Capítulo 36

Después de almorzar, Heather regresó a la universidad para continuar su trabajo en su aparato. Mientras tanto, Kyle y Becky le dijeron a Chita lo que Heather había descubierto sobre el mensaje de Huneker. El SIMIO se mostró tan flemático como siempre.

Becky había estado empleando el aparato grande antes del almuerzo, así que ahora le tocó de nuevo el turno a Kyle. Dejó a Chita funcionando y, con ayuda de su hija, entró en el aparato para tratar con un último tema importante en el psicoespacio.


Kyle lo tenía todo planeado en su mente, hasta el último detalle. Esperaría en el callejón de Lawrence Avenue West: había pasado por delante del edificio suficientes veces para conocer bien su trazado externo. Sabía que Lydia Gurdjieff trabajaba aproximadamente hasta las nueve cada noche. Esperaría a que saliera del viejo edificio remodelado y recorriera el callejón. Y entonces saldría de las sombras.

—¿Señora Gurdjieff? —diría.

Gurdjieff alzaría la cabeza, sobresaltada.

—¿Sí?

—¿Lydia Gurdjieff? —repetiría Kyle, como si pudiera haber alguna duda.

—Soy yo.

—Me llamo Kyle Graves. Soy el padre de Mary y Becky.

Gurdjieff empezaría a retroceder.

—Déjeme en paz —diría—. Llamaré a la policía.

—Por favor, hágalo —replicaría Kyle—. Y aunque no tiene usted licencia, traigamos también a la Asociación de Psiquiatras de Ontario y al Consejo Médico.

Gurdjieff continuaría retrocediendo. Miraría por encima del hombro y vería a otra figura recortada al fondo del callejón.

Kyle mantendría los ojos fijos en ella.

—Esa es mi esposa, Heather —diría casualmente—. Creo que ya la conoce.

—¿Se-señora Davis? —tartamudearía Gurdjieff, si podía recordar el nombre y el rostro de la única vez que se habían visto antes—. Tengo una alarma anti-violadores.

Kyle asentiría, casi indiferente. Mantendría la voz completamente neutra.

—Y sin duda estará dispuesta a usarla aunque no se esté produciendo ninguna violación.

Heather intervendría en este punto:

—Igual que estuvo dispuesta a acusar a mi padre de haber abusado de mí, aunque murió antes de que yo naciera.

Gurdjieff vacilaría.

Heather acortaría distancias.

—No vamos a hacerle daño, señora Gurdjieff. Ni siquiera mi marido, aquí presente, va a ponerle un dedo encima. Pero va a tener que escucharnos. Va a escuchar lo que le ha hecho a Kyle y a nuestra familia —Heather alzaría la mano, para mostrar la cámara alojada en su palma—. Como puede ver, he traído una videocámara. Voy a grabar todo esto… para que no haya ninguna ambigüedad, ninguna posible malinterpretación, ninguna forma de darle un sesgo distinto una vez haya sucedido —haría una pausa, luego dejaría que su voz adquiriera un tono más brusco—. Nada de recuerdos falsos.

—No pueden hacer esto.

—Después de lo que nos ha hecho usted a mí y a mi familia —replicaría Kyle, la voz grave—, imagino que podemos hacer todo lo que queramos… incluyendo hacer pública esta cinta, junto con nuestras pruebas. Mi esposa se ha convertido en una celebridad últimamente: aparece mucho en televisión. Está en posición de alertar a todo el mundo sobre el tipo de fraude enfermizo que es usted. Puede que no necesite licencia, pero podemos apartarla de su negocio.

Gurdjieff miraría a derecha e izquierda, como un animal acorralado sopesando posibilidades de huida, y luego se volvería hacia Kyle.

—Le escucho —diría por fin, cruzando los brazos sobre su pecho.

—No tiene ni idea de cuánto amo a mis hijas —diría Kyle. Una pausa, para que aquello calara—. Cuando Mary nació, fui el hombre más feliz del planeta. Me pasaba las horas mirándola —apartaría la mirada, recordando—. Era tan pequeñita, tan pequeñita. Sus dedi-tos… no podía creer que pudiera haber nada tan pequeño y tan delicado. Supe en el momento en que la vi que estaría dispuesto a morir por ella. ¿Comprende eso, señora Gurdjieff? Aceptaría una bala en el corazón por ella, me metería en un edificio en llamas por ella. Lo significaba todo para mí. No soy una persona religiosa, pero por primera vez en la vida, me sentí bendecido.

Gurdjieff lo miraría, todavía desafiante, pero sin decir nada.

