kyle, muy serio.

—No, no, no. Aquí está Lucy.

—El apellido de Lucy era Ricardo —y entonces Kyle sonrió—. Y su nombre de soltera era McGillicuddy —cruzó los brazos, bastante satisfecho de sí mismo.

—¿Pero qué hay de su esposo?

—¿Quién? ¿Ricky?

—Ricky Ricardo.

—Eso no es…

—Oh, sí lo es. Es imposible que se llamara Ricky. Era cubano: su primer nombre tuvo que ser Ricardo. Ricardo Ricardo.

—Oh, vamos. Seguro que «Ricky» era un apodo basado en su apellido… como cuando llamas «Mac» a un tipo que se llama John MacTavish.

—No, era su nombre de pila. Recuerda, aunque tenían camas separadas, Lucy y Ricky se las apañaron para tener un bebé. Lo llamaron como su padre: «Little Ricky», lo llamaron. Bueno, nadie llama a un bebé «Little Mac». El padre era Ricardo Ricardo, y el chico tuvo que llamarse Ricardo Ricardo, Junior.

Kyle sacudió la cabeza.

—Piensas unas cosas muy raras, Stone.

Stone frunció el ceño.

—Hay que pensar, Kyle. Si no mantienes la mente ocupada, la mierda te come.

Kyle guardó silencio durante unos segundos.

—Sí —dijo, y luego indicó al camarero que le trajera otra bebida.



Siguió pasando el tiempo. Consumieron más alcohol.

—Te parece que eso es raro —dijo Kyle—. ¿Quieres oir algo raro? Vivía en una casa con tres mujeres… mi esposa, mis dos hijas. Y sabes, acabaron sincronizadas. Te digo, Stone, que eso puede ser brutal. Era como pisar sobre cáscaras de huevo una semana cada mes.

Stone se echó a reír.

—Debió ser duro.

—Es extraño, más que nada. Quiero decir, ¿cómo sucede? Es como… no sé, es como si se comunicaran de algún modo, a nivel superior, de una manera que nosotros no podemos ver.

—Probablemente son las feromonas —dijo Stone, frunciendo sabiamente el ceño.

—Sea lo que sea, da miedo. Como algo salido de Star Trek.

Star Trek —dijo Stone, despectivo. Se cepilló su cuarta cerveza—. ¡No me hables de Star Trek!.

—Era mejor que el puñetero Quincy.

—Claro que sí, pero nunca fue consistente. Ahora bien, si todos los guionistas hubieran sido mujeres y hubieran vivido juntas, tal vez todo habría encajado.

—¿De qué hablas? Tengo un montón de artículos… modelos, planos, manuales técnicos… fui todo un trekker en mis días de universitario. Nunca he visto que intentaran que fuera consistente.

—Sí, pero ignoraban detalles continuamente.

—¿Cómo qué?

—Bueno, veamos. ¿Cuál es tu película favorita de Star Trek?

—No sé. La película La ira de Khan, supongo.

—Buena elección. El pecho de Ricardo Montalbán es auténtico, ¿sabes?

—Venga ya —dijo Kyle.

—Lo es, en serio. Magníficos pectorales para un hombre de su edad. Bien, dejemos a un lado lo obvio, como el hecho de que Khan reconociera a Chekov, aunque Chekov no aparecía en la serie de televisión cuando fue presentado Khan. No, veamos los agujeros que hay en tus manuales técnicos. En las partes superior e inferior del platillo de la Enterprise, hay pequeños parches amarillos cerca del borde. Los planos dicen que son impulsores de control de altitud. Bueno, casi al final de la película, Shatner ordena que la nave baje «zeta menos diez mil metros»… Dios, odio oír a un buen chico canadiense hablar de esa forma. Pues bien, la nave hace eso… pero los impulsores nunca se encienden.

—Oh, estoy seguro de que nunca cometerían un error así —dijo Kyle—. Tenían mucho cuidado.

—Compruébalo. ¿Tienes el chip?

—Sí, mi hija Mary me regaló un juego de las películas originales de Star Trek hace unos años, por Navidad.

—Venga, compruébalo. Ya verás.


Al día siguiente (martes, 1 de agosto de 2017), Kyle llamó a Heather y le pidió permiso para pasarse por su casa esa noche.

Cuando llegó, Heather le dejó entrar. Se dirigió al salón y empezó a revisar las estanterías.

—¿Qué diantres estás buscando? —preguntó Heather.

—Mi copia de Star Trek II.

—¿Esa es la de las ballenas?

—No, esa es la IV… La II es la de Khan.

—Ah, sí —Heather colocó el puño ante su rostro, como si sujetara un comunicador, y gritó en su mejor imitación de William Shatner—. ¡Khannnnn!

Señaló.

—Está en aquella estantería.

Kyle cruzó corriendo la habitación y encontró el DVC que estaba buscando.

—¿Te importa? —dijo, indicando el televisor que colgaba de la pared. Heather negó con la cabeza, y él introdujo el chip en el reproductor, luego se sentó en el sofá frente a la pantalla. Encontró el mando a distancia y clavó el dedo en el botón para pasar la imagen rápida.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Heather.

—Un tipo que conozco de Antropología dijo que hay un error en la película: una toma donde algunos impulsores tendrían que encenderse pero no se encienden.

Heather sonrió indulgente.

—Déjame aclarar una cosa. ¿Te tragaste aquello de la Onda Génesis que puede convertir un trozo de roca sin vida en un ecosistema plenamente desarrollado en cuestión de horas, pero te molesta que los impulsores no se enciendan?