—Y entonces —continuaría Kyle, asintiendo a su esposa—, once meses más tarde, Heather se quedó embarazada otra vez. Y, ya sabe, no teníamos mucho dinero entonces: no podíamos permitirnos un segundo hijo —compartía una triste sonrisa con Heather—. De hecho, Heather sugirió que podía abortar. Pero los dos queríamos tener otro hijo. Acepté más clases de apoyo… clases nocturnas más algunas tutorías. Y nos las apañamos, como hace todo el mundo.

Kyle miraría a Heather, como sopesando si compartir esto con su esposa, un secreto que había mantenido todos estos años. Pero entonces se encogería un poquito de hombros, sabiendo lo absurdas que serían pronto esas preocupaciones, y continuaría.

—Le diré la verdad, señora Gurdjieff: ya teníamos una niña, y, sinceramente, yo esperaba un niño. Ya sabe, alguien con quien jugar a la pelota. Incluso pensé, estúpidamente, que podríamos llamarlo Kyle Júnior —inspiraría largamente, y luego dejaría escapar un largo suspiro—. Pero cuando vino el bebé, era una niña. No lo superé inmediatamente… tardé tal vez unos doce segundos. Sabía que nunca habría un tercer hijo —miraría de nuevo con afecto a Heather—. El segundo embarazo había sido muy difícil para mi esposa. Sabía que nunca tendría un hijo varón. Pero no importó, porque Becky era perfecta.

—Mire… —protestaría Gurdjieff—. No sé…

—No —replicaría Kyle—. No, no sabe. No sabe nada. Mis hijas lo eran todo para mí.

Gurdjieff lo intentaría de nuevo.

—Todo el mundo en su posición dice eso. Pero decirlo no significa que sea verdad. Me paso cientos de horas con sus hijas, resolviendo estos temas.

—Quiere decir que se pasa cientos de horas con nuestras hijas, metiéndoles esas ideas en la cabeza —diría Heather.

—Una vez más, eso es lo que todo el mundo dice.

Kyle explotaría de furia.

—Maldita sea, estúpida…

Una pausa, aparentemente pugnando por encontrar un epíteto no sexista que arrojarle, pero luego continuaría, como si la palabra que no había pronunciado durante décadas encajara de un modo que no pudiera hacer ninguna otra.

—Maldita sea, coño estúpido. Las volvió contra mí. Pero Becky ha recapacitado, y…

—¿Lo ha hecho? —diría Gurdjieff, despectiva—. Bueno, eso pasa a veces. La gente abandona la pelea, decide no continuar con la batalla. Es lo mismo que pasó en la Alemania nazi, ya sabe…

Sí, la Alemania nazi. Ella diría algo tan puñeteramente estúpido.

—Recapacitó porque no era verdad —diría Kyle.

—¿No? Demuéstrelo.

—Zorra arrogante. Le…

Pero Heather lo calmaría con una mirada y continuaría, con tono tranquilo.

—Oh, podemos demostrarlo… de manera total y absoluta. En los próximos días, va a hacerse público algo que cambiará el mundo. Usted podrá ver la misma prueba absoluta que vimos mi hija y yo.

Kyle exclamaría entonces:

—Le debe usted mucho a mi esposa, señora Gurdjieff. Si por mí fuera, dedicaría el resto de mi vida a hacer que la expulsen de su trabajo… pero ella me convenció de que eso no será necesario. Toda su profesión va a cambiar por completo, quizás incluso a desaparecer, dentro de las próximas semanas. Pero quiero que piense en esto todos los días durante el resto de su vida: piense en el hecho de que mi preciosa hija Mary se cortó las venas por su culpa, y que luego casi destruyó usted lo que quedaba de mi familia. Quiero que esa idea la acose hasta el día de su muerte.

Miraría a Heather, y luego otra vez a Gurdjieff.

—Y eso —diría a la mujer con gran alivio mientras se quedaba allí, la boca abierta—, es lo que llamamos poner término.

Y entonces se reuniría con su esposa, y los dos se perderían juntos en la noche.


Eso era lo que él quería hacer, eso era lo que pretendía hacer, eso era lo que necesitaba hacer.

Pero ahora, por fin, no podía hacerlo.

Era una fantasía, y, como le había dicho Heather, en terapia jungiana, la fantasía a menudo tenía que sustituir a la realidad. Los sueños eran importantes, y podían ayudar a curar: ese desde luego lo había hecho.

Kyle había entrado en la mente de Becky (con su permiso), y había buscado las sesiones de «terapia». Había querido ver por sí mismo lo que iba mal, cómo todo se había vuelto tan retorcido, cómo sus hijas se habían vuelto contra él.

No tenía ninguna intención de entrar en la mente de Lydia Gurdjieff: habría preferido meterse descalzo en una sopa de vómito y mierda. Pero, maldición, igual que su contrapartida en la ilusión óptica, la transformación Necker en el psicoespacio era a veces una cuestión de voluntad y a veces un suceso espontáneo.

De repente, allí estaba, dentro de la mente de Lydia.

Y eso no era en absoluto lo que se esperaba.

No era mal oscuro y goteante, corrupto y reptante.

Más bien, era tan compleja y rica y vibrante como la mente de Becky, como la mente de Heather, como la propia mente de Kyle.

Lydia Gurdjieff era una persona. Por primera vez, Kyle reconoció que era un ser humano.

Naturalmente, con un esfuerzo de voluntad, podía hacer la transformación Necker hasta cualquiera de las otras personas cuyos rostros se movían a través de la mente de Lydia: parecía que ahora mismo estaba en un supermercado, empujando un carrito por un pasillo amplio y abarrotado. O simplemente podría haber visualizado la metáfora del soluto y el precipitado y permitirse salir de allí, para luego recristalizar, extrayéndose de ella.

Pero no lo hizo. Sorprendido por lo que había encontrado allí, decidió quedarse un rato.

Ya había visto las sesiones de «terapia» (siempre pensaba la palabra con las comillas), desde el punto de vista de Becky. Fue muy simple encontrar la perspectiva correspondiente de Lydia.

Y de repente las comillas desaparecieron, murciélagos girando contra la noche. Era terapia por lo que respectaba a Lydia. Becky estaba tan increíblemente triste, y ya había revelado su bulimia. Algo iba claramente mal con esta chica. Lydia podía sentir su dolor… y había sentido su propio dolor durante mucho tiempo. Cierto, los vómitos podría estar relacionados solamente con el deseo de estar delgada. Lydia recordaba cómo era ser joven. La presión sobre las mujeres, década tras década, por cumplir un ridículo estándar de esbeltez, continuaba intacto: recordaba sus propios sentimientos de inadaptación, de pie delante de un espejo de cuerpo entero con su traje de baño cuando tenía la edad de Becky. También vomitaba, pensando que el deseo de delgadez era el motivo, hasta que más tarde descubrió que los desórdenes alimenticios se asociaban comúnmente con los abusos sexuales.

Pero… pero los síntomas estaban en Becky. Lydia había pasado por eso. Su padre se la había llevado a su cuarto, noche tras noche, obligándola a acariciarlo, a metérsela en la boca, a jurar mantener el secreto, diciéndole cómo su madre quedaría destrozada si sabía que papá la prefería a Lydia antes que a ella.

Si esta pobre chica (esta Becky) había pasado por lo mismo, entonces tal vez Lydia podría ayudarla a encontrar por fin un poco de paz, igual que había hecho Lydia después de que Daphne y ella se enfrentaran a su padre. Y, después de todo, la hermana de Becky Graves, Mary, que pensaba que su pena estaba sólo relacionada con la muerte de su amiga del instituto Rachel Cohen, había descubierto más de lo mismo cuando Lydia y ella empezaron a investigar. Seguro que Becky, la hermana menor, había pasado por la misma situación, había soportado también el cuarto de su padre.

Kyle se retiró. Lydia se había equivocado… estaba equivocada, pero no era mala. Estaba confundida y sin duda profundamente marcada por sus propias experiencias: Kyle exploró lo suficiente para encontrar no sólo los recuerdos de la propia Lydia, sino también los de su padre. Estaba todavía vivo, sin dientes e incontinente, como llevaba desde hacía tiempo, cuando lo alcanzó el Alzheimer, pero sus recuerdos eran todavía accesibles; había sido realmente el monstruo que Lydia creía que era. No, Kyle descubrió que no deseaba enfrentarse a Lydia. Más bien su padre, Gus Gurdjieff, si hubiera estado vivo de algún modo significativo, habría sido el blanco adecuado para su ira.

Lydia no era un monstruo. Naturalmente, nunca sería amiga suya, nunca se sentaría para tomar una taza de café y charlar con ella, nunca estaría siquiera en la misma habitación. Era como aquel Cory, sin la geoda: dotada (si esa era la palabra) del tercer ojo, con una perspectiva de mecánica cuántica, viendo los muchos mundos, viendo todas las posibilidades. Pero su tercer ojo estaba nublado, escogiendo siempre la posibilidad más oscura.

Kyle no se enfrentaría a ella. Como había dicho en su fantasía, su profesión iba a cambiar profundamente de todas formas, dentro de unos cuantos días: nunca podría volver a hacerle a nadie más lo mismo que le había hecho a Kyle y a su familia. Terapia o asesoramien-to, o como quisiera llamarlo, todo dejaría de tener sentido. Nadie podría ser desviado jamás sobre la verdad referente a cualquier otro ser humano. No había que detenerla: ya estaba muerta en pie.

Kyle salió de ella, dejando atrás la compleja, torturada, triste mente de Lydia Gurdjieff.

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