Shh —dijo Kyle—. Casi hemos llegado.

Las puertas del puente se abren siseando. Chekov entra, con una venda en la oreja. La tripulación lo mira exactamente de la forma en que uno miraría a alguien a quien acaba de salirle un alienígena parásito de la cabeza. Se coloca en su puesto. La panorámica que sigue a Chekov revela a Uhura, Sulu, Saavik, Kirk y Spock… todos con aquellos uniformes rojos de franela que hacía que parecieran policías montados del Canadá. Kirk deja su silla central y se acerca al puesto de Spock. Están siendo perseguidos por toda la nebulosa Mutara por Khan Noonien Singh, que ha secuestrado una nave de la Federación.

—No se detendrá —dice Kirk, mirando el visor principal, lleno de estática causada por la nebulosa—. Me ha seguido hasta aquí. Volverá. ¿Pero de dónde?

Spock comprueba su escáner.

—Es inteligente, pero no tiene experiencia. Su pauta indica pensamiento bidimensional.

Alza las cejas mientras dice «bidimensional», y Kirk y él intercambian una mirada de inteligencia, entonces una tensa sonrisa aparece en el rostro de Kirk. Regresa a su silla de mando y señala a Sulu.

—Parada total.

Sulu toca los controles.

—Parada total, señor.

Kirk a Sulu:

—Cero menos diez mil metros —y a Chekov—. Preparen los torpedos de fotones.

Y allí estaba: una toma de la Enterprise directamente desde arriba. Kyle siempre había admirado la forma en que las naves de las películas clásicas de Star Trek se iluminaban solas: un foco desde el centro, la parte elevada del platillo iluminando el número de registro NCC-1701. Directamente bajo la nave había un remolino púrpura y rosado, parte de la nebulosa Mutara.

Durante un segundo, Kyle pensó que Stone se había equivocado: había luces destellando en el borde del platillo. Pero estaban precisamente situadas en la popa y directamente a proa: luces de posición. La de estribor no funcionaba, cosa que Kyle consideró una admirable atención al detalle, ya que esa parte de la nave había sido dañada anteriormente en la batalla.

Pero… maldición, Stone tenía razón. Los cuatro grupos de impulsores ACS eran claramente visibles en la superficie superior de la sección del platillo, cada una apartada cuarenta y cinco grados de la línea central. Y no disparaban.

Si su juego original de planos de Pocket Books Star Trek: La Conquista del Espacio no costara mil doscientos pavos en el mercado de los coleccionistas, vaya, exigiría que le devolvieran su dinero.


Heather estaba apoyada contra la pared, viendo cómo Kyle veía la película. Le divertía todo aquello. Sabía que su marido consideraba a William Shatner un actor maravilloso; había algo encantador en la absoluta falta de gusto de Kyle. Pero claro, pensó, también cree que yo soy hermosa. No hay que ser demasiado rápida al evaluar los gustos de los demás.

Estuvo bebiendo vino blanco mientras Kyle veía la película hasta el final.

—Siempre me gustó Khan —dijo Heather con una sonrisa, acercándose para sentarse en el sofá—. Un tipo que se vuelve absolutamente loco cuando muere su esposa… tal como debe ser.

Kyle le sonrió.

Llevaba ya un año viviendo solo, pero se suponía que no iba a ser permanente. Sólo unas cuantas semanas, para tener un poco de espacio, un poco de tiempo, un poco de intimidad.

Y entonces, de pronto, también Becky se marchó.

Y Heather se quedó sola.

Y, de algún modo, pareció que Kyle se sentía menos inclinado a regresar, que había menos sensación de que la familia tenía que ser restaurada.

La familia… ni siquiera tenían un nombre. No eran los Graves. No eran los Davis. Sólo eran.

Heather miró ahora a Kyle, algo achispada por el vino. Lo amaba. Nunca había sido como aquel lío con Josh Huneker. Con Kyle, siempre había sido más profundo, más importante, más gratificante a una docena de niveles distintos. Aunque todavía era, en muchos aspectos, un niño pequeño: su afición por Star Trek y un millón de otras cosas que a la vez la divertían y le derretían el corazón.

Extendió la mano, colocó su mano encima de la suya.

Y él respondió, colocando su otra mano sobre la de ella. Él sonrió.

Ella sonrió.

Y se acercaron para darse un beso.

Había habido besos de compromiso a lo largo del último año, pero éste duró. Sus lenguas se tocaron.

Las luces se habían reducido automáticamente cuando la tele de pared se encendió. Kyle y Heather se acercaron aún más.

Fue como en los viejos tiempos. Continuaron besándose, luego él le mordisqueó el lóbulo y pasó la lengua por las curvas de su oreja.

Y entonces su mano encontró su pecho, y acarició con el pulgar y el índice el pezón, a través del tejido de su camisa.

Ella sintió calor: el vino, el deseo acumulado, la noche de verano. La mano de él resbaló, filtrándose por su vientre, deslizándose por su muslo hacia su ingle.

Como había sucedido tantas veces antes.

De repente ella se tensó, los músculos de sus muslos agarrotados.

Kyle retiró la mano.

—¿Qué sucede?

Ella lo miró a los ojos.

Si pudiera saberlo. Si pudiera saberlo con seguridad.

Ella bajó la mirada.

Kyle suspiró.

—Supongo que tengo que irme —dijo él.

Heather cerró los ojos y no impidió que él se marchara.

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